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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (7 page)

BOOK: La Ira De Los Justos
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La lancha con el sónar había vuelto al costado del buque, pero no se había colocado debajo de la cabria para que la subieran de nuevo. En vez de eso se había colocado en paralelo junto a la proa del
Ithaca
, prácticamente en la otra punta del barco, a más de cien metros de distancia.

—Mira eso —murmuró Prit discretamente, mientras me daba un codazo suave.

El ucraniano señalaba hacia una zona de cubierta situada a unos cincuenta metros de la proa. En aquel punto, la maraña de tuberías y válvulas quedaba abruptamente cortada por algo que no era capaz de distinguir a simple vista. Enfoqué mis binoculares hacia aquella estructura. Era una especie de alambrada metálica de unos cuatro metros de altura, coronada por un rollo de alambre de espino. La alambrada corría de un costado del buque al otro, y no parecía tener ningún tipo de puerta o pasadizo que comunicase un sector del barco con el otro.

—¿Para qué crees que será eso? —pregunté.

—¿Qué es lo que estás pensando? —replicó Pritchenko.

—No tengo ni idea. Puede que sea una línea de defensa en caso de que los No Muertos suban a bordo, o quizá es para evitar un asalto pirata en alta mar —aventuré—. Esta gente ha recorrido miles de kilómetros hasta llegar aquí. Quién sabe cómo está la situación por otras partes del mundo.

—Pues yo me huelo que tiene algo que ver con aquellos tipos.

El ucraniano volvió a señalar hacia la proa. De una escotilla situada al otro lado de la alambrada estaban surgiendo una serie de figuras uniformadas. A través de los prismáticos vimos cómo iban saliendo ordenadamente del interior del buque unas tres docenas de personas. Todas ellas llevaban uniforme de combate del ejército de Estados Unidos y, por lo que podíamos ver, iban fuertemente armados. Un tipo negro, alto y musculoso, con la cabeza totalmente rapada y con uno de sus brazos cubierto por un enorme tatuaje parecía llevar la voz cantante. Rápidamente organizó a aquellos hombres en pequeños pelotones de cinco personas. A medida que los grupos estaban listos se descolgaban por una red de abordaje, muy parecida a la que habíamos usado nosotros, para subir al barco hasta la cubierta de la zódiac que se balanceaba rítmicamente contra el costado del petrolero. Otras tres lanchas habían aparecido, seguramente descolgadas desde el otro costado, y esperaban su turno para recoger a sus ocupantes. Cuando todas estuvieron llenas hasta los topes, el capitán Birley dio una orden por radio y comenzaron a acercarse al muelle, cubierto de No Muertos.

—¿Te has fijado en eso? —me preguntó Prit, sin dejar de observar la escena con sus prismáticos.

—Claro que sí —respondí—. Ese muelle está lleno de No Muertos. Lo van a tener muy complicado para abrirse paso.

—No creo que tengan muchos problemas —contestó—. Lo que me llama la atención es otra cosa. No hay un solo blanco en todo ese grupo de asalto.

Volví a fijarme con más atención. El ucraniano tenía razón. De aquellos cuarenta soldados, la mayoría eran negros, indios, o con aspecto de ser mexicanos. Incluso había un par de asiáticos esmirriados que contrastaban de manera singular con el coloso negro que dirigía la operación.

—No veo qué tiene de peculiar —contesté, dubitativo—. Antes del Apocalipsis el ejército americano estaba compuesto por latinos y negros en su mayor parte.

—Ya. Y por un montón de blancos
redneck
que no tenían dónde caerse muertos en sus granjas y se alistaban —replicó Viktor—. Pero no veo ni uno solo de ésos ahí abajo. Además —continuó—, si todos esos tipos son soldados profesionales me afeito el bigote ahora mismo.

Me callé, sin saber muy bien qué contestar. El ojo experto de Viktor, un ex militar, era mucho más afinado que el mío para aquellas cosas y, además, ahora que lo decía, aquel grupo me transmitía una sensación familiar, de algo que ya había visto antes. Eran como los grupos de defensa de los Puntos Seguros, compuestos por una muchedumbre abigarrada sin instrucción militar. En España se habían visto obligados a alistar a cualquier persona que fuese capaz de empuñar un arma, y por lo visto, en Estados Unidos habían tenido que hacer lo mismo. Pero allí no había blancos. Era muy curioso.

Iba a volverme hacia Strangärd para preguntarle por todo aquello, pero las lanchas ya casi habían llegado al puerto y los soldados iban a desembarcar. Aferré los prismáticos y decidí no perderme ni un detalle. Por una vez era agradable estar contemplando la situación desde un lugar seguro, en vez de estar metido en medio de la mierda hasta el cuello. Resultaba reconfortante.

Como si me hubiese leído el pensamiento, Viktor se volvió hacia mí y murmuró «lástima que no tengamos palomitas» o algo parecido. No le hice demasiado caso porque la acción estaba a punto de comenzar.

La primera lancha había tocado tierra justo en el muelle donde estaban los depósitos de petróleo. En aquel punto tan sólo había unos cuantos No Muertos, posiblemente no más de veinte o treinta. Todos eran de raza negra, excepto un tipo blanco vestido con un uniforme desgarrado de Repsol, que supuse que era uno de los técnicos encargados de la explotación. Tres o cuatro de los muertos vestían uniforme militar y uno de ellos arrastraba un fusil de asalto machacado cuya correa se le había enredado en una de las piernas. Aquel pobre diablo debía de llevar arrastrando el fusil como un presidiario su cadena desde hacía muchos meses, a juzgar por el estado del arma y de su pierna. La pantorrilla estaba tan desgarrada que se distinguía el blanco del hueso cada vez que se desplazaba.

Las otras dos lanchas tocaron tierra en otros puntos muy cercanos y sus ocupantes comenzaron a trepar hacia el muelle. Uno de los soldados resbaló en la escala y braceó de manera cómica en el aire durante unos segundos, tratando de mantener el equilibrio. Finalmente, cayó al agua con un sonoro «chof» que se oyó a la perfección incluso en la cubierta del barco.

Aquel sonido bastó para poner en movimiento a los No Muertos. Desde la cubierta teníamos una visión muy amplia del puerto. Como si les hubiesen dado una orden, cientos de cabezas putrefactas se giraron de repente hacia el extremo del muelle y comenzaron a caminar hacia allí. Los soldados del muelle, que ya habían sacado a su compañero del agua, no podían ver la marea de No Muertos que se les venía encima. Resultaba escalofriante.

—Esos cerdos no dejan de sorprenderle a uno, ¿verdad? —comentó alguno de los oficiales acodados en la borda—. Es como si esos podridos tuviesen una jodida telequinesis, o algo así. ¡Malditos hijos de puta!

—Se dice telepatía, estúpido —replicó otra voz—. Y como el capitán te oiga blasfemar así, acabarás viendo a los No Muertos de cerca, así que vigila tu lengua.

Mientras los dos oficiales se cruzaban aquellas palabras, los soldados de la orilla ya corrían por el muelle en pelotones de cinco unidades. Uno de los grupos se detuvo de golpe y abrió fuego contra los primeros No Muertos que llegaban a su altura. El matraqueo de sus fusiles rompió el silencio de la ciudad. Aquello tenía que haberse oído a muchos kilómetros de distancia.

—A partir de ahora tienen veinte minutos, según nuestras estimaciones. —El que hablaba era Birley, el capitán, que se había colocado silenciosamente a mi lado.

—¿Estimaciones?

—Sí. Basándonos en su velocidad, en el número estimado de No Muertos y en la extensión de la ciudad, calculamos que en veinte minutos habrá tantos de esos malnacidos ahí abajo que nuestros ilotas no podrán salir. Así que más les vale darse prisa.

Volví a mirar con atención. La primera fila de No Muertos había caído como una hilera de bolos bajo el fuego de cobertura, pero seguían llegando más y más. Uno de los grupos de fuego, que estaba algo más adelantado, corría el peligro de verse rodeado. El oficial al mando de aquel grupo se dio cuenta del riesgo que corrían y ordenó retroceder lentamente para no quedar aislados. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Alrededor de ellos ya se habían congregado unos treinta o cuarenta No Muertos que casi los estaban tocando. Uno de los No Muertos lanzó un zarpazo hacia el soldado que tenía más cerca y golpeó su fusil, arrancándoselo de las manos. El soldado se zafó y trató de coger su pistola, pero ese momento lo aprovechó otro No Muerto para abalanzarse sobre él. Antes de que alguien pudiese hacer algo, el No Muerto clavó sus dientes en el cuello del soldado. El aullido que soltó fue tan desgarrador que se oyó hasta en la cubierta del
Ithaca
. Con un giro de cabeza el No Muerto arrancó un pedazo del cuello, justo antes de que otro soldado le metiese un balazo en la cabeza. Sin embargo, ya era tarde para el primer tipo. Caído en el suelo, la sangre manaba de su carótida a chorros regulares, mientras su corazón bombeaba en un esfuerzo inútil por llevar sangre a su cerebro. El grupo siguió retrocediendo mientras aquel pobre diablo se desangraba lentamente, tirado en medio de un charco de su propia sangre, sobre el hirviente asfalto del puerto de Luba.

En aquel momento, el tiroteo era generalizado. Dos terceras partes de los soldados estaban tratando de montar una barrera de contención, mientras que el tercio restante se afanaba en conectar unas largas mangueras a unas bocas de bombeo que asomaban herrumbrosas del extremo de uno de los enormes depósitos. Alguien en tierra había encendido un pequeño generador portátil, seguramente para alimentar el sistema de bombeo, y su sonido penetrante, unido a los disparos encadenados generaba un estruendo que debía de hacer imposible entenderse. Miré despavorido hacia el otro extremo del muelle. Asomando de todas y cada una de las calles que daban al puerto, cientos de No Muertos caminaban lentamente hacia los desprevenidos soldados, atraídos por el ruido.

—¡Los van a masacrar! —grité sin poder contenerme—. Capitán Birley, ¡tiene que sacarlos de ahí enseguida! ¡Ordéneles que vuelvan!

Birley se encogió de hombros mientras hacía un gesto despectivo con una mano.

—No se preocupe por ellos —me dijo, impasible—. Son ilotas, y están haciendo su trabajo. Pero puede que tenga razón y podamos echarles una mano. Será divertido. ¡Culling!

—¿Señor? —Uno de los jovencísimos oficiales del barco se cuadró al lado del capitán.

—Suban los M24. Vamos a hacer un poco de tiro al blanco.

Un murmullo de excitación anticipada recorrió toda la borda. No sabía qué podía tener aquello de divertido. Otros seis o siete hombres del grupo de desembarco ya habían caído y el círculo despejado se iba cerrando de manera imperceptible. Tres soldados ya tenían mordeduras superficiales en sus brazos y piernas. Aunque no les impedían seguir luchando, aquellas heridas eran fatales de necesidad, dada la naturaleza contagiosa de los No Muertos. Sin embargo, no bajaban los brazos y se seguían batiendo con disciplina, de una manera admirable.

Alguien arrastró por cubierta unas pesadas cajas metálicas. De su interior sacaron varios fusiles de cerrojo con mira telescópica, que se repartieron con celeridad. Hubo algún empujón, un par de carreras apresuradas y algunos codazos nada disimulados para poder hacerse con uno de los fusiles. Algunos de los que se quedaron con las manos vacías se alejaron rezongando, mientras que otros se arrimaron esperanzados a aquellos que habían sido más rápidos, tratando de sobornarlos para que les cediesen el arma, aunque fuese sólo un rato. Viktor Pritchenko, como siempre, se las había arreglado para conseguir uno de ellos como por arte de magia, sin tener que moverse demasiado.

—Un Remington M24 —murmuró mientras armaba y desarmaba el fusil con manos expertas—. Es un arma de francotirador profesional. Me pregunto de dónde las habrán sacado nuestros amigos petroleros.

De repente se desató la locura en aquel pedazo de borda. Una docena de fusiles Remington comenzaron a disparar a la vez sobre la masa de No Muertos que avanzaban gimiendo por el muelle. Los disparos se sucedían en un
stacatto
continuo mientras los tiradores amartillaban los cerrojos de las armas, apuntaban cuidadosamente a través de la mira telescópica, disparaban y volvían a repetir el proceso una y otra vez. Cada diana era aclamada con un aullido de aprobación por parte de los espectadores, y juraría que incluso algunos de ellos cruzaban apuestas sobre tal o cual disparo.

Enfoqué los binoculares hacia el puerto. A aquella distancia era casi imposible no hacer blanco sobre los No Muertos que se tambaleaban en el muelle. En lo que se tarda en parpadear vi cómo alcanzaban a tres individuos que se movían juntos. A dos de ellos las balas explosivas les alcanzaron de pleno en la cabeza, haciéndolas reventar en un surtidor de carne, hueso y sangre coagulada. Sin embargo, al tercero la bala le alcanzó en el pecho. El impacto le abrió un hueco del tamaño de un puño y lo lanzó despedido tres metros hacia atrás. El No Muerto quedó tumbado en el suelo, con una expresión de perplejidad en su rostro, como si se preguntase qué coño le había pasado y por qué diablos estaba tumbado en el suelo, con algo parecido al túnel de Guadarrama abierto en mitad de su diafragma.

Sería hasta divertido, si no fuese porque todos aquellos pobres diablos eran, o habían sido, personas. Cuando vi cómo le volaban la cabeza a una pequeña de no más de siete años, con el pelo cubierto de trencitas, y cómo los tiradores lo celebraban con un rugido de alegría, dejé de mirar, asqueado. Una cosa era matar a aquellos seres en defensa propia y otra muy distinta transformarlos en patos de feria y privarles de la poca dignidad humana que les quedaba.

El equipo de tierra que se había encaramado a la estructura del depósito agitó de pronto una bengala que despedía un espeso humo rojo. Varios de sus integrantes comenzaron a arrastrar un cable guía que a su vez tiraba de una tubería más gruesa, ya conectada al depósito, hacia la lancha más cercana. No sin dificultad consiguieron embarcar y con un lento ronroneo la lancha se acercó hasta el petrolero.

Cuando el resto del equipo de tierra (o lo que quedaba de él) se dio cuenta de que el extremo de la tubería ya estaba asegurado empezaron a retirarse lo más ordenadamente posible hasta la orilla. Desde la seguridad del barco resultaba fascinante asistir a la extraña coreografía de veinte adultos, hombres y mujeres, caminando de espaldas con lentitud, mientras arrastraban a unos cuantos compañeros heridos. En medio de todos ellos, el tipo negro musculoso se erguía como un gigante, cubriendo la retirada. No se podía negar que era un cabronazo valiente. El tipo disparaba rítmicamente su M16 hasta que de repente se quedó sin munición. Tenía demasiado cerca a los No Muertos para que le diese tiempo a recargar, así que simplemente agarró el arma por el cañón (que debía de estar al rojo vivo) y empezó a utilizarla como una maza para abrirse paso.

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