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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La sombra del Coyote / El Coyote acorralado (8 page)

BOOK: La sombra del Coyote / El Coyote acorralado
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—Sírvenos de lo mejor —ordenó Bulder, dirigiéndose al camarero.

La llegada del grupo obligó a Searles a apartarse un poco. En el mismo instante que lo hacía se oyó caer un vaso al suelo.

Al momento escuchóse una imprecación, y Searles, antes de que pudiera volverse, sintió contra su espalda el duro contacto del cañón de un revólver.

—¡Estúpido! —gruñó la voz de su vecino—. Esto te va a costar…

—Nada —dijo otra voz—. Sol Poniente, tienes un revólver apoyado contra tu cabeza, y si disparas el tuyo no volverás a cometer otra tontería semejante.

El hombre que encañonaba con su revólver a Searles quedó inmóvil, como esperando órdenes. No tardó en recibirlas.

—Guarda tu artillería y vete —siguió la voz.

Sol Poniente obedeció y, con paso lento, marchó hacia la puerta de «El Dorado». Volvióse sólo un momento, para pasar entre unas mesas, y pudo ver que el hombre que le había dado la orden era el mejicano de la cabeza vendada, que acababa de guardar también su revólver y, vuelto hacia el bar, estaba diciendo:

—Continúe la fiesta, caballeros. Ha sido un incidente sin importancia.

Searles iba a volverse hacia su salvador, cuando Sol Poniente, con velocísimo movimiento, llevó la mano derecha a la culata del revólver, lo desenfundó y quiso levantar el percutor; pero aquí se terminó su acción, pues el mejicano, a pesar de haber buscado su revólver cuando ya la mano de Sol Poniente estaba en la culata del suyo, fue el primero en sacarlo y disparar.

Dos veces habló su revólver. La primera, para arrancar el largo Colt que empuñaba el pistolero, y la segunda para dirigir la bala al lóbulo de la oreja derecha de Sol Poniente.

Éste tardó unos segundos en comprender lo ocurrido. Primero miró estúpidamente su vacía mano y luego, movido por el fuego que abrasaba su oreja, llevó la misma mano a la parte herida. Al fin, y con los ojos desorbitados por el espanto, comprendió.

—¡
El Coyote
! —murmuró en un siseo que llegó a todos los oídos.

—Veo que me conoces —dijo el mejicano, arrancándose el vendaje y dejando al descubierto su enmascarado rostro—. No debiste nunca cruzarte en mi camino —siguió—: No vuelvas a hacerlo.

Sol Poniente retrocedió, como atontado. Luego se oyó el galope de un caballo y todos comprendieron que el famoso pistolero que había trazado en sangre su nombre en muchas peleas, huía, atemorizado, ante la amenaza del más temido de los nombres del Oeste.

Het Kyler se creyó obligado a decir algo. Sabía que
El Coyote
no solía matar a los
sheriff
, y por ello protestó:

—¿Qué significa eso de venir a turbar la paz de este pueblo? Me dan tentaciones…

—Usted perdone, señor
sheriff
—replicó, duramente, el enmascarado, guardando su revólver—. No sabía que Sol Poniente fuera amigo suyo.

—No lo es… No lo había visto nunca. Pero represento a la Ley…

—Y se retrasa usted un poco en intervenir. Cuando el señor que se ha marchado tenía el revólver contra la espalda de este caballero, usted no se alteró lo más mínimo.

—Vi cómo ese hombre le tiraba el vaso de licor y como eso se considera una ofensa, le habría estado bien empleado a Searles que le hubieran pegado un tiro…

—Het Kyler, en mi larga vida he tenido el disgusto de conocer a muchos
sheriffs
y comisarios; pero usted es el peor de todos ellos —replicó el enmascarado—. No comprendo cómo los ciudadanos de esta población tuvieron que ir al desierto a buscar una serpiente de cascabel como usted para colgarle la estrella en el pecho.

—¡Me está insultando! —jadeó el
sheriff
.

—¡Qué inteligencia! —rió
El Coyote
—. Sí, le estoy insultando, y le doy todas las oportunidades que quiera para empuñar su revólver y devolverme el insulto.

Het Kyler palideció mortalmente; pero estaba en una situación que no admitía retroceso; por ello tartamudeó:

—Quiere obligarme a echar mano a las armas para poderme asesinar…

La mano derecha del
Coyote
trazó un veloz círculo en el aire. Prácticamente nadie vio cómo el revólver salía de la funda y volvía a ella; pero, en cambio, todos escucharon la detonación y vieron cómo la oreja derecha de Kyler se ensangrentaba, marcada para siempre con la marca del
Coyote
.

—¡Cobarde! —gritó Kyler, llevándose la mano a la herida.

—Modere su lengua, señor Kyler —previno el enmascarado—. Traiga una baraja, saque una carta y yo sacaré otra. El que obtenga la más alta disparará primero. La distancia que nos separará será de dos metros. No creo que le falle la puntería. Si no se atreve, lárguese de aquí, porque cuando cuente tres le destrozaré una pierna.

Het Kyler vaciló sólo un momento, en seguida dio media vuelta y escapó de la taberna seguido por algunas carcajadas.

El Coyote
paseó su mirada por la sala, y, arreglándose el sombrero, abandonó lentamente el local sin volver una sola vez la cabeza, a pesar de lo cual ninguno de los que allí estaban se atrevió ni a acercar la mano a la culata de su revólver.

Al llegar junto a la puerta volvióse, y dirigiéndose a Searles dijo:

—Caballero, cuide mucho de quienes se colocan a su lado.

Sólo cuando hubieron transcurrido casi cinco minutos de la salida del enmascarado la vida volvió a «El Dorado».

Fue Isaías Bulder quien primero recobró la palabra. Dirigiéndose a Searles, declaró, impetuoso:

—¡Tiene usted buenos amigos!

Searles avanzó hacia él y, con el rostro demudado, ordenó:

—Saque sus armas y defiéndase como un hombre.

Estaba inclinado hacia adelante, con las manos, como garras, rozando las culatas de sus revólveres, dispuesto todo él a saltar como un muelle en violenta tensión.

Bulder palideció; pero haciendo un esfuerzo logró decir:

—Imita usted lo que ve hacer a los otros. Además, como puede ver yo no llevo revólver.

Searles sonrió burlonamente y desciñéndose el cinturón lo dejó, junto con las armas que pendían de él, encima del mostrador; luego, dirigiéndose a Bulder, dijo:

—Ya que no quiere exponerse a recibir un balazo en la cabeza, supongo que no tendrá inconveniente en recibir unos cuantos puñetazos.

Por un momento el ranchero pareció sorprendido; luego un destello de alegría cruzó por sus ojos. En aquellas tierras no había un hombre capaz de dominarle en una lucha a brazo partido. Su asombro fue compartido por los demás; pero ese asombro aún fue mayor cuando, después de quitarse las espuelas, los dos hombres avanzaron uno contra el otro y Bulder, después de lanzar en vano un poderoso puñetazo, se encontró con un fulminante derechazo de Searles, quien, sin darle tiempo a reponerse de la sorpresa y de los destructores efectos del puñetazo, completó éste con una serie de rápidos golpes que parecieron derretir las piernas de Bulder, quien, con los ojos en blanco y los músculos sin fuerza, se desplomó ante su adversario sin haber tenido ni la oportunidad de alcanzarle con un solo golpe.

Jamás se había visto una derrota tan rápida. La impresión producida fue tan grande que, a pesar de la espectacular aparición del
Coyote
, en las horas que siguieron nadie en Esperanza habló de otra cosa que de la pelea entre Bulder y Searles.

Sin embargo, a la mañana siguiente Het Kyler clavó en el tablero de los avisos un cartel recordando a todos que desde hacía diez años existía un importante precio por la cabeza del
Coyote
. El cartel ofrecía diez mil dólares a quien entregase, vivo o muerto, al misterioso enmascarado. Ninguno de los que lo leyeron pensó, ni por un momento, en hacer nada para ganar dicho premio. Había formas más cómodas y seguras de obtener dinero, aunque no tanto.

Capítulo VIII: Venganza

Bulder estaba humillado física y moralmente. No atreviéndose a mostrar su magullado rostro, se encerró en su rancho, rumiando su derrota. Por lo que hacía referencia a las heridas de su cuerpo, les daba poca importancia, pues sus efectos pasarían pronto; pero la herida moral duraría mucho más, porque era infinitamente más honda.

El recuerdo de lo ocurrido le hacía lanzar imprecaciones. En medio de una de ellas, Peters entró a verle.

—Maldiciendo y jurando no se arregla nada —dijo el capataz del I. B.

Bulder le dirigió una furiosa mirada.

—¿Qué quieres que haga?

—Preparar el ataque. Searles ha descubierto su juego y sus fuerzas.
El Coyote
le apoya, tiene dinero y, además, tiene el rifle que llevaba Abraham Meade el día en que fue asesinado.

—¿Cómo lo sabes? ¿Por Daniels?

—No. Daniels se ha vuelto honrado y no quiere saber nada de nosotros; pero hay otros que nos ayudan. Searles es un pistolero profesional; pero también es otras cosas.

—Ya lo sé —gruñó Bulder—. Es amigo del
Coyote
, lo cual es algo.

Peters se encogió de hombros.

—¡
El Coyote
! ¡Bah! ¿Qué fuerza tiene ese enmascarado? Ninguna. Podrá mover guijarros; pero no montañas. En cambio existen fuerzas capaces de arrollarle.

—¿Cuáles?

—No importa ahora. Tú quieres deshacerte de Searles, ¿no? Pues bien, hace unas semanas tres hombres asaltaron el Banco de Santa Ana. Dos de aquellos murieron; el tercero escapó. Y si la descripción que de él hicieron no está equivocada, sospecho que se trata de nuestro buen amigo Nick Searles.

—¿Y qué? ¿Crees que Het querrá jugarse la cabeza deteniéndole por algo que ocurrió fuera de los límites de su jurisdicción?

—Puede haber gente más valiente que nuestro
sheriff
. Y en cuanto a delitos ocurridos fuera de la jurisdicción de Kyler… Escucha…

****

A la mañana siguiente Searles entró en su cabaña, de regreso de una visita de inspección a los pastos, y lo primero que atrajo su mirada fue un papel clavado en la pared. Fue a cogerlo, presintiendo de quién procedía, y leyó, extrañado, sus breves líneas. Decía así:

«Retira el dinero del Banco».

Searles confiaba lo bastante en su jefe para no dudar ni un momento. Montando a caballo, sin detenerse a descansar, marchó al galope hacia Esperanza, dirigiéndose en seguida al Banco, de donde retiró el dinero que tenía depositado. Para mayor comodidad llevóse los mil novecientos dólares en billetes.

Mientras regresaba al rancho, Searles reflexionaba acerca de lo que podía haberle ocurrido a Meade. No confiaba mucho en que el propietario del I. B. estuviese aún con vida. El hallazgo de su fusil en poder de Innes justificaba todas las sospechas de que Abraham Meade hubiera sido asesinado. Además, su extraño silencio sólo servía para confirmar los más trágicos presentimientos.

Preocupado con estos pensamientos, encaminóse hacia los pastos que lindaban con el desierto. La hierba era escasa y mala, y no vio a ninguno de sus vaqueros. Dejó descansar un rato su caballo y luego reemprendió la marcha hacia el rancho, llegando a él a media tarde.

Casi antes de tener tiempo de desensillar su caballo fue interrumpido por la llegada de uno de sus hombres, que anunció a grandes voces:

—¡Los Máscaras Blancas han asaltado el Banco de Esperanza! Han herido al gerente.

El asalto habíase verificado de acuerdo con la costumbre de los bandidos de aquellas regiones. Mientras unos guardaban la entrada del Banco, otros penetraron en su interior y, amenazando al gerente con sus armas, le obligaron a entregar todo cuanto había en el local; después, para impedirle que diera la alarma,, le dispararon un tiro y escaparon con el botín.

—Se ha formado un grupo dirigido por Kyler, Riley y otros, y están persiguiendo a los bandidos —terminó de explicar el vaquero—. Debemos unirnos a ellos.

Todos aprobaron estas palabras como si se tratase de acudir a una fiesta en vez de marchar hacia una posible muerte, dando por descontado que los bandidos habíanse llevado también el dinero del rancho.

—El dinero está aquí —anunció Searles, mostrando los billetes que había retirado del Banco.

El entusiasmo de los vaqueros fue mayor; pero no redujo sus deseos de marchar detrás de los bandidos. Searles dirigióse hacia la casa principal, entró en el salón y entregó el dinero a Carol.

—Trataremos de cazar a los bandidos —explicó—. Prefiero que guarde usted el dinero, pues…

—¿Qué? —preguntó Carol.

Searles se encogió de hombros.

—Podría ocurrirme algo que me impidiese regresar para decirle en dónde lo guardé.

—¿Es necesario que vaya usted? —preguntó Carol.

—Soy el jefe y no está bien que cuando ellos exponen su vida yo que me quede atrás.

Carol inclinó la cabeza y su rostro expresó honda amargura.

—¿Cuánto terminarán estas violencias? —preguntó.

—Algún día —sonrió Searles.

Era la primera vez que la joven se mostraba humana con él.

—No, no terminarán nunca —replicó Carol—; cuando no luchan con las pistolas pelean a golpes, como si con ello consiguieran algo práctico.

Searles comprendió que Carol estaba enterada de la pelea que Bulder y él habían sostenido en «El Dorado». Pero como la joven no hizo mayor mención de ella, el capataz se abstuvo también de referirse al incidente. Recomendó a Carol que guardara bien el dinero, y, saliendo del rancho, montó a caballo y partió al frente de los vaqueros, cortando el desierto para unirse a la
pose
[2]
que marchaba detrás de los ladrones.

La tarea era inútil, pues los autores del asalto tuvieron tiempo sobrado para escapar. Sin embargo la persecución siguió, sin descanso, mientras hubo luz. Entonces los hombres se reunieron para pasar la noche al amparo de unas rocas, al pie de las cuales encendieron unas hogueras de artemisa y matorrales de creosota.

Entre los que formaban la
pose
figuraba Isaías Bulder; mas ni por una vez miró a Searles. Este abstúvose, también, de decirle nada. Al llegar la hora de tumbarse a dormir, el capataz del P. Cansada eligió un apartado rincón y dejó los revólveres al alcance de su mano.

Apenas se había envuelto en la manta oyó un ruido que se acercaba a él. Incorporándose sobre el codo izquierdo, Searles levantó uno de sus revólveres y apuntó hacia la sombra que acababa de surgir de las tinieblas.

Por un momento el capataz creyó que se trataba de un hombre que avanzaba a gatas; pero un violento jadeo le convenció de su error. Un instante después la sombra saltaba sobre él.

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