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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (3 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Corredor estaba encantado con aquellos mimos y no dejó de demostrarlo; Latie no cabía en sí de alegría. El potrillo la había atraído desde un principio; Ayla les volvió la espalda para ayudar a Jondalar; no vio, pues, que se aproximaba otro niño. Cuando giró en redondo, ahogó una exclamación: sintió que su rostro se demudaba.

–¿No importa si Rydag toca al caballo? –preguntó la niña–. No sabe hablar, pero yo sé que lo desea.

Rydag siempre provocaba sorpresa en la gente, y ella lo sabía.

–¡Jondalar! –llamó Ayla, con un susurro ronco–. Esa criatura. ¡Podría ser mi hijo! ¡Parece Durc!

Él, al volverse, abrió los ojos con atónita sorpresa. Era un niño de espíritus mezclados.

Los cabezas chatas (aquellos a los que Ayla siempre llamaba «el Clan») eran, para casi todos, animales; los niños como aquél eran considerados por la mayoría como «abominaciones», mitad animales, mitad humanos. Para él había sido un desagradable golpe enterarse de que Ayla había dado a luz a un hijo híbrido. Por lo común, la madre de semejante criatura era una paria, descastada por miedo a que atrajera otra vez al maligno espíritu animal, haciendo que otras mujeres alumbraran nuevas abominaciones. Algunos ni siquiera querían admitir que existían; descubrir a uno viviendo allí, con la gente, era algo más que inesperado: era asombroso. ¿De dónde había salido aquel niño?

Ayla y el pequeño se miraban mutuamente, sin prestar atención a nada más. «Es delgado para ser medio Clan», pensó Ayla. «Por lo común son de huesos grandes y musculosos. Ni siquiera Durc era tan delgado. Está enfermo.» Su mirada de mujer adiestrada en la medicina le reveló que era un problema de nacimiento, algo que afectaba a ese músculo fuerte que latía dentro del pecho, haciendo mover la sangre, supuso. Pero archivó esos datos sin pensar en prestarles mayor atención. Estaba observando con mayor interés el rostro y la cabeza, en busca de las similitudes y las diferencias entre aquella criatura y su propio hijo.

Los ojos pardos, grandes e inteligentes, eran como los de Durc, incluso en la expresión de antigua sabiduría, muy superior a la edad. Sintió una punzada de nostalgia y un nudo en la garganta. Pero había también dolor y sufrimiento, no siempre físico, jamás experimentados por Durc. Se sintió llena de compasión. Las cejas del niño no eran tan pronunciadas, apostilló tras un estudio detallado. Durc tenía las protuberancias supraorbitales bien desarrolladas incluso a los tres años, al marcharse ella; sus ojos y su ceño saliente eran del Clan, pero la frente era como la de aquel niño: no echada hacia atrás y achatada, como la del Clan, sino alta y curvada como la suya.

Sus pensamientos comenzaron a divagar. Durc ya tendría seis años, edad suficiente para ir con los hombres cuando practicaran con las armas de caza. Pero sería Brun quien le enseñara a cazar, no Broud. Al recordar a Broud sintió un arrebato de ira. Jamás olvidaría al hijo de la compañera de Brun, el hombre que había alimentado tal odio contra ella que no cejó hasta que pudo quitarle a su bebé, por puro rencor, expulsándola del Clan. Cerró los ojos; el dolor de los recuerdos la atravesaba como un cuchillo. No podía creer que volvería a ver a su hijo alguna vez.

Al abrir los ojos vio a Rydag y aspiró profundamente.

¿Qué edad tendría aquel niño? «Es pequeño, pero parece tener la edad de Durc», pensó, comparándolos nuevamente. Rydag tenía la piel clara; su pelo era oscuro y rizado, pero más claro y suave que la espesa pelambre castaña, más común en el Clan. La mayor diferencia entre él y el hijo de Ayla radicaba en el cuello y el mentón. Su niño tenía el cuello largo, como ella (a veces se ahogaba con la comida, cosa que no ocurría con los bebés del Clan), y el mentón hundido, pero visible. Aquella criatura, en cambio, tenía el cuello corto del Clan y la mandíbula saliente. Entonces recordó lo que había dicho Latie: no sabía hablar.

De pronto, en un momento de comprensión, adivinó lo que debía ser la vida de ese niño. Una cosa era que una niña de cinco años, tras perder a su familia en un terremoto y ser encontrada por un clan de personas incapaces de manejar un lenguaje articulado, aprendiera el idioma de los signos que ellos utilizaban para comunicarse, y otra muy distinta vivir entre gente parlante y no poder hablar. Recordó sus primeras frustraciones al no poder comunicarse con las personas que la habían recogido. Peor aún, ¡qué difícil había sido hacerse entender por Jondalar, antes de aprender nuevamente a hablar! ¿Y si no hubiera podido aprender?

Hizo una señal al niño, un simple gesto de saludo, uno entre los primeros que había aprendido mucho tiempo atrás. Hubo en los ojos del pequeño un resplandor de entusiasmo; luego sacudió la cabeza, desconcertado. Ella comprendió que no había aprendido el lenguaje del Clan, basado en gestos, pero tal vez retenía algún vestigio de la memoria del Clan: había reconocido la señal por un instante; de eso estaba segura.

–¿Puede tocar al caballito? –preguntó Latie, otra vez.

–Sí.

Ayla cogió la mano del niño. «Es tan liviano, tan frágil», pensó. Y comprendió el resto: no podía correr como los otros. No podía jugar a los bruscos y normales juegos de empellones y riñas, como cualquiera. Sólo podía mirar... y desear.

Con una ternura que Jondalar nunca le había visto en la expresión, Ayla levantó al pequeño y le puso sobre el lomo de Whinney. Tras indicar a la yegua, por medio de una señal, que la siguiera, los paseó lentamente por todo el campamento. Se produjo una pausa en la conversación: todo el mundo había callado para mirar a Rydag montado en el animal. Aunque se hablaba acerca de ello, nadie había visto a una persona montada, a excepción de Talut y los que le habían acompañado hasta el río. Nadie había pensado nunca en la posibilidad de semejante cosa.

Una mujer grande y maternal salió de la extraña vivienda. Al ver a Rydag sobre la misma yegua que se había encabritado tan cerca de ella, su primera reacción fue correr en su auxilio. Pero, al acercarse, cobró conciencia del drama silencioso que se desarrollaba ante ella.

El rostro del pequeño estaba lleno de gozo y maravilla. ¿Cuántas veces había contemplado lo que hacían los otros niños, con ojos ávidos, incapacitado para imitarlos por su debilidad o su diferencia? ¿Cuántas veces había anhelado hacer algo para que le admiraran o le envidiasen? Ahora, por primera vez, todos los niños del Campamento, y también los adultos, le miraban con evidentes deseos de estar en su lugar.

La mujer surgida de la vivienda se preguntó si era posible que aquella desconocida hubiera entendido al niño con tanta celeridad, aceptándole tan fácilmente. Al ver el modo con que Ayla observaba a Rydag, comprendió que así era.

Ayla notó que la mujer la estaba estudiando y le sonrió. La otra le devolvió la sonrisa y se detuvo a su lado.

–Has hecho muy feliz a Rydag –le dijo, alargando los brazos hacia el pequeño que la forastera levantaba del caballo.

–Es poco –dijo Ayla.

La mujer asintió.

–Me llamo Nezzie.

–Yo nombre Ayla.

Las dos mujeres se observaron con atención, sin hostilidad, pero tanteando el terreno para una futura relación.

En la mente de Ayla se atropellaban las preguntas que deseaba hacer con respecto a Rydag, pero vacilaba; no estaba segura de que fuera correcto preguntar. ¿Era Nezzie la madre del niño? En ese caso, ¿cómo había alumbrado un niño de espíritus mezclados? Ayla volvió a plantearse la cuestión que le inquietaba desde el nacimiento de Durc: ¿cómo se iniciaba la vida? La mujer sólo sabía que el bebé estaba allí cuando le cambiaba el cuerpo con el crecimiento de éste. ¿Cómo entraba en ella?

Creb e Iza creían que la vida nueva se iniciaba cuando la mujer tragaba los espíritus totémicos de los hombres. Jondalar pensaba que la Gran Madre Tierra mezclaba los espíritus de un hombre y una mujer, para ponerlos dentro de la mujer cuando ella quedaba embarazada. Pero Ayla tenía su propia opinión. Al notar que su hijo tenía algunas características suyas y algunas del Clan, comprendió que en ella no había crecido ninguna vida antes de que Broud la penetrara a la fuerza.

El recuerdo la hizo estremecer, pero el hecho de que fuera tan doloroso le impedía olvidarlo. Había llegado a creer que había alguna relación entre el miembro que el hombre introducía en el sitio por donde nacían los bebés y el principio de la vida en una mujer. Cuando se lo contó a Jondalar, a éste le pareció una idea extraña y trató de convencerla de que era la Madre quien creaba la vida. Ella no le creyó del todo. Ahora volvía a preguntárselo. Había crecido en el Clan; era una de ellos, a pesar de su aspecto diferente. Aunque le hubiera disgustado tanto, Broud no había hecho sino ejercer sus derechos. Pero ¿cómo era posible que un hombre del Clan hubiera forzado a Nezzie?

Sus pensamientos se interrumpieron ante la conmoción provocada por la llegada de otro pequeño grupo de cazadores. Un hombre, al acercarse, echó su capucha hacia atrás. Tanto Ayla como Jondalar ahogaron una exclamación de asombro: ¡el hombre era de tez oscura! El color de su piel era de un castaño intenso, casi como el de Corredor, lo cual ya resultaba raro en un caballo. Ninguno de los dos había visto, hasta entonces, una persona de piel oscura.

Tenía el cabello negro, con rizos apretados y elásticos que formaban un casquete lanudo, como la piel de un cordero negro. También sus ojos negros; chisporroteaban de gozo cuando sonreía, mostrando los dientes blancos, brillantes, y una lengua sonrosada que contrastaba con su piel oscura. Sabía que provocaba conmoción en quienes le veían por primera vez, y eso le gustaba.

Por lo demás, era un hombre perfectamente común, de complexión mediana, apenas uno o dos dedos más alto que Ayla. Pero su vitalidad contenida, su economía de movimientos y cierta confianza en sí mismo creaban la impresión de que sabía lo que deseaba y no perdía tiempo en averiguarlo. Cuando vio a Ayla, el fulgor de sus ojos aumentó.

Jondalar reconoció aquella mirada como una señal de atracción. Su frente se arrugó formando varios surcos, pero ni la mujer rubia ni el hombre moreno se dieron cuenta. Ella estaba cautivada por el color inhabitual del hombre y le miraba fijamente, con la franca maravilla de una criatura. Y él se sentía atraído tanto por el aura de inocencia que esa reacción dejaba traslucir como por la belleza de la forastera.

De pronto, Ayla notó que estaba mirándole con fijeza; ruborizada hasta el carmesí, bajó la vista al suelo. De Jondalar había aprendido que hombres y mujeres podían mirarse a los ojos sin ofensa, sobre todo por parte de una mujer. Sin embargo, su educación, las costumbres del Clan, reforzadas una y otra vez por Creb e Iza para hacerla más aceptable, le hacían sentirse abochornada.

De cualquier modo, su azoramiento no hizo sino aumentar el interés del hombre moreno. Con frecuencia despertaba en las mujeres una atención desacostumbrada. La sorpresa inicial de su aspecto parecía provocar la curiosidad femenina sobre otras posibles diferencias. A veces se preguntaba si todas las mujeres, en las Reuniones de Verano, se sentían obligadas a averiguar personalmente si él era, en verdad, un hombre como todos. En realidad, no se oponía. Pero la reacción de Ayla le intrigaba tanto como a ella su color. No estaba habituado a que las mujeres adultas, de llamativa belleza, se ruborizaran ante él con el pudor de las niñas.

–Ranec, ¿te han presentado a nuestros visitantes? –preguntó Talut, acercándose.

–Todavía no, pero estoy esperando... impaciente.

El tono de su voz hizo que Ayla le mirara a los ojos profundos y negros, llenos de deseo... y humor sutil. Se introdujeron en ella hasta un punto que sólo Jondalar había tocado hasta entonces. El cuerpo femenino respondió con un cosquilleo inesperado, que llevó hasta sus labios una leve exclamación, agrandando los ojos de color azul grisáceo. El hombre se inclinó hacia delante, dispuesto a cogerle las manos. Pero antes de que se hicieran las presentaciones de costumbre, el forastero alto se interpuso entre ambos y, con el ceño muy fruncido, adelantó las manos.

–Soy Jondalar de los Zelandonii –dijo–. La mujer con quien viajo se llama Ayla.

Ayla estaba segura de que algo perturbaba a Jondalar, algo relacionado con el hombre oscuro. Habituada a interpretar las posturas y las actitudes, observaba atentamente a Jondalar en busca de pistas sobre las que basar su propia conducta. Pero el lenguaje corporal de quienes se expresaban con palabras era mucho menos significativo que el del Clan, cuyos miembros se comunicaban por medio de gestos, y ella aún no confiaba en sus percepciones. Aquellas personas parecían, a un tiempo, más fáciles y más difíciles de interpretar, como en el caso del brusco cambio de actitud en Jondalar. Comprendió que estaba enojado, pero sin saber por qué.

El hombre cogió las manos de Jondalar y las estrechó con firmeza.

–Yo soy Ranec, amigo mío: el mejor tallista del Campamento del León, entre los Mamutoi... y también el único –agregó, con una sonrisa, como burlándose de sí mismo. Luego añadió–: Si viajas con una compañera tan bella, no te extrañes de que llame la atención.

Entonces le tocó a Jondalar sentirse abochornado. La amistosa franqueza de Ranec le hizo sentirse como un patán: con un dolor familiar, recordó a su hermano. Thonolan había mostrado la misma confianza para con todos; siempre era el primero en presentarse cuando se encontraban con otros en su Viaje. A Jondalar siempre le había preocupado hacer cosas tontas; no le gustaba iniciar una relación de manera incorrecta. Como mínimo, acababa de pasar por mal educado.

Pero aquel súbito enojo le había sorprendido, cogiéndole desprevenido. Para él, la punzada ardiente de los celos era una emoción nueva; al menos, llevaba tanto tiempo sin experimentarla que no la esperaba. Se habría apresurado a negarlo, ya que su condición de hombre alto y apuesto, su inconsciente atractivo y su sensibilidad en los Placeres le habían acostumbrado, por el contrario, a que fueran las mujeres las que se mostraran celosas y se disputaran sus atenciones.

¿Por qué le molestaba que otro hombre mirara a Ayla? Ranec tenía razón: era de esperar, siendo ella tan hermosa. Y Ayla tenía derecho a elegir. El hecho de que él fuera el primer hombre de su raza conocido por ella no significaba que fuese el único en atraerla. Ayla le vio sonreír a Ranec, pero notó que la tensión de sus hombros no se había relajado.

–Ranec no le da importancia, aunque no acostumbra a negar sus otras habilidades –estaba diciendo Talut, mientras le precedía hacia la extraña cueva, que parecía hecha de tierra y brotaba en la ribera–. Él y Wymez se parecen en este aspecto, aunque no en otros. Wymez también se resiste a admitir su habilidad como fabricante de herramientas; igual que este hijo de su hogar a reconocer la bondad de sus tallas. Ranec es el mejor tallista de todos los Mamutoi.

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