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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

Presagios y grietas (8 page)

BOOK: Presagios y grietas
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—Por supuesto que no faltaré. No voy a dejar que te bebas tú todo el vino del local, bribón.

Sin dejar de reírse, Rodl Ragantire caminó hacia las escaleras que daban acceso al primer piso, despidiéndose de ellos mientras agitaba su caro pañuelo.

Antes de subir, se dio la vuelta y comentó en voz alta:

—¡Vos también estáis invitado, Capataz! ¡Esperamos contar con vuestra grata compañía!

El Capataz esbozó algo que recordaba a una sonrisa y saludó con la mano a Ragantire, que ascendió por las escaleras ahuecando su abrigo.

—Ese coyote pellejudo se las sabe todas, maldita sea.

Liev miró a su alrededor para constatar que había no menos de treinta personas en el recibidor de la posada. Al fondo, un hombre gordo con ojos de rana lo saludó con un gesto condescendiente. A la derecha, sentado en un gran butacón al pie de la escalera, un anciano muy flaco que llevaba un llamativo sombrero le dedicó una leve inclinación de cabeza. Lo flanqueaban dos hombres de tez negra que portaban al cinto grandes espadas.

Binner respondió a ambos saludos y cogió al enano por el brazo.

—Vayamos a tomar el aire.

Salieron a la calle y Liev se llevó la mano a la barbilla, pensativo.

—Veamos —dijo finalmente—. El hombre gordo con aspecto de sapo es Huland Anger, Intendente de Hiristia. El anciano del sombrero es Vlad Fesserite, Intendente de Dahaun. Los dos han oído perfectamente cómo Rodl te invitaba a la cena de esta noche. Amigo, pensaba ahorrarte el mal trago pero creo que no tendrás más remedio que acudir.

Brani no terminaba de entender qué sucedía. Aquellos tipos le resultaban desagradables pero Liev parecía llevarse bien con ellos.

—Reconozco que los comensales no me son muy simpáticos pero ya tenía decidido asistir cuando el tipo que olía a mujer me invitó. Mi pueblo se toma muy en serio esas cosas —añadió con orgullo.

—Capataz, durante estos días en los que hemos sido compañeros de viaje creía que habías llegado a conocerme mejor. —Liev bajó la voz—. Rodl Ragantire es la sabandija más despreciable y traicionera de todo Rex-Drebanin. Su familia y la mía están enfrentadas desde hace más de doscientos años. Los otros dos son de parecida ralea y no me tienen mucho más aprecio, en especial Vlad Fesserite, el viejo del sombrero. Es el promotor principal de Los Juegos en todo el territorio y no le hace ninguna gracia que no le permita posar sus garras en Disingard; si por él fuese, yo ya estaría muerto.

El enano escuchaba confuso pero sin perder detalle.

—El primer consejo que me dio mi difunto padre fue: «Si vas a convivir con ratas, aprende a pensar como ellas» —prosiguió Liev—. Sospecho que el Cónsul no te ha invitado a la boda de su hijo por simple cortesía, Brani. Como ya te he dicho, son tiempos extraños y por todos es sabido que La Cantera de Hánderni es rica en minerales, metal y piedras preciosas. Tu reino es un bocado muy tentador para esos chacales y esta noche intentarán tomarte la medida antes de que se les anticipe el macho alfa de la manada, que no es otro que el Cónsul Dashtalian. Sin quererlo te he servido en bandeja a esas alimañas, amigo mío. Sólo puedo aconsejarte que durante la cena te andes con cuidado con lo que les cuentas.

Brani no daba crédito a lo que oía y se había ido enfureciendo cada vez más. En ese instante la ira lo consumía por completo. Estaba tentado de coger su hacha y despedazar con ella a todos y cada uno de los humanos de la posada, empezando por ese tal Ragantire.

—¡Por las barbas de Gorontherk! —bramó—. ¡Un Gran Capataz enano no es un pichón que pueda servirse en bandeja alguna!

Liev le indicó con vivos gestos que bajase la voz, mientras miraba con preocupación a ambos lados de la calle. El enano se serenó un poco, pero siguió hablando airadamente, sin ocultar su enfado.

—La Cantera pertenece a mi pueblo desde hace más de trescientos años; hay un documento firmado por el mismo Emperador Belvann I que así lo atestigua. En Risco Abierto no había más que arrapaceros hasta que llegó Hánderni el Viajero, mi abuelo, y los expulsó a todos. —Brani volvía a subir el tono—. ¡Además, por los Abismos del Vil, que alguien intente arrebatárnosla! ¡Qué lo intente ese perfumado petimetre! ¡O el Cónsul! ¡O el mismo Emperador, por Gorontherk! ¡Construiremos otro puente que atraviese el mar con sus malditos cráneos humanos! —sentenció encolerizado.

Todos cuantos caminaban por la concurrida avenida fijaron sus miradas en aquel hombrecillo que vestía una brillante armadura y maldecía con vehemencia.

El Intendente Binner se llevó la mano al rostro y movió la cabeza con preocupación. En ese mismo instante alguien estaría susurrando en voz baja a alguno de los Intendentes que el Capataz tenía un genio de mil demonios. Probablemente llegaría a oídos del mismo Cónsul.

Liev sabía que en su mundo aquella era información privilegiada. Podía constatar por experiencia que en política cualquier manifestación de debilidad era decisiva. Y en Vardanire podía llegar a ser hasta mortal.

Alhawan

El ciervo observaba con interés al lobo que se aproximaba corriendo a gran velocidad. Un macho sin duda, inusualmente grande. Cuando reparó en la silueta del depredador su instinto le previno de inmediato y de haberlo querido ya estaría muy lejos de allí, fuera del alcance de sus fauces.

Pero el ciervo no tenía miedo ya que el lobo era blanco. La luz de la luna proyectaba pequeños destellos de marfil sobre su pelambrera, que se iluminaba y se apagaba con las sombras de los árboles del bosque. Estaba muy complacido. Tendría la ocasión de contemplar de cerca a uno de sus peores enemigos naturales, algo de lo que pocos de su especie podían presumir.

La bestia llegó al estanque y se puso a beber de él con avidez. Ni tan siquiera dirigió una mirada al ciervo, que sin embargo no apartaba de él sus ojos saltones; incluso se atrevió a acercársele un poco. El lobo levantó la vista del agua sin dejar de beber y emitió un gruñido de advertencia. El ciervo se inquietó y dio marcha atrás con cautela.

Cuando terminó se quedó observando a su espectador durante un breve instante. De súbito, sacudió con energía su peludo corpachón y emprendió de nuevo el trote en dirección al este, para desaparecer con rapidez entre la vegetación.

El ciervo pensó en seguirlo pero desechó la idea de inmediato. Tras beber un par de tragos del estanque, optó por dirigirse hacia el oeste. Quizá la hembra con la que se había topado unos días atrás se encontrara de mejor humor. Sin más dilación, tomó ese camino y se alejó del lugar a grandes saltos.

El lobo siguió corriendo a través del bosque durante varias millas. Esquivaba los árboles y las rocas sin aminorar su carrera. A su paso multitud de ardillas, conejos, erizos, avecillas y demás habitantes de los bosques, asomaban sus cabecitas curiosas.

Se detuvo al llegar a un pequeño claro de forma circular. Tenía la lengua fuera y resollaba con fuerza. En cuanto se hubo repuesto un poco, se sentó sobre las patas traseras, levantó la cabeza y empezó a aullar.

Un apenas perceptible destello de luz verde brilló por unos instantes frente a su hocico. El animal cesó sus aullidos y permaneció donde estaba con las orejas erguidas, en actitud expectante. La luz verde volvió a aparecer, centelleó dos veces y se quedó quieta frente a sus ojos. Lentamente fue aumentando en intensidad hasta transformarse en una esfera de cuyo interior, envuelta en un aura del mismo tono esmeralda, surgió una mano pequeña y delicada que acarició la cabeza del lobo; éste agachó las orejas y gimió de placer.

Una voz suave y pausada como el sonido de la corriente de un arroyo resonó en el claro.

—¿Qué me traes, noble amigo?

El animal inclinó la cabeza hacia un lado y dejó a la vista un rollo de pergamino atado a un cordel plateado que pendía de su cuello. La mano acarició las mejillas de la fiera con el dorso de sus dedos, cogió el pergamino y lo desprendió de un suave tirón.

—Interesante. Ahora ve, buen amigo. Ve en paz —susurró la voz en un tono cada vez más apagado que acabó por fundirse con los sonidos del bosque. Al mismo tiempo, la mano fue desapareciendo con el pergamino en el interior de la esfera, que poco a poco redujo su tamaño hasta esfumarse con un destello en la oscuridad.

El lobo permaneció en la misma postura hasta que algo llamó su atención. Por allí cerca rondaba un conejo.

La bestia, que había recobrado su color gris parduzco habitual, empezó a husmear a su alrededor en busca de un rastro que seguir. De repente tenía un hambre voraz. Un conejo no sería un mal bocado, aunque lo que de verdad le apetecía, y se relamía sólo de pensarlo, era hincar sus colmillos en los cuartos traseros de algún ciervo incauto.

Posada de la Prosperidad, Vardanire

Herdi y Fardi no sabían muy bien que hacían allí. Llevaban varias horas de pie tras la silla que ocupaba su Capataz; intercambiaban miradas fugaces con el resto de guardaespaldas que rodeaban la gran mesa circular. Les constaba que sus compañeros hacía rato que dieron buena cuenta de unas perdices asadas y probablemente ya estarían dormidos. Mientras, ellos estaban en aquella sala viendo como los Intendentes de Rex-Drebanin se daban un banquete que parecía eternizarse.

Los comensales no cesaban de hablar entre ellos, bromear y reír. Brani les había dicho que se mantuviesen alerta pero en aquella reunión todos parecían llevarse estupendamente. Lo único inquietante eran los guardaespaldas. Aquellos hombres no tenían nada que ver con la patosa tropa de milicianos; se mantenían impasibles tras las sillas de sus jefes y miraban con recelo hacia la puerta del salón cada vez que se abría. Los dos enanos estaban allí en calidad de escolta de su Capataz y también del Intendente Binner aunque éste lo consideraba una excentricidad sin utilidad alguna.

Herdi cruzó la mirada con un hombre sin cuello, de hombros anchos y barriga protuberante. Le faltaba una oreja y se apoyaba en una enorme maza con cabeza de hierro. El individuo entornó los labios y le mandó al enano un beso silencioso. Herdi miró a Fardi con desconcierto, pero su compañero tenía la atención puesta en una fuente de humeantes pescados que acababan de traer a la mesa. El guardaespaldas sonrió con una mueca que dejaba a la vista su dentadura sucia y ennegrecida.

—Amigos míos. —Huland Anger, el Intendente de Hiristia, se había puesto en pie—. Propongo que brindemos por nuestro más reciente pero no por ello menos honorable camarada. ¡Por el Capataz Brani y por La Cantera de Hánderni!

Todos levantaron las copas y corearon la consigna. Con disimulo, Liev Binner se inclinó hacia Brani y le susurró al oído:

—Prepárate. Se ha abierto la veda del enano.

Un hombre obeso de barba gris, mejillas sonrosadas y aspecto campechano se dirigió a él en tono cortés.

—Decidnos, Capataz, ¿qué nuevas nos traéis de vuestro noble pueblo? —Era Zoump Velúsker, Intendente de Jinera. En palabras de Liev, «un viejo odre lleno de vino sin otros intereses que comer, beber y acumular riqueza. Todo ello de modo compulsivo.»

Brani no sabía que responder. La vida de los enanos de La Cantera no presentaba novedades reseñables desde hacía siglos.

—Mi pueblo persiste en su labor de convertir Risco Abierto en un digno hogar para nosotros —dijo finalmente—. Desde que el Emperador Belvann I nos cediese la montaña no hemos cejado en nuestro empeño de transformarla en lo que hoy en día empieza a ser: una hermosa ciudad en la que vivimos en paz y armonía.

Los Intendentes miraban a Brani con interés pero en realidad todo aquello les importaba un bledo. Ninguno había nacido en la época a la que se refería el enano y las consideraciones urbanísticas o arquitectónicas les traían sin cuidado. Lo que realmente les interesaba era saber si las montañas del suroeste de Rex-Drebanin seguían produciendo piedras preciosas a un ritmo constante.

—¿Queréis decir que prosiguen vuestras excavaciones? —preguntó Rodl Ragantire, que de este modo conducía el tema hacía terrenos más del interés general.

—En efecto —respondió Brani con orgullo—. La pasada Estación de las Lluvias inauguramos una nueva galería y si se cumplen los plazos establecidos por los Maestros Excavadores, el próximo año, antes de que llegue la Estación del Frío, tendremos otra terminada.

—¿Y encuentras muchos diamantes en esos agujeros que haces, enano? —inquirió sin atisbo de respeto un hombre grande y malencarado. La cadena de oro macizo que atenazaba su cuello le hacía parecer un gran perro de combate y se chupaba los dedos ruidosamente, tras dar buena cuenta de una pierna de carnero.

Era Hégar Barr, Intendente de Ahaun; según dijo Liev en la conversación que habían mantenido antes de la cena, «un antiguo Señor de la Guerra Prevaliano; una bestia carente de moral. Hace treinta años, siendo yo aún joven e inexperto en el cargo, ese salvaje cruzó la frontera de Rex-Preval al mando de un ejército, tomó Ahaun y asesinó al Intendente y a toda su familia. Los ciudadanos pidieron ayuda al Consulado y Dashtalian se presentó a las puertas de la ciudad con un millar de soldados. Para sorpresa de todos, se reunió con Barr y horas más tarde lo anunciaba como candidato a la Intendencia. Se convocaron elecciones y salió ratificado, sin que nadie se lo explique aún a día de hoy. Desde entonces gobierna su territorio con crueldad. Es un bruto sin apenas luces, pero totalmente adicto al Cónsul.»

Brani se quedó mudo ante la grosera interpelación. Fardi y Herdi colocaron una mano sobre el mango del hacha corta que llevaban al cinto. El guardaespaldas de Barr, el tipo de una sola oreja, se quedó mirando a los enanos con gesto desafiante. Sus dedos apretaban con fuerza el mango de la gran maza sobre la que se apoyaba.

—Dejemos nuestras economías privadas al margen de la conversación —intervino Liev Binner—. Acabaremos hablando de finanzas y aburrida burocracia. Por cierto, Hégar, según he oído habéis vuelto a subir los impuestos en vuestro territorio.

Hégar Barr levantó la cabeza y miró a Liev con desprecio. Sus ojos eran apenas dos puntos negros incrustados en su ancha cara de mastín. Cogió otro trozo de carnero y empezó a devorarlo sin molestarse en responder.

—¿Celebráis Juegos en La Cantera, Capataz? —terció un hombrecillo calvo de aspecto nervioso. «Jholo Éliner, Intendente de Iggstin. Un perro faldero que se comería sus propios excrementos si Dashtalian se lo ordenase».

—No —respondió el enano con sequedad.

La situación empezaba a resultarle incomoda. Lo único que deseaba era regresar con sus compañeros a Risco Abierto, no sin antes decirles a aquellos humanos por dónde podían meterse sus Juegos, sus bodas y su arrogancia.

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