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Authors: Anthony Burgess

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

La naranja mecánica (19 page)

BOOK: La naranja mecánica
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—Oh —dijo él, como si videara por primera vez el plato, y depositándolo en la mesa—. Todavía no estoy muy práctico —explicó— en las tareas domésticas. Mi mujer lo hacía todo, y así yo podía dedicarme a escribir.

—¿Su mujer, señor? —pregunté—. ¿Acaso lo abandonó? —Realmente deseaba tener noticias de la mujer, pues la recordaba muy bien.

—Sí, me abandonó —dijo el veco, con golosa más fuerte y amarga—. Sí, murió. Fue violada y golpeada brutalmente. La impresión fue terrible para ella. Ocurrió en esta misma casa —continuó, y le temblaban las rucas, que sostenían la bayeta—, en ese cuarto, al Iado. He tenido que endurecerme para continuar viviendo aquí, pero ella hubiese deseado que yo siguiese en el sitio donde todavía perdura su fragante recuerdo. Sí sí sí. Pobre muchachita. —Pude videar claramente, hermanos míos, lo que había ocurrido aquella naito lejana, y al videarme en esa escena, sentí náuseas de nuevo, y la golová empezó a dolerme. El veco videó que pasaba algo, porque el litso se me quedó sin el crobo rojo rojo, muy pálido, y él podía videármelo bien.— Ahora, vete a la cama —me dijo bondadosamente—. Tengo lista la habitación de los huéspedes. Pobre pobre muchacho, seguramente ha sido terrible. Una víctima de los tiempos modernos, lo mismo que ella. Pobre pobre pobre muchacha.

5

Hermanos, dormí toda la noche realmente joroschó, sin ninguna clase de sueños, y la mañana amaneció clara y fría, y sentí el agradable vono del desayuno que estaba friéndose allá abajo. Me llevó cierto tiempo saber dónde estaba, como ocurre siempre, pero pronto recordé, y entonces me sentí caliente y protegido. Pero mientras estaba tendido en la cama, esperando que me llamaran a desayunar, pensé que tenía que conocer el nombre de este veco bondadoso, protector y casi maternal, así que caminé por el cuarto con las nogas desnudas buscando
La naranja mecánica
, que seguramente tenía escrito el imya del veco, ya que él era el autor. En mi dormitorio no había más que una cama, una silla y una lámpara, de modo que caminé hasta una puerta que daba al dormitorio del veco, y allí vi a la mujer en la pared, una bolche foto ampliada, de modo que me sentí un malenco enfermo recordando. Pero también había dos o tres estantes de libros, y tal como lo había pensado, encontré un ejemplar de
La naranja mecánica
, y en el lomo del libro, como en la columna vertebral, estaba el imya del autor: F. Alexander. Gran Bogo, pensé, es otro Alex. Recorrí las hojas del libro, de pie, en piyama y con las nogas desnudas, pero no sentía nada de frío pues la casita estaba tibia. Yo no podía entender de qué trataba el libro. Parecía escrito en un estilo muy besuño, de Ah Ah y Oh Oh y toda esa cala, pero lo que se sacaba en limpio era que ahora estaban convirtiendo en máquinas a todos los liudos, y que en realidad todos —usted y yo y él y bésame los scharros— tenían que ir creciendo de manera natural, como una fruta. Según parece, F. Alexander pensaba que todos crecemos en lo que él llamaba el árbol del mundo y el jardín del mundo, que el mismo Bogo o Dios había plantado, y así estábamos allí, porque Bogo o Dios nos necesitaba para satisfacer el amor ardiente que tenía por nosotros, o alguna cala por el estilo. No me gustó el chumchum de todo eso, oh hermanos míos, y me pregunté hasta qué punto estaría besuño este F. Alexander, quizá porque la mujer había snufado. Pero en eso me llamó desde abajo con una golosa de tipo en sus cabales, con mucha alegría y amor y toda esa cala, y abajo fue Vuestro Humilde Narrador.

—Has dormido mucho —dijo el veco, mientras sacaba con una cuchara los huevos pasados por agua y retiraba las tostadas oscuras de la tostadora—. Ya son casi las diez. Ya llevo varias horas trabajando.

—¿Escribiendo otro libro, señor? —pregunté.

—No, no, ahora no se trata de eso —dijo, y nos acomodamos cordiales y drugos, y se oyó el viejo crac crac crac de los huevos y el crac crunch crunch de las tostadas oscuras, y frente a nosotros había bolches tazas de chai con mucha leche—. No, estuve telefoneando a varias personas.

—Creí que no tenía teléfono —dije, metiendo la cuchara en el huevo, sin pensar en lo que decía.

—¿Por qué? —preguntó, como un animal scorro con una cucharita en la ruca.— ¿Por qué creíste que no tenía teléfono?

—Nada —repliqué—, por nada, por nada. —Y entonces, hermanos, me pregunté si yo recordaba bien la primera parte de aquella naito lejana, cuando yo me acerqué con el viejo cuento, pidiendo telefonear al doctor y ella me contestó que no tenían teléfono. El veco me smotó con mucha atención, pero después fue bueno otra vez y alegre, comiendo cucharadas de huevo. Mientras masticaba munch munch me dijo:

—Sí, he telefoneado a varias personas que se interesarán en tu caso. Comprenderás ya que puedes ser un arma muy poderosa, que impida el retorno de este gobierno malvado en la próxima elección. Ya sabes que el gobierno está muy orgulloso hablando de cómo ha resuelto el problema de la delincuencia en los últimos meses. —El veco me miró otra vez con mucha atención por encima del huevo humeante, y de nuevo me pregunté si estaba tratando de videar el papel que yo había tenido alguna vez en su chisna. Pero continuó hablándome: —Han incorporado a la policía matones jóvenes. Esas nuevas técnicas de condicionamiento debilitan la voluntad del individuo. —Y hermanos, mientras el veco me decía todos esos slovos tan largos, tenía en los glasos una mirada de loco o besuño.— Lo mismo ya hicieron en otros países —dijo—. Se empieza de a poco. Antes que sepamos lo que pasa estaremos todos sometidos al aparato totalitario. —Y yo pensaba: «Caramba, caramba, caramba» mientras comía los huevos y mordía crunch crunch las tostadas.

—¿Y qué tengo que ver con todo eso, señor? —pregunté.

—Tú —replicó, siempre con una mirada besuña— eres el testigo viviente de estos proyectos diabólicos. La gente, la gente común tiene que enterarse y comprender. —El veco se levantó de la silla y se puso a recorrer la cocina, de la pila a la alacena, diciendo con voz muy gronca: —¿Querrán todos que sus hijos se conviertan en lo que tú eres, pobre víctima? ¿No terminará decidiendo el propio gobierno qué es y qué no es delito, y destruyendo la vida y la voluntad de quien se atreva a desobedecer? —F. Alexander se tranquilizó un poco, pero no regresó al huevo.— Escribí un artículo —dijo— esta mañana, mientras dormías.

Se publicará en un día o dos, con una foto que mostrará la dolorosa expresión de tu rostro. Tienes que firmarlo tú, pobre muchacho, para que se sepa lo que te hicieron.

—¿Y usted, qué saca de todo esto, señor? —pregunté—. Quiero decir, aparte el dengo que le darán por el artículo, como usted lo llama. Es decir, ¿por qué se opone tanto a este gobierno, si puedo tener el atrevimiento de preguntárselo?

F. Alexander se aferró al borde de la mesa y dijo, apretando los subos, calosos y todos manchados con el humo de los cancrillos: —Alguien tiene que luchar. Hay que defender las grandes tradiciones libertarias. No soy hombre de partido, pero si veo la infamia procuro destruirla. Los partidos nada significan. La tradición de libertad es lo más importante. La gente común está dispuesta a tolerarlo todo, sí. Es capaz de vender la libertad por un poco de tranquilidad. Por eso debemos aguijonearla,
pincharla...
—Y aquí, hermanos, el veco aferró un tenedor y descargó dos o tres tolchocos sobre la pared, de modo que el tenedor se dobló todo. Después, lo arrojó al suelo. Con voz bondadosa dijo: —Come bien, pobre muchacho, pobre víctima del mundo moderno —y pude videar bastante claro que la golová no le funcionaba muy bien—. Come, come. Puedes comerte también mi huevo. —Pero yo dije:

—Y yo, ¿qué saco de todo esto? ¿Me curarán lo que me hicieron? ¿Podré volver a slusar la vieja sinfonía
Coral
sin sentir náuseas? ¿Podré vivir otra vez una chisna normal? ¿Qué me pasará, señor?

El veco me miró, hermanos, como si no hubiera pensado en eso, y de todos modos no tenía mucha importancia comparado con la Libertad y toda esa cala, y me miró sorprendido porque había dicho lo que dije, como si pensara que yo era egoísta porque quería algo para mí. Luego contestó: —Oh, como ya te dije, eres una prueba viviente, pobre muchacho. Termina el desayuno y ven a ver lo que escribí, porque aparecerá en
La Trompeta Semanal
con tu propio nombre, infortunada víctima.

Bueno, hermanos, lo que él había escrito era una cosa muy larga y dolorida, y mientras la leía yo lo sentía mucho por el pobre málchico que goboraba de sus sufrimientos y de cómo el gobierno le había carcomido la voluntad, y de que todos los liudos no debían permitir que un gobierno tan podrido y perverso gobernase de nuevo, y entonces, claro, comprendí que ese pobre y doliente málchico era nada menos que Vuestro Humilde Narrador. —Muy bueno —dije—. De veras joroschó. Bien escrito, oh señor. —Y entonces el veco volvió a mirarme con mucho cuidado y dijo:

—¿Qué? —Era como si nunca me hubiese slusado antes.

—Oh —dije—, es lo que llamamos el habla nadsat. Todos los adolescentes lo usan, señor. —Así que este veco se fue a la cocina a lavar los platos, y yo me quedé con los platis de dormir y los tuflos prestados, esperando que me hicieran lo que tenían que hacerme, porque personalmente no se me ocurría nada, oh hermanos.

Mientras el gran F. Alexander estaba en la cocina, se oyó dingalingaling en la puerta. —Ah —crichó él, y apareció secándose las rucas—, ha de ser esa gente. Iré a atender. —Así, que abrió y los dejó pasar, y se oyó un confuso jajaja de charla y hola y qué malo está el tiempo y cómo andan las cosas, y entonces se metieron en el cuarto donde estaba el fuego encendido, y el libro y el artículo sobre lo mucho que había sufrido yo, y me videaron y dijeron Aaaaaah. Eran tres liudos, y F. Alex me dijo los imyas. Z. Dolin era un veco que jadeaba y resoplaba, y tosía cashl cashl cashl con un pedazo de cancrillo en la rota, derramándose ceniza sobre los platis y después se la limpiaba con rucas muy impacientes. Era un veco redondo y malenco, de grandes ochicos de marco grueso. Después estaba qué sé yo cuántos Rubinstein, un cheloveco muy alto y cortés, con golosa de verdadero caballero, muy starrio y con una barba en punta. Y finalmente D. E. da Silva, un tipo con movimientos muy scorros y fuerte vono a perfume. Todos me miraron de veras joroschó y parecieron muy contentos con lo que veían. Z. Dolin dijo:

—Perfecto, perfecto, ¿eh? Este muchacho puede ser un instrumento perfecto, ¿eh? Hasta convendría que pareciera todavía más enfermo y estúpido que ahora. Cualquier cosa por la causa. Seguramente se nos ocurrirá algo.

No me gustó lo de estúpido, hermanos, y dije: —¿Qué pasa, bratitos? ¿Qué le están preparando a este druguito? —Y entonces F. Alexander murmuró:

—Es extraño, ese tono de voz me da escalofríos. Quizá nos hemos conocido antes. —Y frunció el ceño, tratando de recordar. Yo tendría que andar con cuidado, oh hermanos míos. D. E. da Silva dijo:

—Sobre todo asambleas públicas. Será tremendamente útil exhibirlo en reuniones públicas. Por supuesto, hay que considerar la presentación en los diarios. Tocaremos el tema de la vida arruinada. Tenemos que inflamar los sentimientos. —Mostró los subos desparejos, muy blancos contra el litso de piel oscura, y me pareció que debía ser medio extranjero. Yo le dije:

—Nadie me quiere aclarar lo que sacaré de todo esto. Torturado en la cárcel, echado de mi casa por mis propios padres y ese inquilino roñoso y prepotente, golpeado por los viejos y casi muerto por los militsos... ¿qué será de mí?

El veco Rubinstein me respondió:

—Muchacho, ya verás que el Partido no olvida. Oh, no. Al final descubrirás una pequeña sorpresa muy aceptable. Espera y verás.

—Sólo reclamo una vesche —criché— y es estar normal y sano como en los tiempos starrios, tener mi malenca diversión con
verdaderos
drugos, y no los que se llaman así y en realidad no son más que traidores. ¿Pueden darme eso, eh? ¿Hay un veco que pueda hacerme como era antes? Eso quiero, y eso necesito saber.

Cashl cashl cashl tosió este Z. Dolin. —Un mártir de la causa de la Libertad —dijo—. Tienes que hacer tu parte, y no olvidarlo. Entretanto, te cuidaremos. —Y comenzó a palmearme la ruca izquierda como si yo fuese un idiota, sonriéndome como besuño. Yo criché:

—Dejen de tratarme como si quisieran aprovecharse de mí y nada más. No soy un idiota ni haré lo que ustedes me manden, estúpidos brachnos. Los prestúpnicos comunes son estúpidos, pero no soy común ni lerdo de entendederas, ¿me slusan?

—Lerdo —dijo F. Alexander, casi musitando—. Lerdo. Yo he oído ese nombre. Lerdo.

—¿Eh? —dije—. ¿Qué tiene que ver el Lerdo con todo esto? ¿Qué sabe usted del Lerdo? —y luego exclamé: —Oh, que Bogo nos ayude. —No me gustaba la expresión de los glasos de F. Alexander. Me acerqué a la puerta, porque quería subir, ponerme los platis y dejar la casa.

—Casi podría creerlo —dijo F. Alexander, mostrando los subos manchados, y una expresión enloquecida en los glasos—. Pero cosas así son imposibles. Cristo, si así fuera lo mataría, lo aplastaría, por Dios que sí.

—Vamos —dijo D. B. da Silva, calmándolo, golpeándole el pecho como si fuese un perrito—. Eso es historia antigua. Fue otra gente. Ahora hemos de auxiliar a esta pobre víctima. Es necesario, en beneficio del futuro y la Causa.

—Voy a buscar mis platis —dije al pie de la escalera—, quiero decir la ropa, y luego me marcho odinoco. Quiero decir que estoy agradecido a todos, pero tengo que vivir mi propia chisna. —La verdad, hermanos, quería salir de ahí de veras scorro. Pero Z. Dolin dijo:

—Ah, no. Te tenemos, amigo, y no pensamos dejarte. Ven con nosotros, ya verás que todo se arregla. —Y se acercó para aferrarme otra vez el brazo. Hermanos, pensé luchar, pero la idea de pelear provocó el malestar y en seguida la náusea, de modo que me quedé quieto. y entonces vi otra vez los glasos como enloquecidos de F. Alexander, y dije:

—Lo que ustedes digan, porque me tienen en sus rucas. Pero empecemos y terminemos de una vez, hermanos. —La verdad, ahora quería salir de ese mesto llamado HOGAR. Estaba empezando a no gustarme ni un malenquito la mirada de los glasos de F. Alexander.

—Bien —dijo este Rubinstein—. Vístete y salgamos. —Lerdo lerdo lerdo —murmuraba F. Alexander—. ¿Qué o quién era este Lerdo? —Subí de veras scorro y me vestí en dos segundos justos. Luego salí con estos tres y me metí en un auto. Rubinstein a un lado y Z. Dolin haciendo cashl cashl cashl al otro, y D. B. da Silva manejando, y fuimos a la ciudad y a un edificio que en realidad no estaba muy lejos del bloque donde yo había vivido.— Vamos, muchacho, baja —dijo Z. Dolin, tosiendo de modo que el cancrillo que tenía en la rota le brilló como un horno malenco—. Aquí te instalarás. —Entramos, y en la pared del vestíbulo había otra de esas vesches de la Dignidad del Trabajo, y subimos en el ascensor, y nos metimos en una casa que era como todas las casas de todos los bloques de la ciudad. Muy muy malenca, con dos dormitorios y un cuarto para vivir-comer-trabajar, pero aquí la mesa estaba cubierta de libros y papeles y tinta y botellas y toda esa cala.— Éste es tu nuevo hogar —dijo D. B. da Silva—. Instálate, muchacho. Comida encontrarás en la alacena. Hay piyamas en un cajón. Descansa, descansa, espíritu perturbado.

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