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Authors: Albert Hofmann

Tags: #Ensayo, Filosofía

Mundo interior Mundo exterior (7 page)

BOOK: Mundo interior Mundo exterior
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Cuando en el jardín o en el paseo me paro ante una planta y la contemplo meditativamente, entonces no sólo veo lo que también ve quien no es químico, su figura, su color, su belleza, sino que además me asaltan ideas sobre su configuración, su vida interna, y sobre los procesos físicos y químicos que subyacen a ésta. Hay incontables combinaciones químicas singulares de las que se compone la planta. Puedo imaginarme sus fórmulas. Por nombrar sólo algunas: la síntesis de la sustancia que forma el armazón, la celulosa, a partir de subproductos del azúcar; luego, la compleja fórmula de la clorofila, que consta de varios anillos de hidrocarburos nitrogenados y de un átomo central de magnesio; después, la fórmula estructural de los pigmentos de la flor, por ejemplo, la fórmula de un pigmento azul, de un antocianuro. La mayoría de estos componentes de las plantas se puede obtener también mediante síntesis química. Conozco el esfuerzo que se necesita para ello en el laboratorio, su constitución a partir de grupos reactivos de átomos a través de muchos pasos intermedios, a altas o bajas temperaturas según el tipo de reacción química, bien al vacío, bien a presión elevada, etc. El químico que con toda una escuela de ayudantes y estudiantes realizó el trabajo decisivo en el descubrimiento de la estructura de la clorofila, el profesor Hans Fischer, de Munich, recibió en su día el Premio Nobel por ello, y el profesor de la Universidad de Harvard, Robert Woodward, fallecido hace pocos años, que logró finalmente la síntesis total de la clorofila, fué distinguido igualmente con el Premio Nobel. Mi venerado maestro y director de mi tesis doctoral, el profesor Paul Karrer, que en los años veinte y treinta trabajó en el Instituto de la Universidad de Zurich en el esclarecimiento de las estructuras y en la síntesis de los pigmentos de las flores, los antocianuros y carotinoideos, recibió también por estos trabajos el Premio Nobel. Todos estos logros fueron posibles únicamente sobre la base de los conocimientos acumulados por las generaciones anteriores de químicos. Menciono esto para mostrar el enorme trabajo químico que se esconde tras la síntesis de cada una de las numerosas sustancias que componen una planta.

Cualquier hierbecilla es capaz de producir este resultado. Con el mayor silencio y discreción, con la luz como única fuente de energía, produce estas sustancias, para cuya síntesis no bastaría el trabajo de cientos de químicos durante muchos años. El químico no puede menos que maravillarse ante esto.

Sin embargo, esto no es más que química, cuyas leyes conocemos hoy, y que nosotros podemos simular, si bien con enormes gastos y con la movilización de todas nuestras habilidades.

Pero al observar la planta que estoy contemplando ahora, me asaltan aún otras ideas. Se refieren a la forma en que se hace uso de la química y que no se puede explicar, sino, a lo sumo, describir. Aquí entran en juego el espacio y el tiempo, los cuales no tienen nada que ver con la química. Cada uno de los innumerables procesos de síntesis tiene que ocurrir en un espacio muy concreto y en un tiempo muy concreto, a fin de que se puedan producir la predeterminada figura exterior individual y la estructura interior de la planta, sus diferentes órganos con sus funciones diferenciadas. A la química se suman también aquí numerosos procesos y fuerzas físicas, como la difusión, la absorción y los fenómenos capilares. Todo esto es impensable sin un plan que guie el proceso constitutivo y sin una instancia coordinadora.

La fisiología celular y la biología molecular aportan una explicación al respecto. El plan estructural se halla preprogramado en la dotación de cromosomas del núcleo de la célula. Está impreso allí con las cuatro letras del código genético, con las cuatro diferentes moléculas del ADN.

Todas éstas son incursiones magníficas de la investigación científico-natural en un maravilloso mecanismo. Pero es importante tomar conciencia de que con esto sólo se descubre el mecanismo; se conocen las cuatro letras del alfabeto biológico. Sin embargo, la pregunta decisiva por el origen del texto permanece sin respuesta. Es preciso pensar, además, que las estructuras químicas que presentan las formaciones nucleicas del ADN sólo pueden dirigir, por su propia naturaleza, el conjunto de procesos químicos, pero no la configuración de un organismo.

Finalmente, quisiera abordar todavía un tercer tipo de reflexiones que me asaltan en mi condición de químico durante mis meditaciones en el jardín o en mis paseos por el bosque. Giran en torno a la afinidad entre el organismo humano y el organismo vegetal en lo que respecta a la constitución química, y en torno a la inserción del ser humano en el biocosmos, que se pone de manifiesto en este hecho.

Todo organismo superior, sea una planta, sea un animal o sea un ser humano, tiene su origen en una única célula, el óvulo fecundado. Las unidades vivas más pequeñas de las que se componen los organismos son las células. Las células vegetales, las animales y las humanas no sólo presentan una estructura similar, que se compone del núcleo que alberga los cromosomas y que está embebido en el protoplasma, y de la membrana celular que envuelve al todo, sino que poseen también una composición química notablemente igual. A pesar de la infinita variación que existe en la constitución química de las diferentes partes orgánicas y de los tipos de tejidos, las clases de combinaciones químico-orgánicas que intervienen en la composición material del cuerpo de los animales y del hombre, así como de las plantas, son las mismas. Proteínas, hidratos de carbono, grasas, fosfátidos, etc., que se componen de los mismos elementos simples, los aminoácidos, azúcares, lipoácidos, etc., son los que sirven fundamentalmente de base a la constitución material de los organismos tanto en el reino vegetal como en el reino animal.

Esta unidad en la composición material tiene que ver con el gran ciclo metabólico y energético de todo lo viviente, en el que están incluidos el reino vegetal, el reino de las plantas, el de los animales y el de los humanos. La energía que mantiene en funcionamiento a este ciclo de la vida procede del sol. Lo que el astro diurno envía en forma de luz a la Tierra es, ante todo, energía atómica, que se origina mediante fusión nuclear en la transformación de la materia en energía radiante. La planta, la alfombra verde del mundo vegetal, en su receptividad maternal es capaz de absorber esta corriente inmaterial de energía y de almacenarla en forma de energía fijada químicamente. En este proceso, la planta con la ayuda de la sustancia verde vegetal, la clorofila, como catalizador, y de la luz, como fuente de energía, transforma materia inorgánica, agua y ácido carbónico, en sustancia orgánica. Este proceso, denominado asimilación del ácido carbónico, proporciona los componentes orgánicos —azúcar, hidratos de carbono, aminoácidos, proteínas, etc.— para la constitución de la planta y, por ende, también de los organismos animales. Todos los procesos vitales se basan energéticamente en esta recepción de la luz por la planta. Cuando las sustancias nutritivas procedentes de las plantas son quemadas en el organismo humano para la obtención de la energía necesaria para los procesos vitales tiene lugar el proceso inverso al de la asimilación: las sustancias orgánicas nutritivas vuelven a transformarse en materia inorgánica, en agua y en ácido carbónico, liberando una cantidad de energía igual a la absorbida originariamente en forma de luz. El proceso mental del cerebro humano es alimentado también por esta energía, de suerte que el espíritu humano, nuestra conciencia, representa el supremo, el más sublime nivel de transformación energética de la luz.

Me he permitido recapitular estos conocimientos y hechos científico-naturales básicos que pueden consultarse en cualquier manual elemental de biología porque al ser precisamente de conocimiento general apenas se les presta la debida atención. Es una materia que sólo se toma en cuenta de forma meramente intelectual. El aterrizaje en la Luna, los viajes espaciales, los libros y películas de ciencia ficción ocupan más el ánimo y la fantasía de las personas de nuestra sociedad industrial y determinan su imagen del mundo y su conciencia de la realidad.

Sin embargo, a la persona vinculada a la naturaleza y que permite que estos hallazgos científico-naturales cobren vida meditativamente en la conciencia, el árbol, la flor que está contemplando, no se le presentan sólo en su belleza objetiva, sino que se siente unida profundísimamente a ellos mediante su común condición de criatura viviente producida por la luz.

No se trata aquí de una exaltación sentimental de la naturaleza, de una «vuelta a la naturaleza» en el sentido de Rousseau. La corriente romántica, que buscaba lo idílico en la naturaleza, se explica de igual manera por el sentimiento del ser humano de haber estado separado de la naturaleza.

Lo que he intentado exponer con el ejemplo de la actitud frente al mundo de las plantas es una vivencia elemental de la unidad, realmente existente, de todo lo viviente, una toma de conciencia de encontrase inmerso en el común fundamento de lo creado. Las ocasiones para una vivencia semejante, tan generadora de dicha, se están volviendo cada vez más raras, a medida que la flora y la fauna primordiales de la Tierra tienen que retroceder ante un medio ambiente que está muerto y tecnificado.

Tampoco pertenecen al ámbito del sentimentalismo naturalista las vivencias de mi juventud, que mencioné más arriba y que fueron tan importantes para mí, en las que el bosque y los campos se me ofrecían repentinamente en un encantamiento inexplicable. Fué más bien, como hoy lo sé, la luz de la realidad de estar insertado en el fundamento de la vida, compartido con las plantas, lo que suscitó este encantamiento en mi ánimo infantilmente abierto.

Hasta aquí he intentado mostrar desde la perspectiva del químico que los conocimientos de la investigación científico-natural no tiene por qué conducir hacia una imagen materialista del mundo. Al contrario, si se los entiende correctamente y se los contempla meditativamente, apuntan hacia una causa primera espiritual de la creación, que no es posible explicar más ampliamente, hacia el prodigio, hacia el misterio —presente en el microcosmos del átomo, en el macrocosmos de la nebulosa espiral, en la semilla de la planta, en el cuerpo y en el alma del ser humano— hacia lo divino.

La contemplación meditativa comienza en aquella profundidad de la realidad objetiva hasta la cual han penetrado la ciencia y el conocimiento objetivos. Por consiguiente, meditación no significa apartarse de la realidad objetiva, sino que, por el contrario, consiste en una indagación cognoscitiva más profunda; no es una huida hacia el misticismo, sino que mediante una consideración simultánea y estereoscópica de la superficie y del interior de la realidad objetiva busca su verdad total.

De la consideración más profunda de los conocimientos científico-naturales a través de la meditación puede surgir una nueva conciencia de la realidad. Esta podría convertirse en el fundamento de una nueva espiritualidad, que no se basara en la fe en los dogmas de las diferentes religiones, sino en el conocimiento, entendido en un sentido más alto y más profundo. Nos referimos a un conocimiento, a una lectura y a una comprensión del texto de primera mano «del libro que ha escrito el dedo de Dios», como Paracelso denominó a la creación.

Por consiguiente, se trata de entender las leyes naturales, descubiertas por la investigación científico-natural, como lo que realmente son, es decir, no principalmente como instrucciones y medios para el saqueo de la naturaleza, sino como revelaciones del plan metafísico de construcción de la creación. Ellas desvelan la unidad de todo lo viviente en una causa primordial común y espiritual.

Otra idea importante, relativa al lugar del hombre en la creación, se deriva de la estructura jerárquica de todo lo que existe, que ha sido descubierta por la investigación científico-natural. Es la jerarquía que se halla presente tanto en la configuración de lo inorgánico, desde las partículas elementales, pasando por los átomos, moléculas, rocas, planetas y soles hasta las galaxias, como en la configuración de lo viviente desde la célula, pasando por los tejidos, órganos y sistemas de órganos hasta los organismos completamente constituidos. De todo esto se deduce la doble función de cada ser, como un todo independiente, por un lado y, como parte de un orden superior, por otro. Para poder desempañar su tarea como parte de este orden superior todas las unidades poseen la aspiración y la fuerza hacia la propia perfección. Se manifiesta aquí como ley de la naturaleza, es decir, como revelación metafísica, la obligación de cada individuo de trabajar en sí mismo, el deber de perfeccionar las capacidades recibidas y de ampliar su saber y, con ello, su conciencia, a fin de cumplir su destino y su tarea como ser espiritual, integrante de la creación.

Si en este destino se incluye la felicidad como objetivo último —tal como lo formuló Tomás de Aquino:
ultima finis vitae humanae beatitudo est
— y si la felicidad supone como requisito la seguridad, entonces se podría deducir de la evolución de la humanidad hasta nuestros días el pensamiento de que la humanidad debe evolucionar desde la oscura felicidad de la seguridad en una forma de existencia imaginaria, como suponen los mitos de la época anterior a la historia, a la felicidad de una existencia luminosa, plenamente consciente y vivida en libertad y en autorresponsabilidad.

Hoy se ha logrado, ciertamente, un alto grado de conciencia y de libertad que debemos a los conocimientos de la investigación científico-natural y a su aplicación técnica. Ahora es preciso también volver a hacerse consciente del entroncamiento perdido en la creación, como presupuesto de toda felicidad verdadera; es preciso volver a ver lo que el hombre pasó por alto en una titánica arrogancia: que estamos enraizados e imbricados en una común causa primera, creadora de todo lo viviente.

Si esta idea penetrara en la conciencia de la colectividad, podría suceder que la investigación científico-natural y los elementos que han sido hasta ahora los destructores de la naturaleza —la ciencia y la técnica— se aprestaran a invertir el curso de nuestra Tierra, transformándola en aquello que una vez fue, un paraíso terrenal.

En lugar de los proyectos utópicos de los vuelos espaciales, de los insensatos programas de armamento y de las absurdas luchas por la primacía militar y económica, éste podría constituir un objetivo de toda la humanidad, que aunaría a los pueblos, prometería auténtica felicidad y del cual se podrían deducir criterios nuevos y adecuados que sirvieran de orientación a todos los esfuerzos económicos, sociales y culturales que hoy se encuentran tan descaminados.

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