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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (64 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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Sancho asintió y la besó, aunque ella apartó el rostro y se refugió en el huerto, de donde no salió para despedirles cuando Josué y él se marcharon una hora después.

«Ella te ama», dijo el negro cuando alcanzaron la calle.

—Ya lo sé. Lo que no sé es corresponderle.

«Cuando dos montan un caballo, sólo uno va delante.»

—¿Qué diablos quieres decir con eso?

«Lo comprenderás cuando vayas delante.»

A Sancho le intrigaron aquellas palabras y le molestó que su amigo no fuese más claro, pero ya llevaba mucho tiempo junto a Josué como para desdeñar sus misteriosas comparaciones a la ligera. El negro era mucho más sabio de lo que daba a entender su aspecto. De cualquier forma no tenía tiempo en aquel momento para pensar en ello.

—Buscaremos una posada donde instalarnos. Después te contaré lo que vamos a hacer.

Respiró aliviado cuando estuvieron a salvo entre cuatro paredes, pues aquel día había sido el primero en el que habían salido a la luz del sol. Aunque había transcurrido más de una semana desde la redada en el Gallo Rojo, estaba seguro de que seguirían buscándoles. Evitaron las calles principales y a las patrullas de corchetes, y buscaron un lugar para alojarse que fuera discreto.

Sancho emprendió la vigilancia de casa de Vargas aquella misma tarde. Le llevó varios días de interminables esperas, pero finalmente consiguió establecer una rutina de las entradas y salidas de Groot. El flamenco solía ir siempre a pie, excepto los lunes y los jueves, en que se subía a un caballo y se dirigía a la Puerta de Córdoba. Sancho podía seguirlo hasta allí con relativa facilidad, pues moverse montado por las estrechas calles de Sevilla no era garantía de rapidez, más bien al contrario. Para alguien acostumbrado a moverse entre los edificios como el viento entre los árboles, anticiparse a Groot era un juego de niños. Era bien distinto en cuanto los cascos del caballo del flamenco pisaban el polvo del Camino Real, y Groot espoleaba la montura como si su vida dependiera de ello. Allí era imposible seguirle.

Al siguiente lunes, Sancho no esperó al flamenco junto a la casa de Vargas, sino apostado tras la ermita de Santa Justa. Daba ligeras palmadas en el cuello al caballo que había junto a él. Lo había robado aquella misma mañana, y el animal no terminaba de acostumbrarse a él. Con suerte podría devolverlo antes del atardecer, pues las expediciones de Groot solían ser breves.

Seguir al flamenco a campo abierto fue una tarea mucho más compleja de lo que se había imaginado. En varias ocasiones estuvo a punto de perderle, en especial cuando se desvió en un punto del camino, cerca de un pinar y de lo que parecían los restos carbonizados de un edificio. Sancho comprendió que aquél debía de ser el silo de grano que había ardido, del que tanto se había hablado en Sevilla. Decían que habían sido espías ingleses los autores de aquella afrenta, lo cual había enfurecido aún más a los ciudadanos. Nada podía hacerles detestar más el hambre que sentían que el hecho de que ésta fuera causada por los ingleses.

Groot había aminorado la marcha al llegar a la altura del silo incendiado, y había ladeado la cabeza ligeramente. Sancho temió por un momento que le hubiera descubierto, pero luego imaginó algo. Estaba demasiado lejos para ver el rostro del capitán, pero algo en la actitud que tenía le hizo pensar que Groot disfrutaba viendo aquellas ruinas. Un orgullo satisfecho.

«Fueron ellos. Ellos quemaron el silo.»

Casi perdió entonces al flamenco, que tomó un desvío poco transitado entre los árboles. Llevaba a su montura al paso, y Sancho se imaginó que estaría cerca de su objetivo. En aquel paraje solitario no podía arriesgarse a seguir a Groot a caballo si éste iba tan despacio, pues sin duda le oiría desde mucha distancia.

Se mordió el labio inferior, mientras intentaba concentrarse. Si el capitán atravesaba el bosque de pinos y ponía de nuevo el caballo al galope, allí terminaría la persecución. Se decidió por fin a desmontar. Ató al caballo a un árbol detrás de un grupo de rocas, de forma que si Groot pasaba por allí antes de que él volviera no pudiese verlo. Le puso el ronzal con algo de forraje, para que no relinchase.

—Espero que no me pase nada, amigo. No me gustaría que acabases devorado por los lobos.

El animal piafó dentro del ronzal, satisfecho, y Sancho corrió ladera abajo en dirección al pinar donde Groot se había internado. En aquel momento recordó las carreras diarias hasta el bosquecillo de álamos que se pegaba cada mañana en casa de Dreyer, y se lamentó de no haber hecho algo más de ejercicio en los últimos meses. Sus piernas protestaron un poco al principio, pero enseguida recuperó el trote largo y mecánico al que el herrero le había acostumbrado. Siguió el tenue camino dentro del pinar, ancho pero apenas visible entre las hojas, sintiendo que había algo que no cuadraba. De pronto lo vio, y se detuvo asombrado.

«Las hojas. Cómo he podido ser tan estúpido.»

Las hojas que cubrían el camino no eran agujas de pino, que además no hubieran sido suficientes para cubrir los anchos rodales que lo formaban. Eran hojas amarillentas y anchas, de acacia y de roble, tomadas de algún otro bosque y esparcidas allí de manera intencionada.

«Alguien se ha tomado muchas molestias para ocultar algo al final de este sendero.»

Una vibración en el suelo y luego el golpeteo de unos cascos le avisaron de que un jinete iba hacia él. Se arrojó al suelo entre los árboles justo a tiempo, pues el caballo de Groot salió de un recodo entre los árboles, de regreso a Sevilla. Sancho permaneció tendido durante un buen rato, hasta asegurarse de que el ruido desaparecía en la distancia, y después siguió camino abajo.

Al llegar junto a la antigua serrería se quedó asombrado. El edificio era enorme, y una depresión en el terreno lo ocultaba a la vista del Camino Real. El estado casi ruinoso del lugar revelaba que el negocio llevaba parado muchos años, aunque en su día aquella fábrica debía de haber provisto de ingentes cantidades de madera a Sevilla. En ausencia de la serrería, el enorme pinar había crecido, ocultándola.

No era lo único que permanecía oculto allí. Las puertas y las ventanas estaban firmemente cerradas, y Sancho tuvo que trepar por un costado del edificio, poniendo mucho cuidado en no pincharse con un clavo oxidado, lo que supondría una muerte segura. Había visto los resultados de atrapar el pasmo a bordo de la
San Telmo
, cómo la espalda se arqueaba y el enfermo expiraba entre terribles dolores.

En lo alto del tejado logró encontrar unas maderas que parecían algo más sueltas, y las apartó lo suficiente como para introducir la cabeza. Intentaba que sus ojos se adaptasen a la oscuridad cuando algo negro y repugnante le azotó el rostro. Se echó hacia atrás y tiró de la daga, pero se sintió ridículo al comprobar que sólo era un pequeño murciélago asustado por la luz repentina, que se perdió entre los árboles.

Volvió a mirar dentro, y al fin comprobó que lo que había imaginado era cierto. El secreto que Vargas escondía y que estaba ahogando mortalmente a Sevilla estaba escondido bajo aquel tejado.

Miles de sacos de trigo, suficientes como para alimentar a la ciudad durante meses.

Volvió a Sevilla con la cabeza atestada de negros pensamientos. Si denunciaba lo que había visto en aquel almacén, los alguaciles lo incautarían y lo venderían a un precio justo, lo que arruinaría a Vargas. Tal vez. O tal vez sobornase a magistrados y veinticuatros para echar tierra sobre el asunto y conservase el trigo de todas formas. Por desgracia no podía saber el alcance de aquella conspiración. En cualquier caso el comerciante no iría a la cárcel, pues podría alegar desconocimiento o simplemente librarse con una multa. Los hombres como él nunca acababan en galeras.

Sancho retorció las riendas entre los dedos, contagiando su nerviosismo al caballo, que apretó el paso. Tenía que haber otra solución. Una que expusiese a Vargas como el monstruo que era delante de toda la ciudad. Y que fuese rápida, pues cada día que pasaba sin que aquellos sacos estuviesen a disposición del pueblo significaba más muertes.

Pero por más que se devanaba los sesos no conseguía dar con una idea. Entró en la ciudad por la Puerta de San Juan y descabalgó cerca del lugar donde había robado su montura. Le dio una fuerte palmada en la grupa y el animal trotó él solo hacia la cuadra, llevado por su instinto.

«Ojalá mi vida fuese tan sencilla como la tuya, amigo. Llevado fuerte de las riendas, como un buen soldado.»

La última palabra quedó danzando por su mente durante un instante. Y entonces Sancho cayó en la cuenta de que había alguien a quien él conocía que podía ayudarle con su problema.

La posada de Tomás Gutiérrez era un lugar elegante, cerca del Palacio Real. Nada que ver con el cuchitril de La Feria donde se había visto obligado a esconderse junto a Josué. Allí las habitaciones eran grandes y espaciosas, y un ejército de criadas iba de un lado a otro con fregonas y pilas de ropa blanca. No tuvo necesidad de preguntar a nadie por Miguel de Cervantes, pues el comisario de abastos estaba en una silla junto a la chimenea de la sala principal, inmerso en la lectura de un libro. Alzó la vista de las páginas al acercarse el joven, y una franca sonrisa le vino a los labios.

—¡Amigo Sancho! Sentaos, os lo ruego. —Hizo un gesto en dirección a una de las criadas, que les llevó enseguida una jarra de vino—. ¿Venís a jugar a las cartas? Si es así, os aviso de que no pienso enfrentarme a vos. Os aseguro que soy de los que escarmientan en cabeza ajena.

Sancho se sirvió un vaso de vino y lo vació de un trago. Estaba sediento y aterido de frío tras el largo día a caballo y corriendo por el bosque, pero bebió sobre todo para infundirse ánimo. Después de vaciar el vaso, se vació a sí mismo. Le contó todo al comisario, absolutamente todo. Cada etapa de su vida durante los últimos años, las decisiones que había tomado y las vicisitudes que había afrontado. El rostro de Miguel se endureció cuando le habló de su vida como ladrón, pero creyó percibir su simpatía cuando le habló de su etapa en galeras. Algo le dijo que tal vez Miguel había pasado por una experiencia similar, aunque éste no hizo ni un solo comentario durante todo el relato.

Habló durante más de una hora, cuya parte final estuvo dedicada a la conspiración que Vargas había urdido en torno al trigo, y el plan que se le había ocurrido para desenmascararle y devolver el grano a la ciudad.

Cuando concluyó se quedó mirando expectante y temeroso al comisario, que adivinó lo que estaba pensando su interlocutor.

—Habéis tenido una vida muy dura, amigo Sancho. Siempre he sido de la opinión de que cada hombre se labra su propia fortuna. Pero nunca tenemos a mano un buen cincel, y a veces hay que hacerlo a dentelladas. No temáis que os juzgue, porque eso no me corresponde a mí, sino a Dios.

—Entonces ¿me ayudaréis?

El otro reflexionó unos instantes.

—Los hechos que me habéis relatado son gravísimos, Sancho. Mi puesto como comisario me exige denunciaros.

—Veo que me equivoqué acudiendo a vos —respondió el joven con tristeza, poniéndose en pie.

Miguel lo retuvo, tomándole del brazo.

—No, por favor. Sentaos de nuevo. Al igual que vos comparto la preocupación de que denunciar a Vargas no sirva de nada. Creo que vuestro plan, por arriesgado que resulte, es mejor que la alternativa. Sin embargo hay un gran imprevisto con el que no habéis contado: necesitaremos a alguien que transmita la oferta. Y no puede ser cualquiera.

Sancho no respondió. Su vista se había quedado encallada en un punto arriba y a la derecha, por encima de la cabeza de Miguel. Éste se dio la vuelta, intrigado por lo que el joven miraba con tanta curiosidad.

A un lado de la chimenea, una enorme madera colgaba de la pared a modo de tablón de avisos. Las tarifas de la posada, proclamas reales y alguna que otra nota reclamando objetos que se habían perdido y ofreciendo una recompensa. Pero nada de todo ello interesaba a Sancho. En la esquina más cercana a ellos, un cartel anunciaba una obra que se representaba en un cercano local de comedias. Sancho no hizo caso tampoco del título ni del lugar. Era la última línea la que había captado su atención. Un extraño nombre, el del último y más insignificante de los actores de la compañía.

—Creo, don Miguel, que tengo al hombre ideal para la tarea.

LXIV

G
uillermo de Shakespeare aguardaba frente a la puerta de Francisco de Vargas improvisando una actitud altiva y desdeñosa. Sabía perfectamente que el comerciante le hacía esperar para resaltar su propia importancia, pero era algo para lo que se había preparado los días anteriores junto a Sancho.

Cuando el joven le había abordado una semana atrás a la salida del teatro, no le había reconocido. Aceptó su invitación a compartir una jarra más por el vino en sí que por la compañía. Sólo cuando la camarera llevó la bebida, de la mejor barrica de Toro, la memoria del inglés volvió tres años atrás, hasta una posada en la que había vivido y en la que había sido el causante de la paliza a un muchacho.

—¡
Sanso
! —dijo Guillermo, en un español vacilante, bajando la copa vacía—. Ahora os recuerdo…

—Seguís sin pronunciar bien mi nombre —respondió el joven en inglés.

A Guillermo se le iluminó el rostro. No tenía muchas oportunidades de hablar en su idioma.

—Ah,
Sanso
. Lengua vieja, idioma nuevo. Mala combinación. Pero contadme, contadme qué ha sido de vuestra vida. Hablad bajo, no obstante. No es recomendable usar el inglés de forma abierta en los tiempos que corren.

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