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Authors: Lázaro González Pérez de Tormes

Tags: #Fantástico, Zombi

Lazarillo Z (14 page)

BOOK: Lazarillo Z
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Asentí. Era lo mismo que yo había estado pensando, pero al mismo tiempo algo me empujaba a quedarme: para esperar al regreso de don Diego, para ver a Inés, para ayudar al pobre Rómulo…

—¿Sabéis una cosa? —me atreví a decir, en voz igualmente queda—. Yo también he oído cosas sobre las brujas: me han dicho que no son tales, sino que andaban metidas en una misión a las órdenes de un noble, que a su vez servía al rey…

Me miró con cara de pocos amigos.

—¿Estás acusando al rey de pactos con rameras endiabladas?

—No. —Decidí jugarme el todo por el todo—. Conocéis a los guardias de las mazmorras del Santo Oficio, ¿verdad?

Asintió.

—Os propongo un negocio. —Lo miré directamente a los ojos—. No os costará nada y sacaréis más beneficios que vendiendo esas bulas. Yo no soy un simple mendigo, sino el criado de un noble muy rico. Ayudadme y yo os recompensaré.

No se fiaba del todo, así que tuve que dedicar un buen rato a persuadirle.

A medianoche, el buldero (con la bolsa llena de la mitad de los dineros que don Diego guardaba en su casa) y yo nos encaminamos a las dependencias que el Santo Oficio tenía en la ciudad: un viejo caserón cerca del mercado que se usaba como mazmorra. Él se santiguó antes de llegar —la codicia había podido al miedo—, pero sabía que se la jugaba y sólo la generosa recompensa prometida (en dos pagos, uno antes de llegar y otro cuando todo hubiera acabado) le había decidido a ayudarme. Ambos vestíamos hábitos oscuros, que habían salido del arcón del buldero. El mío, amplio, se completaba con un hatillo donde llevaba una carga muy peculiar.

Llegamos a las puertas y mi acompañante saludó al guardia.

—He encontrado a fray Lázaro cuando venía hacia aquí —le dijo—. Viene a colaborar en el proceso de las brujas.

El guardia me miró de arriba abajo.

—Creía que no llegaríais hasta mañana.

—La obra contra el Maligno no puede esperar —dije con voz grave—. El cardenal Adriano en persona me ha encomendado esta misión.

El guardia dio un respingo al oír ese nombre.

—Ahora no hay nadie aquí. Los inquisidores se han retirado ya.

—Por eso he venido. Quiero interrogar a las brujas a solas… Cuestión de estado —añadí en tono confidencial.

—Muy joven sois para disfrutar de la confianza del cardenal…

—La lucha contra el Mal requiere de la fuerza de la juventud.

El buldero se removió nervioso y sacó una bota de vino. El compañero del guardia se acercó a nosotros al verla.

—¿Podemos echar un trago?

El primer guardia lo miró con expresión enojada. Hizo una señal en dirección a mi persona.

—Pasad, fray Lázaro. Os acompañaré a las celdas de las brujas.

Y, tras dirigir un inequívoco gesto a su compañero y a su amigo el buldero, pidiéndoles que le guardaran su parte de vino, me cedió el paso y juntos entramos en los lóbregos dominios del Santo Oficio.

Me gustaría poder describiros la sensación de opresión que se respiraba ahí dentro. La humedad escalaba por las paredes y descendía por los techos; hacía un frío infame. A medida que me internaba en aquel sombrío espacio sentía que el miedo me acariciaba el corazón provocándome un escalofrío constante. Casi no respiraba: el hedor a carne podrida, a vómitos, a sangre y a excrementos era insoportable.

—Quiero quedarme a solas con ellas —le dije cuando nos detuvimos frente a una puerta cerrada, custodiada por otro guardia que se puso en pie de repente al vernos llegar.

—Como deseéis, padre. Pero ¿no será peligroso para vos?

Los miré a ambos. Agarré con firmeza la cruz que llevaba colgada al pecho y solté una retahila en latín que había aprendido cuando era mozo del ciego. Eso les impresionó, y la terminé con una frase que pudieran entender.

—El Señor está conmigo. Nada me falta.

Pronuncié esas palabras en tono acusador, y ambos bajaron la cabeza, compungidos. El nuevo guardia abrió la puerta.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—José, padre.

—Bien. Deja la puerta entreabierta por si te necesito. Pero aléjate unos pasos de ella. Hay cosas que es mejor que no oigas. —Y al decir esto, saqué del hatillo unas tenazas de hierro, de las que se usan para atizar el fuego, y que había cogido también del buldero.

—Como ordenéis, padre.

—Y tú vuelve a la puerta. No me fío de tu compañero y de ese buldero. Si empiezan a beber descuidarán sus tareas… Y estoy seguro de que estas brujas tienen amigas fuera de aquí.

—Sí, padre.

Respiré hondo. No podía creer que ya estuviera dentro. Me aseguré de que ambos cumplían mis órdenes. ¡Qué fácil era mandar si uno se creía con derecho a hacerlo! Había imitado el tono de don Diego a la perfección. Ahora, sin embargo, faltaba lo más difícil…

Provisto de una antorcha dejé el hatillo en el suelo y me acerqué a los bultos informes que dormitaban en aquel suelo inmundo.

—¡Despierta, concubina del demonio! —grité, para que me oyeran desde fuera.

Una de las dos formas se arrastró por el suelo, huyendo de mí.

Me bajé la capucha del hábito al tiempo que sostenía la antorcha junto a mi rostro y me llevaba el dedo índice de la mano derecha a los labios. Lucrecia abrió unos ojos como platos. Harapienta, en su cara se apreciaban huellas de golpes. Aliviado me dije que las torturas aún no habían empezado, al menos no con ella. Cuando vi que Brígida no se movía me temí lo peor. Empecé a recitar frases en latín, o algo parecido, mientras me agachaba a comprobar el estado de la anciana. Lucrecia seguía boquiabierta, sin dar crédito a lo que veía. Tampoco yo podía creerlo.

El cuerpo de Brígida era una masa sanguinolenta. Se habían ensañado con ella con tanta crueldad que no había ni un centímetro de piel que no presentara algún corte. Su rostro, ya ajado, era ahora una máscara de dolor. Sus ojos, como los de un caballo herido, imploraban misericordia.

—Brígida —susurré—, ¿qué te han hecho?

Su respuesta fue un gemido débil. Miré a Lucrecia, y ésta bajó la cabeza. Entendí lo que ambas me pedían, pero no había acudido para eso. ¡Maldita sea! Lo había organizado todo para que huyeran, para plantarme ante Inés y echarle en cara sus desprecios, para… No para terminar con la vida de alguien.

Brígida entreabrió los ojos y lanzó con ellos un ruego mudo. Del hatillo saqué el hábito que había llevado para ella y lo doblé despacio. Lucrecia rompió a llorar pero en sus lágrimas había tanto dolor como agradecimiento. Yo cerré los ojos, apoyé la basta tela sobre el maltrecho rostro de Brígida y apreté con fuerza. Con la voz rota, entoné otra letanía en latín mientras presionaba con ahínco. Fueron sólo unos instantes, pero se me hicieron eternos. La débil resistencia que oponía el cuerpo de la mujer —el cuerpo, porque su mente anhelaba la muerte— terminó enseguida.

Respiré hondo y aparté la pesada tela de la cara de Brígida. Me gustaría decir que vi en ella una expresión de gratitud, pero la muerte no tiene sentimientos. Me santigüé.

Indiqué a Lucrecia que siguiera tendida y empecé a gritar.

—¡Inútiles! —maldije acercándome a la puerta—. ¿Quién ha torturado a las brujas antes de que yo llegara?

El guardia vino a mi encuentro.

—No fui yo, padre…

Lo abofeteé, con todas mis ganas.

—¿Acaso crees que puedo interrogar a una muerta?

Me miró aterrado.

—No… no estaba muerta, padre. Yo mismo…

—¿Tú mismo? —Alcé la cruz en dirección a él—. Informaré al cardenal de tu negligencia. Las brujas debían seguir vivas hasta que nos confesaran todo lo que saben.

—Pero… pero… —balbuceó, cayendo de rodillas—. ¡Perdón, padre!

No podía esperar a una ocasión mejor. Del hábito saqué un duro bastón de recia madera y le asesté un fuerte golpe en la cabeza. Cayó desplomado sin emitir ni un gemido.

Volví a entrar en la celda. Lucrecia intentaba ponerse el hábito que yo había traído para ella, aunque aquellos enormes pechos no ayudaban en nada a su empeño. Al final, sin embargo, logró disimularlos bajo la amplia tela.

—¿Qué es esto? —preguntó, señalando el hatillo.

Sonreí.

—Avivemos la leyenda… —Saqué de él los dos gatos muertos que había traído conmigo y los dejé junto al cadáver de Brígida—. ¿No afirman estos locos que los gatos son los animales del diablo? ¡Esto les convencerá de que así es! Y les dará algo en que pensar…

Lucrecia me miraba asombrada, y algo asqueada también.

—Mi idea era dejarlos en vuestro lugar… uno en sustitución de cada una de vosotras, pero…

Salimos. Del bolsillo del guardia cogí las llaves y cerré la celda. Éste seguía inconsciente, y lo senté junto a la puerta, como si nada hubiera pasado.

Junto a Lucrecia recorrimos el pestilente espacio. Debíamos sortear un último obstáculo: cruzar la puerta. Cuando estábamos cerca la detuve con un gesto. Las risas del buldero y de los guardias me indicaron que había cumplido con su parte del trato, aunque ésta seguía siendo la más peliaguda de la empresa. Asomé la cabeza y solté un maullido. Era la señal para que el buldero pusiera en práctica la segunda parte del plan. Maullé de nuevo, por si no me había oído. Y una tercera vez.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó mi cómplice.

—¿El qué? —replicó uno de los guardias.

Repetí el sonido.

—Será un gato, digo yo… —apuntó riendo el otro guardia.

—Eso me temo —dijo el buldero con voz seria. Vi cómo se santiguaba.

—¿Qué pasa?

—¿Acaso no sabéis que los secuaces del diablo toman forma de gatos para visitar a sus amantes sin levantar sospechas?

Los guardias se callaron. Tenían la cabeza embotada a causa del vino, y tampoco habían demostrado ser muy listos. Un nuevo maullido, más débil, pareció helarles la sangre.

—¡Hay que ir a por él! —gritó el buldero, dando un puñetazo sobre la mesa.

Ninguno de los dos parecía muy dispuesto a moverse, y menos para enfrentarse a un diablo aunque anduviera bajo la forma de un simple felino.

—¿Queréis que el diablo libere a esas malditas brujas?

Se inició entonces una discusión entre ambos guardias. El de mayor rango exhortaba al otro a entrar en los pasadizos a inspeccionar el terreno; el segundo, envalentonado por el alcohol, se negaba a cumplir órdenes, más por miedo que por otra cosa. El primero, sin embargo, quiso imponer su voluntad de un puñetazo: dejó claro quién mandaba, sí, pero el golpe derribó a su compañero y lo dejó inconsciente, incapaz de cumplir orden alguna que no fuera dormir hasta que desapareciera el efecto narcotizante de la borrachera y el chichón.

Aproveché ese momento para salir.

—¿Qué sucede?

El guardia me miró: no estaba lo bastante borracho para no sentir miedo.

—He… hemos oído un gato y… —balbuceó.

—Daré parte a tus superiores mañana mismo —repliqué con voz severa—. Ve a ver qué pasa de una vez por todas.

Se volvió y aproveché el momento para descargar un fuerte golpe sobre su nuca. Instantes después, los tres —Lucrecia, el buldero y yo mismo— corríamos por las calles de la ciudad.

Nunca la calle me había parecido un espacio tan libre, tan amplio; nunca el frío de la noche me había resultado tan vigorizante. Cuando estuvimos a un par de manzanas de las mazmorras, nos despojamos de los hábitos: los dos frailes se convirtieron al instante en un joven y una mujer madura, algo magullada pero contenta. A nuestro lado, el buldero se movía con rapidez. Al vernos ya cambiados, me dijo:

—Queda un último detalle por arreglar.

—Lo sé. Y aquí lo tienes. —Le entregué el dinero prometido, con la esperanza de que don Diego considerara que había sido bien empleado.

—Creo que no volveré por aquí durante una larga temporada —dijo el buldero con una sonrisa.

—Con esto podrás pasar el invierno entero sin vender una bula.

Me dio la mano.

—Si algún día quieres unirte al negocio…

—Lo haría contigo —repliqué, al tiempo que estrechaba la mano tendida.

—Te daré un último consejo. Marchaos de Toledo… A ella la buscarán, no te quepa duda.

Asentí, y nuestros caminos se separaron para siempre. Yo ardía en deseos de llegar a casa, de ver la cara de Rómulo y sentir la admiración de Inés. De ser, por una vez, un héroe salvador merecedor de respeto. Y, también debo decirlo, ansiaba ver si Dámaso volvía a dirigirme su mirada de desprecio después de aquello.

TRATADO SEXTO

Cómo Lázaro adquirió la inmortalidad y tuvo ocasión de lamentarlo

Debo admitir que el recibimiento que nos depararon en la apartada casa de don Diego colmó mis mayores expectativas. A pesar de la triste noticia que suponía la muerte de Pedro y de Brígida, de quien dije que ya había fallecido cuando llegué a la celda, la liberación de Lucrecia animó los rostros de María y de Inés, que casi habían perdido toda esperanza. Rómulo casi murió de la impresión al verla y el abrazo en que se fundieron él y su amada, por desigual y ridículo que a muchos les pudiera parecer, me llenó los ojos de lágrimas.

Al verlos juntos miré a Inés, que me observaba con una sonrisa en los labios. ¡Dios! Habría derribado mil muros, engañado a mil guardias, entrado en mil cárceles por sentir el calor de esa sonrisa. Inés se dirigió a mí y me dio la mano, y con ese gesto supe que esa noche sería mía. Juraría que Dámaso también lo entendió así, ya que se mantuvo muy tenso, escuchando con aire displicente el relato que Lucrecia, a ratos con mi ayuda, hacía de su salida de las mazmorras.

—Deberíamos irnos —dijo el cojo al final—. Cuanto antes. Esta misma noche. Como ha hecho Miguel…

Lo miré, desafiante, aunque una parte de mí le daba la razón. Había que poner tierra de por medio, alejar a Lucrecia y a quienes se encontraran con ella, de los alrededores de Toledo. Aún quedaban monedas de las que había encontrado en la alcoba de don Diego… Podíamos huir enseguida.

—Ha pasado un día y no hay la menor noticia de don Diego —insistió Dámaso.

Inés apretó mi mano. La promesa implícita en esa caricia me decidió a enfrentarme a Dámaso.

—Esperaremos a don Diego un día más. Si mañana al anochecer no ha regresado, nos iremos. —Mi tono ya no era el de un mozo o un criado. Incluso a mí me extrañó su fuerza y la convicción que transmitía.

—¡Estáis locos! A ella la buscarán por toda la ciudad. No dejarán ni una piedra por remover hasta encontrarla.

Volví a considerar la situación. Dámaso no mentía, pero en esos momentos estábamos igual de seguros en aquella casa apartada de Toledo que vagando por los caminos. Además, tal vez el regreso de don Diego trajera consigo otras, y mejores, noticias.

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