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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los hombres lloran solos (11 page)

BOOK: Los hombres lloran solos
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—Sería una calumnia decirte que eres un asceta —le espetó el padre Forteza.

—En efecto. No sé por qué, pero tengo necesidad de comer cada tres o cuatro horas. Un médico castrense me dijo que ello podía deberse a una hernia diafragmática que parece ser que Dios me dio. Pero en fin. No quiero dramatizar. Sé que mi pecado es la gula. Supongo que más tarde detectaré cuál es el tuyo.

El padre Forteza y el padre Jaraíz eran la cara y cruz de la moneda. Sus ideologías eran dispares, empezando por la manera de decir misa y terminando por la interpretación del Apocalipsis. El padre Forteza llevaba colgando de la sotana un rosario; el padre Jaraíz una medalla militar que, sorprendentemente, el obispo no le prohibió.

—¿Estuviste en Burgos toda la guerra?

—¡No, no! No iba a pasarme los días contemplando la catedral. Estuve en muchos frentes, sobre todo, en el Sur. Asistí a muchos moribundos; hacia el final, me destinaron a prisiones y asistí a los condenados a muerte…

El padre Forteza no pudo evitar un gesto de alivio. Desde que mosén Falcó se alistó para ir a Rusia, le tocó de nuevo a él cuidar de las almas encerradas en la cárcel y de los condenados a la última pena. Sospechó que el padre Jaraíz, dado el tono neutro, seguro de sí, con que se había expresado, podría relevarlo del cargo. Se lo propuso y el padre Jaraíz se acarició el mentón. «Si ello te hace feliz, se lo pediremos al obispo y santas pascuas». Dicho y hecho. El doctor Gregorio Lascasas le nombró para ese menester. Y el padre Jaraíz no puso la menor pega. Al contrario. «Eso de consolar se me da bien». El jesuita burgalés había aprendido en las centurias de Falange que las lágrimas solían ser secreciones inútiles.

La convivencia de ambos discípulos de san Ignacio iba a resultar un poco difícil. Pero la cosa no pasaría a mayores. La celda del padre Forteza continuaría repleta de ropa tendida a secar y él continuaría llevando aquel reloj de bolsillo del que, al levantar la tapa, sonaba la musiquilla de los peregrinos de Lourdes; la celda del padre Jaraíz estaba bien provista de libros patrióticos y de chocolate y botes de mermelada. Las mujeres continuarían haciendo cola para confesarse con el padre Forteza; los hombres acabarían prefiriendo al padre Jaraíz, porque era tajante y escueto en su sermoneo y muy benévolo en lo referente a la inevitable penitencia. Cuando algún fiel se culpaba de haber pecado de gula, el jesuita falangista tenía un acceso de tos. No se atrevía a fumar, pero usaba con frecuencia rapé, por lo que su confesonario olía a demonios.

El obispo Gregorio Lascasas estaba contento con la nueva adquisición, pese a intuir que le acarrearía algún problema. Por ejemplo, en una de las homilías dominicales, el padre Jaraiz soltó desde el presbiterio que Hitler, al atacar Rusia, «se hizo el abanderado de la civilización cristiana». ¿Qué hacer? El doctor Gregorio Lascasas pestañeó, puesto que el nuncio de la Santa Sede, monseñor Cicognani, a partir de la entrada de los Estados Unidos en guerra invitó a todo el episcopado español a hablar con claridad sobre el nazismo racial y antirreligioso. Y algunos obispos pusieron manos a la obra, por ejemplo, el de Calahorra, quien imprimió una pastoral que se extendió por toda España como un reguero de pólvora, de la que los británicos imprimieron quinientos mil ejemplares para ser distribuidos entre la población. Jaime, el librero, fue a pedirle un centenar al cónsul británico, míster Collins, convencido de que las vendería en el acto y haría el gran negocio; y fracasó. Facundo, su dependiente, el ex anarquista de los ojos de lince, se lo había advertido. «Pierde usted el tiempo —le dijo—. En España, el ochenta por ciento de la población es germanófila. Están en contra de Hitler cuatro jerarcas y cuatro intelectuales; el resto, ¡viva el tercer Reich!».

—Y tú, anarquista, ¿con quién estás? —le preguntó Jaime.

—Yo estoy con el Responsable, que está armando la gorda en Venezuela y que en la zona de Maracaibo se pasa la vida matando bichitos.

El doctor Gregorio Lascasas estaba más de acuerdo con el padre Jaraiz y con Facundo que con el padre Forteza y mosén Alberto. El nacional-catolicismo, como empezaba a llamarse, le iba de perlas. «La cuestión es que la gente oiga hablar machaconamente de Dios y de las verdades de la fe. No hay peligro de empacho. Por desgracia, el enemigo no cesa, y partiendo de algunos excesos de Hitler se inclina por Moscú. Menos mal que el gobernador está al quite y de vez en cuando, pese a su indiferencia religiosa, pone los puntos sobre las íes y nos ayuda en nuestra misión».

El señor obispo hablaba de este modo porque acababa de bautizar a una serie de niños nacidos durante la guerra y que no habían recibido el sacramento inicial, y el camarada Montaraz se avino a apadrinarlos. Igualmente apadrinó a varias parejas que vivían juntas sin haber pasado por la Iglesia, y que «a la fuerza» o «para no caer en desgracia» habían decidido pedir la bendición. La mayoría de ellos no sabían hacer la señal de la cruz y habían olvidado el Padrenuestro y, por descontado, el Credo. «Pero el sacramento es el sacramento, obra sobre las almas y el gesto del señor gobernador es de agradecer». El señor obispo ignoraba que cuando mosén Alberto le comunicó al camarada Montaraz que, canónicamente, en virtud del padrinazgo, había contraído una grave responsabilidad, el gobernador le contestó: «¿Responsabilidades yo…? Ya se cuidarán de esos catecúmenos el propio obispo y Agustín Lago». El gobernador citó a Agustín Lago porque en Madrid se hablaba ya mucho, aunque en círculos minoritarios, del Opus Dei.

Como fuere, el doctor Gregorio Lascasas, pese a sus achaques, de los que cuidaba el doctor Andújar, por considerar éste que en gran parte eran de origen psíquico —«un resfriado puede ser síntoma de depresión»—, vivía momentos de plenitud sacerdotal. España había vuelto por sus fueros. Ordenó que se entronizara el Sagrado Corazón en todos los bancos, por lo que Gaspar Ley, director del Banco Arús, quedó estupefacto, pero tuvo que arrodillarse, lo mismo que todos los empleados, y recibir la bendición. La idea le vino al enterarse de que era propósito del Caudillo construir cuatrocientas iglesias en España y dedicar varios templos al Sagrado Corazón. Se obligó a los empresarios a conceder permiso a los productores que quisieran hacer ejercicios espirituales. En Las Palmas, con motivo de la construcción de un estadio deportivo del Frente de Juventudes, se intentó colocar unas estatuas que simbolizaran a los atletas olímpicos de la antigua Grecia, y que naturalmente aparecían desnudos. El obispo Pildain protestó. En Ávila las autoridades habían prohibido, por inmorales, los bailes públicos y privados, excepto la jota serrana, de tanto sabor en la provincia. Habían sido rendidos honores de capitán general a la Virgen de la Fuenciscla, de Segovia. Para el próximo verano estaban previstos trajes de baño femeninos modelo padre Laburu, trajes diseñados por el famoso predicador y que por su anchura y largura se hincharían como globos cuando la mujer entrase en el agua. Catecismos al uso: el del padre Astete o del padre Claret. Párrafo de un sermón catequístico, que al doctor Gregorio Lascasas se le antojó excesivo: «¡Ah, no creáis, queridos niños, que el purgatorio es ninguna bicoca! Santa Catalina de Siena, con todo lo santa que era, soñó que pasaba diez años en el purgatorio con terribles tormentos porque un día, durante unos breves segundos, se acordó con delectación de un joven mancebo que había conocido en su juventud». Amenazas de castigos eternos por la masturbación. Los serenos de Gerona habían recuperado la antigua costumbre de añadir, al cantar la hora, el «Ave María Purísima», lo que hizo estremecer de emoción, en la cama, a Carmen Elgazu. Había un juego de la oca con la vida del cristiano: bautizo, confirmación, primera comunión, etc. Al final, el cielo. Reparto masivo de medallas de la Virgen del Pilar, que Jaime censuró, alegando que hubieran debido ser de la Moreneta. La Andaluza, los domingos, iba a misa con todas las chicas vestidas de negro, aunque el padre Jaraíz las obligaba a ocupar la última fila de los bancos del templo. Campaña misionera en Barcelona: un cuarto de millón de personas. Asimismo, el doctor Gregorio Lascasas recibió una consigna de las jerarquías para que rezara por un fin concreto. Preocupaba mucho al Estado español la salud espiritual de los súbditos de Guinea. Y preocupaba tanto que se procuraba aumentar el número de conversiones con la mayor celeridad. Al cabo de un tiempo se supo que unos noventa mil indígenas se habían convertido al catolicismo. «Está comprobado que cuanto más católicos, menos díscolos se muestran hacia sus jefes blancos, lo cual tiene sus ventajas». El doctor Gregorio Lascasas dijo: «Por ahí no paso. Esa consigna, al archivo y si te he visto no me acuerdo». Etcétera.

Mosén Alberto estaba decepcionado. Era el único contraopinante del señor obispo, el único al que éste, por su autoridad moral, consentía que le formulara reservas.

—¿De verdad cree usted, señor obispo, que la población no sufrirá un empacho? Piense que durante la guerra hubo sacerdotes que frotaban con una medalla de la Virgen las balas, para hacer mejor puntería…

—No veo el empacho por ninguna parte —replicaba el doctor Gregorio Lascasas—. Lea esta noticia: mil novecientos ferroviarios han hecho ejercicios espirituales cerrados, impartidos en colegios y fábricas.

—Pero eso son manifestaciones externas, como los niños que usted bautizó y las parejas que unió en matrimonio. Si no estoy equivocado, lo que importa es la conversión interior. Los efectos de la misión de Barcelona no serán probablemente mayores que los de los bautismos en masa de san Francisco Javier en Asia, a finales del siglo XVI.

—Entonces, ¿qué querría usted? —el doctor Gregorio Lascasas se sonó con estrépito—. ¿A misa los domingos y sanseacabó?

—Nada de eso. Pero entiendo que deberíamos dosificar las cosas. Hemos pasado de un extremo a otro extremo, como ya ocurrió con los Reyes Católicos, Isabel y Fernando…

—¿Qué tiene usted en contra de los Reyes Católicos? —y el obispo se acarició el pectoral.

—Que olvidaron que catolicismo significa universalidad. La religión pasó a ser una secta nacional y ello impregnó toda su política de expansión y represión, como ocurre ahora con el general Franco. Por eso me permito recordarle una frase de Castelar:
No hay nada más espantoso que aquel gran Imperio español que era un sudario que se extendía sobre el planeta. No tenemos agricultura, porque expulsamos a los moriscos; no tenemos industria, porque expulsamos a los judíos; no tenemos ciencia, porque encendimos las hogueras de la Inquisición…

—¡Ah, mi querido mosén Alberto! ¿Le gustan a usted ese tipo de síntesis, verdad? Yo podría contestarle con otras… ¿A quién hemos expulsado nosotros de España? A los rojos, que estuvieron a punto de matarle a usted, aunque tuvieron que contentarse con matar a sus dos sirvientas… Dejando aparte al insigne Castelar, ¿ha leído usted un curioso libro del arcipreste de Ribadeo, titulado
Futura grandeza de España según notables profecías
?

—No, lo siento… ¿Tiene algo que ver con lo que estamos hablando?

—Estimo que sí… Ahí están recogidas las profecías de los videntes más variados. La madre Ráfols, Isabel Canori, santa Brígida, el beato Factor, etcétera. Todos apuntan en la misma dirección: la grandeza de España ha de llegar, y llegar del brazo del catolicismo más acendrado, sin que haya lugar para ninguna otra religión. Pues bien, pese a algunos excesos, creo que estamos en el buen camino… ¡Y le voy a repetir a usted una frase de un hombre poco sospechoso!: Indalecio Prieto. Indalecio Prieto acaba de declarar en Méjico, y eso lo he sabido por el padre Jaraiz:
Mucho, demasiado nos pesan los cadáveres de los trece obispos asesinados y los de los millares de sacerdotes.
Ello significa que se han dado cuenta de que aquella semilla de mártires está ahora dando fruto…

Mosén Alberto, de repente, se sintió cansado. A veces pensaba que no había nacido para enfrentamientos dialécticos, sino para enriquecer el Museo Diocesano y recorrer la provincia junto al hijo del gobernador, Ángel, fotografiando los monumentos románicos. Ambos habían iniciado su labor, pese al frío reinante y a que anochecía temprano. Las pocas horas de luz les obligaban a madrugar, como cuando mosén Alberto tenía que celebrar aquella misa a las cuatro de la mañana para los cazadores. En varias «Alabanzas al Creador», publicadas en
Amanecer
, había dado pública cuenta de su gestión. Advirtiendo que el doctor Gregorio Lascasas estaba también cansado —¡estaba tan poco acostumbrado a que le llevaran la contraria!—, cambió de tercio y le puso al corriente de esa obra en que se había empeñado.

—Adelante, adelante… —le animó el obispo—. Más arte románico, y menos frases de Castelar.

* * *

El doctor Andújar continuaba ejerciendo de psiquiatra en el manicomio y en la consulta particular. En ésta obtenía éxitos, pero que no tenían repercusión en la calle. Éxitos anónimos. A él le daba igual. Lo que pretendía era ser eficaz. Amaba mucho a los locos, a los que trataba con gran cariño y de los que decía que a menudo daban ejemplo y soltaban verdades como puños, especialmente los esquizofrénicos. «La esquizofrenia es, en lenguaje profano, la rotura de la personalidad. Eso se da frecuentemente después de las guerras o de una etapa de infortunio». Sin saber exactamente por qué, asociaba esta palabra con el «amor» de su hija, Ricardo Montero. Últimamente se había enterado de que vieron al ex alférez dando tumbos por la noche, en compañía del capitán Sánchez Bravo, después de haber bebido más de la cuenta. Decidió, como al comienzo, esperar y no alertar a su hija, Gracia Andújar. El gigante se caería por sí solo. ¿Gigante de los pies de barro? «Seamos más precisos. Un hombre tarado, que un padre no puede desear para una hija inexperta como los ángeles».

El doctor Andújar, sabedor de que en aquella guerra «de los cinco continentes» se estaba decidiendo el porvenir del mundo, desde un principio se propuso analizar, dentro de lo posible, la personalidad de Hitler. «Me interesan sus hábitos, su patología. A través de esos datos tal vez pueda aventurarse lo que va a ocurrir, las decisiones que el Führer tomará».

No le iba a resultar fácil recoger información. Contaba con Eva, la mujer de Moncho, con las revistas alemanas, con los discursos de Goebbels, con
Mi lucha
y diversos libros que se habían traído los fugitivos de Alemania, algunos de los cuales habían recaído en su consulta, otros, en la clínica del doctor Chaos. Se enteró de que Hitler era un maníaco de la limpieza, que cambiaba de camisa cuatro veces al día. Como calzado, no quería más que unos botines flexibles o unas botas con cañas blancas. Raramente, zapatos, que siempre tenían que ser de color negro. No llevaba cinturón, ni chaleco, pero utilizaba tirantes. Le gustaba llevar la cabeza descubierta, con un coqueto mechón sobre la frente. Cuando las circunstancias le obligaban a llevar sombrero o quepis, lo inclinaba ligeramente sobre la oreja derecha con la visera tapándole los ojos.

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