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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (10 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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La carne asada se sirvió, en un acto de penitencia, sobre un mantel encogido y en el extremo de la mesa del comedor, a las dos en punto. Ahí Arthur comió con el señor Flintwinch, el nuevo socio. El señor Flintwinch le informó de que su madre había recuperado la calma y de que no debía temer que aludiera a lo sucedido por la mañana.

—Y no ofenda usted a su padre en su propia casa, Arthur —añadió Jeremiah—. ¡De una vez por todas, no lo ofenda! Y no hay nada más que añadir sobre el asunto.

El señor Flintwinch había estado ya arreglando y limpiando el polvo de su pequeño despacho con intención de ponerse a la altura de su nueva dignidad. Reanudó su trabajo después de saciarse de ternera, de sorber toda la salsa de la carne con la parte contraria al filo de la hoja del cuchillo y de servirse generosamente del barril de cerveza de baja graduación que se guardaba en un cuartito anexo a la cocina. Así repuesto, se remangó y volvió al trabajo. Arthur, contemplándolo, concluyó que el retrato de su padre o su misma tumba habrían sido tan comunicativos como el anciano.

—Affery, mujer —dijo el señor Flintwinch mientras cruzaba el vestíbulo—. La última vez que he subido todavía no habías hecho la cama del señor. Espabila.

Pero Arthur había encontrado la casa tan desolada y lóbrega y estaba tan poco dispuesto a asistir a otra implacable maldición de su madre, deseando a sus enemigos (tal vez él entre ellos) una desfiguración mortal y una ruina inmortal, que anunció su intención de alojarse en la posada donde había dejado el equipaje. El señor Flintwinch recibió bien la idea de librarse de él, y como su madre era totalmente indiferente —más allá de las consideraciones sobre la necesidad de ahorrar— a cualquier acontecimiento doméstico que tuviera lugar fuera de las paredes de su dormitorio, Arthur pudo disponer sus arreglos sin ofender a nadie. Acordaron un horario para que su madre, el señor Flintwinch y él trabajaran revisando libros y papeles, y salió de la casa que había encontrado hacía tan poco con el corazón abatido.

¿Y la pequeña Dorrit?

El horario dedicado a los negocios, que incluía las pausas en las que la inválida tomaba ostras y perdices y que Clennam aprovechaba para reponerse con un paseo, fue de diez de la mañana hasta seis de la tarde durante aproximadamente una quincena. Algunas veces, la pequeña Dorrit estaba ocupada cosiendo, otras veces no estaba y otras aparecía como una humilde visita, igual que el día en que llegó Arthur. La curiosidad inicial de éste iba amentando día a día mientras la esperaba, la viera o no la viera, y se entregaba a la especulación. Influido por la idea que le dominaba, hasta llegó a pensar en la posibilidad de que, en cierto modo, la joven guardara alguna relación con ella. Finalmente, decidió vigilar a la pequeña Dorrit y averiguar algo más sobre su historia.

Capítulo VI

El padre de Marshalsea

Hace treinta años, a unas pocas puertas de la iglesia de Saint George, en el barrio de Southwark, al lado izquierdo del camino que iba hacia el sur, estaba la cárcel de Marshalsea. Llevaba allí muchos años y aún estaría unos cuantos más, pero ahora ha desaparecido y no por ello el mundo es un lugar peor.

Era una mole oblonga de aspecto cuartelario, dividida en casas miserables unidas unas a otras por la parte trasera, de modo que no tenía habitaciones posteriores; rodeada por un estrecho patio adoquinado y cercada por altos muros debidamente rematados por pinchos. Era una cárcel angosta y reducida para deudores, y tenía dentro otra más angosta y reducida para contrabandistas. Infractores de las leyes fiscales y defraudadores de aranceles e impuestos de aduana, castigados con multas que no podían pagar, eran —en principio— encarcelados tras una puerta con chapa de hierro que cerraba una segunda cárcel formada por una o dos celdas de aislamiento y un callejón sin salida de un metro y medio de anchura; este callejón constituía el misterioso final de un pequeño campo de bolos en el que los deudores de Marshalsea echaban sus penas a rodar.

Tales infractores estaban —en principio— ahí encarcelados, pero con el paso del tiempo las celdas y el callejón sin salida se habían revelado insuficientes; en la práctica, estas condiciones habían llegado a considerarse excesivamente duras, aunque, en teoría, eran tan buenas como siempre; lo mismo se podría decir actualmente de otras celdas nada aisladas y otros callejones sin salida. Por ello, normalmente los contrabandistas confraternizaban con los deudores (que los recibían con los brazos abiertos), excepto en algunos momentos cruciales en que algún funcionario procedía a alguna revisión que ni él ni nadie sabía en qué consistía. En estas ocasiones, auténticamente británicas, los contrabandistas, si es que alguno había, simulaban entrar en las celdas aisladas y el callejón sin salida, mientras el funcionario simulaba hacer su trabajo… y sin simulación alguna se marchaba inmediatamente después de no hacerlo, claro epítome del modo en que se gestionan la mayoría de los asuntos públicos de nuestra isla, nuestra pequeña isla.

Mucho antes del día en que el sol brillaba en Marsella, al principio de esta narración, un deudor con el que ésta guarda alguna relación había ingresado en la cárcel de Marshalsea.

Era, en ese momento, un caballero de mediana edad, muy amable y muy inofensivo, que iba a salir de inmediato. Sin duda, iba a salir en seguida porque el cerrojo de Marshalsea nunca había encerrado a un deudor que no lo fuera. Llevaba una maleta con él y no estaba seguro de que mereciera la pena deshacerla; tan claro le parecía —como a todos los demás, decía el portero— que iba a salir en seguida.

Era un hombre tímido y reservado; apuesto pero de un modo algo afeminado; con una voz suave, cabello rizado y unas manos indecisas —en aquellos tiempos, con anillos en los dedos— que, nerviosas, se llevó a la boca cientos de veces en la primera media hora que pasó justo después de que ingresara en la cárcel. Su principal inquietud era su esposa.

—¿Cree usted, señor —le preguntó al portero—, que se quedará muy impresionada si mañana por la mañana se presenta ante esta puerta?

El portero contestó que, según su experiencia, sabía que algunas se impresionaban mucho y otras no. En general, eran mayoría las que no se impresionaban.

—¿Cómo es la mujer? Porque ahí está la clave —preguntó filosóficamente.

—Es muy delicada e inexperta.

—Pues eso que tiene en contra.

—Está tan poco acostumbrada a salir sola —dijo el deudor—, que no sé si sabrá llegar hasta aquí, si viene andando.

—Quizá —dijo el portero— coja un coche de alquiler.

—Quizá. —Los dedos indecisos tocaron los labios temblorosos—. Espero que lo haga, quizá no se le ocurra.

—O a lo mejor —dijo el portero, ofreciendo sus consejos desde lo alto de un gastado taburete de madera, como los habría podido ofrecer a un niño por cuya debilidad sintiera compasión— pide a un hermano o una hermana que la acompañen.

—No tiene hermanos.

—Pues a una sobrina, un sobrino, un primo, un criado, una criada o un vendedor de verduras. ¡Vaya! Quien sea —dijo el portero, oponiéndose de antemano a cualquier respuesta negativa a sus sugerencias.

—Me temo… Espero que no vaya contra las normas… Temo que venga con los niños.

—¿Los niños? —dijo el portero—. ¿Las normas? Vaya, el Señor lo ha puesto en el mejor sitio. Tenemos un campo de juegos para niños. ¡Niños! Esto está lleno de niños, ¿cuántos tiene usted?

—Dos —dijo el deudor, llevándose de nuevo los dedos indecisos a los labios y regresando al interior de la cárcel.

El portero lo siguió con los ojos. «Y con él ya son tres —pensó—. Y su mujer, otra criatura, me apostaría una corona. Así que ya son cuatro. Y otro en camino, apostaría media corona. Cinco en total. Y me jugaría otros siete chelines y tres peniques a que sé quién es el más indefenso, el niño que no ha nacido o usted».

Había acertado en todos los detalles. La mujer apareció al día siguiente con un niño de tres años y una niña de dos y lo corroboró todo.

—Tiene ya habitación, ¿verdad? —preguntó el portero al deudor al cabo de una semana o dos.

—Sí, tengo una muy buena.

—¿Va a traer algún trasto para amueblarla? —preguntó el portero.

—Espero que esta tarde el transportista me traiga algunos muebles.

—¿La parienta y los niños van a venir a hacerle compañía? —preguntó el portero.

—Sí, nos parece mejor que no nos separemos, ni siquiera unas semanas.

—Aunque sólo sean unas semanas, claro —contestó el portero. Lo siguió con los ojos y asintió varias veces antes de que desapareciera.

Los asuntos de este deudor los había complicado una empresa a la que estaba asociado, de la que lo único que sabía era que había invertido dinero en ella; y, mediante cesiones y acuerdos, un traspaso aquí y otro traspaso allá, y la sospecha de que lo acreedores le tenían una preferencia ilegítima y de que se habían producido desapariciones misteriosas de los bienes; y, como nadie en la faz de la tierra era más incapaz que el deudor mismo de explicar una sola cosa en aquel cúmulo de confusión, era imposible sacar nada comprensible del caso. Hacerle preguntas detalladas y esforzarse por encajar sus respuestas, o encerrarlo con contables y sabios profesionales, expertos en artimañas de insolvencia y bancarrota, equivalía a situarlo todo a un interés compuesto de incomprensibilidad. Los dedos indecisos iban y venían de los labios temblorosos cada vez con mayor ineficacia en tales ocasiones y los profesionales más agudos lo habían dejado por imposible.

—¿Salir? —dijo el portero—. Éste no sale a menos que sus acreedores lo agarren por los hombros y lo saquen a empujones.

Llevaba ya cinco o seis meses en la cárcel cuando una mañana el preso fue corriendo al portero, sin aliento y pálido, para decirle que su mujer estaba mal.

—Como era de prever —dijo el portero.

—Teníamos previsto que se marchara mañana a una casa de campo —contestó el preso—. ¿Qué hago? ¡Santo cielo, qué voy a hacer!

—No pierda el tiempo retorciéndose las manos y mordiéndose los dedos —contestó el portero, que era un hombre práctico, agarrándolo por el codo—. Venga conmigo.

El portero lo condujo por una de las escaleras comunes de la cárcel hasta la puerta de la buhardilla mientras el preso temblaba de pies a cabeza, gemía por lo bajo: «¡Qué hago, qué hago!» y sus dedos indecisos le esparcían las lágrimas por el rostro. El portero llamó con la empuñadura de la llave.

—¡Adelante! —gritó una voz desde dentro.

El portero abrió la puerta y, en una habitación pequeña, miserable y maloliente, aparecieron dos personajes de cara rubicunda, hinchados y roncos, que, sentados ante una mesilla, jugaban a las cartas mientras fumaban en pipa y bebían brandy.

—Doctor —dijo—, la esposa de este caballero lo necesita a usted cuanto antes.

El amigo del doctor ofrecía a la vista cierto grado de ronquera, hinchazón, rubicundez, naipes, tabaco, suciedad y brandy; pero, en comparación, el médico resultaba más ronco, más hinchado, más rubicundo, más sucio y más impregnado de naipes, tabaco y brandy. Iba increíblemente mal vestido, con una chaqueta de marinero rasgada y zurcida, rota en los codos y a la que ostensiblemente le faltaban varios botones (en sus buenos tiempos había sido el experimentado médico de un barco de pasajeros), los pantalones blancos más inmundos que un mortal pueda concebir, unas zapatillas de fieltro y, al parecer, ninguna ropa blanca.

—¿De parto? ¡Eso es lo mío! —exclamó el médico.

Tras decir estas palabras, cogió un peine de la repisa de la chimenea y se peinó hasta dejarse los cabellos de punta —ésa era, al parecer, su manera de asearse—, sacó luego un maletín profesional de abyecta apariencia del mismo armario en que guardaba tazas, platos y el carbón de la chimenea, asentó la barbilla dentro de la astrosa bufanda que llevaba en torno al cuello y se convirtió en un espantoso espantapájaros médico.

El doctor y el deudor bajaron corriendo las escaleras, dejaron al portero volver a su puesto de guardia y se dirigieron a la habitación del deudor. Todas las mujeres que vivían en la cárcel se habían enterado de la noticia y estaban en el patio. Algunas se habían hecho cargo ya de los dos niños y se los llevaban generosamente con ellas; otras ofrecían en préstamo las pequeñas comodidades que poseían; otras manifestaban su comprensión con la mayor locuacidad. Los varones, sintiéndose en situación de inferioridad, en su mayoría se habían retirado, por no decir se habían escabullido a sus respectivas habitaciones; desde las ventanas abiertas algunos saludaron con silbidos al médico cuando lo vieron pasar, mientras otros, a varios pisos de distancia, bromeaban sobre el nerviosismo general.

Era un caluroso día de verano y las habitaciones de la cárcel se cocían entre los altos muros. En la habitación del deudor, la señora Bangham, asistenta y mujer de los recados, que no estaba presa (aunque lo había estado) y hacía para muchos de medio de comunicación con el mundo exterior, había brindado sus servicios como cazamoscas y en todo lo que fuera menester. Las paredes y el techo de la habitación estaban negros de moscas. La señora Bangham, experta en improvisar artefactos, abanicaba con una mano a la paciente con una hoja de col mientras con la otra colocaba trampas de vinagre y azúcar, dentro de botes de hojalata, para atrapar a tales insectos; y al mismo tiempo formulaba expresiones de ánimo y felicitación adaptadas al momento.

—Le molestan las moscas, ¿verdad, querida? —dijo la señora Bangham—. Bueno, quizá la distraigan y le vengan bien. Entre el cementerio, la tienda de ultramarinos, los establos y la tripería, las moscas de Marshalsea engordan mucho. A lo mejor nos las envían como consuelo y no lo sabemos. ¿Cómo se encuentra ahora, querida? ¿No está mejor? Claro que no, cariño. Se encontrará peor antes de mejorar, eso ya lo sabe usted, ¿verdad? ¡Eso está bien! ¡Y pensar que ese angelito va a nacer dentro de la cárcel ¿No es una cosa bonita? ¿No la ayuda a tolerar mejor este mal rato? No recuerdo que haya sucedido nada parecido, creo que no lo he visto nunca. ¿Qué es eso? ¿Está llorando? —dijo la señora Bangham con intención de animar a la paciente—. ¡Usted, que va a ser famosa! ¡Llora cuando las moscas están cayendo en los frascos por decenas! ¡Cuando todo va tan bien! ¡Y aquí tenemos a su querido esposo con el doctor Haggage! ¡Ahora sí que está todo listo! —añadió mientras se abría la puerta.

La del doctor no era precisamente una aparición que inspirara la idea de que estuviera todo listo, pero no tardó en dar su opinión:

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