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Authors: Alberto López Aroca

Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror

Sherlock Holmes y los zombis de Camford (7 page)

BOOK: Sherlock Holmes y los zombis de Camford
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Y dicho esto, Sherlock Holmes descendió del coche con la linterna encendida en la mano, y yo lo imité.

Barker apareció por el otro lado del camino. Y traía cara de pocos amigos.

—¿Alguna novedad, Barker?

—No, y no la habrá si viene usted aquí dando voces —dijo el detective de Surrey—. ¿No le parece que esta es una forma muy poco discreta de llevar a cabo una larga, larga vigilancia? ¡Nuestra presa nos puede haber visto desde una milla de distancia!

—Lo comprendo, Barker, y sepa que el trabajo que está realizando es de suma importancia, créame. Pero esto es una urgencia y no he venido a charlar con usted. ¡Watson! —exclamó, y yo no me pude creer lo que estaba oyendo—. ¡Watson, salga usted también de donde esté, lo necesitamos!

—¿Watson? —dijo Barker—. ¿Su amigo Watson? ¿Pero qué…?

—¡Holmes! ¡Holmes! —vino gritando una corpulenta figura por el descampado. Cojeaba ligeramente, y se ayudaba con un bastón—. ¿Qué sucede, hombre?

Barker estaba a punto de estallar.

—No puedo creer que me haya hecho esto a mí, Holmes —dijo—. ¿Tan poca confianza tiene en un colega acreditado como yo, que manda venir a su…?

—Señor Barker —dijo el recién llegado—, mejor que contenga su lengua, no vaya a decir algo de lo que pueda arrepentirse. Buenas noches, caballeros.

—Mercer —me dijo Sherlock Holmes—, este es mi viejo amigo y colaborador, el doctor John Watson. Aquí tenemos el médico que necesitábamos.

—¡Maldita sea, Holmes, esto es indignante! —tronó Barker, y fue directo al bloque de piedra donde habíamos dejado el paquete.

—El pobre Barker aún no comprende que cuatro ojos ven más que dos —dijo Sherlock Holmes.

—Quizá habría sido conveniente que él supiera que yo estaba aquí —dijo Watson.

—¿Para qué? ¿Para que se pasaran los dos toda la noche cotorreando e intercambiando tabaco? No, Watson. Barker es un profesional, y acabará por comprender que no ha sido una mala idea. Tal y como yo lo había planeado, teníamos cubiertos dos flancos.

—Pero no comprendo nada —intervine yo—. ¿Usted estaba ya aquí, doctor?

—Watson —dijo Sherlock Holmes—, le presento al bueno de Otis Mercer.

Watson extendió su mano, y estrechó la mía con fuerza. Había oído hablar de él en muchas ocasiones, pero nunca antes lo había visto en persona. Era más grande, más joven y más alto de lo que había imaginado. De hecho, era casi tan alto como Holmes, y aún así, el doctor caminaba ligeramente encorvado. Su rostro y su expresión eran todavía los de un militar veterano, curtido en la guerra. No me sorprende que a mi jefe no le costara ningún esfuerzo deducir a qué se dedicaba este imponente hombre cuando se conocieron.

—He oído hablar de usted, Mercer —dijo Watson—. Vine en el mismo tren que ustedes. Viajaba en otro vagón.

—En ese caso, ¿para qué me ha hecho venir a mí, señor Holmes? —pregunté.

—Bueno, Mercer —dijo—, a Watson ya le encomendé la vigilancia de este punto, compartida con Barker. Y como ya le expliqué, no me gusta hacer visitas sociales en solitario.

En ese momento, escuchamos una maldición procedente de la boca de Barker.

—¿Algún problema? —dijo Sherlock Holmes.

—¡Ha desaparecido! ¡El maldito paquete ha desaparecido!

El rostro de Sherlock Holmes se afiló, del mismo modo que el del doctor Watson pareció descomponerse.

—Es imposible —dijo Watson—. Sencillamente imposible. Yo mismo les vi a ustedes depositar el paquete, y nadie ha pasado por el camino, ni a pie ni en coche. ¡Nadie!

—¡Barker! —dijo Sherlock Holmes, que salió corriendo, linterna en mano, hacia el bloque—. ¡Quédese quieto donde está y deje de destruir las huellas, hombre!

—Espero que todo esto sólo sea una broma —me dijo el doctor—. Porque si no es así, menuda he formado.

—No se preocupe —le dije—, Barker también estaba vigilando.

—Ya, y yo estaba vigilando a Barker. Qué desastre…

Me acerqué adonde se encontraban los detectives. Barker no dejaba de graznar maldiciones, y Sherlock Holmes estaba intentando leer las señales del terreno, tras el bloque y en los alrededores.

—¡Estuvo aquí! —decía el señor Holmes—. ¡Está clarísimo! ¡Incluso usted, Barker, podrá ver estas huellas! ¡Quien quiera que fuese, estuvo aquí mismo! ¡Y era el mismo hombre, claro que sí, el individuo de la prótesis en la mano derecha, casi seis pies de alto, corpulento…! ¿Cómo pueden no haberlo visto, por el amor de Dios?

—Le juro, Holmes, que por aquí no ha pasado nadie —dijo Barker.

—¡Pues las huellas dicen otra cosa bien distinta, señor detective de Surrey! ¡Y usted, Watson, venga aquí! ¿Qué le parece esta pisada en el barro? ¿Una ilusión óptica? ¿Ve los bordes húmedos, como si estuviera poco menos que recién hecha?

—No lo entiendo, Holmes —dijo Watson—. Quizás ese individuo se camufló de algún modo…

—Claro que se camufló —respondió el gran detective—. Y no hace ni media hora de eso. Debe estar todavía cerca, pues ha venido a pie… Ah, Watson, márchese con Mercer; él le explicará la situación. ¿Lleva su maletín médico?

—Siempre, Holmes.

—¿Y un arma?

—¿Un arma? Claro. ¿Para qué?

—Sí, tiene razón —dijo Sherlock Holmes—, probablemente no servirá de nada.

—¿Pero a qué se refiere?

—Ea, Watson, suba al coche. Nos veremos más tarde en
Chequers
o en casa de Presbury… o donde diablos acabemos esta noche. Yo me quedo con Barker, a ver si podemos rastrear a nuestro escurridizo adversario.

El doctor Watson, cabizbajo y con expresión de culpabilidad, se sentó conmigo y miró a los dos detectives, que seguían discutiendo en mitad del campo.

—Espero ser más útil adonde quiera que vayamos, Mercer —me dijo.

—Sí, claro, doctor —le respondí.

No sabía lo que le esperaba.

Durante el trayecto, puse al doctor Watson en antecedentes y le expliqué lo que Sherlock Holmes y yo habíamos averiguado. Lo hice tan bien como pude, pero el doctor no parecía dar crédito a una sola palabra. De vez en cuando repetía algo de lo que yo había dicho, como por ejemplo «¿Resucitados?», o bien «¿Zombis?», o «¿Le prendió fuego al perro de Presbury?».

Pero claro, si bien en contra de lo que cree el vulgo, la fe no mueve montañas, sí que es cierto el dicho de «ver para creer». Y cuando el doctor Watson entró en la casa del profesor Presbury, se convirtió en un fervoroso creyente.

Macphail seguía donde lo habíamos dejado, atado en la cocina, aunque ahora parecía inconsciente. En principio pensé que ya había pasado a mejor vida (o a peor vida, en este caso), de modo que no me atreví a tocarlo hasta que abrió los ojos y dijo «¿No hemos ardido aún, señor?».

El doctor Watson dejó su maletín sobre una mesa, lo abrió y sacó su instrumental para reconocer al cochero de Presbury, que nos miraba con esa expresión que tienen los que acaban de tomar un narcótico, entre risueña y confusa.

—Deberíamos desatar a este hombre —me dijo—. Le cuesta mucho respirar. Tiene los pulmones encharcados.

—El señor Holmes ordenó que lo dejáramos así —le expliqué.

—Holmes es muy considerado con nosotros, pero el estado de Macphail…

—Quizá debería echarle usted un vistazo a los otros para que vea a qué me refiero.

—Un momento —dijo, y le inyectó al cochero algo en el brazo—. Le he puesto un tranquilizante y antibióticos. Quizá no sirva de nada, pero seguro que no le hará daño.

Acompañé a Watson a la habitación del profesor, que una vez más, había urdido el mismo engaño de hacerse pasar por un muerto auténtico. Estaba claro que ese era el
modus operandi
de estas criaturas.

—¿Y dice usted que ese hombre vive? —preguntó Watson.

—Aguarde —dije, y me acerqué con mucho cuidado al cabecero de la cama. Por un momento, pensé que aquellos ojos vidriosos, que no parecían mirar más allá de un punto en algún lugar del infinito, carecían realmente de vida. Y entonces, como un resorte, la cabeza del viejo se abalanzó hacia mi mano extendida. Faltó muy poco para que los dientes me arrancaran un pedazo.

—¡Por San Jorge! —exclamó el doctor ante aquel espectro—. Vi a este hombre hace un mes, cuando la droga lo hizo comportarse como un simio, pero esto… esto es una aberración.

—Y ahora, mire. —Saqué un cuchillo de carne que había cogido de la cocina y lo clavé en una pierna del cuerpo de Presbury, luego en la otra, y después en el vientre. La criatura gimió, y el sonido me recordó al del perro.

—Déjeme ver eso —me pidió Watson, y arrancó el cuchillo de la panza del anciano. Miró los dos lados de la hoja y se la acercó a la nariz para oler el líquido que goteaba—. Parece sangre, pero esta sustancia es más oscura y espesa —dijo—. Y tiene un aroma más intenso que el de la sangre.

—Huele a corrupción.

—Quizá —dijo, y salió del cuarto para regresar segundos después con su maletín.

El doctor Watson sacó varios tubos de ensayo, que distribuyó sobre el escritorio de Presbury. A continuación tomó una jeringa hipodérmica, le bajó los pantalones a la criatura, echó un vistazo a las piernas y le pinchó en el muslo. El zombi, como lo había denominado Sherlock Holmes, continuaba con sus movimientos espasmódicos, en un vano intento de alcanzar a Watson con los dientes. El doctor tiró hacia atrás del émbolo y la jeringa se llenó de ese líquido oscuro como la salsa de soja. Lo vertió en una de las probetas, sacó un escalpelo con el que cortó una tira de piel de la misma pierna, y la depositó en otro tubito de cristal.

No sé si esa cosa gimiente sentía verdadero dolor, tal y como nosotros lo entendemos, pero en ese caso, aquello debió suponer una verdadera tortura. Aunque yo tampoco había sido demasiado sutil al clavarle un cuchillo en las tripas, claro…

—Esto es necesario, Mercer —dijo el doctor Watson, como si me hubiera leído el pensamiento. Supongo que pasar mucho tiempo con Sherlock Holmes tiene esas cosas—. Hay que tomar muestras de sangre y de tejidos. Si el profesor Presbury estuviera en sus cabales, estaría de acuerdo conmigo.

—No me preocupa tanto que le haga daño al monstruo como que pueda contagiarse usted —dije.

—¿Con esta especie de sangre? No, no creo. Por lo que usted me ha contado, parece que ese «contagio» solo se produce cuando hay un intercambio de fluidos. Y no tengo intención de beber esta sustancia. Ahora bien, hay que manipularla con mucho cuidado. Si entra en contacto con una herida, es muy posible que también se contraiga la enfermedad.

Después, Watson se dedicó a examinar el cuerpo. Miró con interés los pies desnudos y las uñas de los dedos, y se detuvo un rato en presionar y manipular la herida que yo había causado. Por la abertura manó líquido negruzco durante un minuto, y después se coaguló. También sacó el estetoscopio para escuchar la respiración y los latidos de Presbury, pero no pudo hacerlo, pues la cabeza intentaba morder una y otra vez, y no nos sentimos con ánimos para arriesgarnos a inmovilizarla.

—En cualquier caso, no tiene pulso —dijo Watson—. Y eso es imposible.

—¿Por qué?

—Porque este cuerpo tiene circulación sanguínea —me dijo—. Sea o no sangre, hay circulación. Pero el corazón está parado. ¿Qué la bombea?

—Quizá sea pura fuerza de voluntad —se me ocurrió decir—. Para mí, el alma de un hombre es solo eso, su voluntad.

—Señor Mercer —dijo el doctor—, no creo que ahí adentro haya un alma encerrada. Y si una vez la hubo, ya se marchó.

Una vez terminado el examen, repitió la operación con la cosa que había sido Trevor Bennett. Yo no había entrado en la habitación hasta entonces, y nos encontramos con un escenario muy parecido al del cuarto de Presbury: El mismo hedor intenso, y el cuerpo estaba atado a la cama de similar manera, aunque no presentaba el tipo de heridas que Macphail le había infligido al profesor, sino las que le había producido Roy. En efecto, le habían seccionado la yugular, lo que explica perfectamente que muriera al poco del ataque del perro. Y su cara, parcialmente devorada por el animal, era una amorfa costra de ese líquido pardo, jirones de piel y carne. Apenas podía reconocerse el rostro de un ser humano en ese amasijo sin nariz y sin labio superior. Se podría decir que en el momento en que entramos en el cuarto, era todo dientes, y dos ojillos oscuros y hundidos, inmóviles.

El monstruo se comportó de forma idéntica a como lo había hecho Presbury; intentó morder al doctor mientras este tomaba muestras de piel y de sangre, y también mientras lo examinaba.

—¿Algo nuevo? —pregunté.

—Su corazón no late. Pero hay circulación. Lo mismo. ¿La señorita Edith…?

—Está en el segundo piso, y Macphail dijo que no está atada. El señor Holmes subió a verla, pero no hizo ningún comentario al respecto.

—En ese caso, tendremos que tomar precauciones —dijo el doctor Watson.

Yo pensé que la única forma de enfrentarse a una de esas cosas que no estuviera inmovilizada, sería enfundarse una armadura. Pero aunque al profesor Presbury le encantaban las antigüedades, yo no había visto ninguna por la casa.

Dejamos el cuarto de Bennett y regresamos a la cocina. Watson le sacó sangre a Macphail, y también le cortó un pedacito de piel de uno de los brazos. El cochero estaba empezando a perder color. Hasta su nariz coloradota, propia de los borrachines, había tomado el color de la cal. No obstante, Macphail no intentó morder a nadie, así que pensamos que el tranquilizante había surtido efecto, y deseábamos que los antibióticos también estuvieran funcionando.

—La sangre de este hombre sigue siendo sangre —dijo el doctor Watson—, pero se está oscureciendo. Seguro que Presbury tiene un microscopio en alguna parte. Quizá en su despacho…

—Iré a buscarlo.

—No, Mercer, eso puede esperar. Aún tengo que tomar una muestra más.

El doctor etiquetó las probetas, envolvió cada una en un grueso papel y las metió en una cajita de metal.

—Ahora, preparemos nuestra visita a la señorita Presbury —dijo.

VI

L
A CABRA

Debo admitir que el concepto que el doctor Watson tenía acerca de «tomar precauciones» no era exactamente el mismo que el mío. Como ya he dicho, yo había pensado en una armadura. El, como antiguo militar, tenía otra cosa en mente, algo que a mí no me hizo ninguna gracia.

—¿Le resulta familiar el nombre del coronel Sebastian Moran, Mercer? —me preguntó Watson en las caballerizas. El doctor había echado un somero vistazo a los restos humeantes de Roy, y al pasar junto a la pila de vísceras y restos de los jamelgos, le había dedicado el nada excéntrico comentario de «Qué desagradable».

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