Mascaró, el cazador americano (5 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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El
Mañana
se remueve otro poco y lanza una pitada más larga. Aviso. Se oyen unos tintanes del telégrafo, aceleraciones, el Andrés asoma la cabeza tiznada por un ojo de buey, el vapor está a punto, pero el Capitán no se mueve en lo alto de la cabina.

Cafuné, precursor, sacude el sonajero y señala hacia un médano o más probablemente hacia el lugar por donde se entra y acaso se sale de Arenales, que, desde el muelle, queda por detrás del médano, para el lado de Aguas Dulces. Se oye un rumor lejano, unas voces que vienen por el aire, un estampido, varios, suceden cosas detrás del médano. La gente calla y se confirma. Todo concuerda. Por detrás del médano sale de atropellada un camioncito que humea por el gollete del radiador y enfila hacia la playa como si fuera a precipitarse en el mar. Tuerce un poco antes del agua y ahora viene hacia el muelle bordeando los rizos, sonando la bocina. Las cadenas de las ruedas levantan puñaditos de arena, cáscaras y espuma. Asoma un brazo por cada ventanilla y entre el chorro de vapor y los brazos y los faroles que se sacuden más bien parece un animal de embuste que se les viene encima. La gente saluda. La Trova vuelve a sonar la
Chaparrita
. Los chicos corren al encuentro.

Oreste se vuelve con un pie sobre el tablón.

El camioncito se detiene al pie del muelle, casi lo embiste, después de patinar unos metros. Humea y se sacude. Al rato la puerta de la derecha se abre de un puntapié. Oreste ve claramente la pierna que sale por el aire y después queda colgando sobre el pescante. La gente aplaude con sólo ver esa pierna, personal en exceso. El pie tantea ahora el piso.

El Prefecto se adelanta en representación. Se tiene por suceso. Hasta el Lucho ha salido de la barraca y en este momento se acerca a la carrera con un saco y un sombrero que se colocó de apuro.

Aquel hombre que sale por partes detrás del pie, se informa Oreste con el Pepe, que es de naturaleza documental, no es ni más ni menos que el legítimo Príncipe Patagón: versista, recitador, escribiente, mago adivino certificado, algebrista y, en otro tiempo, ministro.

—¿De qué?

—Ministro. De todo. Casi emperador.

El hombre está ahora de pie junto al camión y contiene a los chicos con las dos manos en alto. Es un personaje algo extravagante, de modales suaves y pausados a pesar de su corpulencia. La cabeza sobresale del techo de la cabina. Pelado por delante, lo cual le alarga la cara, luce sin embargo una cabellera abundosa que arranca en mitad de la mollera y le cae hasta los hombros. La alisa de continuo y la menea. Es de cara grande con la carne blanda y lisa, labios abultados y una barba en rizos no muy abundante. Ojos con historia e intenciones. Lleva un manteo o capa que ondea por el viento y si no él mismo la sacude. Debajo de la capa tiene una blusa suelta, blanca y, más cerca, mugrienta. Calza unas sandalias que al caminar hacen un ruido a correas como una cabalgadura. Éste es el hombre que se abre paso hasta Oreste, porque parece que se dirigiera hacia él. Incluso lo mira a los ojos cuando responde distraídamente al saludo del Prefecto y después se acerca y le coloca una mano encima, como si lo reconociera por alguna marca o señal.

Detrás, a la carrera, vienen el Noy y Cafuné transportando bultos y menudencias que el chofer extrae del furgoncito apartando a los chicos con manos y pies.

La capa del Príncipe, de un color rojo desvanecido, es de un lienzo basto y liviano con un cordón de lino, posiblemente el recorte de un cabo, que cuelga hasta la cintura, una orla de raso amarilla y un signo toscamente pintado en la espalda, una cruz ansada o cruz de San Antonio.

Cafuné y el Noy van y vienen entre el camión y el barco, acarreando los bultos. Pasa una victrola con una bocina de latón esmaltado, un calentador Primus y una escopeta de almacén.

El señor Prefecto pronuncia unas palabras apropiadas a las circunstancias. Pasan un lavamanos de loza, tres damajuanas forradas en arpillera, una mandolina, un atril. El Príncipe, que tiene una voz de tonel, agradece con palabras escogidas del
Breve manual de oratoria
, del profesor Juan Carlos Merlini, asegurando que, apenas se lo permitan los múltiples compromisos contraídos, ofrecerá gustoso un recital-espectáculo en el renombrado pueblo de Arenales, del cual se lleva una excelente impresión. Pasan un par de cacerolas, una hamaca paraguaya, una escupidera enlozada. El chofer, que ha cerrado el furgón con una tranca, viene algo más atrás con una bañera de asiento, que la mayoría toma por un bote.

El Príncipe se seca el sudor con un pañuelo a cuadros que de tanto en tanto extiende y sacude. En el fondo aparece un hombre triste o al menos distraído. Oreste ha visto hombres así en la otra vida. Mas en la superficie simplemente parece un hijo de puta de la mejor calidad.

Pasan un sacabuche, un rollo de papeles y una lechucita de las vizcacheras, embalsamada con fuerte poder de ocultismo que el chofer traslada en alto rodeado y entorpecido por los chicos, que saltan para tocarla. El Príncipe detiene a Cafuné, que lleva los papeles, y sin desbaratar el rollo extrae un cilindro del medio que entrega al señor Prefecto con una breve inclinación, echando graciosamente la pierna derecha para atrás. El Prefecto desenrolla el papel, que resulta un letrero impreso a dos colores con tipos de madera, y lo expone a las miradas de los vecinos de Arenales, que se interesan sobre todo en una borrosa figura cargada de tinta que reproduce el perfil del Príncipe Patagón. El Lucho lee para todos:

3 Funciones 3

EL

PRÍNCIPE PATAGÓN

Inolvidable espectáculo para los amantes del

ARTE
, la
CIENCIA
y las
BELLAS LETRAS
.

Relatos de viajes y sucesos con

FIGURAS DEL NATURAL.

Coplas, himnos, acrósticos y monólogos.

Adivinación del
FUTURO
por infusión

(Método Oriental Legítimo).

GRAN SUCESO
en las principales ciudades

del Mundo.

Entrada: 1 peso 1

Se aceptan otras retribuciones.

(Se redacta correspondencia y escritos

de todo estilo entre funciones.)

El Príncipe entretanto se recoge la capa y sube por el tablón. Una vez a bordo saluda con una mano al capitán Alfonso Domínguez, que le corresponde con entusiasmo, y luego a los vecinos de Arenales con los dos brazos en alto.

El redoblante, sin que la Trova interrumpa la
Chaparrita
, ejecuta un largo redoble. El Príncipe se inclina a uno y otro lado.

Oreste asciende a su vez por el tablón. Antes de saltar se vuelve y por encima de las cabezas mira a lo lejos, en dirección a Aguas Dulces. No alcanza a ver el
Aldebarán
. Tan sólo una línea más y más borrosa de espumas y vaguedades. Hacia tierra los médanos configuran otro mar. A la izquierda, el faro solitario sobre el que resbala lentamente su propia sombra. Hay una figura en lo alto asomada a la baranda que observa hacia los médanos. Más acá, apartada del resto de los ranchos, la barraca. La Pila está en la puerta. Oreste levanta la mano y agita la pulsera de tiento. ¡Adiós! Salta al barco con decisión, más liviano.

El capitán Alfonso Domínguez se anima. Asoma medio cuerpo por la ventana, grita hacia tierra, rebate el telégrafo. El Noy suelta los cabos y el cocinero Nuño, con experta mesura, los recoge y los enrolla según la costumbre. Luego pasa una pierna por encima de la batayola y afirmándola sobre una estaca aparta el barco del muelle. El señor Pelice dispara una bomba de estruendo que sacude el aire y aturde a los presentes, medio los borra. Lucumón ladra enardecido. Una hilera de gaviotas levanta vuelo mientras el ruido persiste y aun después que se pierde. Luego recruzan el aire y se transportan en una sola bandada que se aleja rozando el agua, se empina con un mismo impulso y, de regreso, sobrevuela el
Mañana
con un breve rumor de hojas. La gente grita. La Trova recrudece. El
Mañana
saluda con tres largas pitadas. Cafuné salta y agita el sonajero. Lucumón corre de una punta a otra del muelle. Pero la voz tonante del capitán Domínguez se impone sobre ruidos y clamores:

La guardia es tomada

la ampolleta muele,

buen viaje haremos

¡si Dios quiere!

El barco se aparta unos metros, y cuando pierde el impulso recula a toda máquina, se recuesta sobre una borda y vira en redondo.

Entonces sucede. Suena un disparo. La gente enmudece. La Trova se interrumpe en el momento que los siete hombres llegan desde Palmares detrás del ángel fugitivo. Retumba otro disparo. El capitán tira de la palanca del telégrafo. La máquina se detiene y el Andrés asoma la cabeza por un tambucho. El Príncipe, que con los brazos abiertos y la capa al viento saluda desde la popa, señala ahora en dirección al médano más alto. Hay un jinete en la punta, inmóvil, enteramente negro. Permanece así un instante. Levanta un brazo y el arma brilla en la mano. Comienza a descender pausado y en eso asoman otros dos jinetes que lo escoltan al paso. Las cabalgaduras arrastran largos chorros de arena. Al pie del médano se juntan y avanzan luego al trote. Las lomas los ocultan por momentos, pero cada vez reaparecen más cerca, figuras de respeto, ya con nombre. El de la izquierda es el
Cara con Callos
. En cuanto a los otros dos, Oreste advierte que la gente los ha reconocido y que entre ellos se pasan un nombre con respeto. El capitán Domínguez masculla algo, posiblemente el mismo nombre.

El barco escupe un chorro de humo, se escora, recula otra vez. Desanda lentamente el camino, marcha atrás.

Los jinetes han llegado al pie del muelle. El
Cara
desmonta primero. Luego el jinete comandante. El otro permanece en la silla. Una cicatriz altanera le atraviesa la cara. Tiene una barba prieta, cerdosa. Lleva cartucheras atravesadas sobre el pecho, un Winche con la culata calzada bajo el sobaco y, para completar, un machete de monte que cuelga de la silla.

El barco arrima de popa y antes de que peche el muelle el Nuño echa un cabo que recoge el
Cara
y anuda al tarugo con una vuelta redonda de ballestrinque aguantando el extremo mientras la máquina tira avante despacito.

El caballero se adelanta a paso firme con un maletín en la mano, y de pasada, sin volverse, palmea al Prefecto. Es hombre de rasgos finos, desenvuelto, con una sonrisa en esbozo. Pero los ojos son dos brasas. Es sujeto de ayuno y vela, esa distancia del alma, siempre en oficio de peligro. Se presiente. Viste formal, no para espanto. Traje sencillo, negro. Chambergo de copa alta que le sombrea la cara. Porta con discreción un 38 al cinto y botas de montar debajo de las perneras. Se vuelve junto al
Cara
y saluda en general, tocando con los dedos el ala del sombrero, hace una señal a la Trova, que reanuda la
Chaparrita
en el mismo punto que la dejara, y salta al barco.

El
Cara
suelta el cabo y el
Mañana
arremete a toda máquina.

El caballero jinete desaparece rápidamente de la cubierta. Sólo permanecen en ella el Príncipe y Oreste, los dos de pie como en un palco, silenciosos. Se parte.

El muelle se va achicando muy despacio, hasta que cabe en un ojo. La gente son puntos y crestas que al fin se emparejan con el muelle. La barraca se eleva por un momento, porque está sobre una loma, pero después se junta en una misma línea con los demás ranchos y al rato todo Arenales es una sola mancha, un único perfil. Después se borra y no queda nada más que la línea interminable de la costa sobre la que ruedan los ladridos de Lucumón, cada vez más espaciados. Sólo permanece el faro, que al principio crece, luego se afina y se hunde, pero persiste largo rato, aunque el ojo lo pierde a veces y es necesario reparar la costa para notar el bulto.

—El que viaja se muere más fácil —dice el Príncipe con voz reposada, medio para adentro, a cuenta de otras meditaciones.

Oreste lo había olvidado.

Dentro de un rato será de noche. Lo siente en la espalda. El ruido acompasado de la máquina, el remezón de las olas y la noche. Todo una misma cosa que avanza sobre ellos, los rodea, los cubre.

La costa se borra también, pero al rato una lucecita parpadea muy lejos. El Bimbo acaba de soltar el contrapeso del fanal. Allí queda Arenales.

Al caer la noche y en el momento que el faro de Arenales comenzaba a destellar el capitán Alfonso Domínguez ordenó izar mayor y foque, maniobra que él mismo ejecutó con notable agilidad para su contexto. Luego se redujo máquina y a un mismo tiempo comenzó la noche y el largo viaje a Palmares. Largo por los motivos que son de conocimiento y todavía más largo por otros que ellos en este momento ignoran, incluidos el propio capitán, y que acaso sólo prevé el Ángel que se zambulle a proa, alegre como un delfín.

Palmares, en línea recta, queda apenas a doscientas cincuenta millas, pero si todo va bien, el
Mañana
echará lo que va de la tarde, la noche entera y una parte del otro día. Cuando hacía la carrera el
Fierabrás
a todo trapo, desplegando aquella escandalosa de cuatro puños, tardaba un día. Era una aparición. El
Canela
, bandolero antojadizo puesto en verso, lo corría a caballo por la playa, por puro placer, alocado, rajando tiros. Ambos murieron por desaparición, el
Fierabrás
tan bonito y el
Canela
tan facineroso.

Al comienzo, el
Canela
hacía la carrera de un día para otro, en números de calendario. Después vinieron los achaques, y cuanto más se alargaba el viaje por defecto o avería, más lo alargaba el tiempo por su cuenta, pues el barco topaba más borrascas y calamidades. Ahora sale y entra a cualquier hora, sin fijar día.

El chirrido de los motores, el raspón de los garruchos al trepar la vela y el golpe del paño al tomar el viento inauguran otra vida para Oreste. De repente se vuelve pájaro y madero. Travesías.

La chimenea arroja revueltos puñados de chispas, desvanecidas gaviotas planean sobre la estela, un resplandor verdoso brota del costado de la timonera. El barco navega de bolina, ahora afirmado en el agua.

—Erramos…—dice el Príncipe en las sombras, y murmulla otras vaguedades.

El Capitán y el Ángel vigilan. ¿Y el caballero jinete? Oreste recuerda: había desaparecido en un zas por el tambucho de proa.

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