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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

Si a los tres años no he vuelto (6 page)

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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—¿Ahora comprendes por qué me entusiasmaban las patatas con mansarones que hizo tu madre antes de venirnos? He pasado mucha hambre, Jimena. En el frente y hasta en mi casa, donde mi madre siempre tiene alguna joya para que la chica consiga algo de carne, café o azúcar en el estraperlo.

—O sea, ¿qué me quieres por los guisos de mi madre y de mi abuela?

Por un momento, las risas de los dos sorprendieron a los viandantes de la calle Bravo Murillo, adonde se dirigían tras bajar del tranvía en Cuatro Caminos. A Jimena, su tío Leoncio le había conseguido un trabajo por la mañana en un bar, en la esquina de Bravo Murillo con la misma glorieta.

Luis protestó mucho, pero ella no quería que doña Elvira les ayudase. Aunque Luis no hablaba del asunto, Jimena intuía que su futura suegra no la estimaba. O más bien, no la quería ver ni en pintura, pese a que Luis le había dicho que una tarde tendrían que ir a visitarla.

Ante el arqueo de cejas de la chica y la mirada inquisitiva, Luis se vio obligado a confesar que su madre sabía lo loco que estaba por ella, pero ni se le pasaba por la cabeza que iban a casarse en unos días, antes de que él tuviera el brazo bien y pudiera volver al frente.

Porque Luis lo tenía muy claro. No podía vivir sin que aquella mujercita fuera suya. En lo espiritual y en lo sexual. No podía más, necesitaba acostarse y levantarse con ella en la misma cama, en el mismo hogar, aunque tuvieran que vivir debajo de un puente o en una buhardilla.

Fue su hermano Ramón, que, al contrario que Luis, había permanecido al margen de la contienda, sin defender posiciones políticas claras y haciéndose cargo de los negocios heredados del tío soltero, hermano de su padre —un almacén de telas de la calle Pontejos, unos cuantos paquetes de acciones que ahora no valían nada y algunas fincas en Cercedilla—, quien se ofreció a ayudar a Luis, al enterarse de que, por fin, había sacado a Jimena de Rascafría. Aquella chiquita tan mona de hacía años, que el chico mayor de los Masa nunca se había quitado de la cabeza desde que rozara su piel de melocotón.

—¡Así que te la has traído! —le dijo Ramón la primera noche, cuando Jimena ya estaba en casa de sus parientes—. A mamá le va a dar un síncope cuando se entere de que su hijo favorito se casa con la nieta de la portera de El Paular. Y encima no querrás hacerlo por la Iglesia, supongo.

—Supones bien. Ni Jimena ni yo creemos en eso y menos con la prisa que tenemos. Me voy al frente en quince días o un mes. Tengo el brazo mejor. Al menos lo suficiente para sujetar un fusil. Mira cómo está la cosa de mal. Quiero que nos casemos antes.

—Querrás decir que tú no crees en eso de la Iglesia y se lo impones a Jimena. Que yo recuerde, la señora Justa era bien católica, y lo mismo sospecho de los padres de la chica. Bueno, allá tú, pero que sepas que aunque no has querido saber nada del dinero, aquí tienes un pico guardado.

—Ramón, me preocupa más dónde vamos a vivir.

—Ya lo he pensado. ¿Te acuerdas del pisito que hay encima del almacén de Pontejos? Está en condiciones. Los inquilinos se marcharon, se pasaron a zona nacional en cuanto pudieron. No lo he vuelto a alquilar.

Luis dio un abrazo a su hermano. Los dos estaban en la cocina de la casa de Don Ramón de la Cruz, donde doña Elvira se había instalado con su madre, la abuela de los chicos, al comenzar la guerra. Había dejado su piso de la calle Alonso Cano, más grande, para que lo utilizaran las monjas del Sagrado Corazón de Jesús, perseguidas y desalojadas de su colegio de Martínez Campos, el colegio donde doña Elvira se había educado. Cuando la madre entró en la cocina y vio a los dos hijos abrazados por encima de la mesa, que ocupaba el centro de la estancia, mientras Vicenta, la chica para todo, trajinaba, sospechó que algo no le iba a gustar nada. Pero aquella noche optó por la paz. Hacía mucho tiempo que no tenía juntos a la mesa a sus dos retoños, ambos tan fuertes, tan guapos y tan diferentes.

No llevaba tres días en la capital cuando Luis fue a recoger a Jimena al bar, donde los pocos comensales terminaban de almorzar las consabidas lentejas de plato del día. Esperó a que ella se desatara el delantal, se quitara la pañoleta del pelo que le protegía de la grasa de la fritanga —se freía con manteca dado el precio del aceite— y, ante el espejo del cuchitril del retrete, se pasara el peine por su hermoso pelo de rizo ancho y se diera un toque con la barra de labios.

—¿Adónde vamos con tanta prisa?

—Tengo una sorpresa.

De la mano, vadeando como un loco entre la gente, la arrastró hasta el tranvía de Cuatro Caminos. Pagó los veinte céntimos del billete para los dos y la obligó a acomodarse, diciéndole que iban hasta el final, hasta la Puerta del Sol. Jimena observó por la ventanilla la calle Bravo Murillo, luego Quevedo, Fuencarral, la Red de San Luis y la calle Montera, hasta desembocar en la Puerta del Sol. Luis iba susurrando a su novia todo lo que iban viendo mientras aprovechaba para esconder su cabeza en su cuello y en su pelo.

En Montera con la Gran Vía, le mostró el desastre del impacto de un proyectil sobre una casa de cuatro pisos. Le contó la crónica de los diarios sobre aquel incidente, un año antes. Tres ancianas estaban sentadas alrededor de una mesa. Dos quedaron aplastadas y la tercera, con las rodillas rotas, estuvo siete horas junto a los cadáveres, con la espalda atrapada entre una viga y un muro.

Más allá se veían los raíles del metro, dentro de un boquete que reventó la estación subterránea, donde se guarecían del bombardeo viejos, mujeres, niños. Pero también le enseñó los cines de Fuencarral, los cafés y los teatros aún en funcionamiento, hasta que se bajaron en la Puerta del Sol, después de dejar atrás el edificio cadavérico de la esquina con Montera, detrás de cuyos balcones asomaba el cielo de abril de Madrid, salvo en los dos últimos pisos. En el chaflán se mantenía el anuncio de un comercio: Luis F. Camino. Jimena, mientras era arrastrada por su novio fuera del tranvía, se preguntaba si el tal Luis F. y su familia seguirían vivos o habrían muerto en uno de los pisos de la parte alta de la casa, ahora sólo un escaparate de balcones que enmarcaban un día limpio, soleado y lleno de nubes blancas que volaban deprisa a través de esos cuadros improvisados, vivos.

La llevó por la calle hasta detrás del edificio de Correos o Gobernación. Precipitadamente, Luis sólo tuvo tiempo de enseñarle el gran balcón sobre el que se anunció la II República el 14 de abril siete años antes, ¡qué lejos parecía todo!, y el reloj que coronaba el edificio, una de cuyas esferas estaba rota por un bombardeo. Era el reloj de las doce uvas, las doce campanadas del final del año, le explicó mientras tiraba de ella hasta la plazoleta de detrás, donde arranca la calle Pontejos.

Ante una puerta desvencijada, con la respiración de Jimena entrecortada por las prisas con que Luis la había hecho correr —por un momento pensó que él temía un bombardeo—, el hombre se sacó del bolsillo derecho unas llaves. Aún tuvo que buscarlas con la mano izquierda, porque llevaba el brazo en cabestrillo, aunque a veces se deshacía del pañuelo que se lo sujetaba.

Con la misma ilusión e idénticas prisas, empujó la puerta tras girar la enorme llave. Entraron en un portal sombrío y húmedo. Una formidable escalera, con el primer peldaño redondeado en el lado izquierdo y una barandilla de madera que reposaba sobre barrotes con filigrana de hierro, arrancaba del lado derecho. A la izquierda, bajo los escalones, se veía una puerta de cristales, ahora rotos y con una cortina renegrida.

—Ven. Ahora ya no hay portero. Creo que se marchó a su pueblo y su hijo está en el frente.

Jimena le siguió perpleja. Tan desconcertada que tropezó en el saliente redondeado del primer escalón y no lograba que Luis le explicase a casa de quién iban. Él sólo tiraba de ella, sujetándola para que no se cayera de bruces.

Ya no la soltó. Sólo se llevó su dedo índice a los labios y después a los de ella. En el primer rellano, como cuando estaban en la casa del pueblo, la arrimó contra la pared y la besó, primero despacio, después buscándole de nuevo el aliento, que aquel día no estaba helado como en el patio de Rascafría. A ella le volvieron a temblar las piernas mientras sentía las manos de Luis perdidas en su espalda, buscando el cierre de su sujetador.

—Por favor, Luis, nos van a ver, alguien va a salir. Por favor, por favor —jadeó la muchacha.

A duras penas llegaron al segundo piso y ante una de las tres puertas, la de la letra C y de doble hoja, Luis volvió a sacar las llaves y, tras un forcejeo más motivado por los nervios que por lo complicado de la cerradura, logró abrir la puerta, que cerró sigilosamente, consciente de que su hermano Ramón le había dicho que en al menos uno de los pisos quedaban vecinos.

Olía a polvo, pero no a humedad. Las ventanas estaban cerradas y por las rendijas de las contraventanas se filtraba una luz de las cinco de la tarde, luz de la primavera madrileña, que reflejaba las motas de polvo del recibidor. La ventana del vestíbulo daba a un patio enorme, bien iluminado. Jimena pudo verlo al abrir un segundo la contraventana.

Luis no paraba, no la dejaba. Rápidamente, iba abriendo puertas, dos dormitorios enfrentados al principio del pasillo, uno sin cama, pero con una vieja coqueta; el otro con una cama de matrimonio y colchón, incluso una manta. En un reflejo instintivo, Jimena pensó que habría que lavarlo todo, que todo olería a rancio, que la polilla habría hecho de las suyas, porque para entonces ya había adivinado que era allí, en aquella casa, donde Luis quería que vivieran en cuanto se casaran. ¡En unos días y sin que nadie más se enterase! Ni sus padres. Pobres, sus padres. Por un momento le subió la congoja al recordar la casa con el patio que amanecía cada mañana mirando a Peñalara, pero tenía poco tiempo para la nostalgia.

Era un piso grande y desvencijado, pero al que se le podía sacar partido. Había aprendido a hacer eso de su abuela, de su madre. Había algunos muebles sucios y antiguos, pero que con una buena mano de linaza quedarían hasta señoriales, como el sofá, el armario y el arcón que los noruegos habían enviado a su madre, desde su casa de Madrid, en el camión de la lechera. Tras una buena lavada con lejía y cepillo de raíces, más aceite de linaza, los tres muebles eran ahora el orgullo de la casa de sus padres, pese a la austeridad de los escaños y la mesa tocinera de la cocina.

—El salón, con un mirador y un balcón; la cocina, una despensa, aunque no sé qué vamos a meter de comer, un baño que apesta…

Luis describía las estancias, sin soltarla, a la vez que le ponía sus grandes manos sobre las caderas y apoyaba la barbilla en la clavícula de la chica. Cuando terminó el recorrido, la giró de nuevo hacia el pasillo, pero esta vez cruzando sus brazos en la cintura de ella, asiéndola. Una mano sobre su vientre y vuelta la otra, perdida, a la pelea con el cierre del sujetador. Con el pie empujó la puerta del dormitorio que tenía cama y colchón, y allí se tiró con ella encima, riéndose, nervioso. Mientras, Jimena, desbordada, desmadejada, aterrada y feliz le dejaba hacer, porque acababa de comprender lo que iba a ocurrir. Agarró la manta para taparse, pero él no le daba tregua. Por su cuerpo, por sus piernas, por su estómago, subía la misma sensación que aquel primer día del baile del 15 de agosto, en la Virgen de la Peña, cuando él deslizaba despacio las manos por su chaqueta de punto. Sólo que ahora no tenía chaqueta de punto, ni blusa, ni sujetador. Las manos de Luis habían pasado de ser unos dedos atribulados y temblorosos a unas palmas suaves, abiertas, que avanzaban desde su espalda hacia el pecho, se paraban en sus pezones y por unos segundos sus dedos jugueteaban. Con la otra mano, desde dentro, tiraba suavemente del sujetador desabrochado, se deshacía de los botones sin romperlos, metiéndolos entre los ojales, para que con cada botón que se abría, los pechos de Jimena, blancos, menudos, hermosos, de unas areolas oscuras, se fuesen abriendo a la boca de Luis, que arrastraba sus labios por el camino que marcaban las palmas de sus manos.

La boca del hombre recorría su estómago, sus costillas, bajaba hacia su ombligo, sus manos ya estaban de nuevo en la espalda, desabrochando la falda con forro, mientras la respiración de Jimena se ahogaba y él sólo susurraba amor, mucho amor y Jimena pensaba «no estoy casada, no estoy casada», para luego pasar a «era esto, me voy a morir aquí mismo, de amor, o mañana en un bombardeo, como tantos otros», mientras sentía el calor que le quemaba las mejillas y a Luis que perdía las manos entre sus muslos.

—Te quiero, no puedo vivir sin ti, nunca he podido, ni podré, mi amor, mi vida, tu piel…

Y mientras pasaba sus labios y su lengua, Luis aspiraba el olor de aquella piel, bajaba la falda y perdía su cara en aquellas ingenuas bragas blancas de algodón, de niña. Y en ese momento, paró para subir hacia su rostro, comenzar a besar los párpados amados y descubrir las lágrimas que asomaban…

—Nos vamos a casar mañana, mi vida. Si tú quieres nos vamos ahora mismo de aquí, de la que será nuestra casa mientras esta guerra nos deje estar juntos.

La voz baja, bronca, algo jadeante se ahogaba en el cuerpo de ella. Pero Jimena movió la cabeza de un lado a otro, cruzó las manos sobre la nuca de Luis y, por primera vez, fue ella quien llevó los labios hasta su boca, quien se la abrió y pasó suavemente la lengua por sus dientes, asombrada de su audacia, mientras apretaba suavemente su vientre y su pelvis contra Luis, que gimió como un niño, perdido el control.

8

No fue al día siguiente, pero sí a la semana de llegar a Madrid cuando Jimena y Luis pasaron por el juzgado para firmar su matrimonio. Podían haber ido a la sede del partido de Luis o al sindicato, pero el muchacho quería hacerlo bien y eligieron el juzgado de la plaza de las Salesas. Les acompañaron Ramón y el tío Leoncio, que juró a su sobrina que no diría nada a sus padres. Fue una ceremonia rápida y breve; la pareja era una más de las muchas que esperaban para firmar los papeles.

Jimena se fijó en una de las que les precedían, un poco más allá de ellos. El hombre era alto, rubio, y hablaba con acento extranjero. Le recordó a los noruegos y los alemanes de El Paular. Luis le aclaró que era miembro de las Brigadas Internacionales. Era un americano o un inglés del Batallón Británico o del Batallón Lincoln. La muchacha sobre la que se inclinaba con solicitud y a la que cogía la barbilla, una castaña graciosa pero con carita de preocupación, estaba embarazada de varios meses.

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