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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (5 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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Sabía que Sancho nunca había conocido a su padre, y que su madre era una mujer dura, más inclinada a los hechos que al cariño. No tenía hermanos ni otra familia, que él supiera. No había vivido otra rutina que la azada y el fogón. Tenía las ásperas manos de un labriego, pero la mente de un zorro y el temperamento de un gato montés. Sin el ancla de su madre, en un entorno como el de aquella descarnada ciudad, el muchacho estaba perdido. Creía tener siempre la razón, y rechazaba cualquier forma de control.

Necesitaba un correctivo, algo que le hiciese avanzar en la dirección adecuada.

«Que Dios me ayude, espero estar tomando la decisión acertada», pensó el fraile.

—Me quedan pocas lecciones que darte. La semana próxima abandonarás el orfanato. Y sabes que hoy iba a comunicarte mi decisión sobre tu futuro. —Sancho asintió, despacio—. He decidido que no voy a recomendarte para trabajar en casa de los Malfini. Hablaré en favor de Ignacio, no en el tuyo.

El muchacho abrió mucho los ojos, como si acabase de recibir una bofetada. Llevaba soñando con el empleo en la casa de aquellos banqueros italianos desde que fray Lorenzo le habló de él semanas atrás. Las rutas de comercio con Inglaterra se mantenían, a pesar de que ambos países estuviesen oficialmente en guerra. Eran los barcos italianos y portugueses los que portaban las mercancías desde Sevilla, y los Malfini llevaban representaciones de esas rutas comerciales. Al principio no significó nada para él, hasta que el fraile le mencionó que los aprendices podían optar a un puesto como tripulante en las naves. La máxima aspiración del muchacho era vivir aventuras allende los mares, y sintió el rechazo del fraile como una traición.

—Pero padre, vos me dijisteis que era el mejor cualificado para el puesto —consiguió reaccionar Sancho, luchando por no levantar la voz—. Soy mucho más rápido haciendo las sumas que Ignacio, y además...

—Sí, Sancho, eres mejor sumando que Ignacio. Y también tienes un mejor inglés, aunque tu latín sigue dejando mucho que desear. Pero en el empleo en la casa Malfini no son ésas las únicas cualidades que necesitarías. Te haría falta disciplina, orden, responsabilidad. Y en esas materias, hijo mío, suspendes estrepitosamente. Llegas tarde, siempre andas peleándote con los demás...

Sancho apartó la mirada, pues no había una manera sencilla de explicar lo que había sucedido hoy con Monterito y el nuevo. Él mismo no podía explicarse por qué cada día acababa envuelto en alguna riña con otro matón distinto. Cada noche, cuando tumbado en el jergón hacía recuento de cardenales, costras y dientes que se le movían, se juraba que no volvería a ocurrir. Y sin embargo, ocurría.

—Yo nunca empiezo las peleas, padre. —Fue todo lo que acertó a decir.

—¿Crees que agradas a tus compañeros, Sancho?

—No lo sé. No lo creo.

—¿Y hay, en tu opinión, algún motivo para ello? —preguntó el fraile enarcando una ceja.

El muchacho se encogió de hombros y no respondió. No comprendía a cuento de qué venía aquello.

—Yo voy a explicarte el motivo —continuó fray Lorenzo, irritado—. Acércate a mi baúl y ábrelo. Encontrarás un cofrecillo de madera oscura. Ponlo sobre mi escritorio y mira en su interior.

Intrigado, el chico obedeció. Estaba lleno de tiras de papel de varios tamaños y formas, ninguna mayor que la palma de su mano. Tomó una y descifró la letra abigarrada en voz alta.

—«Se echa por no tener motivos para su sustento.» ¿Qué es esto, padre?

—Sigue leyendo.

—«Se deja en esta santa casa porque corre peligro la honra de la madre» —dijo tomando los papelitos de uno en uno, sin comprender—. «Y por la honra se deja.» «Se echa por venir mi marido en los galeones, que lleva fuera más de un año.»

—Todos estos papeles venían prendidos a las ropas de los niños que abandonan en nuestra puerta. Les dejan desnudos, de madrugada, sin importarles si es pleno invierno, para que no peligre su honra al verles los vecinos salir de casa con un bebé de su hija o de su criada. A veces ni se molestan siquiera en tocar la campana del convento. Uno de nosotros sale cada hora, de noche, pero a veces el lapso de tiempo es demasiado largo y les atacan los cerdos o los perros. ¿Tienes idea de cuántos niños he tenido que arrancar de las fauces de los animales? ¿Cuántas veces me he peleado por una mano o una oreja?

Fray Lorenzo apretó los puños con fuerza, como si su cuerpo representase por él las batallas que había librado solo, contra la mismísima muerte, en el umbral del orfanato. Dio un largo suspiro.

—Y los que vienen con un papel son los afortunados. Muchos ni siquiera tienen el consuelo de una nota como ésta, una simple frase. El día en que se marchan se la doy, para que tengan al menos algo que les recuerde quiénes son.

—¿Se los da cuando se marchan? Pero aquí hay...

Se calló de repente, comprendiendo dónde estaban ahora los dueños de todos aquellos mensajes. Éstos eran los que habían perdido la batalla, los que nunca habían abandonado el orfanato.

—Tú has tenido una madre durante trece años. Por eso los demás te envidian y se echan encima de ti a la menor oportunidad. ¿Lo comprendes?

Sancho rehuyó la mirada reprobadora del fraile. Su mente viajó por unos instantes muy lejos de allí, hasta una venta soleada donde el olor del aceite y el polvo del camino convertían la vida en un poema cadencioso y lento. Unas agrietadas manos de mujer pelaban una gallina a la sombra del cobertizo, mientras un niño arrojaba piedras a los lagartos y las cigarras cantaban entre los hierbajos. Si no hubiese perdido todas aquellas sensaciones, nunca hubiera comprendido que aquello era lo que él llamaba hogar.

—Quizá es mejor no conocer que perder —dijo Sancho con tristeza, casi para sí mismo.

Fray Lorenzo se tomó unos instantes antes de responder, pues la madurez de las palabras del muchacho le había sobrecogido. Pero no podía permitirse retroceder. No si quería que realmente aprendiese la lección.

—Es exactamente esa actitud la que te aleja de los demás. Encerrarte en tu dolor, no hablar con nadie, rebelándote a todo lo que se te dice. Así sólo les transmites que crees ser mejor que ellos. Si te quedases en el orfanato más tiempo, tal vez... Pero tu estancia aquí ha terminado, y lo mejor que puedo hacer por ti antes de que te vayas es imponerte un castigo.

—Un castigo —repitió Sancho, lentamente.

—Será un trabajo menos acorde con tu valía, pero te enseñará un poco de sentido común: mozo de taberna.

El muchacho sintió que enrojecía de vergüenza. Le hervía la sangre por la injusticia que estaba cometiendo el fraile, pero no quiso darle la satisfacción de ver cómo la noticia le afectaba y bajó la cabeza en silencio. Fray Lorenzo lo contempló con cautela, pues esperaba una reacción airada.

—Es un lugar honesto, cerca de la Plaza de Medina. Permanecerás allí seis meses, cumplirás a rajatabla y tal vez entonces hable a los Malfini en tu favor.

IV

E
l capitán Erik Van de Groot se quitó los guantes al entrar en el patio de la mansión de Vargas. Los perros que había tumbados a la entrada se apartaron de él, gruñendo y mostrando los dientes a las enormes botas de cuero que habían aprendido a temer. El contraste del mal olor de fuera con el fresco aroma de las dalias y los narcisos del jardín interior calmó ligeramente la rabia que aún sentía Groot por haber dejado escapar al mozalbete que le había humillado en público.

Envió a uno de los criados a por un aguamanil y una toalla para terminar de asearse, pues aún había en su rostro restos de la injuria que había sufrido. Cerró los ojos, atento sólo al cántico de la fuente que ocupaba el centro del patio, hasta que consiguió que sus nervios se serenasen de nuevo. Vargas no era hombre que gustase de las emociones, algo que Groot comprendió en cuanto comenzó a trabajar para él. Dieciséis años atrás, cuando el flamenco languidecía en la cárcel por haber acuchillado a otro oficial, Vargas entró en la prisión y cambió unas palabras con el alcaide. Éste mandó traer a su presencia a Groot y a otros dos rufianes tan enormes y despiadados como el flamenco. El alcaide dijo que aquél era un hombre de negocios importante que buscaba un guardaespaldas después de que al último se le hubiesen indigestado dos palmos de acero toledano.

Vargas no hizo preguntas, sólo se aproximó y los miró de frente, tan cerca que sus narices casi podían tocarse. Los otros se removieron inquietos. Groot fue el único que aguantó el escrutinio sin pestañear, a pesar de que los ojos negros y profundos del comerciante le dieron escalofríos. Aquella misma noche entró por primera vez en el patio donde ahora intentaba sosegar su espíritu.

Ya entonces la fortuna de Vargas era considerable, aunque nadie lo hubiera dicho al observar su casa por fuera. De fachada grande, seguía la antigua moda morisca de edificar hacia el interior. Sin ventanas, de piedra desnuda y áspera; lejos del estilo que ahora se imponía entre nobles y gente que, como Vargas, se había enriquecido con el comercio de las Indias. Grandes palacios, suntuosos escudos de armas sobre la puerta de carruajes, docenas de sirvientes. Nada de eso iba con su jefe, que mantenía la servidumbre al mínimo y primaba la discreción. Sin embargo, las plantas en el jardín se renovaban cada tres meses y los muebles de las habitaciones eran de una factura que el propio rey hubiese envidiado de haberse dignado a dedicarle una segunda mirada a un plebeyo.

El criado regresó con los útiles de aseo. Saliendo de su ensimismamiento, Groot se refregó a toda prisa, con movimientos circulares, hasta que la toalla de buen lienzo blanco quedó convertida en poco más que un trapo sucio. La arrojó al suelo con desdén.

—¿Don Francisco está en su estudio?

—Sí, capitán —respondió el criado entre dientes—. Pero está reunido.

Era uno de los que más tiempo llevaban en la mansión. Groot percibió el odio en su voz y en la mirada sesgada que le había dirigido cuando dejó caer la toalla.

—¿Crees que eso me preocupa, tarugo? —Con su acento flamenco sonó a
tarujo
.

—Señor, sólo pensé...

—Lo que tú piensas me trae sin cuidado. Vete al prostíbulo a contárselo a tu madre, igual a ella le importa.

El criado, enfurecido por el insulto, hizo un ligero ademán de echarse encima de Groot, y éste apoyó la mano con parsimonia en el puño de su espada. El otro se contuvo a tiempo. Confuso y humillado, se dio la vuelta sin decir palabra.

El holandés sonrió, secretamente complacido. Lo único que echaba de menos del ejército era el poder que le confería su rango sobre sus subordinados. Ahora había quedado reducido a los muros de aquella casa, excepto en las contadas ocasiones en que tenía que realizar una misión para Vargas. Por ejemplo, escoltar el cargamento de oro de las Indias hasta la Casa de la Moneda, como aquel día. Entonces podía recorrer las tabernas y los bodegones en busca de la fuerza bruta que requería el trabajo y sentir de nuevo el viejo orgullo.

Se encaminó al estudio de Vargas, que estaba en el segundo y último piso. El patio abalconado comunicaba entre sí las dependencias de la casa con pasillos que asomaban de la fachada, delimitados por balaustradas de mármol. La oscura planta baja pertenecía a los criados, los animales y los esclavos, mientras que los pisos superiores estaban destinados a habitaciones que rara vez eran usadas. Desde que la esposa de Vargas muriera, cinco años atrás, y el hijo de ambos se marchase a estudiar a Francia, la vida del comerciante se ceñía al estudio y al dormitorio. Salía a menudo para realizar sus negocios en las Gradas, a visitar las Atarazanas y por supuesto a misa a diario, pero cuando se hallaba en casa apenas se aventuraba fuera de su lugar de trabajo.

A mitad del pasillo se cruzó con Clara, la joven hija del ama de llaves, que iba cargando unas sábanas. Groot no se apartó, con lo que obligó a la joven a rozar su cuerpo con el hombro cuando intentaba pasar. El capitán le dio una palmada en el trasero, a la que la joven respondió empujándole con una mirada cargada de furia.

—Cuidado por dónde vas, niña. Si llevas mucho peso deja que te ayude un hombre de verdad.

—En cuanto vea a uno se lo pido —replicó Clara alejándose, dejando a Groot cortado por la aguda respuesta.

«Un día le daremos un mejor uso a esa lengua de víbora que tienes, zorra», pensó el capitán, taladrando la espalda de Clara con la mirada, mientras sentía arder su deseo por ella. Ni siquiera las pobres ropas de la joven podían ocultar su espléndida y esbelta figura. El flamenco se preguntó si algún día se atrevería a ir más allá del acoso y las insinuaciones con ella. De no estar protegida por su jefe, que le había avisado específicamente que se mantuviese alejado de Clara, hace tiempo que la hubiera acorralado en la leñera o en el establo y la hubiera desvirgado contra el abrevadero. Tal vez algún día lo hiciese, sólo por ver cómo aquellos humos se convertían en súplicas de terror. Al fin y al cabo sería la palabra de una esclava contra la suya.

Sacudió la cabeza para deshacerse de aquellas peligrosas ensoñaciones y recorrió el resto del pasillo. Se detuvo ante una puerta repujada de roble y limoncillo y llamó con suavidad.

Francisco de Vargas detuvo la pluma a mitad del trazo y levantó ligeramente la mano cuando oyó los pesados pasos del capitán ante su puerta. Esperó pacientemente a oír los consabidos golpes antes de continuar, pues no quería que el movimiento de su pecho al hablar empeorase su caligrafía.

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