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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

La Hermandad de la Sábana Santa (3 page)

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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—¿Recuerda las ocasiones en que ha estado aquí?

—Innumerables, ya le digo que colabora con la Iglesia en la conservación de la Síndone; tanto es así que cuando vienen otros científicos para estudiarla le solemos llamar para que él tome las medidas necesarias para que la Sábana no se exponga a ningún deterioro. Además nosotros tenemos archivados los nombres de todos los científicos que nos han visitado, que han estudiado la Síndone, los hombres de la NASA, aquel ruso ¿cómo se llamaba? No me acuerdo… Bueno, y todos esos doctores famosos, Barnet, Hynek, Tamburelli, Tite, Gonella, ¡qué sé yo! Tampoco puedo olvidar a Walter McCrone, el primer científico que se empeñó en que la Sábana no era la mortaja de Cristo Nuestro Señor, y que ha muerto hace unos meses, Dios le tenga en su Gloria.

Marco pensaba en ese doctor Bolard. No sabía por qué, pero necesitaba saber algo más de aquel profesor.

—Dígame las fechas en que ese doctor Bolard ha estado aquí.

—Sí, sí, pero ¿por qué? El doctor Bolard es un prestigioso científico y no sé qué puede tener que ver con su investigación…

Marco comprendió que al cardenal no le iba a hablar de instinto, ni de corazonadas. Además, seguramente era una estupidez querer saber algo de un hombre por el mero hecho de que fuera silencioso. Optó por pedirle al cardenal la lista de todos los equipos de científicos que habían estudiado la Síndone en los últimos años, así como las fechas en que habían estado en Turín.

—¿Hasta cuándo quiere remontarse? —preguntó el cardenal.

—Pues si es posible, a los últimos veinte años.

—¡Pero hombre, dígame qué busca!

—No lo sé, Eminencia, no lo sé.

—Usted comprenderá que me debe una explicación de qué tienen que ver los incendios que ha sufrido esta catedral con la Síndone y los científicos que la han estudiado. Lleva usted años empeñado en que los accidentes que sufre la catedral tienen como objetivo la Sábana Santa, y yo, mi querido Marco, no termino de creerlo. ¿Quién va a querer destruir la Síndone? ¿Por qué? En cuanto a los intentos de robo, usted sabe que cualquier pieza de la catedral vale una fortuna, y hay muchos desaprensivos que no tienen respeto ni siquiera por la casa de Dios. Aunque algunos de los pobres desgraciados que han intentado robar, son inquietantes. No puedo dejar de rezar por ellos.

—Seguramente tiene usted razón; pero convendrá conmigo en que no es normal que en algunos de estos llamémosles accidentes estén mezclados hombres sin lengua y sin huellas dactilares. ¿Me facilitará la lista? Es sólo rutina, por no dejar cabos sueltos.

—No, desde luego que no es normal, y a la Iglesia le preocupa. He visitado en varias ocasiones, discretamente eso sí, a ese pobre desgraciado que intentó robarnos hace dos años. Se sienta enfrente de mí y permanece impasible, como si no entendiera nada de lo que digo. En fin, le diré a mi secretario, ese joven sacerdote que le ha acompañado, que busque esos datos y se los entregue cuanto antes. El padre Yves es muy eficiente, lleva conmigo siete meses, desde que murió mi anterior ayudante y debo de reconocer que para mí ha supuesto un descanso. Es inteligente, discreto, piadoso, habla varios idiomas…

—¿Es francés?

—Sí, es francés, pero su italiano, como habrá comprobado, es perfecto; lo mismo domina el inglés, el alemán, el hebreo, el árabe, el arameo…

—¿Y quién se lo recomendó, Eminencia?

—Mi buen amigo el ayudante del sustituto del secretario de Estado, monseñor Aubry, un hombre singular.

Marco pensó que la mayoría de los hombres de iglesia que había conocido eran singulares, sobre todo los que se movían por el Vaticano. Pero se mantuvo en silencio escudriñando al cardenal, un buen hombre le parecía a él, más sagaz e inteligente de lo que dejaba entrever, y muy dotado para la diplomacia.

El cardenal descolgó el teléfono y pidió que entrara el padre Yves. Éste no tardó ni un segundo en acudir.

—Pase, padre, pase. Ya conoce al señor Valoni. Quiere que le facilitemos una lista de todas las delegaciones que han visitado la Síndone en los últimos veinte años. Así que manos a la obra, porque mi buen amigo Marco lo necesita ya.

El padre Yves observó a Marco Valoni antes de preguntarle.

—Perdón, señor Valoni, pero ¿podría decirme qué busca?

—Padre Yves, ni el señor Valoni sabe lo que busca, pero el caso es que quiere saber quién ha tenido relación con la Síndone en los últimos veinte años y nosotros se lo vamos a facilitar.

—Desde luego, Eminencia, trataré de entregárselo cuanto antes, aunque con este jaleo no será fácil encontrar un rato para buscar en los archivos; ya sabe que aún nos falta mucho por informatizar.

—Tranquilo, padre —respondió Valoni—, puedo esperar unos días, pero cuanto antes me dé esa información, mejor.

—Eminencia, ¿puedo preguntar qué tiene que ver el incendio con la Síndone?

—¡Ah! Padre Yves, llevo años preguntando al señor Valoni por qué cada vez que nos sucede una desgracia se empeña en que el objetivo es la Síndone.

—¡Dios mío, la Síndone!

Valoni observó al padre Yves. No parecía un sacerdote, o al menos no se parecía a la mayoría de los sacerdotes que él conocía, y vivir en Roma suponía conocer a muchos.

El padre Yves era alto, bien parecido, atlético; seguro que practicaba algún deporte. Además no había ni un ápice de blandura en él, esa blandura que es fruto de la mezcla de castidad y la buena comida y que provoca estragos entre los curas. Si el padre Yves no llevara alzacuellos, parecería un ejecutivo de esos que cuidan su aspecto dedicando tiempo al deporte.

—Sí, padre —dijo el cardenal—, la Síndone. Pero afortunadamente Dios Nuestro Señor la protege, porque jamás ha sufrido daño.

—Sólo trato de no dejar ningún cabo suelto al investigar los múltiples incidentes que se vienen sucediendo en la catedral. Padre Yves, ésta es mi tarjeta, le apuntaré el número de mi móvil para que me llame en cuanto tenga la lista que les he solicitado, y si a usted se le ocurre cualquier cosa que crea que pueda servirnos para la investigación, le rogaría que me lo comunicara.

—Desde luego, señor Valoni, así lo haré.

— o O o —

El teléfono móvil sonó y Marco respondió al momento. El forense le informó escuetamente: era un hombre el que había ardido en la catedral, creía que tendría alrededor de treinta años, no muy alto, 1,75 de estatura, delgado. No, no tenía lengua.

—¿Está seguro doctor?

—Estoy todo lo seguro que se puede estar con un hombre carbonizado. El cadáver no tenía lengua, y no como consecuencia del fuego, sino porque se la habían extirpado, no me pregunte cuándo, porque es difícil de saber dado el estado del cadáver.

—¿Alguna otra cosa, doctor?

—Le enviaré el informe completo. Le he llamado apenas he salido de hacer la autopsia tal y como me pidió.

—Pasaré a verle doctor, ¿le importa?

—No, en absoluto. Estaré aquí todo el día, venga cuando quiera.

— o O o —

—Marco, ¿qué te pasa?

—Nada.

—Vamos jefe, que te conozco, y estás de malhumor.

—Verás, Giuseppe, hay algo que me molesta y no sé qué es.

—Pues yo sí que lo sé. Te impresiona lo mismo que otros haber encontrado otro mudo. He pedido a Minerva que busque en su ordenador si hay alguna secta que se dedique a cortar lenguas y a robar. Ya sé que es descabellado, pero tenemos que buscar en todas las direcciones, y Minerva es un genio buscando por Internet.

—Está bien; ahora cuéntame lo que habéis averiguado.

—En primer lugar no falta nada. No han robado. Antonino y Sofía aseguran que no se han llevado nada: cuadros, candelabros, tallas… en fin, todas las maravillas que hay en la catedral están, aunque algunas hayan sufrido los efectos del fuego. Las llamas han destrozado el púlpito de la derecha, también los bancos de los fieles, y de la talla del siglo XVIII de la Purísima sólo queda ceniza.

—Todo eso estará en el informe.

—Sí, jefe, pero el informe aún no lo han terminado. Pietro todavía no ha vuelto de la catedral. Ha estado interrogando a los operarios que trabajaban en la nueva instalación eléctrica; al parecer el fuego se debe a un cortocircuito.

—Otro cortocircuito.

—Sí, jefe, otro, como el del 97. Pietro además ha hablado con la compañía encargada de las obras, y ya ha pedido a Minerva que busque en el ordenador todo lo que haya sobre los dueños de la empresa, y de paso sobre los operarios. Algunos son inmigrantes y nos costará más obtener información. Además, entre Pietro y yo hemos interrogado a todo el personal de la sede episcopal. En la catedral no había nadie cuando se produjo el incendio. A las tres de la tarde siempre está cerrada; ni siquiera los obreros estaban trabajando, es la hora del almuerzo.

—Tenemos el cadáver de un hombre solo. ¿Tenía cómplices?

—No lo sabemos, pero es probable. Es difícil que un hombre prepare y ejecute en solitario un robo en la catedral de Turín, a no ser que sea un ladrón que actuara por encargo, que viniera por una pieza de arte concreta, en cuyo caso no necesitaba a nadie. Aún no lo sabemos.

—Pero, si no estaba solo, ¿por dónde han desaparecido sus cómplices?

Marco guardó silencio. El malestar que sentía en el estómago era síntoma de su inquietud. Paola le decía que estaba obsesionado con la Síndone y a lo mejor hasta tenía razón, le obsesionaban los hombres sin lengua. Estaba seguro de que se le escapaba algo, que había un cabo suelto en alguna parte y que si lo encontraba y empezaba a tirar encontraría la solución. Iría a la cárcel de Turín a ver al mudo. El cardenal le había dicho algo que le llamó la atención, que cuando le había visitado el hombre permanecía impasible, como si no le entendiera. Podía ser una pista, a lo mejor el mudo no era italiano y no entendía lo que le decían. Dos años atrás él se lo había dejado a los
carabinieri
una vez comprobado que no tenía lengua, y que se negaba a hacer el más mínimo gesto ante sus preguntas. Sí, iría a la cárcel, el mudo era la única pista, e idiota de él, la había apartado.

Mientras encendía otro cigarro, decidió llamar a John Barry, el agregado cultural de la embajada estadounidense. En realidad John era un agente del servicio secreto, como casi todos los agregados culturales de las embajadas. Los gobiernos no tenían excesiva imaginación a la hora de buscar camuflajes para sus agentes en el exterior.

John era un buen tipo aunque trabajara para el Departamento de Análisis y Evaluación de la CIA. El suyo no era un trabajo de agente de campo, sólo analizaba la información de éstos, la interpretaba, y la enviaba a Washington. Hacía años que eran amigos. Una amistad que habían ido cimentando a través del trabajo, ya que el destino de muchas de las obras de arte robadas por las mafias era ir a parar a las manos de algunos norteamericanos ricos que, enamorados unos de una obra de arte en concreto, otros por vanidad o simple negocio, no tenían reparos en adquirir mercancía robada. En ocasiones los robos se producían por encargo.

John no respondía a la imagen tópica de estadounidense y de la CIA. Era un cincuentón, como él; enamorado de Europa, que se había doctorado en Harvard en historia del arte. Se había casado con una arqueóloga inglesa, Lisa, una mujer encantadora. No muy guapa, la verdad, pero tan vital que contagiaba entusiasmo y uno la terminaba encontrando atractiva. Se había hecho amiga de Paola, así que de cuando en cuando cenaban los cuatro, e incluso habían pasado algún fin de semana en Capri.

Sí, llamaría a John en cuanto regresara a Roma. Pero también llamaría a Santiago Jiménez, el representante de Europol en Italia, un español eficiente y simpático con el que también mantenía una buena relación. Les invitaría a almorzar. A lo mejor, pensó, le podían ayudar a buscar, aunque todavía no supiera muy bien qué.

3

Josar alcanzó con la mirada las murallas de Jerusalén. El brillo del sol al amanecer y la arena del desierto se fundían con las piedras hasta formar una masa dorada que cegaba la vista.

Acompañado de cuatro hombres, Josar se dirigió a la Puerta de Damasco por la que a esa hora empezaban a entrar campesinos de las tierras cercanas y a salir caravanas en busca de sal.

Un pelotón de soldados romanos, a pie, patrullaba el perímetro de las murallas.

Tenía ganas de ver a Jesús. Aquel hombre irradiaba algo extraordinario: fuerza, dulzura, firmeza, piedad.

Creía en Jesús, creía que era el Hijo de Dios, no sólo por los prodigios que le había visto obrar, sino porque cuando Jesús posaba sus ojos se podía sentir que esa mirada trascendía lo humano, sabías que leía dentro de ti, que no se le escapaban ni los más recónditos pensamientos.

Pero Jesús no te hacía sentir vergüenza por lo que eras, porque sus ojos estaban cargados de comprensión, de perdón.

Josar quería a Abgaro, su rey, porque siempre le había tratado como un hermano. Le debía su posición y su fortuna, pero si Jesús no aceptaba la invitación de Abgaro para ir a Edesa, él, Josar, se presentaría ante su rey y le pediría licencia para regresar a Jerusalén y seguir al Nazareno. Estaba dispuesto a renunciar a su casa, a su fortuna y bienestar. Seguiría a Jesús e intentaría vivir según sus enseñanzas. Sí, estaba decidido.

— o O o —

Josar se dirigió a casa de un hombre, Samuel, que por unas pocas monedas le permitiría dormir y cuidaría de los caballos. En cuanto estuviera instalado saldría a preguntar por Jesús. Iría a casa de Marcos, o de Lucas, ellos le dirían dónde encontrarle. Sería difícil convencer a Jesús para que viajara a Edesa, pero él, Josar, argumentaría al Nazareno que el viaje sería corto y que una vez que curase a su señor podría regresar, si es que decidía no quedarse.

Cuando salió de la casa de Samuel, camino de la de Marcos, Josar compró un par de manzanas a un pobre cojo, al que preguntó por las últimas noticias de Jerusalén.

—¿Qué quieres que te cuente, forastero? Todos los días sale el sol por levante y se marcha por el poniente. Los romanos… ¿tú no serás romano? No, no, no vistes como un romano, no hablas como ellos. Los romanos nos han subido los impuestos a mayor gloria del emperador, por eso Pilatos teme una rebelión y procura congraciarse con los sacerdotes del Templo.

—¿Qué sabes de Jesús, el Nazareno?

—¡Ah! Tú también quieres saber de él. ¿No serás tú un espía?

—No, buen hombre, no soy un espía, sólo un viajero que sabe de las maravillas que obra el Nazareno.

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