Read Momo Online

Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Momo (24 page)

BOOK: Momo
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¡La otra vez!

Pero ahora las cosas eran de otro modo. Porque ahora no querían alcanzar a la niña ni a la tortuga. Ahora las seguían tan poquito a poco como caminaban aquéllas. Y así también ellos descubrieron este secreto. Lentamente, las calles blancas detrás de las dos se llenaron con un ejército de hombres grises. Y como éstos sabían ahora cómo había que moverse, iban incluso más lentamente todavía que la tortuga, por lo que iban alcanzándola. Era como una carrera al revés, una carrera de lentitud.

El camino iba en zigzag a través de aquellas calles de sueño, más y más profundamente dentro del barrio blanco. Entonces llegaron a la esquina de la calle de Jamás. Casiopea ya había entrado en ella y marchaba hacia la casa de Ninguna Parte. Momo se acordó de que en esa calle no había podido avanzar hasta que se había dado la vuelta y caminaba hacia atrás. Por eso lo volvió a hacer ahora.

El corazón casi se le paró del susto.

Los ladrones de tiempo se acercaban como un muro gris, móvil, uno al lado del otro, llenando toda la anchura de la calle, hilera tras hilera hasta donde alcanzaba la vista.

Momo gritó, pero no pudo oír su propia voz. Anduvo hacia atrás por la calle de Jamás y miró, con ojos como platos, el ejército de hombres grises que la seguía.

Pero de nuevo ocurrió algo notable: cuando los primeros perseguidores intentaron entrar en la calle de Jamás, se disolvieron, ante los ojos de Momo, literalmente en la nada. Primero desaparecieron sus manos adelantadas, luego las piernas y los cuerpos y finalmente las caras, en las que había una expresión de sorpresa y terror.

Pero Momo no era la única que observó este suceso, sino también los hombres grises que venían detrás. Los primeros se apretaron contra la masa de los que empujaban por detrás, por lo que, durante un rato, hubo como una pelea entre ellos. Momo vio las caras iracundas y sus puños amenazadores. Pero ninguno se atrevió a seguirla más allá.

Por fin, Momo llegó a la casa de Ninguna Parte.

Se abrió el gran portal de metal verde. Momo se lanzó por él, atravesó corriendo el pasillo con las estatuas de piedra, abrió la puertecita del otro extremo, pasó por ella, recorrió la sala con los innumerables relojes hacia la salita en el centro, entre los relojes de pie, se echó en el sofá y escondió la cara en un cojín, para no ver ni oír nada más.

Los encerrados han
de decidirse

H
ablaba una voz suave.

Momo salió lentamente de la profundidad de su sueño. Se sentía refrescada y descansada de modo maravilloso.

—La niña no tiene la culpa —oyó decir a la voz—, pero tú, Casiopea, ¿por qué lo has hecho?

Momo abrió los ojos. Junto a la mesita, delante del sofá, estaba sentado el maestro Hora. Miraba con cara apesadumbrada hacia el suelo, donde estaba la tortuga.

—¿No podías imaginarte que los hombres grises os seguirían?

«Sólo preveo», apareció en el caparazón de la tortuga, «no medito».

El maestro Hora movió la cabeza, suspirando.

—¡Ay, Casiopea! A veces eres un enigma incluso para mí.

Momo se sentó.

—¡Ajá! Nuestra pequeña Momo ha despertado —dijo, amablemente, el maestro Hora—. Espero que te encuentres bien.

—Muy bien, gracias —contestó Momo—. Perdona que me haya dormido aquí.

—No te preocupes —contestó el maestro Hora—. Está bien. No hace falta que me digas nada. En la medida en que no lo haya observado yo mismo por las gafas de visión total, Casiopea me lo ha contado todo.

—¿Y qué hay de los hombres grises? —preguntó Momo.

El maestro Hora sacó del bolsillo un gran pañuelo azul.

—Nos sitian. Han rodeado totalmente la casa de Ninguna Parte. Hasta donde pueden acercarse, claro.

—No pueden entrar aquí, ¿verdad? —preguntó Momo.

El maestro Hora se sonó.

—No. Tú misma has visto cómo se disuelven en la nada en cuanto pisan la calle de Jamás.

—¿Y cómo es eso? —quiso saber Momo.

—Es por la aspiración del tiempo —contestó el maestro Hora—. Sabes que allí hay que hacerlo todo al revés, ¿no? Y es que alrededor de la casa de Ninguna Parte, el tiempo corre al revés. Normalmente, el tiempo entra en ti. Por tener cada vez más tiempo dentro de ti, envejeces. Pero en la calle de Jamás, el tiempo sale de ti. Se puede decir que te has vuelto más joven mientras la recorrías. No mucho, sólo el tiempo que tardabas en recorrerla.

—No me he dado cuenta de nada —dijo Momo, sorprendida.

—Claro —explicó el maestro Hora, sonriendo—; para un hombre, apenas significa nada, porque es muchas cosas más, además del tiempo que hay en él. Pero con los hombres grises es otra cosa. Sólo se componen del tiempo robado. Y éste se les escapa en un instante si entran en la aspiración del tiempo, igual que el aire de un globo pinchado. Pero del globo queda, por lo menos, la funda; de ellos, nada.

Momo pensaba concentradamente. Al cabo de un rato preguntó:

—¿No se podría hacer correr al revés todo el tiempo? Sólo por un ratito, claro. Todos los hombres serían un poco más jóvenes, pero eso no importaría. Pero los ladrones de tiempo se disolverían en la nada.

El maestro Hora sonrió.

—Sería bonito. Pero no funcionaría. Las dos corrientes se mantienen en equilibrio. Si se elimina la una, desaparece la otra. Entonces no habría tiempo…

Calló y se subió a la frente las gafas de visión total.

—Esto quiere decir… —murmuró, se levantó, y recorrió algunas veces, pensativo, la salita.

Momo le observaba, tensa, y también Casiopea le seguía con la vista.

Finalmente se sentó de nuevo y miró, atento, a Momo.

—Me has dado una idea —dijo—, pero el llevarla a la práctica no depende sólo de mí.

Se dirigió a la tortuga, que seguía a sus pies:

—Casiopea, querida, ¿qué crees que es lo mejor que se puede hacer durante el asedio?

«Desayunar», fue la respuesta que apareció en el caparazón.

—Sí —dijo el maestro Hora—, no es mala idea.

Al momento estaba puesta la mesa. ¿O acaso ya lo había estado todo el tiempo, sin que Momo se hubiera dado cuenta? En cualquier caso, ahí volvían a estar las tacitas de oro y todo el resto del desayuno: la jarrita del chocolate humeante, la miel, la mantequilla y los panecillos tiernos.

En el tiempo transcurrido, Momo había recordado con frecuencia estas deliciosas cosas y comenzó, en seguida, a comer a dos carrillos. Y esta vez le gustó más aún que la primera. Por cierto que esta vez también el maestro Hora comió con apetito.

—Quieren —dijo Momo al ratito, masticando con entusiasmo— que les des todo el tiempo de todos los hombres. Pero no lo harás, ¿verdad?

—No, Momo —contestó el maestro Hora—, no lo haré nunca. El tiempo ha comenzado una vez y acabará una vez, cuando los hombres no lo necesiten más. De mí, los hombres grises no recibirán el más breve instante.

—Pero dicen —prosiguió Momo— que pueden obligarte.

—Antes de que sigamos hablando de ello —dijo, serio—, quisiera que los vieras tú misma.

Se quitó las gafas de oro y se las pasó a Momo, que se las puso.

Al principio vio de nuevo los torbellinos de formas y colores, que le daban mareos, como la primera vez. Pero esta vez pasó pronto. Al cabo de un momento sus ojos ya se habían adaptado a la visión total.

¡Y ahora vio el ejército de sitiadores!

Los hombres grises estaban, codo con codo, en una hilera interminable. No sólo estaban ante la calle de Jamás, sino en un gran círculo que se tendía a través del barrio de las casas blancas y cuyo centro era la casa de Ninguna Parte. Estaban totalmente rodeados.

Pero entonces Momo se dio cuenta de otra cosa más, algo raro. Primero creyó que los cristales de las gafas de visión total estaban algo empañados, o que todavía no sabía mirar bien, porque una niebla gris hacía que los hombres grises se vieran como desvaídos. Pero entonces comprendió que esa niebla no tenía nada que ver con las gafas ni con sus ojos, sino que nacía allí, en la calle. En algunos lugares ya era densa y opaca, en otros sólo empezaba a formarse.

Los hombres grises estaban inmóviles. Cada uno llevaba, como siempre, su bombín, su cartera y, en la boca, humeaba el pequeño cigarro gris. Pero las nubes de humo no se difuminaban, tal como lo hacían en el aire normal. Aquí, donde no se movía el más leve viento, en este aire vítreo, el humo se tendía como espesas telarañas, se arrastraba por las calles, subía por las fachadas de las casas blancas y se tendía en largas banderas de balcón a balcón. Se reunía en jirones repugnantes, azul-verdosos, que se apilaban cada vez a mayor altura y rodeaban la casa de Ninguna Parte con una muralla que crecía sin parar.

Momo vio también que de vez en cuando llegaban hombres grises nuevos, que se colocaban en la hilera y relevaban a otros. Pero, ¿por qué hacían eso? ¿Qué plan tenían los ladrones de tiempo? Se quitó las gafas y miró interrogadora al maestro Hora.

—¿Has visto bastante? —preguntó éste—. Entonces, devuélveme las gafas.

Mientras él se las ponía, prosiguió:

—Has preguntado si me pueden obligar. A mí no pueden alcanzarme. Pero pueden causarles a los hombres un daño mayor que todo lo que han hecho hasta ahora. Con eso intentan hacerme chantaje.

—¿Algo peor? —preguntó Momo, asustada.

El maestro Hora asintió:

—Yo adjudico su tiempo a cada hombre. Contra eso no pueden hacer nada los hombres grises. Tampoco pueden detener el tiempo que yo envío. Pero pueden envenenarlo.

—¿Envenenar el tiempo? —preguntó Momo, espantada.

—Con el humo de sus cigarros —explicó el maestro Hora—. Te dije una vez que cada hombre posee un templo dorado del tiempo porque tiene corazón. Si los hombres permiten la entrada en él de los hombres grises, éstos consiguen hacerse con más y más de aquellas flores. Pero las flores horarias arrancadas del corazón de un hombre no pueden morir, porque no se han marchitado de verdad. Pero tampoco pueden vivir, porque están separadas de su verdadero propietario. Con todas las fibras de su ser tienden a volver al hombre al que pertenecen.

Momo escuchaba, sin aliento.

—Has de saber, Momo, que también el mal tiene su secreto. No sé dónde guardan los hombres grises las flores horarias robadas. Sólo sé que las congelan mediante su propio frío, hasta que las flores se quedan rígidas como copas de cristal. Esto les impide volver. En algún lugar, bajo suelo, debe haber unos almacenes enormes, donde está todo el tiempo congelado. Pero ni aun así mueren las flores horarias.

Las mejillas de Momo empezaron a brillar de enfado.

—Los hombres grises se aprovisionan en estos almacenes. Les arrancan los pétalos a las flores horarias, hasta que se vuelven grises y duras. Con eso se hacen sus pequeños cigarros. Pero hasta este momento todavía queda un poco de vida en los pétalos. Y el tiempo vivo es indigerible para los hombres grises. Por eso encienden los cigarros y se los fuman. Porque sólo en el humo está totalmente muerto el tiempo. Y de ese tiempo muerto viven.

Momo se había levantado.

—¡Ah! —exclamó—. Todo ese tiempo muerto…

—Sí. Esa muralla de humo que están haciendo crecer alrededor de la casa de Ninguna Parte, se compone de tiempo muerto. Todavía queda cielo abierto suficiente, todavía puedo hacerles llegar a los hombres su tiempo no contaminado. Pero cuando la campana de humo se haya cerrado a nuestro alrededor y encima de nosotros, en cada hora que yo envíe se mezclará un poco del tiempo muerto, fantasmal, de los hombres grises. Y cuando los hombres lo reciban, enfermarán de muerte.

Momo miraba fijamente al maestro Hora. En voz baja preguntó:

—¿Qué enfermedad es ésa?

—Al principio apenas se nota. Un día, ya no se tiene ganas de hacer nada. Nada le interesa a uno, se aburre. Y esa desgana no desaparece, sino que aumenta lentamente. Se hace peor de día en día, de semana en semana. Uno se siente cada vez más descontento, más vacío, más insatisfecho con uno mismo y con el mundo. Después desaparece incluso este sentimiento y ya no se siente nada. Uno se vuelve totalmente indiferente y gris, todo el mundo parece extraño y ya no importa nada. Ya no hay ira ni entusiasmo, uno ya no puede alegrarse ni entristecerse, se olvida de reír y llorar. Entonces se ha hecho el frío dentro de uno y ya no se puede querer a nadie. Cuando se ha llegado a este punto, la enfermedad es incurable. Ya no hay retorno. Se corre de un lado a otro con la cara vacía, gris, y se ha vuelto uno igual que los propios hombres grises. Se es uno de ellos. Esta enfermedad se llama aburrimiento mortal.

Momo sintió un escalofrío.

—Y si no le das el tiempo de todos los hombres —preguntó—, ¿harán que todos los hombres se vuelvan como ellos?

—Sí —contestó el maestro Hora—. Con eso quieren chantajearme.

Se levantó y se volvió.

—Hasta ahora he esperado que los hombres hicieran alguna cosa por su propia cuenta para librarse de estos parásitos. Habrían podido hacerlo, porque ellos mismos han ayudado a darles la existencia. Pero ahora no puedo esperar más. Tengo que hacer algo. Pero no puedo hacerlo solo.

Miró a Momo.

—¿Quieres ayudarme?

—Sí —susurró Momo.

—Tengo que enviarte a un peligro que no se puede calibrar siquiera —dijo el maestro Hora—, y dependerá de ti, Momo, el que el mundo se quede parado para siempre o vuelva a cobrar vida. ¿Querrás atreverte?

—Sí —repitió Momo, y esta vez su voz sonó firme.

BOOK: Momo
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