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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (11 page)

BOOK: Un punto azul palido
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Nos encontramos con un tipo concreto de onda de radio que emana de la Tierra. Las ondas de radio no apuntan necesariamente hacia la vida y la inteligencia. Muchos procesos naturales las generan. Sin duda habremos percibido ya emisiones de radio en otros mundos aparentemente deshabitados, generadas por electrones cautivos en los poderosos campos magnéticos de los planetas, por movimientos caóticos en el frente de choque que separa dichos campos del campo magnético interplanetario, y también por relámpagos. (Los «silbidos» suelen pasar rápidamente de las notas altas a las bajas para luego comenzar de nuevo.) Algunas de estas emisiones de radio son continuas; otras se producen en ráfagas repetitivas; algunas duran pocos minutos y luego se desvanecen.

No obstante, esto es algo distinto: una porción de la transmisión de radio de la Tierra se halla precisamente en las frecuencias en que las ondas de radio comienzan a escaparse de la ionosfera del planeta, la región eléctricamente cargada situada sobre la estratosfera que refleja y absorbe las ondas de radio. Se observa una frecuencia central constante en cada transmisión, además de una señal modulada (una secuencia compleja de pulsos de encendido y apagado). No hay electrón en campo magnético, ni onda de choque, ni descarga eléctrica de relámpago que pueda generar algo de ese estilo. La presencia de vida inteligente parece la única explicación posible. Nuestra conclusión de que la transmisión de radio es debida a la tecnología de la Tierra es independiente de lo que puedan significar esas secuencias de encendido y apagado: no es necesario descodificar el mensaje para estar seguros de que
es
un mensaje. (Supongamos, por ejemplo, que esa señal es en realidad producto de la comunicación a larga distancia de la Armada de Estados Unidos con sus submarinos nucleares.)

Así pues, en nuestra calidad de exploradores extraterrestres, sabríamos que por lo menos una especie residente en la Tierra ha desarrollado tecnología de radio. ¿De cuál de ellas se trata? ¿De los seres que producen el metano? ¿De los que generan oxígeno? ¿De aquellos cuyo pigmento hace que el paisaje sea verde? ¿O acaso de otros, de seres más sutiles, seres que de otro modo no serían detectables desde una nave espacial que se aproximara al planeta? A fin de investigar esa especie tecnológica, tal vez nos resulte conveniente examinar la Tierra con un mayor grado de resolución, en busca, si no de los seres en sí, al menos de sus artefactos.

En primer lugar observamos el planeta a través de un modesto telescopio, de tal modo que la mayor precisión que podemos conseguir corresponde a uno o dos kilómetros de distancia. No distinguimos ni la arquitectura monumental, ni formaciones extrañas, ni remodelación artificial del paisaje, ni señales de vida. Lo que percibimos es una densa atmósfera en movimiento. El abundante agua debe de evaporarse y luego caer de nuevo a la Tierra a través de la lluvia. Los antiguos cráteres de impacto, tan visibles en la cercana Luna, apenas parecen presentes. Ello significa que deben de tener lugar una serie de procesos por los cuales se crea tierra nueva y posteriormente se erosiona en un espacio de tiempo mucho menor a la edad de este mundo. El agua corriente está implicada en esos procesos. A medida que vamos contemplándolo, cada vez con mayor definición, descubrimos cordilleras montañosas, valles fluviales y muchos otros indicios de que el planeta se encuentra geológicamente activo. Esporádicamente vislumbramos lugares desnudos de vegetación, aunque se hallan rodeados de ella. Tienen la apariencia de manchas descoloridas en el paisaje.

Cuando examinamos la Tierra con unos cien metros de resolución, todo cambia. El planeta aparece ante nuestros ojos cubierto de líneas rectas, cuadrados, rectángulos, círculos, en ocasiones apiñados a lo largo de las márgenes de un río o agrupados en las laderas de las montañas más bajas, otras veces extendiéndose por las llanuras, pero raras veces en desiertos o montañas altas y nunca en los océanos. Su regularidad, complejidad y distribución sería difícil de explicar de otro modo que no fuera mediante la presencia de vida y de inteligencia, si bien es posible que una comprensión más profunda de función y finalidad se nos escapara. Puede que sólo llegáramos a la conclusión de que las formas de vida dominantes tienen una pasión simultánea por la territorialidad y por la geometría euclídea. Con ese grado de resolución no podríamos verlos, y mucho menos identificarlos.

Muchas de las manchas deforestadas muestran una geometría similar a la de un tablero de ajedrez. Son las ciudades del planeta. Sobre gran parte del paisaje —no solamente en las ciudades— se observa una enorme profusión de líneas rectas, cuadrados, rectángulos, círculos. Las manchas oscuras de las ciudades aparecen altamente geometrizadas, no dejando más que unas pocas porciones de vegetación, aunque de contornos perfectamente delimitados. Ocasionalmente se aprecia algún triángulo y, en una de las ciudades, incluso un pentágono.

Cuando tomamos imágenes con un metro de resolución o mayor definición aún, descubrimos que las líneas rectas entrecruzadas que presentan las ciudades y las líneas rectas más largas que las conectan con otros centros urbanos están llenas de unos seres aerodinámicos y multicolores, de pocos metros de largo, que avanzan educadamente uno detrás de otro en lenta, larga y ordenada procesión. Son muy pacientes. Una corriente de seres se detiene en los ángulos rectos, a fin de permitir que otra corriente pueda seguir adelante. Periódicamente les es devuelto el favor. De noche encienden dos luces potentes en su parte delantera para poder ver por donde van. Algunos, una privilegiada minoría, se retiran a unas casas pequeñas para pasar la noche, una vez finalizada la jornada laboral. No obstante, la mayoría de ellos no tienen techo y duermen en las calles.

¡Por fin! Hemos hallado la fuente de toda esa tecnología, la forma de vida predominante sobre el planeta. Evidentemente, las calles de las ciudades y las carreteras de la campiña han sido construidas en su beneficio. Podríamos pensar que estamos empezando a comprender realmente la vida en la Tierra. Y quizá tengamos razón.

Si solamente pudiéramos mejorar un poco el grado de definición, descubriríamos que existen unos minúsculos parásitos que entran y salen a menudo de los organismos dominantes. Al parecer deben de jugar un papel más importante, porque el organismo dominante inmóvil se pone en marcha justo después de ser reinfectado por un parásito, y vuelve a pararse instantes antes de que el parásito sea expulsado. Esto sí que resulta enigmático. Pero nadie dijo que la vida en la Tierra fuera fácil de entender.

Todas las imágenes que hemos tomado hasta el momento son con luz solar reflejada, es decir, en la cara diurna del planeta. Pero un hecho extraordinariamente interesante se pone de manifiesto cuando fotografiamos la Tierra durante la noche: el planeta está iluminado. La región más luminosa, cerca del círculo polar ártico, se halla iluminada por la aurora boreal, que no es generada por la vida, sino por electrones y protones procedentes del Sol, atraídos por el campo magnético de la Tierra. El resto de lo que vemos es debido a la vida. Las luces delimitan de manera reconocible los mismos continentes que descubrimos durante el día, y muchas se corresponden con las ciudades que ya hemos cartografiado. Las ciudades se concentran cerca de las líneas costeras. Tienden a ser mucho más escasas en las zonas interiores de los continentes. Puede que los organismos dominantes necesiten desesperadamente el agua del mar (o tal vez los barcos de navegación oceánica fueron en su día esenciales para el comercio y la emigración).

Sin embargo, algunas de las luces no son achacables a ciudades. En el norte de África, Oriente Medio y Siberia, por ejemplo, se perciben luminosidades muy intensas en un paisaje comparativamente desolado, debidas, según parece, a incendios en pozos de petróleo y gas natural. En el mar de Japón, el primer día que lo observamos, avistamos una extraña área de luz con forma triangular. Ese lugar corresponde durante el día a mar abierto. Allí no hay ciudad alguna. ¿Qué puede ser? Se trata de la flota pesquera japonesa dedicada a la pesca del calamar, que emplea una potente iluminación para atraer hacia la muerte bancos enteros de dicho molusco. Otros días, este tipo de luz deambula por todo el Pacífico en busca de presa, En efecto, acabamos de descubrir el sushi.

Me parece grave que resulte tan sencillo percibir desde el espacio tales retazos de vida en la Tierra como los hábitos gastrointestinales de los rumiantes, la cocina japonesa o los sistemas para comunicarse con submarinos nómadas que transportan la muerte de doscientas ciudades, mientras tantas obras de nuestra arquitectura monumental, nuestros más grandes trabajos de ingeniería y nuestros esfuerzos para cuidarnos unos a otros, entre otras cosas, permanecen casi por completo ocultos en la sombra. Es como una especie de parábola.

A
ESTAS ALTURAS NUESTRA
expedición a la Tierra puede considerarse ya todo un éxito. Hemos dado con las características del medio ambiente, hemos detectado vida, hallado manifestaciones de seres inteligentes y puede que incluso hayamos identificado a la especie predominante, la que parece completamente imbuida de geometría y rectilinearidad. Sin duda alguna este planeta merece un estudio más largo y detallado. Por eso optamos por colocar la nave en órbita alrededor de la Tierra.

Observando a fondo el planeta desentrañamos nuevos enigmas. Por toda la Tierra hay chimeneas que vierten al aire anhídrido carbónico y productos químicos tóxicos. Lo mismo hacen los seres dominantes que pueblan las carreteras. Pero el anhídrido carbónico es un gas de invernadero. Nos percatamos de que la cantidad de ese gas en la atmósfera se halla en constante incremento, año tras año. Lo mismo ocurre con el metano y otros gases de invernadero. Si esto sigue así, la temperatura del planeta aumentará. Espectroscópicamente registramos otro tipo de moléculas que están siendo inyectadas al aire, los clorofluorocarbonos. No solamente se trata de gases de invernadero, sino que además son devastadoramente eficaces en la destrucción de la capa protectora de ozono.

Decidimos observar con mayor atención el centro del continente sudamericano, que —como ahora ya sabemos— es una vasta selva tropical
[9]
.

Todas las noches vislumbramos miles de fuegos. Durante el día, la región aparece cubierta de humo. Al cabo de los años, por todo el planeta, hay cada vez menos bosques y más desiertos áridos.

Contemplamos a continuación la gran isla de Madagascar. Los ríos fluyen teñidos de color marrón y generan amplias manchas en el océano próximo. Es la tierra mantillosa, que es arrastrada hacia el mar a un ritmo tan desenfrenado que, en unas cuantas décadas, se habrá agotado. Lo mismo está sucediendo, según hemos observado, en las desembocaduras de todos los ríos.

Pero si no hay suelo, no hay agricultura. ¿Qué van a comer dentro de un siglo? ¿Qué respirarán? ¿Cómo van a enfrentarse con un medio ambiente cada vez más cambiante y peligroso?

Desde nuestra perspectiva orbital nos damos cuenta de que, indudablemente, algo ha salido mal. Los organismos dominantes, que, sean quienes sean, se han tomado tantas molestias para remodelar la superficie, destruyen al mismo tiempo su capa de ozono y sus bosques, erosionan su suelo y llevan a cabo masivos e incontrolados experimentos con el clima de su planeta. ¿Es que no se dan cuenta de lo que está ocurriendo? ¿Es que no piensan en su destino? ¿O bien son incapaces de trabajar juntos en beneficio del entorno que los mantiene?

Tal vez, concluimos entonces, ha llegado el momento de replantearnos la conjetura que apunta a que en la Tierra existe vida inteligente.

Buscando vida en otros lugares: una calibración

En nuestros días, naves espaciales procedentes de la Tierra se han aproximado a docenas de planetas, lunas, cometas y asteroides, equipadas con cámaras, instrumentos para medir ondas de calor y de radio, espectrómetros para determinar la composición química y un buen número de otros sistemas. Pero no hemos encontrado indicios de vida en ningún otro lugar del sistema solar. No obstante, hay quien puede mostrarse escéptico respecto a nuestra habilidad para detectar vida, especialmente si se trata de vida diferente de la que conocemos. Hasta hace poco, nunca se había llevado a cabo el test más obvio de calibración: aproximar una astronave interplanetaria moderna a la Tierra y comprobar si somos capaces de detectarnos a nosotros mismos. Dicha circunstancia cambió el 8 de diciembre de 1990.

Galileo
es una nave espacial de la NASA diseñada para explorar Júpiter, el planeta gigante, sus lunas y sus anillos. Lleva el nombre del heroico científico italiano que desempeñó un papel tan capital en el derribo de las pretensiones geocéntricas. Fue él el primero en considerar a Júpiter un mundo, y también quien descubrió sus cuatro grandes lunas. Para llegar a Júpiter, la nave debía pasar cerca de Venus (una vez) y de la Tierra (dos veces) y dejarse acelerar por las gravedades de estos planetas, pues de otro modo no dispondría de la energía necesaria para llegar a su destino. Esta necesidad en el diseño de su trayectoria nos permitió, por primera vez, observar sistemáticamente la Tierra desde una perspectiva extraterrestre.

Galileo
pasó a sólo 960 kilómetros de la superficie de la Tierra. Exceptuando las imágenes que muestran una definición inferior a un kilómetro y las nocturnas —obtenidas por otra nave en órbita—, la mayoría de los datos recabados por una nave espacial que aparecen en este capítulo fueron obtenidos por la nave
Galileo.
Gracias a ella pudimos deducir una atmósfera de oxígeno, agua, nubes, océanos, hielo polar, vida e inteligencia. La aplicación de los instrumentos y protocolos desarrollados para explorar los planetas al control de la salud medioambiental del nuestro —algo que la NASA está llevando a cabo con ahínco en la actualidad— fue bautizada por la astronauta Sally Ride como «Misión al planeta Tierra».

Otros miembros del equipo científico de la NASA que trabajaron conmigo en la detección de vida en la Tierra por la nave
Galileo
fueron el doctor W. Reid Thompson, de la Universidad de Cornell; Robert Carlson, del JPL; Donald Gurnett, de la Universidad de Iowa, y Charles Hord, de la Universidad de Colorado.

El éxito que obtuvo la misión en su sondeo de la Tierra, sin efectuar suposiciones de antemano acerca del tipo de vida de que podía tratarse, incrementa nuestra confianza en que el resultado negativo que ha arrojado hasta ahora la búsqueda de vida en otros planetas es altamente significativo. ¿Es este razonamiento antropocéntrico, geocéntrico, provinciano? No lo creo. No nos limitamos a buscar la biología que conocemos. Cualquier pigmento fotosintético extendido, gas en fuerte desequilibrio con el resto de la atmósfera, transformación de la superficie mediante modelos altamente geometrizados, constelación de luces en el hemisferio nocturno o fuente no astrofísica de emisión de radio revelaría la presencia de vida. Naturalmente, en la Tierra hemos hallado solamente nuestro tipo de vida, pero muchas otras clases habrían sido detectables en otros lugares. No las hemos encontrado. Esta exploración del tercer planeta refuerza nuestra conclusión provisional de que, de todos los mundos del sistema solar, solamente el nuestro ha sido agraciado con la vida.

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