Read Memorias de un sinverguenza de siete suelas Online

Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (10 page)

BOOK: Memorias de un sinverguenza de siete suelas
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Se lo iba bebiendo con suaves lamidas. Su delicada lengua, el paliativo que necesitaba, contrastaba con la violencia anterior. Era el ser más dulce y delicado que había conocido. De pronto, lo más pavoroso se convertía en lo más conmovedor.

Mi rostro, impecablemente maquillado, había dejado su máscara en la pared. En una fracción de segundo olvidé quién era y me convertí en agua salada. Por mis mejillas corrían lágrimas; en ellas mi nombre se diluía. Un charco negro.

Las cicatrices de mi alma cayeron y como serpientes huérfanas se arrastraron y desintegraron en el suelo.

¡Cuánta liberación! ¡Cuánto placer! Y… ¡cuánta soledad!

Pero eso no acabó ese día. Nos vimos algunas veces más; hasta que mi estómago empezó a mostrar serios signos de hastío y mi garganta a sentir una descomunal repugnancia.

¡Quién lo dijera! Pero la vida es así. ¡Los humanos somos tan impredecibles! Quizá eso nos haga más enigmáticos o nos regale ese punto de excentricidad. Al final acabamos cansándonos de casi todo. Lo cierto es que no pude más del húmedo y ácido olor de aquella sala, de la violencia de ese bruto, de mi propia denigración…

Tras esa… no sé cómo llamarla… ¿repugnante?, ¿excitante?, ¿aberrante?, experiencia sexual, tuve que aislarme durante cuatro semanas en una clínica de desintoxicación sensorial en un pueblo de Suiza para curarme de las terribles secuelas que me dejó. Allí me gasté un dineral, pues haber pasado por todas ésas me enfermó.

Vivía encerrada en la ducha, enjabonándome compulsivamente hasta que mi piel sangraba, porque tenía el firme convencimiento de que con aquellos encuentros se me había contagiado su olor, su sudor, su aliento y ordinariez. Pasaba horas y horas sumergida en la bañera, cubierta de sales y plantas medicinales curativas y salvadoras, cuanto recomendaban en los centros de herboristería y en los más afamados laboratorios. Una mezcla de mejunjes carísimos que me devolvieran mi pureza y elegancia. Además, sufría un verdadero síndrome de persecución lingual. No podía ver mi imagen reflejada en ningún espejo o cristal, ya que cada vez que lo hacía veía también su babosa y gigantesca lengua pegada a mi piel. Lamiéndome, como si fuese un perro, mi cara, mis ojos, mi cuello, mis pechos, mi pubis, mis muslos…, y eso me llevaba a un estado de shock e histeria, un asco que me paralizaba todos los músculos y que me obligó más de una vez a ser atendida de urgencia.

Y lo malo fue que de nada me sirvió tanta humillación porque al final, y todavía no me explico de qué manera, a pesar de estar preso y aislado Francisco consiguió quedar libre y sin cargos. Claro que los meses que pasó allí no se los quita nadie, ni a mí el disfrute de saberlo encerrado.

Capítulo 22

Me vais a tener que seguir oyendo por lo menos hasta que llegue la ambulancia.

No hay peor cosa en la vida que vivir atada a una obsesión y mi obsesión era la destrucción de Francisco al coste que fuera.

Es un desastre constatar cómo tanto amor puede llegar a desencadenar tanto desprecio. Al final, el motor que te mueve a regalar ternura es el mismo capaz de producir las peores pasiones. He llegado a ser prisionera de mi propia rabia y de mi propio odio: he sido su más devota esclava. Eso no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Ojalá nunca en mi vida hubiese odiado a nadie. Ojalá no me hubiera envenenado la harapienta ponzoña de la felicidad, porque su búsqueda es peor que el virus más agresivo. Al menos, hubiese sido libre. El odio ata más que el amor, ¡os lo puedo asegurar! Eso fue lo que me dejó Francisco. Ya ni siquiera tengo ganas de insultarlo; se me acabaron las palabras malditas en este lento cansancio que produce maldecir aquello que estás condenado a vivir y a aguantar porque el destino te lo impuso.

¡Cuánta fatiga!

Daría lo que fuera porque me arrancaran del corazón este bicho que me consume y se jacta de matarme por dentro y dejarme el cuerpo y el rostro intactos. Lo he maldecido tanto que mi lengua se ha entumecido. Hoy, que han pasado tantos años de tensiones y desaciertos, me siento agotada. Quizá, al final, ganó él. Mi vida ha sido una batalla de tristezas adornadas de glorias efímeras. He sido la mujer más desdichada que ha existido sobre la Tierra. Sólo verme me dan ganas de llorar. Pero me aguanto porque soy una Romero de Hinestrosa.

Todavía me quedan años… no contaba con eso. ¡Maldita sea mi vida! No tengo ni idea de cómo voy a vivirlos. Ahora que Francisco se largó, me siento tan desorientada. Recé tantas veces a la Virgen de la Macarena para que se lo llevara, porque ella es milagrosa y siempre que le pedí un favorcito me lo concedió, eso sí, a su manera, no exactamente como yo lo quería sino como ella lo consideraba; sucedáneos que me hicieron de pulmón artificial o válvula de escape. Hasta ayudé para que eso sucediera, por lo menos es lo que creo, aunque no sé si me convenga explicarlo ya que me puede comprometer. Además, ¡qué carajo!, todos tenemos derecho a nuestros secretos. «Algo guardo, luego existo»; «algo he hecho, luego existo»; «algo no quiero contar, luego soy de carne y hueso», me digo a mí misma cuando lo pienso y me sirve para relajar mi ligera culpabilidad.

Demasiadas lecturas sobre los Borgia me llevaron a entusiasmarme por los venenos. Aprendí tanto que estuve a punto de crear una boutique clandestina, como las de los grandes perfumistas franceses del siglo XVIII, con el único fin de proveer de vengativas botellitas a todas las mujeres despechadas que, como yo, han aguantado humillaciones masculinas sin chistar. Pero renuncié a ello porque me quitaba demasiado tiempo; además, en un arranque de egoísmo decidí que este conocimiento lo iba a dejar única y exclusivamente a mi servicio. Creo que me convertí, modestia aparte, en una especie de diosa de los brebajes; una Lucrecia sevillana: «la otra gran envenenadora».

¡Qué mundo tan fascinante este de las pócimas malditas!, y mira que me llegó providencialmente, sin que yo lo buscara. Una tarde cayó en mis manos un paquete que venía de una librería y, pensando que era para mí, lo abrí. En realidad, el destinario era Francisco (como bien lo aclaraba la etiqueta), pero de eso me di cuenta después. Empecé a hojearlo y, al ver de qué iba, me lo quedé.
La Roma de los Borgia
, de Guillaume Apollinaire. (Quizá a mi marido le interesaba lo mismo que a mí, quién sabe, pues si de algo estoy segura es de que mi odio estaba muy bien correspondido). Un párrafo que leí me abrió los ojos y me dio la idea: «La vida humana carece de valor. Su supresión se considera como un medio para alcanzar tal o cual fin y no como un crimen abominable». ¡Este Apollinaire era sabio! Entendí que ése podía ser un interesante y particular camino para vengarme de todo lo que mi marido me había hecho y aún continuaba haciéndome. Cicuta, arsénico, cianuro, sales de cobre y fósforo, mercurio,
cantarella
o
acqueta di perugia
… un sinnúmero de posibilidades; libros impregnados de polvos mortales, sillas untadas y abrillantadas con líquidos malditos,
venenum atterminatu
, pinturas y tintas estilográficas con su regalito incluido; pipas, tabaco, cuellos de camisas almidonadas de muerte, gotas inodoras, insaboras e insípidas para «endulzar» el final del enemigo. Sentí una felicidad tan grande mientras lo leía (obviamente camuflé mi lectura cambiando la portada del libro por uno de «protocolo en la mesa» que sabía que a él no le interesaría para nada). Hasta pegué un grito en la cama tan bestial que Francisco me miró desconcertado. Fue una especie de orgasmo cósmico; un corrientazo en las venas. Me enfrentaba a un universo inagotable, tan esotérico y fantástico que esa noche no dormí y sólo amanecer me puse manos a la obra. En fin…

¡Que se fue! Francisco ya no está aquí…

¡Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa!…

¿Por mi culpa? Humm… no está tan claro. Y es que, hasta muerto, Francisco me fastidió, porque su amiguito, el alcahueta que nombró como albacea, terminó impidiendo su autopsia.

Primera pregunta: ¿cómo puedo volver a misa sabiendo lo que he hecho?

Segunda: ¿realmente lo hice yo?

Tercera: ahora, que no puedo hacer nada, ¿qué puedo hacer para no sentirme tan perdida?

Capítulo 23

La ambulancia llegó en diez minutos; el esquizofrénico tiempo que tardó el chófer en sortear las caóticas calles de Sevilla que a esa hora de la tarde, y tras la repentina muerte de Francisco, permanecían en la más absoluta oscuridad. Los semáforos habían enloquecido, los móviles estaban sin cobertura y, cuando la tenían, las llamadas se cruzaban y aparecían desconocidos que insistían en hablar con el que no era. El sistema eléctrico había caído sin que existiera ninguna justificación clara, salvo que había muerto «El Hermoso».

El ulular de la sirena arañó el templado silencio del velatorio hasta hacerse insoportable; como si fuera el quejido de un animal hambriento que pide comida y un lecho donde descansar su último aliento.

Morgana yacía en el suelo, durmiente y lejana, derramada sobre el mármol; rodeada de pavos reales que la observaban desconcertados, con sus plumajes envainados y sus picos abiertos. Sus senos, marcados por el escote, subían y bajaban morbosos al ritmo de una respiración sincronizada y actuada que simulaban a la perfección un soberbio desvaído; en eso era maestra.

La ambulancia aparcó con premura al lado del coche de la funeraria que había transportado el cuerpo de Francisco. Los enfermeros, camilla al hombro, se abrieron paso entre la negra multitud y los pavos reales que se paseaban orondos por el salón. Mientras tanto, Morgana permanecía en el suelo, tumbada cuan larga era, rodeada de gente que murmuraba estupideces a su alrededor. Pero Beltrán no se dejó engañar; el episodio no lo cogía por sorpresa. Conocía de sobra sus fingidos y espectaculares desvanecimientos: en ese momento era lo que tocaba. Otra vez su hermana había conseguido convertirse en el centro de atención.

Nadie se atrevió a tocarla. Salvo los recién llegados, quienes rápidamente y siguiendo el protocolo para estos casos levantaron sus pies que continuaban dentro de los Chanel verdes de su último viaje a Milán.

A pesar del desmayo, la enferma presentaba un buen color y su respiración era tranquila. Comprobaron su pulso y trataron de reanimarla sin resultado, hasta concluir que era un desvanecimiento emocional provocado por el tremendo estado de shock que vivía la paciente por la muerte de un ser «querido».

Mientras le hacían todo el reconocimiento, Morgana reía por dentro. Que en medio de ese caos, de esa estúpida y arreglada ceremonia manipulada por su marido, ella fuese la protagonista absoluta la tenía alborotada. Le dieron ganas de emborracharse, gritar y bailar aunque fuese sin música. De que todas las campanas anunciaran al viento su triunfo. Francisco lo había previsto todo… o casi todo, pero la había subestimado olvidando que ella era más astuta que él. No había calculado que al final de sus finales, en su propio velorio, su esposa y mejor enemiga pudiera robarle el
show
desmayándose.

Ahora ella, Morgana Romero de Hinestrosa, la vilipendiada y humillada, le ganaba la batalla del protagonismo: era la triunfadora. A nadie le importaba el muerto; sólo la viva. En el cuadrilátero de la vida, en el último
round
, era la vencedora.

Es verdad que todos los que estaban allí habían ido a despedir a Francisco Valiente, «El Hermoso», pero también era cierto que nadie, absolutamente nadie, en ese instante pensaba en él.

Había resultado lista; más lista e inteligente que la propia crueldad.

¡¡¡Viva!!!

Capítulo 24

«En este mundo, tanto físico como moral, el bien deriva del mal, lo mismo que el mal deriva del bien». Lo dijo Casanova y lo suscribo al pie de la letra. Ese hombre me caía simpático. Un genio de la vida mundana. Un ser extraordinario que supo sortear y trampear la vida. Es admirable todo lo que llegó a hacer. Pienso que él y yo habríamos podido ser grandes amigos, pues teníamos muchas cosas en común; muchas más de las que os podáis imaginar.

Para qué nos vamos a engañar. A pesar de que nos separen siglos, hábitos y nacionalidades, y de que la liberación de la mujer sea un hecho más que reconocido que yo personalmente aplaudo y suscribo, el hombre sigue siendo hombre y en su condición de macho le cuesta unificar genitales y corazón. Posiblemente a Giacomo le pasara lo mismo que a mí: llevar la sublime agitación entre las piernas y el corazón en el cerebro. Eso les pasa a los grandes. Debo aclarar lo que nadie se atreve a decir: que pocas veces cerebro, corazón y genitales nos coinciden. A mí sólo me pasó una vez.

Giacomo era listo, culto e inteligente; sagaz como un águila. Hizo lo que le dio la gana; fue víctima de sus sentidos, sus descarríos y sus errores, pero también los disfrutó y se regodeó en ellos. Lo aborrecieron y amaron a partes iguales y hasta se ganó el odio y el desprecio. Se ganó todos los enemigos y, aun sufriendo, no se dejó amedrentar por los infortunios. Quizá buscó ser inmortal caminando todos los caminos habidos y por haber. Y lo consiguió a pesar de su grotesco final. De que acabase convertido en una especie de ornamento o curiosidad, viviendo en la biblioteca del Castillo de Dux del conde de Waldstein y muriese medio chiflado, sin dientes y paupérrimo, disfrazado y maquillado como galán de un París ya perdido. Pero lo entiendo; prefirió vivir así antes que estar muerto en vida. Y es que no tiene ningún sentido pasar por el mundo sin pena ni gloria.

Yo puedo estar muerto pero, como el veneciano, he conseguido que hablen de mí y seguramente seré recordado por mis fechorías y mis trampas. No puedo evitarlo; para el vulgo es mucho más atractivo poner la luz en mis episodios más oscuros. Aunque mucha de mi fortuna la hubiese empleado en hacer grandes obras, sufragar necesidades ajenas, regalarle a mi Virgen vestidos de oro y piedras preciosas, coronas, puñales y sayas, y hubiese construido albergues y colegios para aquellos que como yo sufrieron la pobreza en sus carnes, de todas formas seré calumniado y se ensañarán con mi nombre.

No me importa. En verdad, me resbala.

Porque hasta los más malos tienen justificación para su maldad. Yo me convertí en un salvaje marrullero. Un coleccionista de sensaciones y de trampas; de mujeres y de… Tal vez era un libertino. Jamás dejé que alguien me eligiera o eligiera por mí. Me gustaba generar a mí alrededor admiración y miedo. Que se me respetara por mi dinero, mis influencias y mi don de gentes; por mi impecable elegancia e impasibilidad, esa manera magistral con la que aguantaba las embestidas de la vida para que ningún gesto, ni siquiera aquellas arrugas que se forman en la boca cuando algo te desagrada, pudiera delatar lo que por dentro sentía; gestos que aprendí a dominar a la perfección en la época en que me dio por despilfarrar los primeros dineros jugando al póquer.

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