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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

O ella muere (30 page)

BOOK: O ella muere
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Estábamos frente a un deteriorado bloque de apartamentos de Van Nuys que me era bien conocido. Sally se apeó, pero yo me quedé allí sentado, contemplando la torcida verja de la entrada y el patio que quedaba detrás. La placa oxidada de «APARTAMENTO LIBRE», oscilaba colgada del canalón. «SE ALQUILA.»

Esos carteles ya estaban allí la otra vez, pero yo no les había prestado atención.

Sally golpeó con impaciencia el capó. Me bajé, observando el edificio con aprensión. Lo reconocía y, al mismo tiempo, conservaba de él una imagen deformada, probablemente por todo lo que había sucedido. Ahí estaba la lista de inquilinos, con un espacio en blanco en el apartamento número 11. Recordé que había intentado llamar de cualquier modo, pero que la línea no funcionaba; y también, lo satisfecho que me había sentido conmigo mismo cuando se me ocurrió introducir el código de entrada, tan satisfecho que no me había parado a pensar que me dirigía a un apartamento sin inquilino y con la línea del interfono cortada.

Nos detuvimos ante la verja. Sally me miró expectante hasta que comprendí por qué. Alzando un dedo tembloroso, introduje los cuatro números. La verja emitió un zumbido, y ella la abrió de un empujón, haciéndome un gesto de «usted primero».

Subimos y cruzamos la galería trasera hasta el apartamento de Beeman. Ahí estaba la cerradura antigua por donde había visto un ojo —el ojo de Beeman— espiándome desde dentro.

—He hablado por teléfono con el encargado —explicó Sally—. Dice que este apartamento ha estado meses sin alquilar. Daños por humedad. Supongo que el propietario está postergando el pago de un tratamiento de eliminación del moho. El encargado no vive aquí, o sea que no puede abrirnos. Y a mí me es imposible obtener una orden de registro. El caso no es mío, ya lo sabe. Lástima.

Apoyó las manos en la barandilla y contempló el patio, tarareando por lo bajini. Una melodía clásica. La observé de espaldas un momento.

Me volví hacia la puerta y le di una patada.

La quebradiza plancha cedió con facilidad. Permanecí encorvado en el umbral. Vacío. Ni colchón, ni ropa sucia ni pantalla de televisión gigante con su correspondiente reproductor de DVD. Lo único que había era el hedor a moho, las motas de polvo bailando en un rayo de luz y la mancha de humedad en la pared.

Era como entrar en un sueño. Di unos pasos y me detuve.

Lo había visto allí, acuclillado ante el televisor, meciéndose, abrazándose a sí mismo.

Un actor.

Aquella derrotada humildad con la que tanto me había identificado… Un hombre que yo había creído vulnerable, frustrado, herido.

Pagado para jugar conmigo y dejarme como un idiota.

Él había encarnado mis temores y esperanzas. Sabía lo desesperado que estaba por redimirlo, por redimirme a mí mismo. Incluso a la luz de todo lo demás, el engaño resultaba espectacular y particularmente humillante.

Sally me estaba diciendo algo. Parpadeé. Me zumbaban los oídos con los ecos de mis pensamientos.

—¿Qué?

—Digo que si localizamos a Doug Beeman, demostraremos su inocencia.

Entonces sonó un pitido electrónico en algún rincón, y Sally se puso en jarras. Al mirarnos, ladeó la cabeza indicando el baño. Nos acercamos muy despacio; la raída moqueta amortiguaba nuestros pasos. La puerta cedió sin ruido a la presión de los nudillos de la detective Richards.

El baño estaba vacío, pero detrás de la taza del inodoro, a un lado, y únicamente visible una vez que sobrepasamos la encimera de mármol desportillado, había un teléfono móvil. Se le habría caído a alguien del bolsillo a la gruesa alfombrilla mientras estaba sentado ahí.

Otro pitido.

Mientras Sally soltaba un bufido, me agaché y abrí el móvil. El salvapantallas mostraba una foto de Jessica Alba en
La ciudad del pecado
, y el nombre del propietario con letras moradas: MIKEY PERALTA. ¿El nombre auténtico de Doug Beeman en el móvil que había asegurado que no tenía?

Encendí el altavoz y pulsé «Play»:

«Mensaje de…», y luego una voz sibilante pregrabada con un marcado acento de Nueva York: «Roman LaRusso». Y acto seguido: «Mikey, soy Roman. La gente del desodorante me ha llamado desesperada porque no te habías presentado al rodaje. Me he figurado que tenías resaca, pero después me han dicho que podrías haber sufrido un accidente. ¿Estás bien? ¿Podrás ir mañana al plató? Llámame. Venga, hombre, me tienes preocupado».

* * *

Veinte minutos más tarde estábamos en el hospital Valley Presbiterian, junto a la cama de Mikey Peralta. A su lado, un monitor cardíaco trazaba unos altibajos rítmicos más bruscos que una acción tecnológica en Wall Street. Tenía un párpado cerrado; el otro, a media asta, dejaba ver la esclerótica teñida de rojo. En la frente, a la derecha, se le veía el hueso hundido, una hendidura del tamaño de un puño. La bata verde del hospital le cubría el fornido torso; los brazos le caían inertes, con las manos vueltas hacia dentro de un modo antinatural, y el oscuro y ahuecado cabello, de pronunciadas entradas, le enmarcaba la blancuzca cara sobre la almohada.

Muerte cerebral.

La enfermera de la UCI hablaba con Sally a mi espalda.

—… levantaron acta del accidente. El conductor se dio a la fuga, sí. Supongo que nadie vio nada, y cuando llegó aquí, ya estaba inconsciente.

Hice un esfuerzo para tratar de superar la conmoción. Sally había entrado y salido varias veces para hacer llamadas y reunir datos. Yo me había quedado mirando el cuerpo tendido sin pronunciar palabra. Me resultaba imposible imaginármelo como alguien distinto de Doug Beeman.

Me aproximé y le alcé un brazo. Estaba como muerto. Le di la vuelta: la cara interna de la muñeca se veía completamente tersa. Las cicatrices de cortes de navaja no habían sido más que un truco de maquillaje y efectos especiales.

Volví a colocarle el brazo en su sitio con cuidado. Un hedor a
whisky
impregnaba el ambiente.

Valentine había aparecido y se había puesto a hablar en voz baja con Sally.

—A Robos y Homicidios no le va a gustar verlo aquí.

—Mira, tenemos problemas más graves —respondió ella—. Es evidente que estos tipos están atando los cabos sueltos y borrando sus huellas. En cuanto sepan que Patrick ha quedado libre…

—No les interesa cargárselo. Eso serviría para dejar claro que era todo un montaje y para que se ampliara la…

Me di la vuelta. Los dos se callaron.

—Elisabeta es la próxima —dije—. ¿La ha encontrado?

—No he logrado localizarla —informó Valentine—. Los anuncios de Fiberestore son de hace dos años. El nombre que figura en el contrato es Deborah B. Vance, pero el número de la Seguridad Social no concuerda, y no consta la última dirección conocida. Las actrices son un coñazo. Se reinventan cada cinco minutos. Trabajan con nombres diferentes, se mudan una y otra vez para ahorrarse impuestos; su historial con tarjetas de crédito suele ser un lío y sus finanzas, no digamos. He llamado al Sindicato de Actores y a la Federación de Artistas, pero no hay nadie con ese nombre que pague sus cuotas. Podría seguir hurgando, pero… —Una mirada intencionada a Sally—. Este caso no es nuestro, y seguro que Robos y Homicidios está siguiendo cada uno de nuestros pasos…

Entonces oímos que alguien decía en el pasillo: «Agente, no pueden seguir amontonándose en la habitación…», y enseguida una voz resonante: «No es “agente”, sino “comisario”».

Valentine miró a Sally y dijo «Joder» solo con los labios.

Se abrió la puerta y entró el comisario con un ayudante. Los ojos de color café del comisario, igual que el de su piel, barrieron la habitación de una ojeada. Era de estatura media y complexión recia, aunque suavizada por la madurez, y no habría resultado imponente de no ser por la sensación de autoridad que emanaba de él como un halo radioactivo. Se le apreciaba en el cuello una vena hinchada, pero su furia parecía por lo demás contenida.

—¿Han venido aquí con el principal sospechoso a investigar la muerte de una persona relevante en su propio caso? —Me señaló sin mirarme—. Él podría ser el conductor que lo atropelló.

—No es posible, señor.

—¿Ah, no? ¿Y por qué, detective Richards?

—Porque he estado con él desde que lo soltaron.

—¿Lo ha ido a recoger a la prisión? —Cada sílaba subrayada.

El monitor seguía emitiendo pitidos tranquilizadores.

—Así es, comisario.

Él respiró hondo, dilatando los orificios de la nariz, y urgió:

—Vengan un segundo conmigo, detectives. —Me dirigió una mirada de soslayo, como reparando por primera vez en mí—. Usted espere en el pasillo.

Salimos todos. Mientras me acomodaba en una silla de la entrada, Sally y Valentine siguieron al comisario a una sala de espera vacía. El ayudante se quedó apostado fuera, impasible. La puerta se cerró con un clic y ya no se oyó nada más. Ninguna explosión de barítono, ningún vozarrón airado; solamente un silencio gélido y mortuorio.

Mi teléfono zumbó. Rezando para que fuese Ari, me lo saqué del bolsillo, pero el número que aparecía en pantalla era el de mis padres. Yo también inspiré hondo y volví a guardarme el móvil. No era momento para explicaciones.

Por fin el comisario salió y su ayudante se apresuró a seguirlo. Pasaron como una exhalación, casi pisándome los pies. Valentine apareció al cabo de un momento, con la frente perlada de sudor. Se detuvo junto a mí, pero miraba hacia otro lado.

—Cuatro hijos, Davis, y un montón de facturas. Este caso es de Robos y Homicidios y solo de ellos. Lo siento, amigo, pero no pienso hacerme el harakiri por usted.

—Ellos lo han matado —exclamé señalando la habitación de Mikey Peralta.

—Ese tipo tenía dos expedientes por conducir bajo los efectos del alcohol. En su caso, un accidente… no es exactamente una sorpresa.

—Ellos lo sabían. Por eso lo eligieron.

—También habían previsto ese detalle, ¿no? —Se alisó el bigote con el índice y el pulgar—. Este asunto le viene muy grande. La policía, los conspiradores, la prensa… Todos lo están observando. Como se meta en otro lío, por insignificante que sea, está jodido. Y nosotros no podremos ayudarlo. Mi consejo es que se vaya a casa y esté calladito hasta que todo haya pasado.

Se alejó hacia los ascensores. Me miré la punta de los zapatos, consciente de que Sally seguía en la sala de espera. ¿La única aliada que me quedaba? No me animaba a entrar para averiguarlo.

Pero lo hice. Nadie se había molestado en encender los fluorescentes, aunque había una pantalla para mirar radiografías que arrojaba un pálido resplandor. Sally estaba sentada en una camilla, con los hombros caídos. La camisa se le hundía a la altura del estómago en profundos pliegues.

—Estoy acabada —dijo.

Me entró pánico.

—¿Quiere decir, despedida?

Ella desechó la idea con un ademán.

—Por favor. Soy una detective mujer; y bollera. No me pueden despedir. Madre soltera, además. Joder, para que hablen de la seguridad en el trabajo. —No había ni rastro de ligereza en su voz—. Pero estoy fuera del caso. Es decir, tengo que mantener informado al comisario de todos mis movimientos. —Se pasó la mano por la boca—. El NIV que me dio corresponde a un vehículo Hertz de alquiler, y el número de tarjeta de crédito que dejaron para cubrir desperfectos es de una sociedad limitada: Ridgeline, Inc. La agente de recepción se ha ocupado de investigarla. Dice que viene a ser como un sistema de muñecas rusas. Es decir, una empresa fantasma dentro de otra, y ésta dentro de otra. Y quizá dentro de otra más, no lo sé. He perdido el hilo cuando se ha cortado la comunicación.

—¿Por qué me lo cuenta a mí? ¿Qué se supone que voy…?

Pero ella prosiguió como si nada.

—A menos que ese cuerpo de ahí al lado sea la mayor coincidencia de la historia, esos tipos están borrando su rastro. Probablemente quieren que usted siga vivo, porque un cabeza de turco muerto haría que todo el mundo pensara en una conspiración, lo cual… —Abrió las manos—. Pero es obvio que lo tienen en su punto de mira, y que están esperando y observando.

—¿Puedo conseguir protección?

—¿Protección? Patrick, es usted el principal sospechoso.

—Usted y Valentine son los únicos policías que me creen. Y él se retira. Podría haber un infiltrado en el departamento, incluso en Robos y Homicidios. Y yo no tengo a nadie más que pueda ayudarme. Nadie en quien confiar. No me deje colgado.

—No me queda alternativa. —Ladeaba la cabeza y se había ruborizado. Apretó el puño para subrayar la idea. Nos llegaba un pitido regular desde la habitación contigua. Recordé con un escalofrío que era el monitor cardíaco conectado a Mikey Peralta.

—¿Piensa…? —Hice una pausa para recuperar la compostura. Después de mi explosión, me salía una voz frágil—. ¿Piensa pasarles a los de Robos y Homicidios las pruebas discordantes?

—Claro que sí. Pero, Patrick, todos los casos tienen aspectos que no cuadran, y dado que la mayor parte de las pruebas apuntan en una dirección, ellos están decididos a seguir ese camino y a consolidarlo. Aunque quizá le sorprenda, con usted lo tienen mucho mejor que la mayoría de las veces.

—Pero hay sólidas pruebas…

—Las pruebas no significan siempre lo mismo. —Se estaba irritando de nuevo—. Debe entenderlo: cada una es un ladrillo, nada más. Y con las mismas pruebas pueden construirse distintos argumentos, así como también contraargumentos. La grabación de la gasolinera lo libera de responsabilidad en el allanamiento de la casa de Conner, pero pese a ello, usted podría haber pagado a alguien para hacerlo y contar con una coartada. ¿Lo ve? Hay modos de considerarlo. Las líneas esenciales ya están marcadas. Y no es corrupción, ni una decisión política, ni una consigna. Es así como funciona el sistema. Por eso es un sistema.

Levanté la voz, como ella.

—¿Es decir, que lo único que va a hacer Robos y Homicidios es sentarse tranquilamente y unir las piezas que ya tienen?

Me miró como si yo fuese idiota.

—Claro que no. Van a trabajar día y noche para apuntalar la acusación y poder arrestarlo. Definitivamente, esta vez.

—¿Qué… qué hago entonces? ¿Volver a casa y esperar hasta que vengan a buscarme?

Alzó las manos de las rodillas y volvió a dejarlas caer.

—Yo no lo haría.

El aire del hospital tenía un gusto amargo, medicinal, o quizás eran imaginaciones mías. Sally se bajó de la camilla y pasó por mi lado.

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