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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (3 page)

BOOK: Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida
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Una verdadera locura.

La peor de todas las pesadillas imaginables.

Capítulo 3

H.B

Simon Darden se frotó los ojos. Una y otra vez. Después deslizó el pulgar y el índice de su mano izquierda por la comisura de sus labios, incrédulo, mientras todo su rostro adquiría la expresión afilada de un ave rapaz.

Movió la barra de desplazamiento del visor de imágenes del programa de correo, intentando abarcar, de forma rápida, todo lo que la fotografía encerraba.

Se quedó clavado ante la pantalla, petrificado. Miró en derredor, buscando a alguien a quien enseñar ese despropósito, esa broma monumental, pero sólo el cerebro gris encargado de confeccionar el crucigrama y el sudoku de la página de pasatiempos permanecía en su mesa, al fondo de la redacción, con expresión reconcentrada.

—No puede ser —murmuró entre perplejo y divertido.

Sonrió. Pensó que en el mundo había demasiada gente ociosa, dispuesta a malgastar su tiempo y el de los demás. Sólo de ese modo podía explicarse algo así.

Situó el cursor sobre la opción
delete
, dispuesto a enviar el mensaje a la papelera, pero un sexto sentido le hizo desistir en el último instante. Aguzó la mirada, escrutando todos y cada uno de los detalles de la imagen. Lo cierto es que no parecía un montaje, una filigrana de arte digital.

Cinco individuos de edad avanzada y aspecto siniestro permanecían en pie, en semicírculo. Sonreían satisfechos. Contemplaban cómo un hombre de cabellos blancos, sentado ante una mesa, adelantaba su cuerpo dispuesto a soplar las velas de un pastel de cumpleaños. Junto a él aparecía una mujer esbelta, menuda, de cabellos cortos y ondulados, envuelta en una estola de armiño. Encaraba, con serena complacencia, al protagonista, aunque sus ojos, en un destello de evidente coquetería, apuntaban directamente al objetivo del fotógrafo.

Tanto él como ella, a pesar de los años, eran absolutamente reconocibles.

—¡Tiene que ser una jodida broma! —murmuró Darden inquieto.

No cabía la más mínima duda.

Ella era Eva Braun. Él, Adolf Hitler.

Darden se dejó caer contra el respaldo basculante de la silla. Permaneció retraído, sumido en un estado irreal, inmóvil. A buen seguro hubiera proseguido indefinidamente en esa postura de no ser por la llegada de Richard.

—¡Esos bastardos del Chelsea nos han encajado dos! —anunció con mueca contrariada—. El primero, imparable, por la escuadra. Y el otro, de cabeza. Si no ocurre un milagro en la segunda parte, este año no nos salva ni Dios.

El periodista se apresuró a cerrar la foto. Un minuto antes estaba decidido a enseñarla al primero que pasara. Ahora no tenía en absoluto claro que compartirla fuera lo más adecuado. El latido desbocado de su corazón, batiendo en el centro del pecho, y un súbito y extraño presentimiento parecían recomendarle prudencia y silencio.

Al menos hasta cerciorarse de si la foto era auténtica.

El único que podría dictaminar en ese sentido era John Stewart, un fotógrafo americano al que le unía una vieja amistad. Se habían conocido quince años atrás, en Nueva York, donde él pasó una larga temporada como corresponsal. Juntos habían compartido muchas cosas. John era un verdadero maestro del retoque fotográfico. En la actualidad tenía su estudio en Londres, a menos de quince minutos caminando desde la redacción de
The Guardian
.

Descolgó el teléfono y marcó su número.

—¿Sí?

—¿John? Soy Simon.

—Eh, ¿qué pasa, campeón?

—Aquí estoy, de cierre, para variar, ¿qué haces tú?

—Estaba viendo el partido.

—Escucha: mientras acabo un par de cosas que tengo entre manos, recojo y llego a tu estudio, el partido habrá terminado. ¿Tienes algo que hacer?

—Nada especial. Ven si quieres. Podemos salir a tomar una copa —propuso.

—Me gustaría que vieras algo. Quiero conocer tu opinión.

—Hecho. Te espero.

Una hora más tarde, tras haber guardado la fotografía original en su carpeta personal y grabar una copia del archivo en un disco, Simon llegaba al
loft
del fotógrafo, ubicado en los bajos de una antigua central de distribución. Había pernoctado allí en muchas ocasiones, año y medio atrás, cuando se separó de Claudia.

La voz joven y descarnada de Neil Young cantando
Don't Let It Bring You Down
en el Massey Hall de Toronto resonaba en el ambiente.

—¿Has cenado? Iba a preparar unas fajitas con queso y jamón —aseguró John nada más abrir la puerta—. ¿Has visto el partido? ¡Menudo vapuleo!

—No tengo hambre, gracias, tal vez más tarde. Quisiera enseñarte una fotografía para que la examines con calma, sin prisas. ¿Tienes el equipo encendido?

—Sí, claro, adelante, todo tuyo.

*****

El periodista descargó el archivo en el disco duro del ordenador y arrastró el documento hasta el icono de una aplicación de tratamiento de imagen. El programa se abrió al instante.

—Perfecto. Ya está. Ahora, hazme un favor: siéntate y estudia esto detenidamente —rogó cediendo la silla al fotógrafo.

Stewart dispuso la fotografía en un ratio 1:1, la aisló para que no le distrajera el dibujo de colores psicodélicos que usaba de fondo de pantalla y se desplazó por la imagen.

—¡Joder!

—Eso he dicho yo.

—¿Es él? —preguntó asombrado mirando al periodista de soslayo.

—Eso deberás decirlo tú…

—¡Es…, es Hitler! —farfulló boquiabierto—. Parece él. Juraría que es él, pero eso no es posible.

—Necesito que me digas si se trata de un montaje.

—Está claro que lo es.

Simon y John se miraron durante una breve eternidad. El fotógrafo se levantó y caminó hacia la zona del estudio que tenía habilitada como sala de estar.

—¿Adónde vas?

—A buscar mis gafas —anunció—. A servirme un whisky doble con hielo y otro para ti. ¿Cómo ha llegado a tus manos esta foto?

Darden explicó lo poco que sabía mientras John disponía en una pequeña bandeja dos vasos con bourbon y un puñado de almendras. Poco después volvían a acomodarse delante del monitor.

—Voy a empezar duplicando el archivo. De ese modo podremos trastear tocando el histograma, los niveles, el contraste, ¿de acuerdo?

—Tú mandas.

—Y vamos a imprimir una copia en el mejor papel.

John se ajustó las gafas en el puente de la nariz. Respiró profundamente y comenzó a manipular aquí y allá. Tras tomar muestras de la densidad del negro en distintas zonas de la foto, procedió a examinar la intensidad de luz y a comparar las sombras que los personajes proyectaban sobre la pared posterior; aisló cada una de las siete figuras, creando máscaras rápidas, y efectuó un sinfín de pruebas en documentos paralelos.

Para cuando se decidió a hablar, Simon Darden ya se había servido el segundo whisky. El cansancio entrecerraba sus ojos.

—No te lo vas a creer —murmuró.

—Estoy dispuesto a creerme lo que tú quieras.

—Esta foto es auténtica.

La afirmación del fotógrafo llevó al periodista a incorporarse automáticamente. Había ido adoptando, conforme pasaba el tiempo, una postura laxa y distendida, arrellanándose más y más en la silla. Incluso había bostezado repetidamente. Ahora su atención se encendía llevándole a un estado de exaltada vigilia.

—¡¿Auténtica?! ¿Bromeas? ¿Estás seguro de lo que dices?

—Totalmente.

—Supongo que me lo podrás explicar.

—¡Por supuesto! —exclamó ufano—. Vamos por partes. Esta foto está hecha con trípode y flash. Un flash de los viejos, de los de lámpara. Fíjate en que se nota el rebote de luz en muchos puntos. Las pupilas de todos están un poco quemadas. No hay superposición de imágenes. Los siete estaban ahí, a la vez, cuando se disparó la placa. Los que permanecen en pie, a la izquierda, estos dos, algo más adelantados, proyectan sombras sobre el siguiente. ¿Ves? Y Hitler y… ¿Eva Braun?

—Sí, Eva Braun.

—Ellos, a su vez, crean zonas de penumbra sobre los abrigos de los que tienen a sus espaldas.

—Es cierto.

—Las sombras y siluetas siempre son la clave a la hora de saber si una foto ha sido manipulada —explicó—. Un buen profesional detecta esas cosas. Por muy bien que esté hecho el trabajo, siempre se notan halos, píxeles que no son naturales, diferencias de grano y densidad, aquí y allá.

—Entiendo.

—Hay muchas más evidencias: la profundidad de campo es correcta; el nivel de detalle de todos ellos, idéntico —enumeró—, pero lo más significativo es el estado de la foto. Al digitalizar en alta resolución un original viejo, en papel, aparece siempre un universo de polvo, motas, arañazos, huellas de dedos y pequeñas grietas. ¿Tú crees que alguien en su sano juicio añadiría todo ese ruido de fondo sólo para pasar el rato y tomarle el pelo al mundo? ¡Necesitaría años y nunca sería perfecto!

—Entonces…

—¡Si encuentras a alguien que demuestre que esta foto es falsa, te juro que me disfrazaré de
dragqueen
y largaré un discurso en el Speakers' Corner a media mañana!

Simon Darden no pudo evitar soltar una sonora carcajada, pero la hilaridad duró más bien poco. Respiró con ansiedad. Casi hubiera preferido que el análisis de Stewart evidenciara que la imagen estaba trucada.

El fotógrafo extrajo un pequeño recipiente metálico de uno de los cajones de su escritorio. Desmenuzó un pellizco de cánnabis sobre la mesa; lo mezcló con unas hebras de tabaco y lió un cigarrillo en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Te apetece?

—No, gracias. Creo que ahora me sentaría como una patada.

—¿Recuerdas? ¡Hace algo más de un año vimos juntos
El hundimiento
! —apuntó.

—Es verdad. Esa película me impresionó. La he recordado muchas veces.

—Menuda tomadura de pelo. ¡Esos dos no murieron en el búnker!

El periodista asintió cansino. Seguía mirando la fotografía como si no hubiera otro asunto en el mundo.

—¿En qué año nació Hitler? —preguntó de súbito.

—No lo sé, pero eso se averigua rápido.

John consultó una enciclopedia. En cuestión de segundos tenían delante la página dedicada al Führer. Se entretuvieron leyendo algunas partes de la larga biografía del hombre que rigió los destinos de la Alemania nazi y puso en jaque a la humanidad. Había nacido el 20 de abril de 1889 en una pequeña población austríaca.

Contaron con paciencia las velitas que coronaban el pastel. Setenta y nueve.

—Por lo tanto, si no nos hemos equivocado, esta fotografía fue tomada en abril de 1968 —calculó Darden.

—Exacto, ¡apenas unos pocos días antes del Mayo francés! —precisó demudado el fotógrafo.

Los dos se sumieron en un largo silencio.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó John finalmente.

—Intentar hablar con Heinz Rainer.

—Mi consejo es que hagas que otros expertos examinen la foto. Tal vez a mí se me haya escapado algún pequeño detalle.

—Muy bien, John. Te dejo. Empieza a ser tarde y estoy cansado. Mañana veré qué hago. De momento te ruego que guardes absoluto silencio sobre esta foto. Silencio sepulcral.

—Tranquilo. Voy a pedirte un taxi. A esta hora te costará encontrar uno.

Esa noche Simon Darden apenas pudo conciliar el sueño. Se revolvió durante horas en la cama sin poder apartar de sus pensamientos el rostro del mayor genocida de la historia. El mundo le había dado por muerto un 30 de abril de 1945, en las entrañas del Führerbunker de la Cancillería de Berlín. Los soviéticos encontraron su cadáver carbonizado, abrasado por ciento setenta litros de gasolina, con un agujero de bala en la sien, tras combatir calle a calle, palmo a palmo, contra los restos de un ejército que había recibido la orden de luchar hasta la muerte.

Las imágenes se agolpaban en el cerebro del periodista mientras su conciencia, deambulando por las lindes de la duermevela, saltaba de una pregunta a otra…

¿Cómo había podido escapar Hitler de aquel infierno? ¿En qué lugar del mundo logró ocultarse? ¿Quién urdió y logró mantener en secreto, durante más de medio siglo, un engaño semejante? ¿Cuándo murió realmente el dictador? ¿Quién era el misterioso remitente que había depositado en sus manos esa explosiva información?

Una vertiginosa sucesión de interrogantes sin respuesta acabó derrumbando al periodista cuando despuntaba la primera luz del día y las calles de Londres recobraban su pulso habitual.

Capítulo 4

Los Centinelas

Las oficinas del Guardian Media Group de Farringdon Road eran, a media mañana, un continuo tráfago de directivos con corbata y visitantes acicalados. El Scott Trust se reunía, y, cuando eso sucedía, todas las rutinas del periódico se veían alteradas. Simon Darden se cruzó con algunos de los diez
centinelas
que formaban parte de ese comité destinado a salvaguardar los intereses de la compañía, el código deontológico de las publicaciones y la buena marcha de las finanzas. El consejo, creado por John Scott en 1936, velaba por el éxito, la independencia y el rigor informativo que caracterizaba a
The Guardian
y al resto de las publicaciones. Darden abordó a Roger Alton, el editor, antes de que desapareciera por la puerta de la sala de reuniones. Andaba con un montón de carpetas bajo el brazo.

—Roger, necesito hablar contigo, es muy importante —espetó el jefe de Internacional interponiéndose en su camino.

—¿Ahora? ¡Olvídate de mí, la junta de hoy promete ser larga!

—Tienes que ver algo.

—Después…

—No, ahora, Roger, ahora.

Alton depositó las carpetas en una mesita cercana y encaró a Darden. Acto seguido rebuscó en su bolsillo, sacó un pañuelo y procedió a limpiar los cristales de sus gafas.

—¡Desembucha! ¿De qué se trata? —apremió entrecerrando los ojos al tiempo que exhalaba una vaharada cálida en los cristales.

—Aquí no. En privado. Será cuestión de unos minutos. Te aseguro que vas a caerte de espaldas.

—¡No fastidies, al quiropráctico le ha costado meses acabar con mi eterno dolor de cervicales! —bromeó.

—Te aseguro que no lo vas a lamentar. No se trata de una trivialidad.

El editor chasqueó los labios, comprobó la hora y suspiró resignado. De mala gana se encaminó hacia su despacho seguido a corta distancia por Simon.

—Pasa y cierra la puerta —aconsejó—. ¿Qué es eso tan urgente que no puede esperar ni un minuto?

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