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Authors: Nuria Roca

Tags: #GusiX, Erótico

Sexualmente (7 page)

BOOK: Sexualmente
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La cena del día siguiente comenzó un tanto aburrida, porque ya nos lo habíamos contado todo y tampoco había mucha expectativa de que nada nuevo iba a pasar cuando llegáramos a la habitación. Cenamos en un restaurante caro de Ibiza donde la comida era exquisita y pedimos una botella de vino que era espectacular. Nada más traer el segundo plato, Juan quiso romper nuestra rutina sexual de esos días proponiéndome hacer un trío con otra chica. Menos mal que estaba comiendo un
steak tartare
, que si llega a ser una carne más contundente me atraganto allí mismo. Juan me estaba proponiendo realizar una de las cuatro fantasías del famoso póquer de mi amiga Esther, y lo hacía con una aplastante seguridad, invitándome a dejarme llevar. «No digas nada; sigamos cenando. Lo que te aseguro es que si finalmente te decides, déjalo todo en mis manos y te aseguro que saldrá bien».

Yo nunca he probado las drogas, salvo un par de caladas a un porro cuando era adolescente, pero nada más. Además siempre me han dado mucho miedo. Tampoco bebo nunca alcohol, salvo, por supuesto, vino. Siempre que sea bueno y tinto. Una buena botella de vino es mi mayor capricho cuando salgo a cenar a un buen restaurante. La saboreo desde el primer plato hasta después de los postres, cuando el resto de comensales ya está con sus copas de ginebra, vodka, whisky o ron. Esa noche, después de la propuesta de Juan, sabía que no me iba a venir nada mal la chispita que me estaba dando ese delicioso ribera.

—¿Y con quién se supone que lo haríamos?

—¿Eso es un sí?

—Por supuesto que no; es simple curiosidad. Que yo sepa, aquí estamos solos tú y yo.

—Con quien lo hagamos es lo de menos. Ahora lo importante es que estés convencida y te apetezca hacerlo. Si dices que sí, habrá alguien para hacerlo.

El misterio me hizo beber más vino, como buscando una excusa al hormigueo que recorría mi estómago. Una sensación entre nervios y excitación que no me hacía sentir nada segura. La conversación cada vez subía más de temperatura, era puramente sexual. Hablamos de deseo, de piel, de cuerpos desnudos, de dejarse llevar. De abandono. Aquello tenía mucho morbo y muy mala salida. Aquella propuesta me inquietaba, pero no me apetecía rechazarla.

—¿Y con quién se supone que lo haríamos?

—¿Ahora es un sí?

—Sí.

Juan se levantó a la barra y cogió un periódico local que abrió por la sección de contactos. Cogió un móvil y llamó. Después de unos minutos volvió a la mesa.

—Ya está.

—¿Has llamado a una puta?

—Sí. Dentro de veinte minutos estará aquí.

—Estás loco. Que sepas que yo no pienso hacer nada con una prostituta.

—Sólo te pido que nos tomemos una copa los tres. Es, de momento, lo único que vamos a hacer.

Fueron largos esos veinte minutos. Tan largos que pasé del cabreo y las ganas de marcharme a la expectativa y la incertidumbre, hasta recuperar después un poco de la excitación que tenía cuando le dije a Juan que sí. De repente, una chica se paró delante de la mesa y con una mirada a Juan entendió que éramos nosotros. Nos presentamos; ellos pidieron dos gintónics de Beefeater y yo liquidé en mi copa el último resto de la botella de ribera.

Aquella chica se llamaba Vania y era completamente normal. No sé cómo me la imaginaba, pues una chica que se anuncia para atender a parejas en una sección de contactos me la había imaginado yo de otra forma. No sé de qué forma, pero de otra bastante peor. Vania era morena, bajita, delgada, con buen tipo y guapa sin excesos. Iba con unos vaqueros, unas Converse blancas y una camiseta de tirantes rosa sin sujetador, porque no era muy generosa de pecho. Parecía un poco tímida, hablaba bajito y miraba de manera muy sensual. Esa normalidad me relajó y me replanteé eso de que yo con una prostituta no iba a hacer nada. Me acordé de Esther y pensé que había llegado al río y que me apetecía cruzar el puente.

—¿Cómo queréis hacerlo? —dijo Vania.

—Me gustaría que ella lo pasara bien —contestó Juan, señalándome.

—Así que quieres que los dos nos dediquemos por completo a ella —dijo Vania, señalándome también.

—Nada podría excitarme más.

—Eres muy generoso.

Yo escuchaba aquel diálogo entre Juan y Vania absolutamente absorta. Tanto, que tenía la copa de vino en la boca haciendo que bebía cuando hacía ya diez minutos que la copa estaba completamente seca. Quizá era lo único que había seco en aquella mesa. Nos levantamos después de pedir la cuenta y nos montamos los tres en un taxi para ir al hotel, yo en el centro de los dos. Subimos a la habitación y sin encender la luz nos tumbamos los tres en la cama. Por la ventana entraba el resplandor de la luna y en el cristal de la ventana resbalaban las gotas de lluvia. Juan me dijo que cerrara los ojos y me dejara hacer, y ella me invitó a que disfrutara porque «esta noche tú eres la reina». Fui una chica obediente y me abandoné en una actitud completamente pasiva. Juan y Vania se movían en torno a mí como en una coreografía perfectamente ensayada. Ella en un sitio de mi cuerpo y él en otro. Caricias que se confundían, besos que se mezclaban, cuatro manos y dos bocas recorriendo mi cuerpo enterito y yo allí sin mover ni un dedo. Cuando todo acabó, ella se vistió sin encender la luz y Juan la acompañó hasta la puerta, donde debieron ajustar cuentas por los servicios prestados. Juan volvió a la cama y yo me quedé profundamente dormida sin comentar nada.

Al día siguiente lo primero que hice al levantarme fue llamar a mi amiga Esther para decirle lo mucho que la quería.

19. ¿Ya está?

Las mujeres sacamos demasiados defectos a los hombres en la cama. Estamos educadas perversamente para hacerlo porque nosotras, al contrario que ellos, no tenemos obligación de ser buenas amantes. A ellos les exigimos que sepan seducirnos, nos hagan reír y sepan comportarse con la suficiente ternura y pasión bajo las sábanas. Deben conocer nuestro cuerpo, dónde está cada cosa, qué deben saber tocar; también tienen que durar lo suficiente para que a nosotras nos dé tiempo a terminar, y deben estar bien dotados, porque si no nos defraudan. Las mujeres podemos descalificar a un hombre porque no sepa dónde tocarnos exactamente y en cada momento, a los que terminan demasiado pronto, a los que no la tienen suficientemente grande, y no digamos ya a los que por cualquier motivo sufren el temido gatillazo. Si eso nos pasa alguna noche superamos la decepción pensando lo que al día siguiente nos vamos a reír con alguna amiga de lo torpe que era ese pobre chico, lo pequeña que la tenía o que no se le ponía dura. Qué risa. Las mujeres podemos ser muy crueles, pero nosotras no tenemos dudas de nuestras habilidades como amantes, no nos hacemos preguntas sobre si conocemos lo suficientemente bien el cuerpo de los hombres o si sabemos en realidad el qué y cómo les gusta.

Hace algún tiempo invité a mi tía Luisa a cenar con unas amigas. Mi tía Luisa es la tía enrollada que hay en todas las familias que se quedó soltera porque no quería ataduras, que viajó por todo el mundo cuando nadie viajaba, que ha sido activista de no sé cuántas causas perdidas y quiere mucho a sus sobrinos. Es fácilmente reconocible porque en todas las familias hay una igual o parecida. Mi tía Luisa es todo ternura, cuenta las cosas con inteligencia, habla bajito y con un tono tan agradable que aunque te insulte es imposible sentirte ofendida. La cena transcurría divertida con mis amigas y yo riéndonos del último novio de una de ellas al que había tenido que dejar, fíjate tú, porque no sabía dónde estaba su clítoris. Yo conté una historia con un tío con el que hice el amor en unas vacaciones y que a mitad de faena se le puso blandita, ja, ja, ji, ji. La otra que aquel chico tan mono que conoció terminó tan pronto que casi no le dio tiempo ni a quitarse las bragas, qué risa, huy qué risa. Mi tía escuchaba nuestras historias y se reía también, hasta que interrumpió aquella conversación con una pregunta para la que utilizó su educadísimo tono de siempre:

—¿Y vosotras qué tal os coméis las pollas?

Se hizo el silencio. Las risitas cesaron de inmediato.

—¿Qué dices, tía? —se me ocurrió decir un poco cortada.

—Os estoy preguntando que si sabéis hacerlo bien. Que si sabéis dar de verdad placer a un hombre, que si sabéis utilizar bien las manos y la boca y que si tenéis claro por dónde pasar la lengua y los dedos. Y que si tenéis suficiente sensibilidad para controlar en qué momento. Cuando estéis seguras de que sabéis hacerlo, entonces os reís todo lo que queráis. Niñatas, que sois unas niñatas.

Todo esto lo soltó mi tía en la mesa hablando muy bajito y con muchísima educación. A partir de ese momento hablamos de cine y de música, porque ni a mis amigas ni a mí se nos ocurrió volver a hablar ni una sola palabra de hombres.

Con mi tía nunca antes había hablado de sexo y no volví a hacerlo hasta pasado mucho tiempo. Fue para contarle una experiencia que recientemente había tenido con un chico. Nos presentaron algunos amigos comunes y después de un par de citas acabamos en su casa. Era un chico con poca experiencia y se le notaba un poco torpe tocando, muy ansioso, y que se excitó de manera incontrolable nada más tocarme los pechos. En cuanto le acaricié por encima del pantalón tembló unos segundos y noté cómo explotó. «¿Ya está?», pregunté sorprendida, y él asintió con la cabeza avergonzado. Le abracé fuerte y le dije que hacía mucho tiempo que alguien no me hacía sentir tan bien. El pensó que le estaba tomando el pelo, pero era cierto. Desde que tenía catorce años no me había sentido tan deseada. Me pareció una escena de tanta ternura que me emocioné.

—Esa es mi niña —dijo mi tía Luisa al concluir mi relato—. Me siento orgullosa de ti.

Entonces me atreví a preguntar algo que tenía pendiente desde aquella cena con mis amigas y que nunca me atreví a preguntar a mi tía Luisa.

—¿Cómo se come bien una polla?

—Y yo qué sé, hija; supongo que cada una de una manera. Lo único necesario es que te guste.

—Pues eso.

20. La fidelidad

Se separan siete de cada diez matrimonios, setenta de cada cien parejas se acaban. El dato es revelador y debería servir para que nos planteáramos algunas dudas sobre las reglas que rigen en la mayoría de los casos la convivencia en pareja. Mi teoría, que como siempre se basa en la intuición y es muy poco rigurosa, es que la mayoría de parejas que se separan nunca deberían haberse casado. Lo hacen porque si no se juntan los dos sueldos no hay un Dios que alquile o compre un piso; lo hacen para seguir haciendo lo que hicieron sus padres, sus hermanos o sus primos; lo hacen porque toca; lo hacen porque si no qué voy a hacer; lo hacen porque llevamos ya mucho tiempo de novios; lo hacen, incluso, porque se tienen algo de afecto. Hay un montón de parejas que no deberían casarse porque nunca se han gustado o dejaron de hacerlo hacía mucho tiempo. Cuando estas parejas se separan yo creo que es una buena noticia.

Hay otras, sin embargo, cuya separación podría evitarse. Se trata de parejas salvables si fueran capaces de hacer un nuevo planteamiento de las reglas establecidas. Especialmente las relativas a la fidelidad. La fidelidad es antinatural, pero la seguimos aceptando como algo invariable. La fidelidad es como la monarquía, algo que sabemos que no tiene sentido, pero que no queremos cambiar. No tiene sentido que un señor sea el jefe de un Estado por ser el hijo de una persona concreta, como no tiene sentido que alguien mantenga sexo únicamente con la misma persona durante décadas. Lo aceptamos, pero que nadie me cuente a mí que eso es normal.

Es cierto que al principio de las relaciones, cuando el enganche sexual es desorbitado, la fidelidad es algo inevitable. Sólo hay ojos para la misma persona, la que más te gusta del mundo, la que te llena, la que te excita, la que te hace subir a los cielos. No cabe nadie más, este planeta sólo tiene dos habitantes y la cama es su patria. Ese estado puede ser más o menos duradero, pero según los estudios no dura nunca más de tres años. ¿Y luego? Pues te aguantas, porque nunca más a lo largo de toda tu vida volverás a sentir la piel de otro cuerpo rozándote, ni otros labios que te besan, ni otras manos que te tocan. Puedes tener veinticuatro años, o treinta, o treinta y seis, pero desde este día en el que has formalizado esta relación hasta el día que te mueras, se acabó. Punto final. Ya has estado con todas las personas que tenías que estar y no volverás a estar con ninguna otra. Que te enteres. Hasta el último día de tu vida. Nunca más. Se mire como se mire, la fidelidad es una putada.

Las parejas a las que me refería como salvables son aquellas que se quieren, que se gustan, que tienen un proyecto en común lleno de cosas bonitas, que se ríen juntos, que lloran juntos, que se aman por encima de todas las cosas y que además, las pocas veces al mes que lo hacen, en la cama funcionan estupendamente. Mi reflexión es que si los miembros de esas parejas pudieran practicar sexo con otras personas sin sentirse culpables y sin tener que dar explicaciones a nadie, estarían encantados de seguir felices con su matrimonio y ni se plantearían la posibilidad de romperlo. Los seres humanos evolucionamos, las mujeres hemos cambiado y ocupamos un lugar destacado en las sociedades, hay un nuevo hombre que busca su nueva ubicación en el mundo, pero la pareja sigue rigiéndose con las mismas reglas de hace siglos. ¿Será ésta la explicación del 70 por 100 de separaciones? No será la única, pero con otras reglas es posible que algunos matrimonios pudieran salvarse. ¿El tuyo, por ejemplo? Piénsalo.

21. Joder con el «Kamasutra»

Quiero decir: hay que ver con el
Kamasutra
.

Mi experiencia con el
Kamasutra
es mejorable. Lo reconozco. Ya sé que no soy muy precisa cuando identifico ese libro con las posturas más difíciles y hasta más absurdas de practicar sexo, pero a mí ese libro me trae incómodos recuerdos. La verdad es que hablo de oídas, porque yo no lo he leído, pero con lo que he escuchado ya me hago una idea. Una vez estuve con un tipo que se lo había leído, se lo había aprendido y además se lo creía. Era un tío muy raro al que siempre recuerdo desnudo. Me pasa con algunos hombres con los que he estado, que soy incapaz de recordarlos con ropa y en otra actitud que no sea en la cama practicando sexo. No me acuerdo de las conversaciones, ni de ninguna cena, ni ninguna película que hayamos visto juntos. Simplemente me acuerdo de ellos desnudos y dale que te pego. La verdad es que con este tío del
Kamasutra
no podía ser de otra manera. Estaba obsesionado y los polvos con él eran como ver
Ben-Hur
en una banqueta: un poco incómodos. Tenía un apartamento con una decoración horrorosa, llena de telas y mantas imitando la piel de leopardo, mesas de mármol con patas doradas, muchas figuras de metacrilato, cuadros de colores muy vivos de caballos, de gatos, de pavos reales. La habitación tenía una pared roja, las otras tres de espejo y una cama redonda, cómo no, con sábanas de raso con imitación a la piel de algún felino. Estuve dos noches con él. La primera porque quise y la segunda porque no había más remedio. Había una feria de muestras de no sé qué cosa en esa ciudad y no había ni una sola habitación de hotel libre en doscientos kilómetros a la redonda. Así que a pesar del agotamiento físico de la primera noche, la segunda seguí allí como si me hubiera gustado.

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