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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (44 page)

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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—Pero están aquí —prosiguió Pyrlig—, lo que significa que Guthrum les sigue.

—Quizá —dije. También era probable que Guthrum estuviera marchando hacia el este o el oeste, y que hubiese enviado a estos hombres para asegurarse de que Alfredo desconocía sus movimientos.

—Tendríamos que volver —dijo Pyrlig—. Pronto oscurecerá.

Pero yo había oído voces y levanté una mano para silenciarlo, después me desplacé a la derecha, manteniéndonos donde la maleza era más espesa, y escuché lo que me parecía haber oído. Inglés.

—Aquí hay sajones —dije.

—¿Los hombres de Wulfhere?

Cosa que tenía sentido. Estábamos en Wiltunscir, y los hombres de Wulfhere conocían el territorio, y ¿quién mejor para guiar a los daneses que vigilaban a Alfredo?

Los sajones venían del bosque y nos quedamos detrás de los matojos de espinos hasta que oímos el sonido de hachas. Cortaban leña. Eran unos doce. La mayor parte de los hombres que seguían a Wulfhere se mostrarían reacios a luchar contra Alfredo, pero algunos habían abrazado la nueva causa de su
ealdorman
, y sin duda eran los hombres que habrían enviado a guiar a las tropas danesas. Wulfhere sólo habría enviado hombres de su confianza, en el temor de que los menos leales desertaran para unirse a Alfredo o salieran huyendo, así que aquellos sajones eran probablemente de las tropas de la casa, los guerreros que más partido sacarían de estar en el lado vencedor en una guerra entre los daneses y los sajones.

—Tendríamos que regresar con Alfredo antes de que oscurezca del todo —susurró Pyrlig.

Pero entonces oímos una voz, cercana y petulante. —Iré mañana —dijo la voz.

—No iréis, señor —respondió el hombre. Se oyeron salpicaduras y comprendí que uno de los hombres se había acercado a los arbustos a mear, y que el otro le seguía.

—Mañana no iréis a ningún sitio —repitió el segundo hombre—. Os quedaréis aquí.

—¡Sólo quiero verlos! —suplicó la voz caprichosa.

—Los veréis pronto. Pero no mañana. Os quedaréis aquí con los guardias.

—No podéis obligarme.

—Puedo hacer lo que quiera con vos, señor. Mandaréis aquí, pero aun así seguís mis órdenes. —La voz del hombre era dura y profunda—. Y mis órdenes son que os quedáis aquí.

—Iré si quiero —insistió débilmente la primera voz, aunque no pareció conseguir que le hicieran caso.

Muy lentamente, de modo que la hoja no hiciera ningún ruido al salir de la vaina, extraje a
Hálito-de-Serpiente
. Pyrlig me observaba, sorprendido.

—Apartaos —le susurré—, y haced algo de ruido. —Frunció el ceño sin comprender, pero yo le hice un gesto con la cabeza y confió en mí. Se puso en pie y caminó hacia nuestros caballos, silbando suavemente, e inmediatamente los dos hombres lo siguieron. El de la voz profunda estaba al mando. Era un viejo guerrero, con el rostro surcado de cicatrices, y era enorme.

—¡Eh, tú! —gritó—. ¡Para! —Y justo entonces salí de detrás de un espino y, con un certero molinete de
Hálito-de-Serpiente
, le metí un tajo entre la barba y la garganta, fue tan profundo que la sentí chocar contra la columna. La sangre, repentina y reluciente en el atardecer primaveral, se extendió sobre el mantillo de hojas. El hombre cayó al suelo como un buey en el matadero. El segundo hombre, el mimado, le seguía de cerca y se quedó tan conmocionado y asustado que no se le ocurrió siquiera huir, así que lo cogí del brazo y lo metí bajo los arbustos.

—No puedes… —empezó a decir, y yo le puse la parte plana de
Hálito-de-Serpiente,
aún ensangrentada, en la boca, y empezó a gimotear de terror.

—Ni un ruido —le dije—, o estás muerto. —Pyrlig regresó entonces, espada en mano.

El monje miró al muerto, que llevaba los calzones aún sin atar. Se inclinó sobre él, y le hizo la señal de la cruz en la frente. Había muerto rápido, y la captura de su compañero había sido silenciosa, ninguno de los que cortaban leña había reparado en ella. Las hachas seguían golpeando, reverberando en el bosque.

—Este se lo vamos a llevar a Alfredo —le dije a Pyrlig, y desplacé la espada hasta la garganta de mi cautivo—. Emite un solo sonido —le dije apretando la hoja contra la piel—, y te rajo desde tu gastada garganta a tu gastada ingle. ¿Me entiendes?

Asintió.

—Porque te estoy devolviendo el favor que te debo —le aclaré, y sonreí con amabilidad.

Pues mi cautivo era Etelwoldo, el sobrino de Alfredo y pretendiente al reino de los sajones del oeste.

* * *

El hombre que había matado se llamaba Osbergh, y había sido el comandante de las tropas personales de Wulfhere. Su tarea en el día de su muerte consistía en asegurarse de que Etelwoldo no se metiera en problemas.

Etelwoldo tenía talento para la desgracia. Por derecho, hubiese tenido que ser rey de Wessex, aunque me atrevería a decir que habría sido el último, pues era impetuoso y un cabeza de chorlito, y sus dos consuelos por haber perdido el trono a manos de su tío Alfredo eran la cerveza y las mujeres. Aun así, siempre había querido ser guerrero. Alfredo le había negado la oportunidad, pues no se atrevía a permitir que Etelwoldo se labrara un nombre en el campo de batalla. Etelwoldo, el auténtico rey, tenía que seguir haciendo el ridículo para que ningún hombre viera en él un rival para Alfredo. Habría sido mucho más fácil matar a Etelwoldo, pero Alfredo era un sentimental con la familia. O quizá fuera la conciencia cristiana. Fuera cual fuera el motivo, al joven Etelwoldo se le había permitido seguir con vida, y él había recompensado a su tío poniéndose en ridículo constantemente.

Sin embargo, los últimos meses, en los que se había visto libre de la correa de Alfredo, habían alentado su ambición truncada. Vestía malla y llevaba espadas. Era un hombre atractivo y alto, y representaba bien el papel de guerrero, aunque no poseía un alma acorde. Se había meado encima cuando le puse a
Hálito-de-Serpiente
en la garganta, y ahora era mi cautivo, así que no plantaba cara. Estaba asustado, dócil y contento de ser guiado.

Nos contó cuánto había incordiado a Wulfhere para que le dejara luchar, y cuando envió a Osbergh y a veinte hombres más a guiar a los daneses por las colinas, le entregaron el mando honorífico.

—Wulfhere dijo que estaba al mando —nos contó ridículamente enojado—, pero tenía que obedecer a Osbergh.

—Wulfhere es un completo merluzo por dejar que te alejaras tanto de él —le dije.

—Creo que estaba cansado de mí —admitió Etelwoldo.

—¿Cansado de ti? ¿Te estabas cepillando a su mujer?

—¡Sólo es una sirvienta! Pero quería unirme a los exploradores, y Wulfhere me dijo que aprendería mucho de Osbergh.

—Acabas de aprender a no mear nunca en un espino —le dije—, y eso es de mucha utilidad.

Etelwoldo montaba el caballo de Pyrlig, y el cura galés conducía a la bestia por las riendas. Le habíamos atado las manos. Aún quedaba una chispa de luz en el cielo del oeste, lo suficiente para bajar hasta el pequeño río con facilidad. Le expliqué a Pyrlig quién era aquel joven, y el cura le sonrió.

—¿Así que sois príncipe de Wessex?

—Tendría que ser rey —replicó Etelwoldo enfurruñado.

—No, no tendrías —contesté yo.

—¡Mi padre lo era! Y Guthrum prometió que me coronaría.

—Y si le creíste —le dije—, eres más tonto de lo que imaginan todos. Serás rey mientras te necesite, después serás un cadáver.

—Y ahora Alfredo me matará —se lamentó.

—Debería hacerlo —le dije—, pero te debo un favor.

—¿Crees que puedes convencerle de que me perdone la vida? —preguntó aferrándose a un clavo ardiendo.

—Tú vas a convencerle —le dije—. Te arrodillarás ante él, y le dirás que has estado esperando una oportunidad para escapar de los daneses y que, al final, la has encontrado; te escapaste y diste con nosotros, y has venido a ofrecerle tu espada. Se me quedó mirando.

—Te debo un favor —le expliqué—, así que te ofrezco la vida. Voy a desatarte, tú te acercarás a Alfredo y le dirás que te unes a él porque es lo que has querido hacer desde Navidad. ¿Lo entiendes?

Etelwoldo frunció el ceño.

—¡Pero si me odia!

—Claro que te odia —coincidí—, pero si te arrodillas ante él y le juras que jamás rompiste tu juramento, ¿qué va a hacer? Abrazarte, recompensarte, y sentirse orgulloso de ti.

—¿Lo crees de verdad?

—Siempre y cuando le digáis dónde están los daneses —intervino Pyrlig.

—Eso es fácil —contestó Etelwoldo—. Vienen del sur desde Cippanhamm. Han salido esta mañana.

—¿Cuántos?

—Cinco mil.

—¿Vienen hacia aquí?

—Van a ir dondequiera que esté Alfredo. Creen que tienen una oportunidad de acabar con él, y después podrán dedicarse todo el verano a las mujeres y la plata. —Dijo las últimas palabras en tono lastimero, y me di cuenta de que le encantaba la idea de saquear Wessex—. ¿Y con cuántos hombres cuenta Alfredo?

—Tres mil —contesté.

—Cristo bendito —dijo muerto de miedo.

—Siempre has querido ser guerrero —le dije—, y menudo nombre te vas a hacer luchando por un ejército más pequeño.

—Cristo bendito…

La última luz se extinguió. No había luna, pero si manteníamos el río a la izquierda sabíamos que no podíamos perdernos, y al cabo de un rato vimos las hogueras sobre las colinas y supimos que veíamos el campamento de Alfredo. Me volví sobre la silla, y me pareció ver otro brillo similar al norte: sólo podía ser el ejército de Guthrum.

—Si me dejas ir —me preguntó Etelwoldo de mala gana—, ¿qué me detiene para regresar con Guthrum?

—Absolutamente nada —le dije—, salvo la certeza de que voy a perseguirte y matarte.

Lo pensó durante un instante.

—¿Estás totalmente seguro de que mi tío va a darme la bienvenida?

Pyrlig respondió por mí.

—¡Con los brazos abiertos! —exclamó—. Será como el retorno del hijo pródigo. Os darán la bienvenida sacrificando terneros y cantando salmos de gracias. Sólo tenéis que contarle a Alfredo lo mismo que a nosotros, que Guthrum marcha hacia aquí.

Alcanzamos el Wilig y el camino resultó más fácil, pues la luz del campamento iluminaba nuestros pasos. Liberé a Etelwoldo al borde del campamento, y le devolví sus espadas. Llevaba dos, como yo, una larga y un
sax
corto.

—Bueno, mi príncipe —le dije—, es hora de postrarse.

Encontramos a Alfredo en el centro del campamento. Allí no había pompa. No teníamos animales para arrastrar carros cargados de tiendas y muebles, así que Alfredo estaba sentado sobre una capa extendida entre dos hogueras. Parecía desanimado; más tarde me enteré de que había convocado al ejército al anochecer y les había dado un discurso, pero incluso Beocca admitió que no había tenido demasiado éxito.

—Ha sido más un sermón que un discurso —me contó Beocca con tristeza.

Alfredo había invocado a Dios, hablado de la doctrina de san Agustín sobre la guerra justa, y de Boecio y el rey David, y las palabras no habían hecho mella alguna en las tropas, cansadas y hambrientas. Ahora Alfredo se sentaba con los comandantes del ejército, y todos comían pan rancio y anguilas ahumadas. El padre Adelbert, el cura que nos había acompañado a Cippanhamm, tocaba un lamento en una pequeña arpa. Una mala elección musical, pensé. Entonces Alfredo me vio, e indicó a Adelbert que dejara de tocar.

—¿Tienes noticias? —me preguntó.

Como respuesta me hice a un lado y le hice un gesto a Etelwoldo.

—Señor —le dije a Alfredo—, os traigo a vuestro sobrino.

Alfredo se puso en pie. Se quedó sorprendido, especialmente porque estaba claro que Etelwoldo no era prisionero, dado que llevaba las dos espadas. Etelwoldo tenía buen aspecto, de hecho, parecía más rey que Alfredo. Era de constitución fuerte y atractivo, mientras que Alfredo era demasiado delgado y su rostro estaba tan consumido que parecía mucho mayor. Y de los dos, fue Etelwoldo el que supo cómo comportarse en aquel momento. Se desabrochó las espadas y las lanzó con gran estrépito a los pies de su tío. Se puso de rodillas, unió las manos y levantó la vista para mirar al rey a los ojos.

—¡Os he encontrado! —dijo con lo que parecía auténtica alegría y convicción.

Alfredo, desconcertado, no sabía qué decir, así que di un paso al frente.

—Lo hemos descubierto, señor, en las colinas. Os estaba buscando.

—Escapé de Guthrum —dijo Etelwoldo—. Alabado sea Dios, escapé del pagano. —Empujó las espadas hacia Alfredo—. Mis espadas son vuestras, mi señor el rey.

Aquel extravagante despliegue de lealtad no le dio a Alfredo otra opción que la de hacer levantar a su sobrino y abrazarlo. Los hombres sentados alrededor de las hogueras aplaudieron. Entonces Etelwoldo entregó sus noticias, que eran bastante útiles. Guthrum estaba de camino y Svein el del Caballo Blanco venía con él. Sabían dónde estaba Alfredo, así que venían con cinco mil hombres para presentar batalla en las colinas de Wiltunscir.

—¿Cuándo van a llegar? —quiso saber Alfredo.

—Deberían llegar a estas colinas mañana, señor —contestó Etelwoldo.

Así que Etelwoldo se sentó junto al rey y recibió agua para beber, que no era ni mucho menos una bienvenida adecuada para un príncipe pródigo, lo que provocó que me lanzara una mirada amarga, y fue entonces cuando vi a Harald, alguacil de la comarca de Defnascir, entre los compañeros del rey.

—¿Estáis aquí? —le pregunté sorprendido.

—Con quinientos hombres —contestó orgulloso. No esperábamos hombres ni de Defnascir ni de Thornsaeta, pero Harald, el alguacil de la comarca, había traído cuatrocientos de su propio
fyrd y
cien más de Thornsaeta— Quedan suficientes para proteger la costa de la flota pagana —dijo—, y Odda insistió en que ayudáramos a derrotar a Guthrum.

—¿Cómo está Mildrith?

—Reza por su hijo —repuso Harald—, y por todos nosotros.

Hubo oraciones tras la cena. Siempre había oraciones cuando Alfredo andaba cerca, e intenté escaquearme, pero Pyrlig me hizo quedar.

—El rey quiere hablar con vos —me dijo.

Así que esperé mientras el obispo Alewold nos dormía, y después Alfredo quiso saber si Etelwoldo había escapado realmente de los daneses.

—Eso me dijo, señor —contesté—, y sólo puedo decir que lo encontramos.

—No huyó de nosotros —contribuyó Pyrlig—, y podría haber salido corriendo.

—Así que hay bien en el chico —dijo Alfredo.

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