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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Lázaro (12 page)

BOOK: Lázaro
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¿Los otros niños? Tove Lundberg le había presentado algunos padres de niños dipléjicos. A su vez, ellos habían recomendado a otros. Antón Drexel había pedido dinero a colegas más ricos de Estados Unidos, América Latina y Europa. Había mejorado la calidad de su vino y de los productos de la finca, y duplicado los ingresos de sus tierras. Salviati le había presentado a especialistas de disfunción cerebral y a un pequeño núcleo de hombres acaudalados que ayudaban a pagar al personal docente y de enfermería.

—…Sí, aunque hemos vivido con bastante estrechez durante diez años, estamos educando a artistas, matemáticos y diseñadores de programas de ordenador; pero sobre todo, hemos ofrecido a estos niños la oportunidad de ser realmente humanos, de mostrar la imagen divina con arreglo a la cual, pese a sus graves dolencias, fueron creados realmente… Santidad, le invitan ellos tanto como yo, quieren que venga y comience a mejorar junto a nosotros. No necesita decidirlo ahora. Es suficiente que lo piense. Pero por lo menos una cosa puedo prometerle: es una familia muy feliz.

La reacción del Pontífice fue muy extraña. Durante un instante pareció estar muy cerca de las lágrimas, y después la cara se le endureció y mostró la máscara conocida del depredador implacable. Su tono fue duro, acusador e implacablemente informal.

—Nos parece, Eminencia, que por meritoria que sea esta iniciativa, nos ha hecho escaso favor al ocultarla durante tanto tiempo. Como usted sabe, despreciamos todos y cada uno de los aspectos del lujo en la vida de nuestros hermanos los obispos. Pero al margen de eso, parece que usted es culpable de cierta presunción respecto de nuestro cargo como Vicario de Cristo. No estamos tan mal informados ni somos tan sordos para las murmuraciones palaciegas como la gente cree a veces. Por ejemplo, sabemos que el doctor Salviati pertenece a la raza judía y simpatiza con el sionismo; que su consejera de confianza, la señora Lundberg, es madre soltera, y que se habla de cierta relación entre ellos. Como ninguno de los dos pertenece a nuestra fe, su moral privada no nos concierne. Pero que usted haya concertado esta… esta relación imaginaria con la hija de la señora Lundberg, y por inferencia con ella, que usted lo haya ocultado tanto tiempo y luego haya intentado llevarnos a eso, por honestas que sean las razones… Eso nos parece intolerable y muy peligroso para nosotros y para nuestro cargo.

Antón Drexel había oído en sus tiempos algunas parrafadas clásicas de León XIV, pero ésta las superaba a todas. Todos los temores, las frustraciones y los sentimientos de cólera del hombre se habían volcado en ese discurso; todos los rencores contenidos del niño campesino que había ascendido penosamente para convertirse en príncipe. Ahora, después de ventilar toda su furia, esperó, tenso y hostil, que se desencadenara el contraataque. En cambio, Drexel contestó con sereno formalismo.

—Su Santidad ha aclarado que tendré que responder a una acusación. Ahora no es el momento oportuno. Me limitaré a decir que si he ofendido a Su Santidad, lo lamento profundamente. Le he ofrecido lo que creía que era un gesto bondadoso y un servicio. Pero no debemos separarnos así, encolerizados. ¿No podemos rezar juntos, como hermanos?

El Pontífice no contestó, y en cambio extendió las manos hacia sus gafas y el breviario. Drexel abrió su libro y recitó el primer versículo:
«Munda, cor meum…
Purifica mi corazón, Señor, de modo que mis labios puedan entonar tus alabanzas…». Pronto el ritmo de los antiguos salmos se apoderó de ellos, calmándolos como a las olas de un mar amigo. Un rato después el rostro tenso del Pontífice comenzó a relajarse, y la hostilidad desapareció de sus ojos oscuros. Cuando leyó las palabras «Sí, aunque camino por el valle de la muerte, Su vara y Su cayado me reconfortarán…» se le quebró la voz y comenzó a sollozar en silencio. Ahora Drexel sobrellevó la carga del recitador, mientras su mano se cerraba sobre la de su superior y la sostenía en un apretón firme y reconfortante.

Después de pronunciar el último Amén, Drexel se puso una estola alrededor del cuello y administró la comunión al Pontífice, y un momento más tarde se sentó silencioso mientras él ofrecía su acción de gracias. Durante casi cuarenta minutos no se habían cambiado palabras, sino plegarias, entre ellos. Drexel comenzó a preparar su portafolios. Y entonces, de acuerdo con las normas del protocolo, pidió permiso para retirarse.

—¡Por favor! —Era la llamada dolorosa de un hombre encumbrado y orgulloso—. ¡Por favor, quédese un momento! Lamento lo que he dicho. Usted me comprende mejor que nadie. Siempre ha sido así. Por eso lucho contra usted. Usted no aceptará que me forje ilusiones.

—¿Sabe por qué?

Drexel se mostraba amable con él, pero sin ceder ni un milímetro.

—Desearía que me lo explicara.

—Porque ya no podemos forjar ilusiones. El pueblo de Dios clama por el pan de la vida. Y lo estamos alimentando con piedras.

—¿Y usted cree que yo he estado haciendo precisamente eso?

—Santidad, formúlese usted mismo la pregunta.

—Lo hago… todos los días y todas las noches, desde hace varios meses. Me lo pregunto esta misma noche, antes de que me retiren de aquí en una camilla y me anestesien y me corten como si fuera un pedazo de carne, y me provoquen un paro cardíaco… Sé que las cosas deben cambiar, y que yo debo ser el catalizador del cambio, pero ¿cómo lo haré, Antón? Soy sólo lo que soy. No puedo retOmar al seno de mi madre para renacer.

—Me dicen —observó Drexel con voz pausada— los que sufrieron esta operación, que es lo que más se parece a un renacimiento. Salviati y Tove Lundberg confirman esa idea. Implica una nueva posibilidad de vida, y por lo tanto, una nueva clase de vida. De modo que el problema para mí, y también para la Iglesia, es cómo utilizará usted este renovado don.

—Y usted, Antón, ¿puede recomendarme algo?

—No. Usted ya conoce la recomendación. Se repite constantemente en las Escrituras. «Hijos míos, amaos los unos a los otros»… «Sobre todo, practicad una constante caridad mutua entre vosotros»… La cuestión es cómo interpretará usted la revelación, cómo responderá a ella en el futuro.

—¿Cómo lo he hecho hasta ahora?

—¡De acuerdo con el antiguo estilo romano! ¡Legislación, admonición, decreto! Somos los custodios de la verdad, los censores de la moral, los únicos intérpretes auténticos de la revelación. Somos los que atamos y desatamos, los heraldos de las buenas nuevas. ¡Allanad el camino del Señor! ¡Abridle paso!

—¿Y usted no concuerda con eso?

—No. No lo acepto. Durante cuarenta y cinco años he sido sacerdote del rito romano. Me formé en el sistema y para el sistema. Respeté mis votos sacerdotales y viví de acuerdo con los cánones. He servido a cuatro pontífices, dos veces como miembro del Sacro Colegio. Su Santidad sabe que he discrepado a menudo y francamente. ¡Me he sometido siempre obedeciendo al magisterio!

—En efecto, Antón, y por eso le he respetado. Pero ahora usted dice que hemos fracasado, que yo he fracasado.

—Todos los datos disponibles lo confirman.

—¿Pero por qué?

—Porque usted y yo, todos nosotros, la Curia y la jerarquía por igual, somos los productos casi perfectos de nuestro sistema romano. Jamás lo combatimos. Recorrimos con él cada paso del camino. Cauterizamos nuestros sentimientos, endurecimos nuestros corazones, nos convertimos en eunucos por el amor de Dios. ¡Cómo he llegado a odiar esa frase! Y en algún lugar del camino, creo que cerca del principio, perdimos el sencillo arte de amar. Si piensa en ello, verá que nosotros, los sacerdotes solteros, somos personas muy egoístas, como los auténticos fariseos bíblicos. Descargamos pesos insoportables sobre las espaldas de los hombres y por nuestra parte no movemos un dedo para aliviarlos. Y entonces el pueblo se aleja; no en busca de dioses extraños, como nos complace creer; no para entregarse a orgías y desenfrenos que no pueden permitirse; sino en busca de cosas sencillas que nosotros, los custodios, los censores y los gobernantes, les hemos arrebatado. Ansían cuidados, compasión y amor, y una mano que los guíe fuera del laberinto. ¿Lo hace la suya? ¿Lo hace la mía? Creo que no. Pero si un hombre honesto, franco y valeroso ocupase la Silla de Pedro y pensara primero, después y siempre en la gente, existiría una posibilidad. ¡Tal vez habría una oportunidad!

—¿Pero yo no soy ese hombre?

—Hoy, no lo es. Pero después, si hay un nuevo plazo de vida y la gracia necesaria para usarlo bien, tal vez un día Su Santidad pueda escribir el mensaje que calme el hambre y la sed del pueblo: el mensaje del amor, la compasión y el perdón. Es un llamado que debe resonar alto y claro como el cuerno de Roldan en Roncesvalles…

Se interrumpió, porque de pronto tuvo conciencia de su propio fervor.

—En todo caso, éste es el motivo que me mueve a invitarle a pasar parte de su convalecencia con mi familia. Verá el amor actuando día tras día. Verá a seres humanos que lo ofrendan y lo reciben, que crecen al calor de ese sentimiento. Puedo prometerle que también se le ofrecerá, y que un día usted tendrá riqueza suficiente para retribuirlo… Necesita un período así; necesita esa experiencia. Veo los efectos de este cargo sobre su persona… ¡sobre un hombre cualquiera! Seca la savia de su cuerpo, lo encoge como si fuese una uva puesta al sol. Ahora se le ofrece una posibilidad de renovación. ¡Aprovéchela! ¡Por una vez muéstrese generoso con Ludovico Gadda, que ha pasado demasiado tiempo lejos de su hogar!

—Me pregunto —dijo astutamente el Pontífice— por qué no le designé predicador de la Casa Pontificia.

Drexel se echó a reír.

—Su Santidad sabe muy bien por qué. Me habría enviado a la hoguera al cabo de una semana… —Un instante después retornó a la actitud formal—. Ha pasado hace rato la hora de acostarme. Si Su Santidad permite que me retire…

—Lo permito.

—Y de nuevo pido perdón por mi presunción. Abrigo la esperanza de que finalmente haya paz entre nosotros.

—Antón, hay paz. Dios sabe que no dispongo de tiempo para riñas y trivialidades. Agradezco su consejo. Quizá vaya a alojarme con usted; pero como bien sabe, debo considerar otros aspectos: los protocolos, rivalidades palaciegas, los antiguos recuerdos de episodios ingratos de nuestra historia. No puedo ignorar esas cosas o mostrarles indiferencia. Pero una vez que haya salido del túnel, lo pensaré. Y ahora, Antón, ¡vuelva a su casa! ¡Vuelva a su familia y llévele mi bendición!

En el último momento de intimidad que le restaba antes de la llegada de la enfermera nocturna, León XIV escribió lo que bien sabía podía ser la última entrada en su diario. Incluso si llegaba a escribir otras entradas, éstas provendrían de la pluma de otro León, un hombre reconstruido que había sido separado de la fuente de su vida y luego accionado como un juguete mecánico. Por eso mismo, había cierta urgencia brutal en sus anotaciones.

«Me he comportado como un patán del campo. He insultado a un hombre que sólo me desea bien. ¿Por qué? La verdad desnuda es que siempre he tenido celos de Antón Drexel. A los ochenta años es un hombre mucho más saludable, más feliz y más sabio de lo que yo he sido jamás. Para llegar donde estoy, el cargo de Pastor Supremo de la Iglesia Universal, he trabajado como una bestia cada día de mi vida. En cambio, Drexel es un hombre indulgente consigo mismo y que con su estilo y su talento ha llegado casi sin esfuerzo a ocupar un lugar encumbrado en la Iglesia.

»En la época renacentista, sin duda le habrían hecho Papa. Como mi tocayo León X, habría decidido gozar de la experiencia. Sean cuales fueren sus imperfecciones como clérigo, es el diplomático perfecto. Siempre dirá la verdad, porque su amo, y no él mismo, debe soportar las consecuencias. Defenderá una posición con los términos más enérgicos; pero en definitiva se someterá a la decisión de la autoridad. Roma es un lugar muy cómodo y agradable para un hombre así.

»Pero esta noche ha sido evidente que estaba ofreciéndome participar en una experiencia de amor que ha transformado su vida y convertido en algo positivo incluso su autocomplacencia. No he tenido el valor necesario para decirle cuánto envidio la intimidad y la inmediatez del amor que siente por sus hijos adoptados, cuando todo el amor que yo tengo se diluye y difunde hasta el agotamiento sobre una multitud humana.

»De todos modos, he sentido que incluso así intentaba manipularme, determinar aunque fuese indirectamente lo que podía quedar de mi vida y mi autoridad como Supremo Pontífice. Incluso eso yo podría tolerarlo, porque lo necesito. Mi problema es que él puede permitirse el lujo de cometer un error sin consecuencias excesivamente graves. Yo estoy constreñido por todos los protocolos, y tengo conciencia de todos los riesgos. Soy el poder personificado, pero un poder inerte y estático.

»Los hechos fríos son éstos. Se ha demostrado que mis criterios políticos están errados. El cambio, un cambio radical, es necesario en todos los niveles del gobierno de la Iglesia. Pero incluso si sobrevivo, ¿cómo puedo promover el cambio? Yo fui quien creó la atmósfera rigorista y represiva. Yo fui quien reclutó a los fanáticos para imponer mi voluntad. Tan pronto comience a insinuar un cambio, se unirán para rodearme, obstruir mis comunicaciones, confundirme con episodios escandalosos y cismáticos, y reflejar deformadamente mis opiniones y directrices.

»No puedo librar solo esta batalla. Ya se me ha advertido que seré vulnerable durante un tiempo, un ser emocionalmente frágil, sujeto a depresiones súbitas y amenazadoras. Si ya soy una baja, ¿cómo puedo organizar una campaña que quizá desemboque en una guerra civil?

»Es un riesgo enorme; pero si no estoy en condiciones de afrontarlo, no soy apto para gobernar. Tendré que contemplar la posibilidad de la abdicación, y eso también encierra otros riesgos para la Iglesia.

»Incluso mientras escribo estas palabras, me turba un recuerdo de mis tiempos de escolar. Mi profesor de historia intentaba explicarnos la
Pax Romana
, el período de calma y prosperidad que prevaleció en el imperio bajo el gobierno de Augusto. Nos lo explicó así: «Mientras las legiones marchasen, mientras se mantuviesen y extendiesen los caminos que ellas pisaban, la paz duraría, el comercio prosperaría, el imperio podría perdurar. Pero el día que levantaran el último campamento, que construyesen los últimos terraplenes y empalizadas y se instalasen al abrigo de esas obras, como guarniciones, la
Pax Romana
estaría acabada, el imperio terminado, y los bárbaros comenzarían a moverse avanzando hacia el corazón de Roma».

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