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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

O ella muere (14 page)

BOOK: O ella muere
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Colocándolas una junto a otra, intenté asimilar el enorme alcance de aquella intrusión. Hasta entonces había pensado que mi vida se había convertido en
Atracción fatal
. Pero en realidad estaba metido en
Enemigo público
.

Ariana se apartó el pelo húmedo de la frente y emitió un ruido que quedaba entre un suspiro y un gemido. Ladeé la cabeza poco a poco y localicé mi rotulador de corrección de pruebas metido en un número de fin de año de
Entertainment Weekly
que estaba sobre la mesita de café. Lo saqué con manos temblorosas y lo probé en el margen de la primera hoja, trazando con la deshilachada punta un círculo, idéntico a los demás.

Ariana dio un paso atrás, recorriendo con los ojos las paredes y los muebles. Echó un vistazo al plano, se acercó vacilante a la pared y señaló con el dedo una marca diminuta en el yeso, justo debajo del Ansel Adams enmarcado que había conservado desde la época de la universidad.

—No puede… No pueden…

La voz me sobresaltó y me sacó de mi embobamiento; ya había olvidado que la llamada no había concluido.


Tienes preparada una cuenta nueva de Gmail: patrickdavis081075
—Mi cumpleaños—.
La clave es el apellido de soltera de tu madre. El primer mensaje llegará el domingo a las cuatro para informarte de lo que vendrá a continuación
.

¿El «primer» mensaje? La frase transformó mi pánico todavía bajo control en auténtico terror. Acababan de pescarme, simplemente; el viaje no había hecho más que comenzar. Pero apenas había tenido tiempo de estremecerme cuando la voz añadió:


Ahora sal fuera. Solo
.

Me forcé a caminar hacia la puerta mientras le hacía a Ariana un gesto para que no se moviera. Ella negó con la cabeza y me siguió, , mordiéndose un dedo. Salí; Ariana aguardó detrás, apoyada en la jamba y sujetando la puerta entreabierta, de modo que tan solo se la veía por la ranura.


Se acabó el paseo. ¿Ves la rejilla de la alcantarilla, justo después de los números de la casa pintados en el bordillo
?

—Espere. —Me detuve a tres metros de la rejilla—. Vale —mentí—. Estoy justo encima.


Agáchate y mira por el hueco
.

O sea que no observaban todo el rato. La cuestión era saber cuándo.

—¡Patrick, Patrick!

Asustado, me giré y vi que Don se acercaba desde su sendero acarreando una caja de documentos.

—Un segundo —musité al móvil entre dientes. Y de inmediato—: Me pillas en mal momento, Don.

—¡Ah! No había visto que estabas al teléfono.

—Sí, estoy hablando. —Con el rabillo del ojo detecté un movimiento en la puerta: era Ariana, que había retrocedido dejando apenas una rendija.


No nos entretengas
.

Don me habló entre tartamudeos:

—Oye, verás… he pensado que debía disculparme por mi papel… en todo esto, y…

—No tienes por qué. No es un asunto entre tú y yo. —Me ardía la cara—. Mira, estoy en mitad de una llamada crucial. No puedo hablar ahora.


Líbrate de él. Ya
.

—Lo estoy intentando —murmuré al teléfono.

—¿Entonces cuándo, Patrick? —preguntó Don—. Quiero decir, ya han pasado seis semanas. Para bien o para mal somos vecinos, y yo he tratado varias veces…

—Don, no tengo por qué hablar contigo. No te debo nada. Y ahora sal de en medio y déjame terminar la llamada.

Me miró airado y retrocedió un par de pasos antes de darse media vuelta y regresar a su casa.

—Está bien —dije—, la alcantarilla…


Una vez que hayas retirado los dispositivos de la casa, mételos en la bolsa negra de lona que está en el cajón de arriba de tu armario y tírala ahí. Recoge todas las lentes, los cables
e incluso el detector de uniones no lineares. Mañana a las doce de la noche. Ni un minuto antes, ni un minuto después. Repítemelo
.

—Mañana, a las doce de la noche en punto. Todo por la rejilla. El domingo a las cuatro recibiré un mensaje.

Y hasta entonces, vivir con el miedo en el cuerpo.


Esta es la última vez que oirás mi voz. Ahora pon el móvil en el suelo, aplástalo con el pie y empújalo por la rejilla de la alcantarilla. ¡Ah! Una cosa, Patrick

—¿Qué?


No es en absoluto lo que te imaginas
.

—¿Qué es lo que me imagino?

Pero la línea ya se había cortado.

Capítulo 20

Después de deshacerme del teléfono, volví adentro, y la puerta se abrió para recibirme. Cogí a Ariana de la muñeca y la atraje hacia mí. Nuestras mejillas se juntaron. Sudor. El aroma de su crema suavizante. Su pecho subía y bajaba agitadamente. Le puse una mano en el oído y susurré:

—Vamos al invernadero.

El único sitio de la casa con paredes transparentes.

Ella asintió y se separó de mí.

—Estoy asustada, Patrick —dijo en voz alta.

—Tranquila. Ahora sé lo que quieren. Al menos, lo que quieren que haga a continuación. —Le resumí la conversación a grandes rasgos.

—¿Y después qué, Patrick? Esta gente nos está aterrorizando. Hemos de llamar a la policía.

—No podemos llamar a la policía. Se enterarán. Están enterados de todo.

Ariana se dirigió furiosa al salón; fui tras ella.

—¿Entonces, qué? ¿Seguir cediendo y cediendo?

—No nos queda otra alternativa.

—Siempre hay alternativas.

—Y tú eres una experta en decisiones atinadas, ¿no?

Ella se revolvió contra mí y me espetó:

—No soy yo la que se vendió para que la acabaran despidiendo de una película de mierda.

Parpadeé, atónito. Poniéndose una mano a la altura del estómago, me hizo un gesto con los dedos: «Vamos».

Contuve otra vez la respiración.

—Sí —repliqué—, tú eres mucho más sensata. ¿Qué hizo falta? ¿Una llamada absurda para que te apearas de nuestro matrimonio?

—Hizo falta mucho más que eso.

—Ya, claro. Yo tenía que leerte el pensamiento y estar enterado de todo el rencor que habías acumulado en silencio.

—No. Tú tenías que estar presente en este matrimonio. Se necesitan dos personas para poder comunicarse.

—¡Nueve días! —grité. Un grito tan violento que nos pilló a ambos por sorpresa. Ariana dio un paso atrás, sobresaltada. La amargura se había apoderado de mí; no lograba detenerme—. Estuve fuera nueve días. Lo cual es menos de dos semanas. ¿No fuiste capaz de esperar nueve putos días para hablar conmigo?

—¿Nueve días, dices? —El color le volvió a la cara—. Llevabas un año fuera. Desapareciste en cuanto te devolvió la llamada un agente.

Se le humedecieron los ojos. Dio media vuelta y salió airada por la puerta trasera. Me pasé la mano por la mejilla; bajé la cabeza, suspiré y conté hasta diez en silencio.

De inmediato la seguí.

Entré por la chirriante puerta al caluroso invernadero, y nos arrojamos el uno en brazos del otro. Ariana me rodeaba el cuello con fuerza, apretando la frente contra mi mandíbula. Pegué mi cara a la suya, mientras el húmedo ambiente nos impregnaba los pulmones. Nos separamos con cierta torpeza, y entonces ella giró un dedo, abarcando el estrecho recinto. Nos pusimos a buscar, alzando macetas, agachándonos bajo los estantes, pasando las manos por los listones… Las paredes translúcidas facilitaban las cosas. Al concluir la búsqueda, nos situamos frente a frente, con la mesita auxiliar en medio, y nos miramos a los ojos.

En ese primer instante de relativa intimidad, explotó toda la presión acumulada por tantos motivos: la conversación de antes en la casa, en parte mantenida para las cámaras, pero también pese a ellas; nuestro torpe abrazo; la mirada desafiante del intruso; el horror que me había asaltado al descubrir el primer dispositivo oculto; el plano de la casa, mostrando con todo descaro dos docenas más de puntos de observación… Di un puñetazo brutal en la mesita, abollé el tablero de aluminio y me abrí las costras de los nudillos; dos macetas se volcaron y se hicieron añicos.

—Esos cabrones se han metido en nuestra casa, en nuestro dormitorio. He estado durmiendo encima de todas esas cosas que habían dejado escondidas. ¿Qué coño pretenden de nosotros? —Miré los pedazos de las macetas mientras esperaba que se me pasara el ataque. Muy bien, Patrick. Magnífica estrategia: reaccionar con un berrinche ante un maestro consumado.

—Lo han oído todo —me estaba diciendo Ariana—: Han escuchado las discusiones; las cosas más nimias; lo que te dije el martes por la noche en la mesa del comedor… Todo. ¡Dios mío, Patrick! ¡Dios mío! Ni un detalle de nuestras vidas ha quedado a salvo.

—Hemos de encontrar la manera de salir de esto —dije inspirando hondo.

A Ariana le temblaban los labios.

—Pero ¿qué es «esto»?

—No tiene nada que ver con un
affaire
, ni con un alumno, ni con una estrella de cine cabreada. Estos tipos son expertos.

—¿En qué?

—En esta clase de cosas.

Se hizo un silencio. No se oía más que el leve zumbido del ventilador. Al secarme el dorso de la mano con la camisa, dejé un rastro rojo. Ariana observó las costras levantadas, y me dijo:

—¡Ah! Así es como… —Tomó aire, asintiendo—. ¿Qué otras cosas me convendría saber?

Se lo conté todo: Jerry, Keith, la detective Sally Richards, la huella de bota, así como la mentira que le había dicho a mi interlocutor, cuando le había asegurado que estaba encima de la rejilla de la alcantarilla, y él no había advertido que no era así.

—Así que no nos observan todo el tiempo —dijo.

—Exacto. Lo que no sabemos es dónde están los puntos ciegos. Pero ahora parece que están retirando la vigilancia. ¿Por qué nos habrían explicado, si no, la localización de los micrófonos?

—Para preparar algo distinto. —Respiró hondo de nuevo y sacudió las manos, como si se las estuviera secando—. ¿Qué demonios habrá en ese e-mail, Patrick?

—No tengo ni idea. —Y al decirlo, se me encogió el estómago; me notaba los labios resecos.

—¿Qué podemos hacer? Ha de haber alguna cosa… —Miró con impotencia la casa a través de la pared del invernadero. Allí estábamos, acurrucados, expulsados—. Si conocen los detalles de tu visita a la comisaría, es que tienen a alguien dentro. ¿Estará Richards involucrada? —Bajó instintivamente la voz.

—Ella no es —aseguré. Ariana me miró con escepticismo, así que añadí—: Lo sé, sencillamente. Además, ¿por qué iba a contarme lo de la huella, algo que implica a la policía?

—Está bien. Pero aun suponiendo que no sea ella, no podemos volver a llamarla porque ellos se enterarían.

—Dudo que pueda ayudarnos, de cualquier modo. Este asunto está muy por encima del salario de un simple detective.

—Vale. Apuntemos más alto, entonces. ¿Qué me dices de los cuerpos superiores de la policía de Los Ángeles?

—Lo mismo. La marca de la bota podría ser de las unidades de élite, así que tampoco podemos fiarnos de ellos.

—En ese caso, hemos de recurrir al FBI o algo así.

—Esos tipos se enterarán.

—¿Realmente importa que se enteren? Quiero decir, ¿con qué nos amenazan?

—Llegado el momento, eso será otra sorpresa, supongo.

—¿Deberíamos arriesgarnos y pedir ayuda, aun así? —preguntó Ariana, estremeciéndose.

—Primero hemos de saber qué quieren, creo yo. De lo contrario, no tendremos más que otra charla inútil con los polis o los agentes de turno. Ya hemos visto cómo funciona la cosa.

—¿No será que quieres seguir sus instrucciones simplemente porque temes sus represalias?

—Por supuesto que las temo. Me inclino a considerar a esos tipos capaces de cualquier cosa.

—¡Ahí está! —exclamó, irritada—. Eso es lo que han procurado inculcarnos: que no conocemos a gente lo bastante importante que pueda ayudarnos. ¿Qué hacemos, pues?

—En primer lugar saquemos los micrófonos de las paredes; al menos, los que ellos han reconocido. Y hagámoslo deprisa.

—¿Por qué deprisa?

—Porque mañana a medianoche todas las pruebas desaparecerán por la alcantarilla.

* * *

Me dolían los brazos de tanto sujetar el detector. Lenta y laboriosamente, deslicé la cabeza circular por la pared sur de la sala de estar. Aunque habíamos revisado todas las superficies centímetro a centímetro, y aunque abundaban los resultados negativos, no se había eludido la indicación de ningún micrófono en el plano. O, por lo menos, ninguno que fuera susceptible de detectarse con el artilugio que nos habían proporcionado. A pesar de que no parábamos de levantar nubes de polvo, habíamos corrido todas las cortinas y bajado las persianas, lo que provocaba que las habitaciones resultaran tan claustrofóbicas como el diminuto invernadero.

En el sillón del rincón reposaba la cesta de la ropa, repleta de un barullo de cables, minilentes, transmisores, placas de montaje, manguitos diversos y una caja colectora de fibra óptica que habíamos sacado de detrás del compresor del aire acondicionado. Arriba, la casa parecía la guarida de un traficante: muebles rajados y volcados, paredes reventadas, cuadros, espejos y libros tirados por todas partes. La cocina estaba sembrada de sartenes y cacerolas; en el salón, todos los armarios habían quedado abiertos; y en el cuarto de baño habíamos volcado el contenido de los cajones y del botiquín en la pila. Llevábamos cuatro horas trabajando en medio de un silencio preñado de temor.

Yo tenía los brazos llenos de polvo y trocitos de yeso. Cuando escaneé el marco interior del umbral, la luz verde se encendió en el acto. Sacando el plano del bolsillo, cotejé el punto indicado con el último círculo rojo; luego me bajé de la silla y di unos golpecitos en el sitio exacto. Ariana se adelantó con aire cansino y golpeó la tabla de yeso con el martillo.

Pasé por encima de un pedazo de moldura con tachuelas, dejé el detector sobre una punta levantada de la moqueta y estiré los doloridos brazos. Junto a la moqueta arrancada, había puesto las fotografías que había ido encontrando en los armarios y cajones: las últimas imágenes que Ariana había impreso y ocultado juguetonamente por la casa seis meses atrás. En conjunto, formaban un resumen gráfico de nuestra relación: fumando juntos en la calle tras un partido de baloncesto de los Bruins; nuestra primera comida en casa (un menú vietnamita a domicilio sobre una mesa improvisada con varias cajas de embalaje); yo solo, mostrando con una gran sonrisa el cheque de Summit Pictures (el primer dinero que ganaba como guionista), y detrás, el pastel medio torcido que Ariana había preparado al horno para celebrarlo. ¡La de cosas tiernas y sensibleras que hacíamos para agasajarnos antes de descubrir que podíamos sentirnos ridículos el uno frente al otro! Contemplé aquel pastel, sobre el cual las velas aún estaban encendidas. No recordaba qué deseo había formulado, pero no fue el acertado. Costaba creer, a la vista de las calamidades de los últimos días, que hubiéramos creído que lo nuestro era un problema.

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