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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Serpientes en el paraíso (17 page)

BOOK: Serpientes en el paraíso
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—¿Notó algo en ella esa noche, vio alguna mancha o destrozo en el camisón que llevaba puesto?

—¡No, no! Incluso atormentado por esa posibilidad le pregunté a nuestra criada y la respuesta es: no. ¿Quiere verla otra vez, convencerse por sí misma de que resulta impensable lo que dice?

Asentí con gravedad. Aquel hombre parecía sincero, si bien la desesperación siempre proporciona a las palabras tintes de veracidad. Intuía que no serviría de nada volver a ver a aquella mujer, pero necesitaba estar bien segura.

Llegamos a la sala y allí estaba la dama, bien vestida, bien peinada, tranquila, reclinada con elegancia sobre el respaldo del sofá. Nos miró vagamente. En el fondo de sus ojos estaba la clave para reconocer que era diferente de los demás. Su mirada no era incongruente o perdida, sino inocente, nueva, incontaminada, sin la experiencia o el escepticismo de una persona de su edad. Domènech la besó en la frente.

—Mira, querida, la inspectora Delicado ha venido a verte otra vez para saber cómo te encuentras.

Me sonrió de manera ausente. Se volvió hacia su marido.

—¿Vamos ahora a Barcelona?

—No, pero si de Barcelona acabamos de volver. Lo hemos pasado bien, ¿verdad? Dile a la inspectora qué hemos hecho.

—Bailar.

Domènech rió con tristeza y le besó la mano.

—No, bailar, no. Hemos ido al médico y a tomar chocolate y melindros en una granja de la calle Petritxol. ¿Es verdad o no?

—Sí.

Me miró ilusionada. Era una criatura de corta edad, y así la trataba su marido, como a una hija llena de bondad e indefensión.

—¿Quiere preguntarle algo, inspectora?

Me percataba de la gratuidad de un interrogatorio, pero no podía resistir la tentación de intentarlo de nuevo por última vez. Puse mi cara a la altura de la suya, procuré que fijara la vista en mí.

—Señora Domènech, ¿recuerda la noche en que salió a pasear por el jardín de la urbanización?

No respondió, pero apartó los ojos y se puso a mirar hacia la ventana.

—¿Lo recuerda, señora Domènech? No hace mucho de eso. ¿Recuerda si esa noche vio a su vecino Juan Luis Espinet, si caminó usted en dirección a la piscina, si estuvo allí en algún momento de la noche?

Mis preguntas quedaban flotando en el aire como inútiles jirones de humo. El marido guardaba un silencio respetuoso. Empecé a sentirme violenta ante mi propia estupidez, ante el abuso que suponía mi permanencia en aquella habitación. Sin embargo, un momento después el rostro de la mujer se contrajo en pliegues de tristeza. Se levantó y fue hasta la ventana, absorta y mecánica. La seguí con el corazón encogido por la tensión. Se demoró un momento mirando el jardín y luego, con voz clara y casi infantil, dijo:

—¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?

Quedamos en suspenso, mudos de sorpresa. Me lancé sobre ella y cogiéndola por el brazo inquirí con vehemencia:

—¿Qué significa esa frase, qué vio usted esa noche, a quién vio?

Presa de un pánico súbito, miró en todas direcciones y al descubrir a su esposo corrió a refugiarse en sus brazos. Domènech la protegió, le dio besos en las mejillas.

—Tranquila, tranquila, estoy aquí. Ahora escucharemos música durante un rato. Ven, siéntate.

Se acercó a una cadena de alta fidelidad que había en un rincón de la sala y colocó un compacto. Sonó una melodía de country americano, banjo y guitarra punteando un ritmo animado y saltarín. Pareció relajarse de pronto. El hombre llamó a la asistenta y cuando ésta llegó me hizo salir de la sala.

—No puede forzarla así, inspectora.

—Pero ¿no se da cuenta? Ella ha recordado, ¡algo vio esa noche! Y el recuerdo de lo que vio ha conseguido asustarla. ¡Debemos desentrañar qué hay tras esa frase que repite todo el tiempo!

—¡Es inútil, inspectora, inútil, su mente no funciona como la de los demás! ¿Qué quiere hacer, abrirle la cabeza para saber qué tiene dentro?

—¡Lo único que quiero es saber lo que vio, porque estoy segura de que vio algo importante, algo crucial! También estoy segura de que sólo usted podría hacerla decir qué fue.

—Inspectora Delicado, se lo ruego...

—¡No, se lo ruego yo a usted! Intente averiguarlo, usted sabrá cuándo es el momento adecuado, cuál el método ideal para que hable. Usted puede conversar con ella cuando la vea tranquila, o lúcida, o con capacidad de recordar. Se lo suplico, señor Domènech, inténtelo. Se trata de atrapar a un asesino que anda suelto.

—Lo intentaré, lo intentaré.

—¿Me da su palabra?

—¡Se la doy, de acuerdo, sí!

Estaba nervioso ya, urgido por el deseo de verme desaparecer. Prácticamente me empujaba hacia la salida. Su promesa no era fiable en absoluto. ¿Pero qué podía hacer para comprometerlo, cogerlo por el cuello y obligarlo a cumplir algo que dependía de su voluntad última?

Salí a los jardines soleados con un terrible sentimiento de frustración. Le pegué una patada a un guijarro. ¡Mierda! Puede que yo fuera un prodigio de insensibilidad, que no me apiadara de aquel cuadro matrimonial patético, pero ¡coño!, no me dedicaba a la asistencia social ni trabajaba en una ONG, sino que era policía y andaba tras una pista importante. No lograba quitarme de encima la impresión, clarísima esta vez, de que estaba rozando con la mano la solución del crimen sin poderla coger. Un suplicio terrible.

Entré en el coche y cerré bruscamente la portezuela. Entonces advertí que el habitual grupo de chachas me observaba con curiosidad. Allí se encontraba aquella boba de Lali, que aprovecharía el haberme visto salir de «Las Adelfas» para seguir con su absurdo cotilleo sobre «la señora loca». No, sinceramente no creía que aquella pobre mujer se hubiera cargado a alguien. Lo único indudable es que había sido testigo de algún hecho extraño, quién sabía si del propio asesinato. Un testigo mudo e inabordable.

Conduje a toda velocidad hacia comisaría con aquella ridícula y pueril pregunta martilleándome las sienes: «¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?»

Sentarme a la mesa y blandir el teléfono fue casi la misma acción. Marqué el número de Pura, nuestra documentalista, tarea que tiempo atrás había desempeñado yo.

—¿El mal de Alzheimer, Petra? ¡Qué difícil me lo pones! Dudo que en nuestros archivos encuentre algo sobre ese tema. Pero si me dejas hacer un par de llamadas, puedo conseguirte información.

Debía reconocer que Pura tenía mucha más paciencia que yo cuando trabajaba en su departamento. Si alguien se hubiera descolgado preguntándome por un problema tan lejano a la práctica policial, lo más probable habría sido que lo enviara a documentarse al infierno.

Respiré profundamente y miré por primera vez a mi alrededor. Cartas, informes sin terminar, la inevitable convocatoria para la reunión papal y un aviso de llamada externa. Lo leí y me desesperé. Concepción Enárquez me daba un número de teléfono móvil y me pedía que contactara con ella lo antes posible. ¡Maldición!

Creía haberme librado de aquel compromiso y lo único que había conseguido era cargar el peso directamente sobre mis espaldas. ¡Pues estaba yo como para líos de pantalones!

En ese instante, oportuno para mí, inoportuno para él, Garzón traspasó la puerta de mi despacho.

—¡Hombre, Fermín, a usted quería verle!

Llevaba su espantosa gabardina color mostaza en la mano. Antes de decir ni una sola palabra, la lanzó bruscamente sobre el perchero y lo derribó.

—¡Pero coño, ¿qué hace?!

Se dejó caer como un fardo sobre la silla.

—¡No me hable, inspectora, por favor!

Estaba descompuesto, pálido, serio, furioso.

—Si no quiere que le hable, ¿por qué viene a verme?

—No lo sé, ¿me ha entendido? ¡No lo sé!

Empecé a preocuparme. ¿A qué se debía semejante explosión? ¿Un ataque en toda regla de las Enárquez?

—¿Puede decirme qué ha ocurrido, Garzón?

—Ha ocurrido lo que estaba cantado que iba a ocurrir y no debería haber ocurrido nunca.

Dudaba de si sería capaz de aguantar un solo enigma más en aquel mismo día. Hundido, con la cabeza baja y apoyada entre las manos, se explicó con un tono arrastrado:

—Han matado a un muchacho del clan de los Carmona. Sin duda, la venganza de los Ortega se ha consumado.

—¡Joder!

—Se lo dije, ¿no es cierto?, le dije que este tipo de casos se complicaba y llegaba a ser imposible de resolver.

—Me lo dijo, sí. Y ahora ¿qué va a hacer?

—De entrada, meterlos a todos en la puta cárcel.

—Los periodistas lo colgarán del palo mayor. Sabe perfectamente que no puede hacer eso por las buenas.

—De acuerdo, pues que al día siguiente los saque el juez, pero de momento van a quedarse enchironados para que respeten la ley al menos una vez en su vida.

Se levantó sin más comentarios y salió. Su gabardina quedó en el suelo, junto al perchero caído. La recogí y enderecé el armatoste. No se me pasó por la cabeza ir tras el subinspector para hacerlo razonar. Cuando se ponía así, muy de vez en cuando, era como un búfalo enfebrecido dispuesto a trotar por la pradera arrasándolo todo a su paso. Comprendía además su arrebato de furia e impotencia. Las crónicas de muertes anunciadas que se hacen realidad ante tus propios ojos suelen sentar muy mal.

Me quedé trabajando en papeleos toda la tarde, asistí a la reunión del papa, de la que naturalmente faltaba Garzón, y decidí largarme pronto a casa. La encontré helada y conecté la calefacción. Eran los primeros fríos. Me puse un tremendo jersey que compré en Londres hace veinte años y que todavía conservo para los momentos más de depresión que de frío. Su calidez me abraza y reconforta como una madre. Cuando acaba su cometido lo devuelvo al armario y me olvido de su existencia, cosa que raramente puede hacerse con una madre. Me serví un whisky con hielo y puse música de Bach, que siempre relaja. Con ese ritual tan propio de la civilización occidental me creía lo suficientemente a salvo de contingencias como para pasar una velada tranquila. Pero me había olvidado de mi conciencia y del sentimiento de culpabilidad. Quedaba pendiente el recado de Concepción Enárquez reverberando molestamente desde mi mente. ¿Debía llamarla? No tenía ninguna obligación, aunque... ¿y si cualquiera de las dos hermanas había telefoneado a Garzón en algún momento de su magno cabreo con la consiguiente reacción por su parte? Sentía cierta predisposición a enmendar los errores del subinspector, síntoma de alguna enfermedad que debía cuidarme, así que la llamé.

Quería hablar conmigo y quedamos para desayunar juntas al día siguiente en una lujosa cafetería de la avenida Diagonal, donde ella me dijo que solían hacerlo cotidianamente.

¡Ah!, pensé, Garzón estaba desaprovechando la oportunidad de pasar una vejez cómoda y tranquila. Casado con una Enárquez, desayunaría todas las mañanas en la Diagonal, tendría un auténtico hogar y estaría cuidado a cuerpo de rey. Pero defendía su soltería como un león. ¿En aras de qué? De una poco espléndida jubilación y jornadas enteras de soledad. Pero no sería yo quien le señalara a mi compañero dónde estaban las claves del futuro. Allá él. Escucharía lo que aquella mujer tuviera que decirme y me libraría de ella con mi mejor
savoir-faire.

Me sumergí una vez más en Bach, y el efecto terapéutico de la música fue tan intenso que hasta pude leer un libro sin que ningún ruido, mundanal o metafísico, volviera a interferir.

5

Aquella mañana descubrí que, mientras algunos mortales pasábamos la vida escarbando entre miserias humanas, otros se hallaban instalados en la completa felicidad. ¿De qué otro modo podía interpretarse el cuadro que contemplé en la cafetería de la avenida Diagonal donde había quedado citada con Concepción Enárquez? Sólo entrar en el recinto, un aroma gratísimo me embriagó: café, bollos recién hechos, suave tabaco rubio y un destilado conjunto de perfumes caros. Era como meterse en una mullida cama con sábanas de seda. También las sensaciones auditivas remitían al confort: murmullos, alguna risa ahogada y discreta música ambiental. Nada que ver con los garitos que frecuentábamos Garzón y yo, siempre llenos de humazo, emanaciones de aceite frito, ruido de máquinas tragaperras, estrépito de platos dejados caer y aparato de televisión a toda caña.

Las tartas, pastas y repostería se alineaban como joyas en los anaqueles, y el apartado de charcutería mostraba apetitosas ensaladas y delicados rosbifs. Sin embargo, donde residía la quintaesencia de la dicha era en la propia clientela. Mujeres. Casi todo mujeres de bastante edad reunidas en grupos gozosos que hablaban de sus cosas con animación. Eran sólo las nueve de la mañana y aquellas damas habían encontrado tiempo para vestirse con elegancia, peinarse cuidadosamente, ponerse un toque de rímel en las pestañas y encontrarse con sus amigas para un desayuno selecto. Si aquello no era el colmo de la sofisticación, le faltaba muy poco.

Acorde con el decorado, Concepción me hizo señas desde una mesa, acicalada con elegancia y discreción. Nos saludamos como viejas amigas y ella en seguida pidió para mí una serie de pequeñas
delicatessen
dulces y un café bien cargado. Si Garzón renunciaba al matrimonio con una de las dos, ¿no podrían al menos adoptarme a mí? Me relajé, superar aquella situación iba a ser más fácil de lo que había imaginado. La escucharía con educada atención, le daría dos o tres consejos bien apegados a lo tradicional y desayunaría sin preocuparme por nada. ¡Al diablo con el complejo de culpa que no me correspondía sentir!

Concepción no entró en materia hasta que la mesa estuvo surtida. Luego, mientras yo acometía los escogidos bocados sin piedad, ella se lanzó de lleno sobre el objeto de la cita.

—Inspectora —comenzó—, yo soy una mujer viuda que ya ha experimentado las delicias y los sinsabores que el contacto con los hombres puede ofrecer.

Confieso que aquel párrafo inicial, tan bien ensayado y tan rememorativo, me causó bastante inquietud. ¿Hasta qué época pensaba remontarse en su parlamento? ¿Era aquel coloquio sólo un modo de aligerar sus frustraciones, si es que las tenía, o pensaba endosarme su historia sentimental completa?

—Pero ése no es el caso de mi hermana, soltera como usted sabe. Ella es inexperta y sentimental.

Decidí ejercer de abogada de Garzón antes incluso de que su nombre saliera a relucir:

—Fermín me dijo que había entablado con ella una relación de sincera amistad.

—Fue algo más —dijo con firmeza la hermosa viuda.

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