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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

La interpretación del asesinato (9 page)

BOOK: La interpretación del asesinato
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Mi madre era una Schermerhorn. Su hermana se casó con un Fish. Estos dos señoriales hechos genealógicos motivaban mi invitación a cuanto baile aristocrático se celebraba en Manhattan.

La circunstancia de vivir en Worcester, Massachusetts, me proporcionaba una excusa suficiente para librarme de la mayoría de estos festejos. Pero debía hacer una excepción con las fiestas que daba mi estrafalaria tía Mamie —la señora de Stuyvesant Fish—, quien, aunque no era realmente tía mía, había insistido en que la llamara así desde mi más tierna infancia, cuando solía pasar los veranos en su casa de Newport. Después de la muerte de mi padre, fue la tía Mamie la que cuidó de que a mi madre no le faltara de nada y no tuviera que dejar la casa de Back Bay, donde había vivido durante toda su vida de casada. Por consiguiente, yo nunca podía negarme cuando la tía Mamie me pedía que asistiera a una de sus fiestas de gala. Y, además de esta obligación, estaba también la prima Belva, a la que había accedido a acompañar en su entrada solemne por el Corredor del Pavo Real.

—¿Qué es eso que suena? —me preguntó Belva, refiriéndose a la música, mientras avanzábamos por el interminable pasillo entre los incontables mirones apostados a ambos lados.

—Es
Aída
, de Verdi —le respondí—. Y nosotros somos los animales que van marchando.

Señaló a una oronda mujer custodiada por su marido que iba no muchos metros por delante de nosotros.

—Oh, mira, Arthur Scott Burden y señora. Nunca había visto a la señora Burden con un turbante carmesí tan enorme. Quizá tengamos que pensar en elefantes.

—Belva…

—Y ahí están los Condé Nast. El sombrero estilo Directorio de Francia que lleva ella es bastante más apropiado, ¿no crees? Sus gardenias también las apruebo, pero me convencen mucho menos esas plumas de avestruz. Puede que incite a la gente a enterrar la cabeza en la arena cuando la ven pasar.

—Calla, Belva.

—¿Te das cuenta de que debe de haber unas mil personas mirándonos ahora mismo? —Belva disfrutaba a ojos vistas de tal atención—. Apuesto a que no tenéis nada de esto en Boston.

—Estamos tristemente a la zaga, en Boston —dije.

—La de la perfecta masa de joyas en el pelo es la baronesa Von Haefton, que me excluyó de la fiesta que el invierno pasado dio al marqués de Charette. Ésos son John Jacob Astor y su mujer… Dicen que a él se le ve por todas partes con Maddie Forge, que tiene apenas diecisiete años. Y he ahí a nuestros anfitriones, los Stuyvesant Fishes…

—Fish.

—¿Perdón?

—El plural de Stuyvesant Fish —le expliqué— es Stuyvesant Fish. Se dice «los Fish», no «los Fishes».

Insólito el pretender siquiera corregir a Belva en un punto de la etiqueta de Nueva York.

—Ni se me ocurriría creer eso —replicó ella—. Pero la señora Fish casi parece plural ella sola esta noche.

—Ni una palabra en contra de mi tía, Belva.

La prima Belva tenía más o menos mi edad, y la conocía desde la infancia. Pero la pobre criatura, desgarbada y escuálida, se había presentado en sociedad hacía ya casi diez años, y hasta la fecha no había picado nadie. A los veintisiete años estaba, me temo, bastante desesperada, y el mundo la catalogaba ya de solterona.

—Al menos —añadí—, la tía Mamie no ha traído al perro.

La tía Mamie había dado una vez un baile en Newport para su nuevo caniche francés, que, con un collar tachonado de brillantes, hizo su entrada brincando y haciendo cabriolas sobre una alfombra roja.

—Pero mira: si se ha traído al perro —dijo Belva, complacida—. Y sigue con ese collar de brillantes.

Belva apuntaba con el dedo a Marion Fish, la hija menor de la tía Mamie, a cuya deslumbrante presentación en sociedad Belva no había sido invitada.

—Ya está, prima. Ya vuelves a ser libre.

Habíamos llegado al final del largo corredor, y me liberé de Belva, o más bien la tía Mamie me premió apartándome de ella y endosándome la compañía de la señorita Hyde, a la que, si exceptuábamos el hecho de que era tremendamente rica, adornaban muy pocas prendas. Bailé con varias debutantes más, incluida la señorita Eleanor Sears, alta y con cuerpo de bailarina de ballet, que fue muy amable conmigo, aunque me vi obligado a esquivar todo el tiempo su tocado en forma de sombrero mexicano. Y, por supuesto, también bailé una pieza con la pobre Belva.

Después del obligado cóctel de ostras, nos fue ofrecido —según rezaba la carta orlada en oro— un
buffet russe
, cordero de monte asado con puré de castañas y espárragos, sorbete de champán, tortuga de Maryland y pato rojo con ensalada de naranja. Ésta era tan sólo una de las dos cenas de las que disfrutaríamos a lo largo de la velada; la segunda nos sería servida después de medianoche. Y acto seguido de la segunda cena, a eso de la una y media, el cotillón, con los bailes formales: probablemente una danza de espejos, si conocía algo a la tía Mamie.

La verdad es que no me importaba asistir de cuando en cuando a alguna fiesta en Nueva York. Había dejado de hacer vida social en Boston, donde no podía escapar a los susurros y miradas de soslayo a causa de las circunstancias de la muerte de mi padre. La diferencia entre las sociedades de Boston y Nueva York era la siguiente: la meta, en Boston, era no hacer nada que no se hubiera hecho siempre; en Nueva York, por el contrario, era superar todo lo que hubiera podido hacerse alguna vez en el pasado. Pero el puro espectáculo de una fiesta neoyorquina —y se suponía que uno forrnaba parte de ese espectáculo— era algo a lo que mi sangre bostoniana jamás podría llegar a acostumbrarse por completo. Las debutantes, en particular, siendo como eran más opulentas que sus hermanas de Boston, y muchísimo más guapas, eran, para mi gusto, demasiado vistosas y chispeantes. Llevaban toda una miríada de perlas y brillantes —en los corpiños, en el cuello, bailándoles en las orejas, pegadas a los hombros, embutidas en el pelo, y aunque sabía que aquellas joyas eran sin duda genuinas, no podía sustraerme a las sensación de que no estaba viendo sino bisutería.

—Muy bien, Stratham —exclamó la tía Mamie—. Oh, ¿por qué tendrás que ser primo de mi Marion? Te habría casado con ella ya hace años. Ahora escúchame. La señorita Crosby está preguntando a todo el mundo quién eres. Cumple dieciséis este año, y es la segunda jovencita más bonita de Nueva York. Y tú sigues siendo el hombre más guapo…, quiero decir el hombre soltero más guapo. Tienes que bailar con ella.

—Ya he bailado con ella —le respondí—. Y tengo para mí que pretende casarse con el señor De Menocal.

—Pero yo no quiero que se case con De Menocal —dijo la tía Mamie—. Quiero que el señor De Menocal se case con Elsie, la nieta de Franz y Ellie Sigel. Pero se ha escapado a Washington. Tenía entendido que la gente se escapaba
de
Washington. ¿En qué estaría pensando esa chiquilla? Para eso también podría haberse fugado al Congo. ¿Le has dicho hola ya a Stuyvie?

Stuyvie era, por supuesto, su marido Stuyvesant. Como aún no había tenido ocasión de saludar al tío Fish, la tía Mamie me precedió por el salón en dirección a él. Stuyvesant estaba charlando en
petit comité
con dos hombres. Junto al tío Fish reconocí a Louis J. de G. Milhau, a quien había conocido de estudiante en Harvard. El otro hombre, de unos cuarenta y cinco años, me resultaba familiar, pero no acertaba a identificarle. Tenía el pelo oscuro muy corto, ojos inteligentes y cierto aire de autoridad. Y no llevaba barba. La tía Mamie resolvió mi problema cuando añadió para su coleto:

—El alcalde. Voy a presentártelo.

El alcalde McClellan, comprobamos, estaba a punto de marcharse. La tía Mamie lanzó un gritito de protesta, objetando que se perdería a Caruso. Ella detestaba la ópera, pero sabía que el resto del mundo la consideraba la cima del gusto artístico. McClellan se disculpó, agradeciéndole cordialmente su contribución caritativa a favor de la ciudad de Nueva York, y juró que jamás se iría de una fiesta como aquélla si no fuera por un asunto de la mayor gravedad que requería de inmediato su atención. La tía Mamie protestó aún más enérgicamente, esta vez por el empleo de la expresión «asunto de la mayor gravedad» en su presencia. No quería oír ni una palabra acerca de ningún asunto grave, explicó, y se alejó de nosotros envuelta en una nube de chiffon.

Para mi sorpresa, Milhau le dijo entonces al alcalde:

—Younger es médico. ¿Por qué no le habla del asunto?

—Dios —exclamó el tío Fish—. Es cierto. Un médico de Harvard. Younger conocerá al hombre idóneo para esta labor. Cuénteselo, McClellan.

El alcalde me estudió, y tomó una especie de decisión interna, pero antes me preguntó:

—¿Conoce a Acton, Younger?

—¿A Lord Acton?

—No, a Harcourt Acton, de Gramercy Park. Se trata de su hija.

La señorita Acton al parecer había sido víctima de una agresión brutal aquella misma noche, unas horas antes, en la casa familiar, mientras sus padres estaban ausentes, fuera de la ciudad. No se había detenido al criminal; nadie había llegado siquiera a verle. El alcalde McClellan, que conocía a la familia, estaba ansioso por que la señorita Acton le proporcionara una descripción del agresor, pero la joven no podía hablar ni recordar lo que le había sucedido. El alcalde se disponía a volver a la jefatura de policía en aquel mismo momento; la joven seguía allí, atendida por el médico de la familia, que se había confesado perplejo ante su estado. No podía encontrar daños físicos capaces de producir tales síntomas.

—La chica es histérica —dije—. Está padeciendo criptoamnesia.

—¿Criptoamnesia? —repitió Milhau.

—Pérdida de memoria causada por la represión de un episodio traumático. El término fue acuñado por el doctor Freud, de Viena. La dolencia es esencialmente histérica, y puede darse también con afonía: pérdida del habla.

—Dios… —dijo otra vez el tío Fish—. ¿Pérdida del habla, has dicho? ¡Eso es!

—El doctor Freud —continué— tiene un libro sobre la disfunción del habla. —La monografía de Freud sobre las afasias se leyó en Norteamérica mucho antes de que fueran conocidos sus escritos de psicología—. Probablemente sea la máxima autoridad del mundo en este campo, y ha mostrado de forma específica la vinculación de las afasias con el trauma histérico, con el sexual, sobre todo.

—Lástima que su doctor Freud esté en Viena —dijo el alcalde.

V

Toqué repetidas veces a la puerta de la casa de Brill hasta que salió Rose, su esposa. Me moría por decirles que no sólo había conseguido la primera consulta norteamericana de Freud, sino que un coche automóvil y un chófer esperaban fuera para llevarle a ver a quien había enviado en su busca: el alcalde de Nueva York en persona. La escena en la que yo había irrumpido, sin embargo, estaba tan llena de cordialidad y buen ánimo que no me vi con fuerzas de desbaratarla de inmediato.

Brill tenía su residencia en el quinto piso de una casa de apartamentos de seis plantas de Central Park West. Era un apartamento minúsculo, de tan sólo tres habitaciones, todas ellas más pequeñas que mi cuarto del Hotel Manhattan. Pero daba directamente a Central Park, y podría decirse que cada centímetro de él estaba atestado de libros. Flotaba en el aire un hogareño olor a cebollas cocinadas.

Estaban Brill, Ferenczi y Freud, y también Jung, todos arremolinados en torno a un pequeña mesa de comedor que había en medio de la pieza principal, que hacía las veces de cocina, comedor y salón. Brill me gritó que tenía que sentarme y comer algo del asado que había hecho Rose, y me sirvieron vino antes de que pudiera siquiera responder. Brill y Ferenczi estaban a mitad de una historia sobre el hecho de ser psicoanalizado por Freud, y Brill hacía el papel del Maestro. Todo el mundo reía con ganas, incluso Jung, cuyos ojos, caí en la cuenta, no se apartaban ni un momento de la mujer de Brill.

—Pero vamos, amigos míos —dijo Freud—. Eso no contesta a la pregunta: ¿por qué Norteamérica?

—La pregunta, Younger —me aclaró Brill amablemente—, es la siguiente. El psicoanálisis está excomulgado en toda Europa. Y sin embargo aquí, en la puritana Norteamérica, Freud va a recibir su primer doctorado
honoris causa
, y se le va a pedir que dé unas clases en una universidad de prestigio. ¿Cómo se explica eso?

—Jung dice —añadió Ferenczi— que es porque ustedes los norteamericanos no entienden las teorías sexuales de Freud. En cuanto lo hagan, dice, soltarán el psicoanálisis como una patata caliente.

—No lo creo —dije—. Creo que se extenderá como un reguero de pólvora.

—¿Por qué? —preguntó Jung.

—Precisamente por nuestro puritanismo —le respondí—. Pero hay algo que…

—Es justo lo contrario —dijo Ferenczi—. Una sociedad puritana tendría que prohibirnos.

—Les
prohibirá
, claro —dijo Jung, entre risotadas—, en cuanto se dé cuenta de lo que decimos.

—¿Los norteamericanos puritanos? —terció Brill—. Más puritano es el demonio.

—Silencio…, todos —dijo Rose Brill, una mujer de pelo oscuro, con ojos decididos y poco frívolos—. Dejen que el doctor Younger exponga su opinión al respecto.

—No, un momento —dijo Freud—. Antes hay algo que Younger quería decirnos desde que ha llegado. ¿De qué se trata, mi joven amigo?

Bajamos los cuatro tramos de escaleras tan rápido como pudimos. Cuanto más oía Freud del asunto, más intrigado se sentía, y cuando supo la implicación personal del alcalde, sintió tanta excitación que se prestó a desplazarse hasta el centro, sin reparar lo más mínimo en la hora.

El automóvil era de cuatro plazas, por lo que quedaba un asiento libre, y Freud decidió que nos acompañara Ferenczi. Freud había invitado primero a Jung, que pareció extrañamente poco interesado y declinó la invitación. Ni siquiera bajó a la calle a despedimos.

Instantes antes de que el coche iniciara la marcha, Brill dijo:

—No me gusta que dejen aquí a Jung. Déjenme que vaya a buscarle; pueden hacerle un hueco e ir un poco apretados hasta dejarlo en el hotel.

—Abraham —dijo Freud con sorprendente severidad—, le he dicho ya repetidas veces cuál es mi opinión sobre este particular. Debe vencer su hostilidad hacia Jung. Él es más importante que todos nosotros juntos.

—No es eso, por el amor de Dios… —protestó Brill—. Acabo de darle de cenar a ese hombre en mi propia casa, ¿o no? Es de… su…
estado
… de lo que estoy hablando.

—¿De qué estado? —preguntó Freud.

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