Últimas tardes con Teresa (44 page)

BOOK: Últimas tardes con Teresa
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—¡Oh, no —exclamó ella—, con lo bien que lo estamos pasando...! Y además hoy dispongo de toda la noche, le he dicho a Vicenta que tal vez me quedaría a dormir en casa de los Bori...

Le miró con sus límpidos ojos azules, confiados, y se acurrucó en sus brazos. La noche empezaba a refrescar, una brisa repentina movió las hojas de los árboles y el techo de papelitos. “Tengo frío, mi amor —murmuró ella como en sueños—. No te vayas...” Manolo escondió el rostro en la nuca de la muchacha, y de pronto, algo en la atmósfera le dijo que iba a llover, y presintió oscuramente que el verano (aquella isla dorada que les acogía) no tardaría en tocar a su fin y con él tal vez Teresa. Alrededor, la fiesta callejera proseguía.

Media hora después, Teresa le acompañaba al Carmelo. Paró el coche en lo alto de la carretera. Manolo se despidió con un beso. “Por favor —dijo ella—, no te vayas aún...” Pero él, sintiéndolo mucho, tenía algo que hacer. Ni siquiera esperó que ella pusiera el “Floride” en marcha. Al doblar la esquina, ya cerca de su casa, encontró a un conocido: “Ramón —llamó—, ¿vas al Delicias?” “Sí.” “¿Hay partida esta noche?” “No sé... Ahora voy para allá.” “En seguida estoy con vosotros, el tiempo de cambiarme.” Su hermano no estaba en casa. Su cuñada y los niños dormían juntos y a pierna suelta. Se cambió en la oscuridad, sin hacer ruido, y salió con los tejanos y poniéndose el niki. Iba de prisa, con la cabeza gacha, y al llegar a la carretera casi se echó encima del automóvil parado.

—Pero ¿qué haces aquí todavía?

Teresa, con los brazos sobre el volante, le miraba fijamente. —Te esperaba. Creías engañarme ¿no?

—Tonta...

—¿Adónde vas?

—A dar un paseo. No puedo dormir... Y tú hazme caso, vete, es muy tarde. Si tus padres se enteran...

Ella sonrió tristemente. Sus ojos brillaban en la oscuridad. “Tienes miedo —dijo—. Nunca lo hubiera pensado de ti”, e inclinando la cabeza gimió: “¿Cómo quieres que te crea?” Manolo subió al coche y la abrazó tiernamente. “Teresa...” Al aplastar el rostro en los fragantes cabellos de la muchacha, presintió su disolución.

—Está bien, mujer, está bien, me quedo contigo. Aquí estoy, no llores... Sólo iba al bar ¿sabes? ¿Y quieres saber a qué? Pues a jugar un rato, tengo suerte con las cartas y necesito dinero... Ahora ya lo sabes.

—¿Es verdad eso? ¿No me engañas? —Teresa le colgó los brazos al cuello. Él aplastó la boca en su hombro desnudo. Se sintió débil y cansado.

—A eso iba, de verdad. ¿Qué otra cosa puedo hacer mientras espero? Tú no puedes hacerte cargo de los problemas que tengo...

—Todo se arreglará, Manolo, esta noche no pienses más en ello. Quédate junto a mí, por favor. ¡Oh, sí, por favor...!

Dejó resbalar su cuerpo en el asiento. El olor de su piel y el brillo febril de sus ojos llorosos enardecieron a Manolo. La besó largamente. El gusto salobre de las lágrimas se mezclaba con la dulzura de sus labios. “Aquí hace frío”, murmuró ella. Eran más de las dos de la madrugada.

—Sí, vámonos.

Determinados ya a abandonarse a lo que la noche les reservara, prolongaron su deseo cuanto pudieron, en la misma calle en fiestas donde habían estado antes; volvieron a ocupar la misma mesa de mármol bajo los frondosos árboles; bailaron despacio, mirándose a los ojos, ausentes de todo —incluso de los acordes cada vez más desganados y desafinados de la orquesta. Luego de pronto cayeron cuatro gotas, un ligero chaparrón que duró unos minutos, la gente se refugió riéndose en los portales, amainó y todo volvió a quedar como antes. Participaron con las demás parejas en el fin de fiesta, se arrojaron a la cabeza bolas de confeti y serpentinas, se abrazaron, bailaron el baile del farolillo y los viejos valses de despedida y fueron los últimos en irse. La gente había empezado a desfilar y los vecinos entraban en sus casas, los músicos enfundaban sus instrumentos; los jóvenes de la junta de festejos de la calle, después de pasear en hombros a su presidente, según la tradición, amontonaron las sillas plegables junto al tablado, enfundaron el piano y apagaron las luces.

Tras ellos cerraron la pequeña taberna y luego, cogidos por la cintura, se alejaron lentamente calle abajo, en medio de una selva multicolor de serpentinas que colgaban del techo de papelitos y de guirnaldas estremecido por la brisa, mientras pisaban la muelle alfombra de confeti. La calle había recuperado su triste luz habitual, la amarillenta y sucia de los faroles de gas, pero aún ofrecía un esplendoroso sueño juvenil, algo de aquella materia tierna y vehemente que esta noche la había habitado durante unas horas, una sugestión de no se resignaba a ser borrada y aniquilada por el otoño. Y ahora ellos se la llevan consigo: los últimos noctámbulos les miran con curiosidad (la pareja de enamorados es extraña al paisaje, como su manera de vestir lo es entre sí) mientras se alejan despacio, pisando con indolencia la blanca espuma, hacia el automóvil parado en la esquina. Pero antes de llegar al “Floride”, la primera bofetada de viento otoñal les hace cerrar los ojos y las blancas alas del confeti surgen de sus pies y se despliegan en torno a ellos, envolviéndoles por completo, extraviándolos.

Era la madrugada del 12 de septiembre, recordaría la fecha por el desorden de flores y de besos que dejaron tras ellos, el triste abandono en que quedó todo. Todavía llevaban confeti en los cabellos y brillantes espirales de serpentinas grabadas en la retina cuando llegaron ante la verja del jardín de Teresa. Las estrellas se apagaban y una claridad rojiza se extendía al fondo de la Vía Augusta. Unas nubes grises, arremolinándose amenazadoras, cubrían el cielo del Tibidabo.

“Mañana lloverá”, dijo Manolo. Se miraron a los ojos. A él le parecía que los dedos del destino estaban a punto de rozar su frente. Cruzaron la verja y se adentraron por el jardín. Teresa abrió con su llave. “Vicenta duerme”, advirtió en voz baja. Avanzaron a oscuras y cogidos de la mano hasta llegar al salón. Teresa encendió las luces. Entonces sonó el teléfono del vestíbulo. Teresa se precipitó a descolgar ante el temor de que Vicenta pudiera despertarse. El teléfono estaba en una mesita, entre una gran planta de hojas esmaltadas y la barandilla de la escalera. “¿Sí...?” “¿Eres tú, Tere? —dijo una voz femenina, adormilada, susurrante—. ¿Te he despertado? Perdóname...” “No, no —dijo Teresa, que había reconocido la voz de Mari Carmen—. Estaba leyendo...” Un silencio. “Sí, te he despertado, y lo siento. —No había ningún tono de disculpa en la voz, al contrario, era como un satisfecho run-run de paloma—. No son horas de llamar, pero ya sabes, fastidiar a las amigas por la noche es mi especialidad.” Un nuevo silencio, susurros, risas lejanas, jadeos. Luego Teresa oyó durante un rato la respiración anhelante de Mari Carmen. “¿Dónde estás, Mari?” “¿Dónde voy a estar? En casa, en la cama. ¿De verdad no te hemos despertado?” “No, mujer, tranquilízate...” “Es que Alberto no quería que te llamara...” Repentinamente soltó una risa nerviosa, como si le hicieran cosquillas, su voz se hizo lejana, y Teresa captó un sordo rumor de sábanas revueltas, de cuerpos removiéndose en el lecho. Se volvió a Manolo, que la esperaba en la puerta del salón, y le hizo señas para que se acercara. “¡Qué par de locos!”, dijo cuando él llegó, tapando el auricular con la mano. Conteniendo la risa, invitó al muchacho a escuchar con ella y juntaron las caras. El vestíbulo estaba casi a oscuras. De nuevo la voz de Mari Carmen Bori, llegándoles desde un pozo: “¿Oye...? Perdona, chica. Primero una cosa: ¿te has acordado de decirle a Manolo que me disculpe por la despedida?” “Sí, mujer, sí...” “Bueno. Otra cosa: ¿tiene teléfono tu Manolo?” “No.” “Es igual... ¡¿Quieres estarte quieto, pesado?! —añadió riendo, y luego a Teresa—: Es Alberto, que está haciendo el indio todo el rato. Nos hemos dicho cuatro cosas divertidas, ¿sabes? Mira, tengo buenas noticias, y estoy tan contenta que no he resistido a la tentación de llamarte: tu Manolo está colocado, dalo por hecho. Que me llame pasado mañana sin falta. Acabo de despertar a varias personas y supongo que aún me estarán maldiciendo, pero tu amor podrá empezar a trabajar el mes que viene. Seguro, sabes que yo hago las cosas bien.” “¡Eres un cielo, Mari!”, exclamó Teresa mirando a Manolo. “Lo que yo quería: en la sección de ventas. Estupendo ¿no? Pero que se mueva desde ya, que haga unos cursos por correspondencia, aunque sea, cualquier cosa, porque tendrá que ponerse al corriente de todo en muy poco tiempo.” “Sí, claro, le ayudaremos entre todos...” “Alberto cree que podrá empezar sobre una base de cinco o seis mil...” Teresa notó el aliento de Manolo pegado a su cuello. Un nuevo silencio al otro lado del hilo, luego murmullos, risas y caídas amortiguadas, mientras la mano de él se deslizaba por su estómago y apretaba sus costillas, obligándola a volverse lentamente. Teresa experimentó una indecible sensación de bienestar, provocada en parte por la ternura conyugal que le llegaba desde el otro extremo del hilo, pero también una remota inquietud: qué repentino entusiasmo el de Mari en favor del chico. Y su voz revolcándose como en un lecho de hojarasca...: “¿Estás ahí, querida? Perdona, es ese monstruo, que no me deja hablar...” Riendo, ella también, Teresa levantó el codo por encima de la cabeza de Manolo, sin apartar el auricular de su oreja y de la de él, apartó el cable que molestaba, se dio la vuelta obedeciendo a las manos que la acariciaban y recostó la espalda contra la pared. Las grandes hojas verdes de la planta olían intensamente en la oscuridad. No podía moverse, y dejó que la boca de él rozara sus labios, oír crujir la falda de su vestido y a él moviéndose furtivamente, acoplando su cuerpo al de ella —para poder oír mejor a Mari Carmen, al parecer: ‘‘En fin, Tere —la oyeron decir ahora con una voz que se debatía con algo (se oía también la voz de Alberto, ronroneando)—. No olvides decírselo al chico, y que pasado mañana llame aquí o a la oficina de Alberto. Chao, querida, sé feliz. Y cuidado con hacer locuras ¿eh? Alberto me dice que te diga que el amor te sienta divinamente... Cualquier día te llamo para charlar un rato, tú y yo a solas. Adiós.” “Sois un par de locos encantadores, de veras —dijo Teresa en un susurro—. Gracias. Hasta pronto.” “Buenas noches, querida.”

Sin moverse, Teresa cambió el auricular de mano por encima de su cabeza, porque el cable había quedado entre su espalda y la pared, y tanteó la mesilla. Al hacerlo distendió el cuerpo y se apretó más a Manolo. Colgó el auricular, pero el cable se enredó en el brazo del muchacho y forcejearon un rato, riendo. “¿Has oído lo que ha dicho?”, susurró Teresa, conteniendo a duras penas su alegría. “¿Has oído bien? ¡Hemos conseguido el empleo...!” Ni se dieron cuenta de que estaban jadeando desde hacía rato. Manolo rozaba sus cabellos con los labios. No quiso hablar. Indudablemente, los dedos del destino acababan de tocar su frente: lo que veía más allá de aquellos sedosos cabellos, más allá de los fragantes hombros desnudos de la muchacha, en las sombras del fondo del vestíbulo, no era ya un cromo satinado y celosamente guardado desde la infancia, sino a un hombre joven y capacitado entrando en una oficina moderna con una cartera de mano y esa confianza que da sostener una cartera de mano (recordaba una demanda leída en el periódico: joven dinámico y elegante, ingresos a escala europea, promoción inmediata a cargos superiores) mientras en alguna parte suena un teléfono, pero él no debía acudir, que lo haga un ordenanza... Los brazos de Teresa se enroscaban en su cuello, y sus actitudes de abandono en la sombra, sus ojos vencidos, era otro narcótico. Sondeó su mirada con decisión. Su mano, deshaciéndose por fin del cable del teléfono, se posó en el hombro de ella y bajó un tirante del vestido, luego el otro. Ella le tendió la boca abierta, y se abandonó completamente en sus brazos, disponiéndose a dejarse resbalar hasta el suelo. Manolo la sostuvo, ligeramente inclinado, aceptando con una reflexiva ternura el ofrecimiento de la muchacha: de alguna extraña manera, la virginidad de Teresa había sido para él, hasta ahora, la mayor garantía de poder realizar la anhelada inserción en las castas doradas y en las altas categorías de la dignidad y del trabajo: y ahora que acababa de merecer su confianza y la de sus amigos, ahora que se amaban los dos con toda el alma, ya nada le impedía hacer suya a Teresa. Pero aquel teléfono de la oficina futura, qué curioso, sonaba no sólo en su imaginación desde hacía rato, sino aquí mismo, junto a ellos, Y fue Teresa, extendiendo su brazo en la penumbra como en sueños, la que finalmente descolgó murmurando: “¿Quién puede ser ahora?” y “Diga” casi al mismo tiempo, mientras él, ya oscuramente tocado por la atroz realidad, soltaba a la muchacha en el momento que se encendía la luz del vestíbulo y (visión deprimente para los dos, anticipo del invierno) aparecía la vieja criada Vicenta con su bata color morado, sus cabellos grises colgando en una trenza deshecha, mirándoles con asombro y reproche.

Sus pequeños ojos cargados de sueño también lo anunciaban: la llamada era de la clínica: Maruja había muerto.

«...pero el afán de este siglo y el engaño de las riquezas, ahogan la palabra, y hácese infructuosa»

San Mateo - 13-22

A la lívida claridad de las cinco de la mañana, las ventanas iluminadas de la clínica sugerían un silencio atónito. Los tonos grises, malva y ocre estaban ya visiblemente resignados a madurar en el Paseo de la Bonanova, como cada año, y era casi seguro que el sol no conseguiría hoy abrirse paso entre las nubes. Dos juveniles rostros oscilaban, bellos y perplejos, vulnerables las frentes áureas, pegadas al cristal de una ventana del tercer piso. Un enfermo con fiebre e insomnio gemía débilmente en alguna parte. Ellos miraban el jardín, donde las altas palmeras rendían sus flecos como garfios bajo un cielo plomizo, miraron después los faroles todavía encendidos en el Paseo, los bancos de madera, los árboles, un tranvía arrastrándose sobre los raíles como un gusano de luz. Al mismo tiempo adivinaban tras ellos el ir y venir de uniformes blancos, en la habitación de Maruja sobre todo, por cuya puerta entornada escapaba un confuso rumor de voces, apresuradas fórmulas viáticas (también el cura parecía haber llegado tarde) y notaban en particular la ausencia de una constante vibración de fondo que siempre acompañó sus palabras en este saloncito, ya desde las primeras tardes que hojeaban revistas, algo etéreo semejante al zumbido de las líneas telefónicas que evoca lejanías confusamente intuidas ya en la infancia, y que hoy se había quebrado de pronto para dejar paso a un silencio letal y más tarde a esta peligrosa concentración de doctas voces catalanas que les llegaba desde el cuarto mortuorio:

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