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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Yihad Butleriana (46 page)

BOOK: La Yihad Butleriana
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—No recibo suficiente cerveza de especia para vendérsela como intermediario, pero una banda de nómadas ha llegado esta mañana. Se quedarán dentro de sus tiendas para soportar el calor del día, pero los encontrará en el mercado esta noche, en el extremo este del espaciopuerto. Le venderán lo que tengan. Cuidado con las tomaduras de pelo.

—A mí nadie me toma el pelo —dijo Keedair, y desnudó sus dientes afilados en una cruel sonrisa. No obstante, se dio cuenta de que arrastraba las palabras al hablar de una manera alarmante. Tendría que dejar pasar los efectos de la cerveza antes de encontrarse con los zensunni.

Toldos de tela marrón y blanca ofrecían retazos de sombra. Los nómadas estaban sentados lejos del bullicio del espaciopuerto. Estos zensunni habían construido tiendas y refugios a base de lonas impermeabilizadas y envoltorios de cargamento. Algunas telas parecían hechas de un tipo diferente de polímero, una especie extraña de plástico que Keedair nunca había visto.

El sol caía tras la barrera de montañas, al tiempo que teñía el cielo de tonos naranja y rojo sangre. Cuando la temperatura descendió, se alzó el viento, que levantó polvo y arena. Los toldos se agitaron y sacudieron con estrépito, pero los nómadas no hicieron caso, como si el ruido fuera música a sus oídos.

Keedair se acercó solo, todavía algo mareado, aunque tenía la cabeza muy despejada después de haber estado tomando únicamente agua durante el resto de la tarde… a un precio exorbitante. Al verle, dos mujeres esperanzadas entraron en sus tiendas y esparcieron objetos sobre una mesa. Había un hombre cerca de ellas, con un símbolo geométrico tatuado en su cara enjuta, los ojos oscuros y suspicaces.

Sin decir palabra, Keedair dejó que las mujeres exhibieran sus telas de colores, junto con rocas de forma extraña, pulidas por tormentas de arena, y algunos irrisorios objetos oxidados de una tecnología ya olvidada, que Keedair no podría vender ni al más crédulo y excéntrico coleccionista de antigüedades. Meneó la cabeza con aire hosco cada vez, hasta que el hombre (una de las mujeres le había llamado naib Dhartha) dijo que no tenía nada más.

Keedair fue al grano.

—He probado cerveza de especia. El hombre que me la vendió sugirió que hablara contigo.

—Cerveza de especia —dijo Dhartha—. Hecha de melange. Sí, se puede conseguir.

—¿Cuánta puedes entregar, y a qué precio?

El naib extendió las manos y sonrió apenas.

—Todo está abierto a la discusión. El precio depende de la cantidad que desees. ¿Lo bastante para un mes de uso personal?

—¿Por qué no toda la bodega de una nave? —replicó Keedair, y vio asombro en la cara de los nómadas. Dhartha se recuperó al punto.

—Tardaremos un tiempo en reunirla. Un mes, quizá dos.

—Puedo esperar…, si llegamos a un acuerdo. He venido con una nave vacía. He de llevarme algo. —Echó un vistazo a los objetos y las rocas—. Y no quiero cargar con nada de eso. Sería el hazmerreír de la liga.

Pese al interés de Tlulaxa por los productos biológicos, Keedair no estaba desposado con el negocio de la esclavitud. En caso necesario, iría a la suya y no regresaría jamás al sistema solar de Thalim. Además, muchos tlulaxa eran fanáticos religiosos, y se había cansado de dogmas y politiqueos. Siempre habría demanda de bebidas y drogas, y si podía introducir algo nuevo y exótico, una droga que los nobles más ricos no hubieran probado todavía, podría llevarse un buen margen de beneficios.

—Pero antes, dime exactamente qué es la melange —continuó Keedair—. ¿De dónde sale?

Dhartha hizo una seña a una de las mujeres, que se agachó bajo el toldo. Se levantó una brisa cálida, y la tela de polímero restalló con más fuerza que antes. El sol se estaba ocultando tras el horizonte, lo cual le obligaba a entrecerrar los ojos si miraba en aquella dirección. Esto le impidió captar matices en la expresión del hombre del desierto.

Al cabo de unos momentos, la mujer trajo dos tacitas humeantes de un líquido espeso y negro que olía a canela picante. Sirvió primero a Keedair, y este bajó la vista, intrigado pero escéptico.

—Café mezclado con melange pura —explicó Dhartha—. Te gustará.

Keedair recordó el precio exorbitante del agua que había adquirido en el bar, y decidió que el nómada estaba invirtiendo en su conversación. Tomó un sorbo, con cautela al principio, pero no se le ocurrió ningún motivo para que quisieran envenenarle. Saboreó el café caliente en la lengua y experimentó una sensación eléctrica, un delicioso sabor que le recordaba la cerveza de especia, que su sistema aún no había eliminado. Tendría que ser precavido, o perdería su instinto para los negocios.

—Cosechamos melange en el Tanzerouft, el desierto al que van los gusanos diabólicos. Es un lugar muy peligroso. Perdemos a muchos de los nuestros, pero la especia es preciosa.

Keedair tomó otro sorbo de café y tuvo que reprimirse para no aceptar un trato de inmediato. Las posibilidades se estaban incrementando. Mientras los dos hombres cambiaban de posición, Keedair pudo ver bien el rostro enjuto de Dhartha. Los ojos del naib no solo eran oscuros; eran de un azul profundo. Hasta los blancos estaban teñidos de añil. Muy peculiar. Se preguntó si sería un defecto provocado por la endogamia de los zensunni.

El hombre del desierto introdujo la mano en un bolsillo y extrajo una pequeña caja, que al abrirla reveló un polvillo marrón escamoso y comprimido. La extendió hacia Keedair, que removió el contenido con la yema del meñique.

—Melange pura. Muy potente. La utilizamos en nuestras comidas y bebidas.

Keedair se llevó la yema del dedo a la lengua. La melange era fuerte y estimulante, pero también relajaba. Se sintió pleno de energía y sereno al mismo tiempo. Su mente parecía más afilada, no nublada como cuando tomaba alcohol o drogas en exceso. Se contuvo, para no parecer demasiado ansioso.

—Si consumes melange durante un largo período de tiempo —estaba diciendo Dhartha—, te ayuda a conservar la salud y te mantiene joven.

Keedair no hizo comentarios. Había escuchado similares afirmaciones sobre diversas
fuentes de la eterna juventud
. Por lo que él sabía, ninguna de ellas se había demostrado eficaz.

Cerró la tapa de la cajita y la guardó en el bolsillo, aunque no se la habían regalado. Se levantó.

—Volveré mañana. Seguiremos hablando. He de reflexionar sobre este asunto.

El naib gruñó a modo de afirmación.

Keedair caminó hacia su lanzadera, que se encontraba dentro de los límites del espaciopuerto. Los cálculos preliminares le aturdían. Sus hombres se sentirían decepcionados por no haber llevado a cabo ninguna incursión, pero Keedair les pagaría el mínimo que recogía su contrato. Necesitaba meditar sobre las posibilidades de esta potente especia antes de negociar un precio con los nómadas. Arrakis estaba muy lejos de las rutas comerciales habituales. La idea le entusiasmaba, pero no estaba seguro de poder exportar la sustancia exótica y conseguir ganancias.

Como era realista, dudaba de que la melange fuera algo más que una mera curiosidad.

69

Los humanos son supervivientes por antonomasia Hacen cosas por egoísmo, y después intentan ocultar sus motivos mediante complicados subterfugios. Regalar cosas es un ejemplo emblemático del comportamiento secretamente egoísta.

E
RASMO
, notas sobre los recintos de esclavos

Poco antes de medianoche, Aurelius Venport estaba sentado a una mesa larga de madera de ópalo, en una reverberante cámara hundida en las profundidades de la cueva que albergaba la ciudad de Rossak. Había amueblado esta habitación para sus reuniones de negocios con prospectores de drogas, bioquímicos y mercaderes de productos farmacéuticos, pero Zufa Cenva la utilizaba de vez en cuando para sus encuentros privados.

Pese a que la oscuridad ya había caído, la hechicera se hallaba en la peligrosa selva, entrenando a sus jóvenes protegidas y preparándolas para ataques suicidas. Venport no sabía muy bien si Zufa, estaba ansiosa o aterrada por la posibilidad de que volvieran a solicitar la ayuda de sus pupilas.

Confiaba en que su pareja no albergara ideas peregrinas, aunque seguramente le encantaría convertirse en mártir. Zufa pensaba conocerle bien, le culpaba de sus fracasos imaginarios, pero Venport todavía la amaba. No deseaba perderla.

Hacía una hora que Zufa tendría que haber regresado, y él la estaba esperando. No le servía de nada ser impaciente. La altiva hechicera se ceñía a sus propios horarios, y opinaba que las prioridades de Venport carecían de toda importancia.

Pese a la oscuridad, la habitación estaba iluminada por una luz cálida y confortable, procedente de una esfera amarilla que flotaba sobre la mesa como un sol individual portátil. Norma se la había enviado desde Poritrin a modo de regalo, una fuente de luz compacta levitada por un nuevo campo suspensor que ella había desarrollado. Basado en el mismo principio que el panel lumínico, pero mucho más eficaz, el aparato generaba luz como subproducto resultante del propio campo suspensor. Norma lo llamaba globo de luz, y Venport había estado estudiando sus posibilidades comerciales.

Venport tomó un largo trago de cerveza de hierbas amarga. Hizo una mueca, y luego bebió un poco más, con el fin de calmar sus nervios. Zufa debería llegar de un momento a otro, y ardía en deseos de verla. Las hechiceras habían erigido en la selva un altar en honor de la difunta Heoma. Quizá estaban todas allí en este momento, bailando a su alrededor bajo la luz de las estrellas, salmodiando encantamientos como brujas. O tal vez, pese a su lógica y determinación frías y agnósticas, elegían momentos de intimidad para adorar la fuerza vital de Gala, una madre Tierra que encarnaba el poder femenino. Cualquier cosa con tal de estar lejos de lo que llamaban los
débiles
hombres…

Ejércitos de mosquitos empezaron a invadir la cueva desde los pasillos exteriores, atraídos por la luz. Los insectos nocturnos poseían un voraz apetito de sangre humana, pero solo la de los hombres. Era una de las bromas de Rossak, como si las hechiceras hubieran lanzado un encantamiento sobre los diminutos animales, con el fin de que retuvieran a los hombres en casa por la noche, mientras las mujeres llevaban a cabo sus ritos secretos en la selva.

Transcurrió otro cuarto de hora, y Zufa sin venir. Frustrado, Venport terminó la cerveza y dejó el vaso vacío sobre la mesa, con un suspiro de disgusto. Pocas veces pedía verla, pero esto era importante para él. ¿Acaso no podía concederle unos momentos de su precioso tiempo?

Continuaba luchando por ganarse su comprensión y respeto. Durante años, Venport había exportado con éxito narcóticos destinados a fines médicos y productos farmacéuticos manufacturados en las fábricas de Rossak. El mes pasado, sus hombres habían obtenido espléndidos beneficios por la venta de drogas psicodélicas a Yardin. Eran las drogas favoritas de los místicos budislámicos que gobernaban el planeta. Los místicos utilizaban los alucinógenos de Rossak en rituales religiosos, con la intención de alcanzar el esclarecimiento.

Venport contempló una lechosa piedra soo que había sobre la mesa. Un contrabandista de Buzzell, uno de los Planetas No Aliados, le había vendido la piedra, muy valiosa y rara. El contrabandista había afirmado que algunas de estas piedras, las de pureza extraordinaria, poseían capacidades hipnóticas. Quería que Zufa la llevara con orgullo, tal vez en un pendiente. La hechicera podría valerse de ella para potenciar sus poderes.

Introdujo una tira enrollada de corteza de alcaloide en su boca y la masticó para relajarse. Disminuyó la luz del globo y ajustó su espectro a un brillo más anaranjado, lo cual causó que la piedra soo bailara con los colores del arco iris. La corteza de alcaloide le calmaba… y distanciaba. La piedra emitía un resplandor hipnótico, y perdió el sentido del tiempo.

Cuando Zufa entró en la habitación, tenía la cara ruborizada y los ojos brillantes. Parecía un ser etéreo a la luz cálida de la habitación. Llevaba un vestido largo y diáfano, con diminutas joyas que brillaban como un campo de flores color rubí.

—Veo que no tienes nada importante que hacer —dijo, ya con el ceño fruncido.

Aurelius procuró recobrar el sentido.

—Nada más importante que esperarte. —Se puso en pie con todo el orgullo que fue capaz de reunir y cogió la piedra—. He encontrado esto, y pensé en ti. Un regalo de Buzzell, donde mis mercaderes obtuvieron extraordinarios beneficios de…

Al ver la expresión de desdén en su rostro, Venport se sintió compungido y calló.

—¿Y qué debo hacer con ella? —Examinó el obsequio sin tocarlo—. ¿Cuándo me han interesado las baratijas?

—Es una piedra soo muy rara, y dijo que puede… potenciar las capacidades telepáticas. Quizá puedas utilizarla con tus pupilas. —Ella estaba inmóvil como una estatua, indiferente, y Venport continuó a toda prisa—. Los budislámicos de Yardin se vuelven locos por nuestras drogas psicodélicas. He ganado un montón créditos estos últimos meses, y pensé que esto te gustaría.

—Estoy cansada y me voy a la cama —contestó Zufa—. Mis hechiceras ya han demostrado sus capacidades. Teniendo en cuenta que las máquinas amenazan todos los planetas de la liga, no tenemos tiempo que perder con piedras soo.

Venport meneó la cabeza. ¿Qué le habría costado aceptar el regalo? ¿Es que no podía ofrecerle ni una palabra de cariño? Herido en lo más hondo, un dolor que ni siquiera la corteza podía calmar, gritó:

—¡Si renunciamos a nuestra humanidad para combatir a las máquinas, Zufa, Omnius ya ha ganado!

La mujer vaciló un momento, pero no se volvió hacia él, sino que se encaminó a sus aposentos y le dejó solo.

70

Al sobrevivir, ¿perdurará nuestra humanidad? Aquello que hace que la vida resulte dulce para los seres vivos, cálida y llena de belleza, también eso ha de pervivir. Pero no conquistaremos esta humanidad permanente si negamos la totalidad de nuestro ser, si negamos emoción, pensamiento y carne. Si negamos la emoción, perdemos todo contacto con nuestro universo. Si negamos el pensamiento, no podemos interactuar con el mundo palpable. Y si osamos negar la carne, inutilizamos el vehículo que nos transporta a todos.

P
RIMERO
V
ORIAN
A
TREIDES
,
Anales del ejército de la Yihad

La Tierra. Vorian viajaba en el interior de una exquisita carroza blanca, bajo una fina llovizna de verano, arrastrada por cuatro espléndidos corceles blancos. Erasmo había ordenado al cochero robot que llevara un uniforme con anchas solapas militares, abundantes cintas doradas y un tricornio extraído de una antigua imagen histórica.

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