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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

Presagios y grietas (55 page)

BOOK: Presagios y grietas
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—¿Padre? ¿Eres tú? —gimoteó Porcius.

Una gruesa maroma de esparto le impedía volver la cabeza. Le ataron también el cuello cuando descubrieron que se había arrancado a mordiscos varios pedazos de carne de los hombros.

—¿Lehelia?

La dama miraba a su hermano con repulsión. También sentía una profunda lástima, pero ese sentimiento lo mantenía a buen recaudo. Si lo dejaba aflorar, vendría acompañado de la tristeza, la compasión y las lágrimas; no podía permitirse ninguna de las tres cosas. Además, lo único que quedaba de Porcius en aquella criatura era su voz aflautada.

Llevaba semanas orinando de inmediato todo el líquido que le obligaban a ingerir. Intentaron obligarlo también a comer pero vomitaba cualquier cosa sólida que le diesen. Como resultado había perdido peso de un modo totalmente desproporcionado. Las costillas se le marcaban como surcos de tierra labrada y sus extremidades, antes rollizas y sonrosadas, eran ahora poco más que huesos macilentos que trasparentaban a través de un pellejo fofo y poroso. Su nariz, pómulos, ojos y orejas parecían haber aumentado tres veces de tamaño debido a la estampa cadavérica de su rostro. La cabeza desgreñada estaba incrustada en un cuello raquítico, surcado de venas. Un pellejo flácido se arrugaba bajo su barbilla sustituyendo a su característica papada.

—Aquí estoy, hijo —respondió Húguet mientras espantaba a una moscarda que retozaba en el muñón donde antaño estuvo su mano derecha.

—Padre, llévame con él… por favor.

—¿Es eso lo que quiere? ¿Qué te llevemos con él?

—Sí… Y el Ojo… Quiere el Ojo… Dice que cumplas tu palabra y se lo devuelvas.

—Lo haré cuando él cumpla la suya. Debe regresar a su isla. Ése era el trato.

Porcius emitió un quejido ronco y prolongado al que siguió una tos seca acompañada de espasmos; era el modo que tenía de reír.

—No es estúpido, padre. Nunca regresará a su isla… Piensa quedarse donde está hasta que el Ojo le sea devuelto.

—Que lo pida él mismo —intervino Lehelia—. Que se muestre ante nosotros.

—¿Hermana? ¡Hermana, ayúdame! —exclamó Porcius intentando girar el cuello en la dirección de la que procedía la voz—. ¡Dice que me mantendrá vivo hasta que los gusanos devoren mi cuerpo! ¡Dice que quiere el Ojo! ¡Dáselo Lehelia! ¡Dáselo, por favor!

—Que se manifieste y hablaremos —respondió la dama—. No puedo creer que el Primer Demonio nos tenga miedo.

—No lo hará… Sabe que me mataréis en cuanto posea mi cuerpo.

—Ahora es más fuerte. Tú le diste una porción de tu fuerza y a la vista está que te ha robado buena parte del resto.

—Eso no es… nada ¡Yo no soy nada! ¡Llévame con él, padre! ¡Por favor!

—¿Y si te lo doy? —inquirió Lehelia—. ¿Qué podrías hacer si te doy el Ojo?

Los gritos cesaron y Porcius se mantuvo en silencio unos instantes.

—Si me lo das podría intentar que Zighslaag volviese a su agujero —dijo al fin.

—No pudiste la otra vez —repuso su hermana.

—No… no me disteis tiempo…

—Padre tuvo que cortarte la mano para arrebatarte el Ojo.

—Padre… se precipitó —gruñó Porcius.

—No reaccionabas. Me pegaste, ¿recuerdas? —insistió Lehelia.

—Tenía que matar al Emperador… Era parte del trato ¡Oh, sí!

—¿Y lo mataste? ¿Estás seguro?

—Ya lo creo… ¡Oh, sí…! Era pequeño… Insignificante… Con esa fatua corona sobre su débil cabeza… Pude verle… Entonces pude verlo todo ¡Oh, sí! —susurró el consumido joven mientras sus pupilas empezaban a desaparecer.

En cuanto Húguet desenvainó su espada, Porcius emitió un alarido desgarrador y su cuerpo se agitó mientras el pellejo hueco que era su estómago se retorcía liberando un torrente de eructos y ventosidades.

—¡Padre, detente! —Lehelia se interpuso entre Húguet y aquel cadáver viviente—. Se ha ido. Salgamos de aquí, necesito respirar.

Abandonaron la habitación y dejaron al infeliz resollando mientras se orinaba encima.

—Hemos de andarnos con cuidado, padre. Esa cosa ya no es mi hermano y dudo que vuelva a serlo nunca —comentó Lehelia mientras espantaba las moscas—. Si el muy imbécil hubiese puesto la mitad de interés en desarrollar su poder del que puso en comer como un cerdo…

—Bueno, después de todo la situación no es tan crítica como pensábamos. —Húguet se acariciaba la cabellera con sorprendente tranquilidad.

—¿Qué?

—Zighslaag es consciente de que si Porcius muere mientras posee su cuerpo, su esencia quedará atrapada en la nada; aún así, se ha arriesgado a hacerlo para pedirnos una vez más lo que sabe que nunca le daremos.

—Está desesperado, sí.

—Y ciego. Pese a su tamaño y su fuerza no puede moverse de Ciudad Imperio. Las escasas horas en las que compartió la esencia de tu hermano pudo ver, volar y destruir tras más de mil años cautivo en su mazmorra. Es demasiado viejo y demasiado sabio como para renunciar a eso comportándose de un modo estúpido. Sabe que el Ojo irá a parar al fondo de las Aguas del Este si intenta algo contra nosotros; nunca correrá ese riesgo.

Lehelia consideró las palabras de su padre. Sin el Ojo o un Dotado que le insuflase su Poder Primordial, el Primer Demonio no era más que un gigantesco lagarto ciego atrapado en una ciudad muerta.

—Hija mía, creo que lo más acertado sería postergar el tema, máxime teniendo una guerra que ganar —concluyó Húguet—. Y Vardanire es una ciudad hermosa, sin nada que envidiar a ninguna otra. La mejor candidata posible para ser la capital de tu Imperio.

Mientras descendían por las escaleras intentaron, sin conseguirlo, ignorar los gritos de Porcius.

—¡Mátame, padre, por favor!¡Mátame!

Castillo del Intendente, Múndger

La multitud se hacinaba contra las paredes mientras la tropa montada avanzaba derribando tenderetes y tenderos por igual. Algunas mujeres increpaban a los jinetes y un anciano vendedor de verduras les lanzó un tomate podrido, que se fue descomponiendo en el aire hasta estrellarse débilmente contra la grupa del último de los caballos.

Todos los ciudadanos de Múndger sabían que el Intendente Roggson partía hacia la batalla y los comerciantes estaban sobre aviso. Lo que no esperaban era que apenas unos minutos después de que les ordenasen dejar paso a la caballería, un centenar de aquellas bestias invadirían la calle al galope y arrasarían todo lo que se interpusiese en su camino.

—¡Los Abismos se lleven tu maldito pellejo, Roggson! —bramó una panadera mientras recogía del suelo la parte de su mercancía que no se había convertido en migas.

Desde uno de los torreones del castillo, Shilia Roggson observaba cómo el centenar de soldados atravesaba la ciudad en dirección a los grandes portones abiertos de par en par. En cabeza iba un caballo pinto sobre el que montaba un enorme oso rojizo que no cesaba de rugir. Azuzaba a su montura con fuertes golpes de bota mientras blandía un estandarte deshilachado; sobre la tela amarillenta, un tosco dibujo representaba la cabeza de otro oso (o quizás fuese el mismo) con las fauces abiertas, salpicado por oscuras manchas de sangre (o quizás fuesen de vino).

Cuando los jinetes abandonaron la ciudad, Shilia cerró el ventanal con tanta fuerza que el sobresaltado Herdi derramó la jarra de cissordin sobre la alfombra.

—Ese animal… Oh, por El Grande —masculló la mujer mientras retorcía entre las manos un extremo de su capa.

Cuando tenía dieciséis años a Shilia Hofften le dijeron que iba a casarse con un oso. Ese mismo día se escapó del Consulado; al llegar la noche, los soldados de su padre ya la llevaban de vuelta al palacio atada de pies y manos sobre el lomo de un caballo.

La dama y el oso contrajeron matrimonio, pero Shilia ya tenía mucha mejor disposición entonces. El velludo animal resultó ser un compañero divertido y tierno; la trataba con una cortesía tan torpe que era incapaz de dejar de sonreír cuando estaba con él. En su noche de bodas la bestia la desfloró y sintió el dolor más placentero que había experimentado en su corta vida.

Svalk Roggson superaba los seis pies y medio de estatura y no podía pesar menos de trescientas libras. Su corpachón estaba recubierto de vello igual de rojo que el desgreñado matorral que tenía por barba. Dos coletas trenzadas pendían sobre sus hombros y se confundían entre los pliegues de una capa áspera y erizada, repleta de nudos y casi tan vieja como su familia. Su abuelo mató al oso al que había pertenecido aquel pellejo. El ejemplar era tan formidable que el difunto anciano decoró con su cabeza el salón principal del castillo y ordenó confeccionar la capa, que los curtidores tiñeron una y otra vez hasta dar con el tono exacto de la cabellera pelirroja de los Roggson. Vestidos con ella, el anciano, después su hijo y finalmente su nieto, parecían enormes bestias salvajes, tal como pretendían.

Svalk era un bruto peleón, borracho y descerebrado pero adoraba a su esposa y a sus dos pequeños oseznos. La mayoría de las veces lo correspondían pero en esta ocasión Shilia le hubiese dado varios puñetazos de haberlo tenido delante.

—De todas las noticias que nos han llegado ese imbécil sólo ha retenido una palabra en su vacía cabezota ¡Guerra! ¡Guerra! —vociferaba mientras caminaba en círculo por la habitación.

—Vuestro esposo es un guerrero —comentó Herdi mientras se servía otra jarra de aquel cissordin excelente—. Su reacción es comprensible, aunque precipitada, sin duda.

—¿Precipitada? Oh, no te confundas, Herdi. Es más ladino de lo que parece el muy… Su primera reacción fue ordenar a gritos un ataque por mar a Haraissen y ofrecer cinco mil monedas al que le trajese la cabeza de Hakan Vláffer. Me llevó toda una noche convencerlo de que esperase las órdenes de mi padre; debí sospechar algo cuando claudicó tan rápidamente ese maldito.

El oso rojo se vanagloriaba de cumplir siempre su palabra y ninguno de sus barcos abandonó el puerto de Múndger; pero nadie iba a impedir que partiese a caballo hacia Barlassen para ayudar a su viejo amigo Drano Sessir, acompañado por cien de los mejores jinetes del territorio.

—Mucho me temo que tu hermano habrá hecho algo parecido, Shilia —terció el Capataz Dugui Sófolnierk, un enano de barba gris especialmente bajito y muy corpulento—. Es probable que yo hubiese reaccionado de igual modo de haber tenido conocimiento del destino que iban a correr mis primos de Rex-Drebanin —añadió mirando a Herdi con tristeza.

La suerte había querido que el Capataz de La Cantera de Sófolni se encontrase de visita en Múndger cuando El Cuchillo arribo a puerto. Herdi no hubo de esperar para poner al corriente de los trágicos acontecimientos al veterano líder enano. Cuando Dugui le comunicó que una horda de sherekag había invadido Rex-Higurn por el norte, el ánimo del constructor desfalleció. La masacre de su pueblo no era más que el principio de una nueva Gran Guerra que iba a sumir en la ruina El Continente.

—Los humanos de Higurn tienen el corazón de los guerreros de antaño —prosiguió el Capataz—. Son como osos que han permanecido hibernando en sus cuevas durante todos estos siglos; el olor de la batalla los hace despertar y corren a su encuentro con el ánimo henchido. Ruego a Gorontherk para que su valor no pase desapercibido ante los ojos de vuestra diosa que todo lo ve.

—Yo ruego para que no pase desapercibido ante los ojos de ese gusano que se sienta en el trono —apostilló Shilia—. No puedo creer que Belvann VI no mueva un dedo mientras su Imperio se resquebraja.

—¿No es posible que el propio Emperador sea el que está detrás de todo esto? —inquirió Herdi, consciente de lo absurdo de la pregunta.

—Pudiera ser; a estas alturas podemos esperar cualquier necedad por parte del otrora glorioso Linaje de los Conquistadores —respondió Dugui con ironía—. Incluido pulverizar su propio Imperio y ponerlo en manos del Gran Demonio del Vil, por qué no.

—Todo eso del demonio… Tanto Svalk como mi padre lo consideran una pamplina. Si te soy sincera, Dugui, yo misma…

—Tu hermano Érmider lo vio con sus propios ojos al igual que otros cientos, incluido nuestro amigo Herdi.

—Mi hermano se ha aficionado al cissordin de un modo peligroso —insistió Shilia—. No hace mucho se lanzó por la borda de su propio barco asegurando que estaba ardiendo. Y si todos los rumores que llegan de Puerto de las Cumbres fuesen ciertos, mis hijos serían animales peludos y mi marido se dedicaría a recorrer las montañas desnudo y pescando con las manos en el Shomalar.

—Dama Shilia, mis compañeros y yo vimos perfectamente a ese ser —repuso Herdi bastante molesto—. Y os puedo asegurar que no probé el cissordin durante semanas hasta que me acogisteis en vuestro castillo.

—No pretendía ofenderte, Herdi —se disculpó la dama—. Sin poner en duda tus palabras… Bueno, no es la primera vez que se ven grandes pájaros que sobrevuelan nuestra provincia y proceden del oeste. Tienen el tamaño de un cordero y algunos son incluso más grandes.

—Tu amigo el Capitán Weiff corroboró la historia —dijo el Capataz Dugui—. Así como el resto de la tripulación, incluido Hanedugue. No son hombres dados a fantasear con monstruos.

La dama conocía a Weiff y Hanedugue desde que era una niña. Su hermano Érmider había cometido muchas estupideces a lo largo de sus treinta y dos años de vida y una de tantas fue enrolarse en un barco pirata cuando no tenía más que doce. Paso más de un lustro navegando hasta que se hartó y regresó a Yshaken acompañado por un hombre calvo de perilla gris y un callantiano sonriente que siempre iba descalzo.

Shilia era entonces un pequeño personaje de cuatro años que escuchaba con asombro las historias sobre marinos, guerreros, princesas y bestias que Hanedugue le narraba entre risas. Cuando se hizo mayor constató que todo aquello no era más que la Existencia Documentada. Según le dijo su hermano, Hanedugue era una especie de sacerdote, algo que los antiguos callantianos llamaban Papá. Pese a su aspecto desaliñado y su actitud jovial, el contramaestre del Cuchillo percibía cosas que para el resto de mortales pasaban inadvertidas y Shilia Roggson lo sabía. Aunque su mente se escandalizaba ante la posibilidad de que el Primer Demonio de La Creación campase a sus anchas por El Continente, su corazón le decía que no tenía más remedio que creerlo.

—Si esa Nar que os acompañaba estuviese aquí quizás mi padre y Svalk lo encontrasen más creíble. —Shilia acomodó su figura delgada en una silla curva.

—Espero que hallen respuestas en el Monte Custodio —comentó el Capataz sin mucha convicción—. La Orden ya no existe como tal y la mayoría de los Maestros deben haber muerto.

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