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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

La escalera del agua (8 page)

BOOK: La escalera del agua
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—Nada tengo que pensar —aseveré—. En este pueblo he visto casas de gente rica. Seguro que ésos no pasan hambre. Debe de ser una buena vida. La otra, la mía, ya la conozco. Cualquiera querría cambiar pero, si fuera a la escuela, ¿quién ganaría dinero por mí?, ¿de qué comería?

El padre Zaragüeta, cruzadas las piernas y con el codo apoyado en ellas, descansó la barbilla sobre la palma de la mano. Se diría que pesaba los pros y los contras de lo que hubiera concebido en su interior.

—Eres un chico inteligente —continuó el agudo monje—. Voy a intentar darte esa oportunidad, aunque hayas omitido parte de las verdaderas razones por las que estás hoy frente a mí; pero, a tus años, se puede rectificar la trayectoria con una pizca de disciplina y otra de amparo. A un monasterio nunca le viene mal un muchacho que haga los recados o que se ocupe de trabajos menores. En el caso de que estés conforme, nosotros nos encargaremos de ti, y yo, personalmente, te enseñaré a leer y escribir.

»Tengo que advertirte que no tengo la última palabra. Si quien dirige la comunidad, el padre guardián, no te admite, tendrás que marcharte. Es un riesgo pero ¿qué tienes que perder? En Plasencia tienes menos posibilidades que en Toledo. Dale vueltas a lo que te digo, madúralo durante la noche. Mañana, si a la salida del sol estás en la puerta de esta iglesia, partiremos juntos. Si no, ¡que tengas suerte, Ángel!

La expulsión

Siglo XVII

Capítulo III

Gerónimo Castaño paseó la vista en derredor, valorando las circunstancias. Las mandíbulas, fuertes, ahora apretadas con rabia, le hacían el rostro más cuadrado. El agua goteaba por su cara, oscurecida por la barba de más de cuatro días. La lluvia, incesante, había calado a hombres, bultos y animales. Sólo las mujeres y los niños, repartidos en los dos carros, se libraban a duras penas del aguacero, pero no de la humedad. El barro dificultaba el avance, por más que se esforzaran las parejas de mulas que, en línea, iban enganchadas a las carretas, cuyos toldos encerados brillaban a la luz como láminas de cristal.

La salida de Talavera de la Reina, cinco días antes, había sido gradual desde que, al amanecer, se abriera la Puerta de Quartos. Las cinco familias pasaron bajo el arco —acarpanelado, construido y engalanado con el escudo de armas, por encima de la clave, del arzobispo Bartolomé de Carranza para festejar su visita en 1558— separadas entre sí y mezcladas con el gentío, eludiendo ser reconocidas como un grupo a fin de evitar la suspicacia de los guardias. Bastante tendrían con la Santa Hermandad en los caminos, que les importunaría a base de vanos interrogatorios, inútiles pero peligrosos, pues si eran tomados por asaltantes serían, con fortuna, vilmente azotados. De mala estrella, les conducirían a la ermita de Peralvillo, allá por la pedanía de Miguelturra, donde la horca esperaría ceñirles el cuello. Y es que los hermandinos, más atareados en supervisar y cobrar los derechos de «asadura» que engordaban sus finanzas, habían descuidado otras obligaciones que interesaban a la seguridad del pueblo, por lo que éste hizo circular el famoso dicho: «A buenas horas, mangas verdes», en alusión al color de sus jubones y al tardío socorro con que era asistido, y ahora reaccionaban con desproporcionada rigurosidad.

El riesgo estaba anunciado, mas convenía arrostrarlo si se tenían en cuenta los sufrimientos de los moriscos expulsados de Valencia; penalidades de las que Nicolás Cerezo, amigo y vecino del suegro de Gerónimo, Francisco Oliva, tuvo referencias por los mercaderes de lanas, cristianos viejos, en el taller de tejedores en el que ejercía de oficial encargado, por mucho que Felipe III quisiera silenciarlas para evitar rebeliones en todo el territorio de su soberanía. Aquello auguraba una expulsión escalonada, si no se era ciego de entendederas. No cabía otra deducción, y en ella coincidieron Francisco, Nicolás y Antonio Crespo, los tres viejos amigos, reunidos discretamente en la casa del segundo, por ser más grande, de más tumulto y contigua a la del primero, en el callejón de las Ánimas.

—Estamos como hace cuarenta años, en 1570 —dijo Francisco, el primero en intervenir tras las calamitosas declaraciones de Nicolás—, cuando nuestros padres fueron arrojados del reino de Granada. Yo tenía quince años.

—Aún no, pero lo estaremos si no nos anticipamos —respondió Antonio—. Yo tenía catorce y me acuerdo perfectamente del suplicio por el que pasamos.

—¿Qué pretendes decir con anticiparnos? —preguntó Nicolás.

—Que no estoy dispuesto a revivir ese infierno, ni tengo edad para soportarlo. Puedo andar lo que sea necesario, pero sin humillaciones —alegó, impávido, el corpulento Antonio—. Sabemos lo que vendrá después de Valencia, ¿no? Entonces, adelantémonos y vayamos en la dirección que, libremente, elijamos. De todos modos, parece que estemos condenados a no echar raíces en ningún sitio.

—Pero tenemos prohibido salir de estas tierras. Ni siquiera se nos permite ser arrieros, por expresa orden del rey —argumentó Francisco, con sensatez—. Seríamos apresados por la Santa Hermandad.

—Tenéis razón los dos —expuso el tejedor—. Hay que marcharse. A los valencianos los han embarcado para enviarlos al otro lado del mar, y con nosotros harán lo mismo. Esta vez no se contentan con trasladarnos de un reino a otro, nos quieren fuera de todos. Sin embargo —y arrugó las facciones, cariacontecido—, no echemos en saco roto lo que dice Francisco, los cuadrilleros son un obstáculo, un tropiezo muy considerable que puede dar con nuestros huesos, y los de nuestros hijos, en galeras.

—O si no —recalcó Antonio—, bajo tierra en Berbería, con las mujeres e hijas mancilladas y vendidas como esclavas en Argel, si sobreviven. ¿No son éstos los rumores que te cuentan, Nicolás? ¿Acaso no nos toman aquí por musulmanes simuladores, y con excepciones, aciertan, y allí por conversos cristianos? Somos enemigos de unos y otros. Sólo se nos ofrecen estos dos horizontes. Pues bien, yo digo que busquemos un tercero, el propio. Si hemos de sufrir, e incluso morir, que sea persiguiendo la libertad y, como decía mi padre, ¡que Allah nos guíe! —terminó, descargando un sonoro manotazo en el muslo, con resolución.

Francisco Oliva se levantó y anduvo ensimismado por la estancia, con los pulgares introducidos entre el gastado cinto de cuero, que oprimía la voluminosa barriga, y el grisáceo sayo de lana, como acostumbraba cuando un asunto requería una especial atención, en tanto sus inseparables compañeros le seguían con la mirada.

—Ciertos son tus argumentos, Antonio —opinó, sin abandonar el paseo—. Estamos sentenciados al exilio en las peores condiciones. Puestos a correr riesgos, que sea el elegido por nuestra parte y no como si fuéramos un rebaño de borregos que mandaran al matadero. Estoy de acuerdo —afirmó, sentándose en el escabel—. Pero debemos pensar la manera de reducir el peligro, esquivando a la Santa Hermandad cuanto podamos.

Nicolás asentía con la cabeza, enredando distraídamente con las fibras de esparto que sobresalían de la alpargata, cuyo pie descansaba sobre la otra rodilla.

—Sólo los Cerezo —enumeró, mientras extendía los dedos de la mano, previamente cerrada, uno a uno, como si contara—, con los nietos, mis dos hijos y sus mujeres, Francisca y yo, somos once. Los Oliva y vosotros, Antonio, los Crespo, otro tanto. Más de veinte personas son una buena tropa. Con los carros y animales necesarios, nos convertiremos en una caravana que se avistará a distancia.

—Luego —razonó Francisco—, habremos de permanecer en los caminos el menor tiempo posible.

—¡Sí! Y eso reduce el viaje a una única dirección —advirtió Nicolás—. Ir al sur está descontado, ya nos desterraron de allí. Cometeríamos una locura, por provocación. Cruzar Castilla, o la Mancha, es caer en las garras de los del jubón verde tantas veces como lográramos escapar. Y para dirigirnos al norte tendríamos que franquear una sierra inaccesible, con carros y niños. Propongo la solución más fácil: que sigamos el Tajo hasta el reino de Portugal.

Antonio fue a pronunciarse con respecto al rumbo fijado, aunque ya se leía su completa aprobación en el ademán, mas Francisco le interrumpió.

—Si es lo que determinamos, y me temo que no hay más componendas, queda organizarnos. Es urgente deshacernos de los pobres bienes que poseamos, para obtener dinero con que adquirir animales de tiro, carros, víveres, mantas o aquello que precisemos. No tendremos, por buena o mala ventura, ese problema con las casas, que son en arriendo. Los que compraron sus hogares, como los Villena, los Alcázar, los Carmona… y tantos otros —y llegado aquí le mudó la voz, entristecida—, verterán lágrimas de hiel, al malvenderlas, viendo, impotentes, cómo se aprovechan de ello los cristianos viejos, incumplidores de sus sagrados principios de caridad y de justicia. Se repetirán los hechos de Granada —concluyó, e hizo un alto en el discurso, como para ahuyentar melancolías, y prosiguió con una propuesta—: Nos iremos con antelación a que esto suceda. Sin embargo, antes de partir, quiero que estipulemos un pacto: el plan y todo lo que ataña al destino de nuestras familias se someterá al consejo de nosotros tres; pero, de la ejecución de ello, se responsabilizará una sola persona: mi yerno Gerónimo, a quien juzgo más capacitado y a quien obedecerán todos en la forma y manera que él estime procedente para llevarlo a cabo. ¿Convenimos en esto?

Ambos camaradas accedieron, sin reservas, a los prudentes deseos de Francisco. En tales empresas se hace imprescindible un líder vigoroso y eficiente que, gobernado por la experiencia y la serenidad de los mayores, tome las riendas de la acción.

—La decisión está tomada —concretó Nicolás—, ahora debemos comunicarla a nuestros hijos sin más dilación.

—Me pregunto —consideró Antonio— con qué vara de medir actuarán, porque algunos se salvarán, ¿no? Especialmente aquellos que fueron apadrinados por los nobles, de quienes, en caso contrario, quedaría su honor en entredicho. Acordaos del caso de aquel turco que, con ochenta y cuatro años, en 1594, se hizo bautizar aquí, en Talavera, y cuyos padrinos fueron don Cosme de Meneses y su esposa, doña María de Estrada. Ya hace años que murió pero, de no ser así, ¿sería expulsado?

Nicolás lo miró con media sonrisa irónica.

—Depende de las muestras de reconocimiento que hubiera tenido para con sus señores. El poder hace siempre lo que se le antoja, Antonio. Los nobles y los clérigos escogerán a sus fieles. Y serán ellos quienes decidan la sinceridad del acatamiento de la fe de los moriscos, si el número es mínimo y acorde con los deseos del rey. Estos que queden, vivirán abocados al servilismo, obligados al agradecimiento eterno con sus amos. ¿Puede salir más barato el precio de un hombre?

—Hagamos la tarde provechosa —les exhortó Francisco, hastiado de improductivas lamentaciones—, no estamos sobrados de tiempo. Pongámonos manos a la obra. Como dijo Nicolás, lo primero es informar a los hijos y, a continuación, mañana mismo, vender lo que no sea de absoluta utilidad. Entre todos, es preciso que nos hagamos con dos buenas carretas, donde se acomoden las mujeres, los niños y las vituallas indispensables. Serán pesadas, requerirán dos mulos cada una.

—Mi hijo Gonzalo tiene una mula, y el otro, Cecilio, un burro —apuntó Nicolás.

—El mío, Pedro, sólo dispone de un burro, y bastante viejo —especificó Antonio.

—Es forzoso, entonces, comprar cuatro mulos —aconsejó Francisco—. Los demás animales transportarán, en fardos, lo restante. Pero —y volvió a sus paseos por la pieza, con la sempiterna postura de los pulgares en el cinto—, estoy pensando que los carros podrían poner sobre aviso a la gente de que algo tramamos, habría que esconderlos.

—En casa de mi Gonzalo, en el callejón del Matadero, cabría uno en la cuadra —expuso Nicolás.

—El otro puede guardarse en la nuestra —ofreció Antonio—. Además, la calle del Tinte está cerca, pero no lo suficiente como para que relacionen ambos carros en una misma causa.

—Faltan diez días para que finalice el año —señaló Nicolás, con las manos apoyadas en los hombros de sus amigos, plantados en pie los tres—. El último, nos congregaremos de nuevo aquí, si os parece, para hacer recuento de lo conseguido y fijar la fecha de la partida.

Y así fue, pero con lo que no contaban era con la Cédula Real por la que Felipe III permitía, durante treinta días, la libre salida de los moriscos de todos los reinos, por no oponerse, según decía, a la voluntad de éstos:

… Y agora viendo, que los de dicha nacion que habitan en los Reynos de Castilla Vieja y Nueva, Estremadura y Mancha, se han inquietado, y dado ocasion de pensar: que tienen gana de yrse á viuir fuera destos dichos Reynos, pues han començado a disponer de sus haziendas, vendiéndolas por mucho menos de lo que valen; y no siendo mi intencion que ninguno viua en ellos contra su voluntad: por tanto permito y doy licencia, en virtud de la presente, á todos los que se quisieren yr, adonde bien visto les fuere, dentro de treynta dias, que corran desde la publicación della; y tengo por bien que puedan durante el dicho tiempo, disponer de sus bienes muebles, y semouientes, y no de los raíces, y lleuarlos, etc. De Madrid á 28 de Deziembre de 1609.

Esta favorable coyuntura, a pesar de la velada amenaza acerca de lo que ocurriría transcurridos los treinta días, les facultaba para viajar sin ser hostigados por la Santa Hermandad —al menos, teóricamente—, por lo que se dieron buena presteza en consumar los preparativos, si bien el grupo había aumentado en una familia más, cinco en total, pues Cecilio, el mayor de los hijos de Nicolás, en cuanto fue enterado del proyecto y recabado el permiso de los ancianos, corrió al Postigo de San Ginés a avisar a su amigo Luis Molina, para que se sumara al incierto éxodo, quien, el lunes once de enero de 1610, con la mujer, los tres pequeños, y sus dos cabras, junto a las otras cuatro familias, franqueó la Puerta de Quartos, como estaba previsto.

El panorama que presenciaba no era muy halagüeño. No carecían de víveres, pero iban muy ajustados. La lluvia no había cesado, y esto les había impedido cazar liebres o alguna otra presa con la que aumentar la despensa; el segundo carro estaba atascado en el lodo; de los hermanos Cerezo, el mayor, Cecilio, se había lastimado un brazo y lo llevaba en cabestrillo, y Gonzalito, el pequeño del otro hermano, Gonzalo, ardía en calenturas, tres días ya, a pesar de los cuidados de Francisca Torres, su abuela, que le suministraba cocciones de borraja con una tenacidad a toda prueba. Merced a ello habían desaparecido las convulsiones, pero conmovía verlo amodorrado, delgaducho, con los cabellos pegados por el sudor, y respirando fatigosamente por la naricilla que, de tan respingona, devenía en insolente. Aunque lo peor era encontrar cerrados aquellos ojos, castaños, comunes, pero muy vivaces, con la pimienta de la travesura en la mirada. Cuantiosa experiencia de sus diabluras tenían las dos cabras atadas a la trasera del primer carro, que, al presentirle, se apresuraban a resguardarse debajo de aquél, escarmentadas y balando. Un ciclón de cinco años, aletargado por la fiebre.

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