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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

Más allá del bien y del mal (19 page)

BOOK: Más allá del bien y del mal
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231

El aprender nos transforma, hace lo que hace todo alimento, el cual no se limita tampoco a «mantener»—: como sabe el fisiólogo. Pero en el fondo de nosotros, totalmente «allá abajo», hay en verdad algo rebelde a todo aleccionamiento, una roca granítica de
fatum
[hado] espiritual, de decisión y respuesta predeterminadas a preguntas predeterminadas y elegidas. En todo problema radical habla un inmodificable «esto soy yo»; acerca del varón y de la mujer, por ejemplo, un pensador no puede aprender nada nuevo, sino sólo aprender hasta el final, —sólo descubrir hasta el final lo que acerca de esto «está fijo». Muy pronto encontramos ciertas soluciones de problemas que constituyen cabalmente para
nosotros
una fe sólida; quizá las llamemos en lo sucesivo nuestras «convicciones». Más tarde —vemos en ellas únicamente huellas que nos conducen al conocimiento de nosotros mismos, indicadores que nos señalan el problema que nosotros somos, —o más exactamente, la gran estupidez que nosotros somos, nuestro
fatum
[hado] espiritual, aquel algo
rebelde a todo aleccionamiento
que está totalmente «allá abajo». —Teniendo en cuenta estas abundantes delicadezas que acabo de tener conmigo mismo, acaso me estará permitido enunciar algunas verdades acerca de la «mujer en sí»: suponiendo que se sepa de antemano, a partir de ahora, hasta qué punto son cabalmente nada más que —
mis
verdades. –

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La mujer quiere llegar a ser independiente: y para ello comienza ilustrando a los varones acerca de la «mujer en sí» —
éste
es uno de los peores progresos del
afeamiento
general de Europa. ¡Pues qué habrán de sacar a luz esas burdas tentativas del cientificismo y autodesnudamiento femeninos! Son muchos los motivos de pudor que la mujer tiene; son muchas las cosas pedantes, superficiales, doctrinarias, mezquinamente presuntuosas, mezquinamente desenfrenadas e inmodestas que en la mujer hay escondidas —¡basta estudiar su trato con los niños! —, cosas que, en el fondo, por lo que mejor han estado reprimidas y domeñadas hasta ahora ha sido por el
miedo
al varón. ¡Ay si alguna vez a lo «eternamente aburrido que hay en la mujer» —¡tiene abundancia de ello! —le es lícito atreverse a manifestarse!, ¡si ella comienza a olvidar radicalmente y por principio su inteligencia y su arte, la inteligencia y el arte de la gracia, del jugar, del disipar las preocupaciones, de volver ligeras las cosas y tomárselas a la ligera, su sutil destreza para los deseos agradables! Ya ahora se alzan voces femeninas que, ¡por San Aristófanes!, hacen temblar, se nos amenaza con decirnos con claridad médica qué es lo que la mujer
quiere
ante todo y sobre todo del varón. ¿No es de pésimo gusto que la mujer se disponga así a volverse científica? Hasta ahora, por fortuna, el explicar las cosas era asunto de varones, don de varones —con ello éstos permanecían «por debajo de sí mismos»; y, en última instancia, con respecto a todo lo que las mujeres escriban sobre «la mujer» es lícito reservarse una gran desconfianza acerca de si la mujer
quiere
propiamente aclaración sobre sí misma —y
puede
quererla... Si con esto una mujer no busca un nue
vo adorno
para sí —yo pienso, en efecto, que el adornarse forma parte de lo eternamente femenino —, bien, entonces lo que quiere es despertar miedo de ella: —con esto quizá quiera dominio. Pero no
quiere
la verdad: ¡qué le importa la verdad a la mujer! Desde el comienzo, nada resulta más extraño, repugnante, hostil en la mujer que la verdad, —su gran arte es la mentira, su máxima preocupación son la apariencia y la belleza. Confesémoslo nosotros los varones: nosotros honramos y amamos en la mujer cabalmente
ese
arte y
ese
instinto: nosotros, a quienes las cosas nos resultan más difíciles y que con gusto nos juntamos, para nuestro alivio, con seres bajo cuyas manos, miradas y delicadas tonterías parécennos casi una tontería nuestra seriedad, nuestra gravedad y profundidad. —Finalmente yo planteo esta pregunta: ¿alguna vez una mujer ha concedido profundidad a una cabeza de mujer, justicia a un corazón de mujer? ¿Y no es verdad que, a grandes rasgos, «la mujer» ha sido hasta ahora lo más desestimado por la mujer —y no, en modo alguno, por nosotros? —Nosotros los varones deseamos que la mujer no continúe desacreditándose mediante la ilustración: así como fue preocupación y solicitud del varón por la mujer el hecho de que la Iglesia decretase:
mulier taceat in ecclesia!
128 [¡calle la mujer en la iglesia!] Fue en provecho de la mujer por lo que Napoleón dio a entender a la demasiado locuaz Madame de Staél:
mulier taceat in politicis!
[¡calle la mujer en los asuntos políticos!] —y yo pienso que es un auténtico amigo de la mujer el que hoy les grite alas mujeres:
mulier taceat de muliere!
[¡calle la mujer acerca de la mujer!]

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Delata una corrupción de los instintos —aun prescindiendo de que delata un mal gusto —el que una mujer invoque cabalmente a Madame Roland o a Madame de Staél o a Monsieur George Sand, como si con esto se demostrase algo
a favor de
la «mujer en sí». Las mencionadas son, entre nosotros los varones, las tres mujeres
ridículas
en sí —¡nada más! —y, cabalmente, los mejores e involuntarios
contra—argumentos
en contra de la emancipación y en contra de la soberanía femenina.

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La estupidez en la cocina; la mujer como cocinera; ¡el horroroso descuido con que se prepara el alimento de la familia y del dueño de la casa! La mujer no comprende qué
significa
la comida: ¡y quiere ser cocinera! ¡Si la mujer fuese una criatura pensante habría tenido que encontrar desde hace milenios, en efecto, co—mo cocinera, los más grandes hechos fisiológicos, y asimismo habría tenido que apoderarse de la medicina! Las malas cocineras —la completa falta de razón en la cocina, eso es lo que más ha retardado, lo que más ha perjudicado el desarrollo del ser humano: hoy mismo las cosas están únicamente un poco mejor.. Un discurso para alumnas de los cursos superiores.

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Hay giros y ocurrencias del espíritu, hay sentencias, un pequeño puñado de palabras, en que una cultura entera, una sociedad entera quedan cristalizadas de repente. De ellos forma parte aquella frase incidental de Madame de Lambert a su hijo:
mon ami, ne vous permettez jamais que defolies qui vous feront grand plaisir
[amigo mío, no os permitáis nunca más que locuras que os produzcan un gran placer]: —dicho sea de paso, la frase más maternal y más inteligente que se ha dirigido nunca a un hijo.

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Lo que Dante y Goethe creyeron de la mujer —el primero, al cantar
ella guardaba suso, ed io in le¡
[ella miraba hacia arriba, y yo hacia ella], el segundo, al traducir lo anterior por «lo eterno femenino nos arrastra
hacia arriba»
—: yo no dudo de que toda mujer un poco noble se opondrá a esa creencia, pues ella cree cabalmente
eso
de lo eterno masculino...

237

Siete refranillos sobre las mujeres

¡Cómo vuela el aburrimiento más prolongado cuando un varón se arrastra hacia nosotras! La vejez, ¡ay!, y la ciencia dan fuerza incluso a la virtud débil. El traje negro y el mutismo visten de inteligencia a cualquier mujer. ¿A quién estoy agradecida en mi felicidad? ¡A Dios! —y a mi costurera. Joven: caverna florida. Vieja: de ella sale un dragón. Nombre noble, pierna bonita y, además, un varón: ¡oh si
éste
fuera mío! Discurso corto, sentido largo —¡hielo resbaladizo para la burra! Las mujeres han sido tratadas hasta ahora por los varones como pájaros que, desde una altura cualquiera, han caído desorientados hasta ellos: como algo más fino, más frágil, más salvaje, más prodigioso, más dulce, más lleno de alma, —como algo que hay que encerrar para que no se escape volando.

238

No acertar en el problema básico «varón y mujer», negar que ahí se dan el antagonismo más abismal y la necesidad de una tensión eternamente hostil, soñar aquí tal vez con derechos iguales, educación igual, exigencias y obligaciones iguales: esto constituye un signo
típico
de superficialidad, y a un pensador que en este peligroso lugar haya demostrado ser superficial —¡superficial de instinto! —es lícito considerarlo sospe—choso, más todavía, traicionado, descubierto: probablemente será demasiado «corto» para todas las cuestiones básicas de la vida, también de la vida futura, y no podrá descender a
ninguna
profundidad. Por el contrario, un varón que tenga profundidad, tanto en su espíritu como en sus apetitos, que tenga también aquella profundidad de la benevolencia que es capaz de rigor y dureza, y que es fácil de confundir con éstos, no puede pensar nunca sobre la mujer más que de manera
oriental:
tiene que concebir a la mujer como posesión, como propiedad encerrable bajo llave, como algo predestinado a servir y que alcanza su perfección en la servidumbre, —tiene que apoyarse aquí en la inmensa razón de Asia, en la superioridad de instintos de Asia: como lo hicieron antiguamente los griegos, los mejores herederos y discípulos de Asia, quienes, co—mo es sabido, desde Homero hasta los tiempos de Pericles, conforme iba
aumentando su
cultura y extendiéndose su fuerza, se fueron haciendo también, paso a paso,
más rigurosos
con la mujer, en suma, más orientales.
Qué
necesario,
qué
lógico,
qué
humanamente deseable fue esto: ¡reflexionemos sobre ello en nuestro interior!

239

El sexo débil en ninguna otra época ha sido tratado por los varones con tanta estima como en la nuestra —esto forma parte de la tendencia y del gusto básico democráticos, lo mismo que la irrespetuosidad para con la vejez —: ¿qué de extraño tiene el que muy pronto se vuelva a abusar de esa estima? Se quiere más, se aprende a exigir, se acaba considerando que aquel tributo de estima es casi ofensivo, se preferiría la rivali—dad por los derechos, incluso propiamente la lucha: en suma, la mujer pierde pudor. Añadamos enseguida que pierde también gusto. Desaprende a
temer
al varón: pero la mujer que «desaprende el temor» abandona sus instintos más femeninos. Que la mujer se vuelve osada cuando ya no se quiere ni se cultiva aquello que en el varón infunde temor o, digamos de manera más precisa, el
varón
existente en el varón, eso es bastante obvio, también bastante comprensible; lo que resulta más difícil de comprender es que cabalmente con eso —la mujer degenera. Esto es lo que hoy ocurre: ¡no nos engañemos sobre ello! En todos los lugares en que el espíritu industrial obtiene la victoria sobre el espíritu militar y aristocrático la mujer aspira ahora a la independencia económica y jurídica de un dependiente de comercio: «la mujer como dependiente de comercio» se halla a la puerta de la moderna sociedad que está formándose. En la medida en que de ese modo se posesiona de nuevos derechos e intenta convertirse en «señor» e inscribe el «progreso» de la mujer en sus banderas y banderitas, en esa misma medida acontece, con terrible claridad, lo contrario:
la mujer retrocede.
Desde la Revolución francesa el influjo de la mujer ha
disminuido
en Europa en la medida en que ha crecido en derechos y exigencias; y la «emancipación de la mujer», en la medida en que es pedida y promovida por las propias mujeres (y no sólo por cretinos masculinos), resulta ser de ese modo un síntoma notabilísimo de la debilitación y el embotamiento crecientes de los más femeninos de todos los instintos. Hay
estupidez
en ese movimiento, una estupidez casi masculina, de la cual una mujer bien constituida —que es siempre una mujer inteligente —tendría que avergonzarse de raíz. Perder el olfato para percibir cuál es el terreno en que con más seguridad se obtiene la victoria; desatender la ejercitación en nuestro auténtico arte de las armas; dejarse ir ante el varón, tal vez incluso «hasta el libro», en lugar de observar, como antes, una disciplina y una sutil y astuta humildad; trabajar, con virtuoso atrevimiento, contra la fe del varón en un ideal radicalmente distinto
encubierto
en la mujer, en lo eterna y necesariamente femenino; disuadir al va—rón, de manera expresa y locuaz, de que la mujer tiene que ser mantenida, cuidada, protegida, tratada con indulgencia, cual un animal doméstico bastante delicado, extrañamente salvaje y, a menudo, agradable; el torpe e indignado rebuscar todo lo que de esclavo y servil ha tenido y aún tiene la posición de la mujer en el orden social vigente hasta el momento (como si la esclavitud fuese un contraargumento y no, más bien, una condición de toda cultura superior, de toda elevación de la cultura): —¿qué significa todo eso más que una disgregación de los instintos femeninos, una desfeminización? Desde luego, hay bastantes amigos idiotas de la mujer y bastantes pervertidores idiotas de la mujer entre los asnos doctos de sexo masculino que aconsejan a la mujer desfeminizarse de ese modo e imitar todas las estupideces de que en Europa está enfermo el «varón», la «masculinidad» europea, —ellos quisieran rebajar a la mujer hasta la «cultura general», incluso hasta a leer periódicos e intervenir en la política. Acá y allá se quiere hacer de las mujeres librepensadores y literatos: como si una mujer sin piedad no fuera para un hombre profundo y ateo algo completamente repugnante o ridículo —; casi en todas partes se echa a perder los nervios de las mujeres con la más enfermiza y peligrosa de todas las especies de música (nuestra música alemana más reciente) y se las vuelve cada día más histéricas y más incapaces de atender a su primera y última profesión, la de dar a luz hijos vigorosos. Se las quiere «cultivar» aún más y, según se dice, se quiere, mediante la cultura, hacer
fuerte
al «sexo débil»: como si la historia no enseñase del modo más insistente posible que el «cultivo» del ser humano y el debilitamiento —es decir, el debilitamiento, la disgregación, el enfermar de la
fuerza de la voluntad
, han marchado siempre juntos, y que las mujeres más poderosas e influyentes del mundo (últimamente, la madre de Napoleón) han debido su poder y su preponderancia sobre los varones precisamente a su fuerza de voluntad —¡y no a los maestros de escuela! —. Lo que en la mujer infunde respeto y, con bastante frecuencia, temor es
su naturaleza
, la cual es «más natural» que la del varón, su elasticidad genuina y astuta, como de animal de presa, su garra de tigre bajo el guante, su ingenuidad en el egoísmo, su ineduca—bilidad y su interno salvajismo, el carácter inaprensible, amplio, errabundo de sus apetitos y virtudes... Lo que, pese a todo el miedo, hace tener compasión de ese peligroso y bello gato que es la «mujer» es el hecho de que aparezca más doliente, más vulnerable, más necesitada de amor y más condenada al desengaño que ningún otro animal. Miedo y compasión: con estos sentimientos se ha enfrentado hasta ahora el varón a la mujer, siempre con un pie ya en la tragedia, la cual desgarra en la medida en que embelesa —. ¿Cómo? ¿Y estará acabando esto ahora? ¿Y se trabaja para
desencantar
a la mujer? ¿Aparece lentamente en el horizonte la aburridificación de la mujer? ¡Oh Europa! ¡Europa! ¡Es conocido el animal con cuernos 138 que más atractivo ha sido siempre para ti, del cual te viene siempre el peligro! Tu vieja fábula podría volver a convertirse en «historia», —¡la estupidez podría volver a adueñarse de ti y a arrebatarte! Y bajo ella no se escondería un dios, ¡no!, ¡sino únicamente una «idea», una «idea moderna»!...

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