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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (64 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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En el momento en que Jondalar iba a subir nuevamente la cuesta, dos siluetas aparecieron en la parte más alta, recortadas contra un intenso fondo violeta, sombreado de añil profundo. Una sola estrella refulgía en lo alto. Lanzó un gran suspiro de alivio, reclinándose en los colmillos de la arcada, aturdido por la súbita liberación de sus tensiones. Estaban a salvo. Ayla estaba a salvo.

Pero, ¿por qué habían permanecido tanto tiempo ausentes? No estaba bien que hubieran tenido preocupado a todo el mundo. ¿Qué podía haberlas retenido hasta esas horas? Tal vez se vieron en algún apuro. Había hecho mal en no seguirlas.

–¡Han llegado! ¡Han llegado! –gritaba Latie.

Todos salieron del albergue a la carrera, a medio vestir; los que estaban afuera, ya abrigados, se precipitaron a su encuentro.

–¿Por qué habéis tardado tanto? Es casi de noche. ¿Dónde habéis ido? –preguntó Jondalar, en cuanto Ayla llegó al albergue.

Ella le miró, atónita.

–Déjalas primero que entren –dijo Tulie.

Deegie comprendió que su madre estaba disgustada, pero habían pasado todo el día fuera, estaban cansadas y el frío iba en aumento. Las recriminaciones vendrían después, cuando Tulie estuviera segura de que ambas estaban indemnes. Las hicieron pasar al hogar de la cocina.

Deegie, contenta de liberarse de su carga, dejó caer al suelo el cadáver de la loba negra, que, al endurecerse, había adquirido la forma de su hombro. Hubo exclamaciones de sorpresa. Jondalar palideció: no cabía duda de que se habían visto en apuros.

–¡Es un lobo! –exclamó Druwez, mirando a su hermana con un respeto casi religioso–. ¿De dónde lo has sacado?

–¡Oh! Espera a ver lo que trae Ayla... –advirtió Deegie, sacando los zorros blancos de su zurrón.

Ayla, por su parte, estaba dejando en el suelo los armiños congelados, pero los cogía con una sola mano, manteniendo la otra contra el vientre, con mucho cuidado.

–¡Qué bonitos armiños! –dijo Druwez, no tan impresionado por las comadrejas blancas como por el lobo negro, aunque no deseaba ofender.

Ayla le sonrió, luego desató la correa que usaba como cinturón alrededor de la pelliza y sacó una pelotita de pelo gris. Todo el mundo se acercó a mirar. De pronto, la pelota se movió.

El lobezno había dormido cómodamente contra el cálido cuerpo de Ayla, bajo la prenda exterior, pero la luz, el ruido y los olores desconocidos le asustaron. Gimiendo, trató de acurrucarse contra la mujer cuyo olor se le había hecho familiar. Ella depositó a la peluda criaturita en la tierra suelta del foso que usaban para dibujar. El cachorrito dio unos pasos, tambaleante, y se agachó para dejar un charco, que fue rápidamente absorbido por el polvo seco.

–¡Es un lobo! –exclamó Danug.

–¡Un bebé lobo! –precisó Latie, con los ojos llenos de deleite.

Ayla notó que Rydag se acercaba para mirar al animalito. El niño alargó una mano; el cachorro la olfateó y luego la lamió. La sonrisa de Rydag era un puro regocijo.

–¿De dónde has sacado ese lobito, Ayla? –preguntó, por medio de señas.

–Es una larga historia –respondió ella–. Te la contaré más tarde.

Se quitó rápidamente la pelliza. Nezzie se hizo cargo de ella y le entregó una taza de infusión caliente, que la muchacha agradeció con una sonrisa antes de tomar un sorbo.

–No importa de dónde lo haya sacado, sino lo que piensa hacer con él –comentó Frebec.

Ayla sabía que éste dominaba el lenguaje de las señas, aunque asegurase que no. Por lo visto, había entendido la pregunta de Rydag.

–Lo voy a criar, Frebec –dijo ella, con los ojos fulgurantes de desafío–. Maté a la madre –agregó, señalando la loba negra–, y voy a cuidar de este bebé.

–No es un bebé. ¡Es un lobo! Un animal que puede herir a la gente –replicó Frebec.

Ayla rara vez se mostraba tan tajante ni con él ni con nadie. Frebec había descubierto que la muchacha solía ceder en las pequeñas cosas para evitar conflictos, si él se mostraba desagradable. No esperaba un enfrentamiento directo y aquello no le gustó, sobre todo al darse cuenta de que no iba a salirse con la suya.

Manuv miró al cachorrito y luego a Frebec. Su rostro esbozó una amplia sonrisa.

–¿Temes que este animal te haga daño? –su bulliciosa carcajada hizo que Frebec enrojeciera de ira.

–No es eso lo que quería decir. Pero es cierto que los lobos pueden herir a la gente. Primero los caballos, ahora un lobo. ¿Qué vendrá después? No soy un animal y no quiero vivir con animales.

Se alejó a grandes zancadas; no estaba dispuesto a comprobar lo que prefería el resto del Campamento: si a él o a Ayla con sus animales, en el caso de ser necesario tomar una decisión.

–¿Queda algo de carne de ese asado, Nezzie? –preguntó Ayla.

–Debes estar muerta de hambre. Te prepararé un plato.

–No es para mí, sino para el lobezno.

Nezzie trajo una tajada de carne asada, preguntándose cómo se las compondría para que un animalito tan pequeño la comiera. Pero la joven recordaba una lección aprendida mucho tiempo antes: los bebés pueden comer cualquier cosa que coma la madre, siempre que se la convierta en algo suave y fácil de tragar. Una vez había alimentado a un cachorro de león, herido por añadidura, con carne y caldo en vez de leche. Los lobos también eran carnívoros; recordó que los adultos solían masticar y tragar la comida para llevarla a la guarida, donde la regurgitaban para sus crías. Pero no hacía falta masticarla si se tenían manos y un cuchillo afilado. Después de cortar la carne hasta obtener una pulpa, Ayla la puso en una escudilla y agregó agua caliente, para acercar la temperatura a la de la leche materna. El cachorro había estado olfateando los bordes del foso de dibujo, pero parecía tener miedo a aventurarse más allá. Ayla se sentó en la esterilla y alargó la mano, llamándole con suavidad. Había sacado al pequeño de un sitio frío y solitario, dándole calor y consuelo; el animal, que ya asociaba su olor con la seguridad, caminó tambaleándose hacia la mano extendida.

Primero le levantó para examinarle. Un escrutinio atento reveló que se trataba de un macho; tenía muy poca edad, quizá no más de una luna. Se preguntó si habría tenido hermanos y, en ese caso, cuándo habrían muerto. No se le apreciaban heridas ni mostraba señales de desnutrición, aunque la loba estaba muy flaca. Al pensar en las terribles dificultades que la madre había debido vencer para mantener con vida a ese único cachorro, recordó una difícil prueba que también ella tuvo que afrontar. Eso la confirmó en su decisión. En lo posible, mantendría vivo al hijo de la loba, costara lo que costase, y ni Frebec ni nadie se lo impedirían.

Con el cachorro en el regazo, Ayla hundió el dedo en la escudilla de carne picada y lo acercó al hocico del animalito. Estaba hambriento; después de olfatear, le lamió el dedo hasta dejarlo limpio. Ella volvió a hundir su dedo en el alimento y él se lo volvió a lamer con avidez. Así continuó alimentándole, hasta sentir que su pequeño vientre estaba bien redondo. Entonces le acercó un poco de agua al hocico, pero el lobezno apenas la probó. Después le llevó al Hogar del Mamut.

–Creo que en aquel banco hay unos cestos viejos –dijo Mamut, que la había seguido.

Ella le sonrió. El anciano sabía exactamente lo que estaba pensando. Revolviendo un poco, halló un cesto grande, para cocinar, que se estaba desarmando por un extremo; lo colocó en la plataforma próxima a la cabecera de su cama, pero en cuanto dejó al cachorro en su interior, el animal gimió, tratando de salir. Volvió a levantarle y echó una mirada en derredor, sin saber de qué podría echar mano para solucionar el problema. Sentía la tentación de ponerle en su cama, pero ya había pasado por eso; resultaba muy difícil quitarles la costumbre cuando crecían y también era posible que Jondalar no quisiera compartir su cama con un lobo.

–No está a gusto en el cesto. Probablemente echa de menos a la madre o a otros lobeznos para dormir –dijo, dirigiéndose a Mamut.

–Dale algo tuyo, Ayla –aconsejó Mamut–. Algo blando, cómodo, personal. Ahora tú eres su madre.

Ella asintió, revisando sus escasas pertenencias. No poseía gran cosa: su bonito atuendo, regalado por Deegie; el que se había hecho en el valle, antes del viaje, y algunas prendas usadas que le habían dado los del Campamento para que pudiera cambiarse. Cuando vivía con el Clan, y aun sola, en el valle, había llegado a tener varias túnicas, pero...

En un rincón de la plataforma descubrió la mochila que había traído del valle. La revisó; allí estaba el manto de Durc, pero, después de pensarlo un momento, volvió a plegarlo y lo guardó. No soportaba la idea de deshacerse de él. Por fin encontró su vieja túnica al estilo del Clan: un gran cuero blando y suave, con el que se envolvía el cuerpo sujetándolo con una larga correa. Había usado una idéntica hasta el día en que abandonó el valle con Jondalar; parecía haber transcurrido mucho tiempo desde entonces. Forró con el cuero el cesto y acomodó al lobezno dentro. Después de olfatearlo, el animalito se acurrucó y no tardó en dormirse profundamente.

De pronto, Ayla cobró conciencia de que estaba cansada y hambrienta; tenía la ropa aún mojada por la nieve. Se quitó las botas y el forro hecho con lana de mamut, para ponerse ropa seca y el suave calzado para interiores que Talut le había enseñado a hacer. La había intrigado el par que viera lucir al jefe durante la ceremonia de su adopción, pero en aquel entonces no sabía cómo estaban hechos.

El procedimiento se basaba en una característica natural del alce o del venado: las patas traseras flexionan tanto la articulación que se adaptan a la forma natural del pie humano. Se cortaba el cuero por encima y por debajo de la coyuntura, y se extraía de una sola pieza. Una vez curado, se cosía el extremo inferior, dándole el tamaño deseado; el otro extremo se envolvía y se ataba con cordones por encima del tobillo. El resultado era una mezcla de media-mocasín sin costuras, cálido y cómodo.

Después de cambiarse, Ayla entró en el anexo para ver cómo estaban los caballos. Su intención era tranquilizarles, pero notó en la yegua cierta vacilación, cierta resistencia a sus caricias.

–Olfateas al lobo, ¿verdad, Whinney? Tendrás que acostumbrarte a él. Y tú también, Corredor. El lobo se quedará algún tiempo con nosotros.

–Alargó las manos y dejó que ambos caballos la olfatearan. Corredor retrocedió, resoplando y sacudiendo la cabeza, aunque olfateó de nuevo. Whinney puso el hocico en las manos de la mujer, pero sus orejas se agacharon hacia atrás–. Te acostumbraste a Bebé, Whinney, y puedes acostumbrarte a... Lobo. Mañana, cuando se despierte, le traeré aquí. Cuando veas lo pequeño que es, comprenderás que no puede hacerte daño.

Cuando volvió a entrar en el Hogar del Mamut, Jondalar estaba junto a la cama, contemplando al lobezno. Su expresión era inescrutable, pero ella creyó descubrir en su mirada cierta curiosidad y algo parecido a la ternura. Al levantar la vista, su frente se frunció del modo habitual en él.

–¿Por qué habéis tardado tanto, Ayla? –preguntó–. Todos se estaban preparando para salir a buscaros.

–No estaba planeado, pero cuando vi que la loba negra estaba amamantando, no me quedó más remedio que ir en busca de sus cachorros.

–¿Qué importaba eso? Los lobos mueren constantemente, Ayla –Jondalar había comenzado a hablarla en tono razonable, pero sus temores por la seguridad de la muchacha estaban dando acritud a su voz–. Fue una estupidez rastrear así a un lobo. Si te hubieras encontrado con la manada podrían haberte matado.

–Para mí tenía importancia, Jondalar –exclamó ella, saltando en defensa del lobo–. Y no soy una estúpida. Antes de cazar ningún otro animal, cacé carnívoros, y conozco bien a los lobos. De haber existido una manada, yo no hubiera rastreado la guarida de la loba. La manada ya habría cuidado de sus cachorros.

–Aun tratándose de un loba solitaria, ¿por qué pasaste todo el día buscando a un lobezno? –Jondalar estaba alzando la voz. Era una forma de liberar sus pasadas tensiones y de tratar al mismo tiempo de convencerla para que no volviera a correr tales riesgos.

–Ese cachorrito era lo único que la loba tuvo en toda su vida. No podía dejarle morir de hambre después de haber matado a la madre. Yo no estaría viva si otros no me hubieran cuidado cuando era niña. Y a mí me corresponde hacer lo mismo, aunque sea por un lobezno –también Ayla estaba levantando la voz.

–No es lo mismo. Un lobo es un animal. Deberías tener más sentido común, Ayla. No puedes poner en peligro tu propia vida por un cachorro de lobo –Jondalar ya estaba gritando. Al parecer, no podía hacerla entrar en razón–. En esta época no se puede pasar todo el día fuera.

–Tengo sentido común, Jondalar –replicó la muchacha, con un destello de cólera en los ojos–. La que estaba fuera era yo. ¿No te parece que sabía muy bien qué tiempo hacía? ¿No crees que me doy cuenta de cuándo arriesgo mi vida? Me cuidaba muy bien sola antes de que tú llegaras, y frente a peligros mucho peores. Hasta cuidé de ti. No tienes por qué decirme que soy una estúpida y que no tengo sentido común.

Los que se estaban reuniendo en el Hogar del Mamut sonreían, nerviosos, tratando de restar importancia a la pelea. Jondalar echó una ojeada en torno y reparó en varias personas que conversaban entre sí, sonriendo. Sólo permanecía en pie el joven moreno de ojos centelleantes. ¿Había acaso una insinuación de condescendencia en su amplia sonrisa?

–Tienes razón, Ayla. No me necesitas, ¿verdad? Para nada –espetó Jondalar. Y al ver que Talut se aproximaba, preguntó–: ¿Te molestaría, Talut, si me mudara al hogar de la cocina? Trataré de no estorbar a nadie.

–No, no me molesta, por supuesto, pero...

–Gracias –dijo él.

Acto seguido arrebató sus ropas de cama y sus pertenencias de la plataforma que compartía con Ayla. La muchacha quedó estupefacta y fuera de sí al pensar que pudiera desear acostarse lejos de ella para dormir. Le habría suplicado que no se fuese, pero el orgullo la inmovilizó la lengua. Aunque compartiera su cama, llevaba tanto tiempo sin compartir Placeres que ella tenía la certidumbre de que Jondalar había dejado de amarla. Y si ya no la amaba, no trataría de obligarle a quedarse, aunque se le encogiera el estómago con sólo pensarlo.

–Será mejor que te lleves también tu parte de comida –dijo, mientras él amontonaba algunas cosas en una mochila. A continuación, para dar a la separación un aspecto menos definitivo, agregó–: Pero no sé quién te cocinará allí. No es un hogar de verdad.

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