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Authors: Alberto Vázquez-figueroa

Tags: #Drama, relato

La bella bestia (18 page)

BOOK: La bella bestia
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—Perdone que esté en desacuerdo porque Suiza siempre me ha parecido un nido de corrupción debido a que sus leyes protegen las fortunas de todos los canallas del mundo —le contradijo Mauro Balaguer convencido de lo que decía—. El hecho de que sus bancos no les roben a ladrones, dictadores, estafadores, traficantes de armas o capos de la droga no los vuelve decentes.

—El secreto estriba en que la honradez no suele ser eficaz, querido amigo, mientras que la corrupción suele serlo, ¡y mucho! Gracias a ello dos días más tarde y casi a las tres de la mañana, una astuta telefonista que engullía dinero como una máquina tragaperras consiguió ponerme en contacto con el conserje de noche de un hotel que se alzaba a dos cuadras del restaurante de mis abuelos y le prometí que le gratificarían con doscientas pesetas, que por aquel entonces debía de ser su sueldo de un mes, si corría a decirles que su nieta les estaba llamando desde Suiza. —El editor advirtió que se le habían saltado las lágrimas y por primera vez no intentaba ocultarlo—. ¡Cómo lloraban los pobres viejos…! —exclamó—. Hacía casi un año que habían recibido la última carta de mi madre, ya nos daban por muertas y como se oía muy mal y la voz me había cambiado, tuve que recordarles cosas de cuando era niña para que se convencieran de que realmente era yo. Se quedaron desolados cuando les dije que también hacía meses que no sabía nada de mi madre, convine en llamarlos todos los miércoles a la misma hora porque eran los días que la avispada telefonista estaba de guardia y colgué con la impresión de que no tenían ni la menor idea de la existencia de Oscar.

—¿Cómo se entiende? —quiso saber el editor mientras hacía un cálculo ayudándose con los dedos—. Debería tener casi cinco años…

—Se entiende con la mentalidad de la época —fue la rápida y en cierto modo lógica respuesta—. Mi madre nunca se atrevió a confesarles que había tenido un hijo mientras su marido llevaba un año luchando contra los «rojos», y a mi modo de ver hizo bien porque si algún día regresaba con el niño de la mano, ya tendría ocasión de dar explicaciones, mientras que si no sobrevivía, no valía la pena proporcionarles semejante disgusto. Los Anaya tenían fama de gente trabajadora, humilde y «muy decente», por lo que estuve de acuerdo en que mi obligación no era contarles que tenían un nieto bastardo, sino buscarlo. —Hizo una levísima pausa antes de puntualizar—: Y al final de la guerra el mejor lugar para intentar localizar a alguien en la destrozada Europa era Suiza.

—Lo que me sorprende es que le permitieran quedarse —señaló su interlocutor—. No me haga mucho caso, pero tengo entendido que los suizos tan solo aceptaban a los refugiados políticos durante un corto periodo de tiempo porque de lo contrario la masificación les hubiera llevado al desastre y su economía doméstica se hubiera colapsado aunque tan solo fuera por falta de alimentos.

—Y así era —reconoció ella—. Pero en la caja fuerte del banco, a la que accedí sin el menor problema, puesto que disponía de la llave y la clave, el maldito Kramer guardaba casi trescientos mil dólares, cien mil libras esterlinas y algunos francos suizos… —La cordobesa hizo un gesto con las palmas de las manos hacia arriba con el que pretendía aclarar que lo que acababa de decir lo explicaba todo—. El director del banco me abrió una cuenta corriente y por diez mil dólares me consiguió un pasaporte y un permiso de residencia. Durante aquel maldito invierno, en el que, por cierto, hizo un frío del carajo, lo que más barato se compraba en Suiza eran conciencias.

—Supongo que si pusiéramos eso en el libro, no volverían a dejarla entrar —comentó su invitado—. Sé por experiencia que sus gobernantes se muestran muy quisquillosos a ese respecto.

—¿Acaso cree que tengo aspecto de pretender ir a esquiar a Suiza este invierno? —fue la irónica respuesta—. Viví mucho tiempo en Zúrich, guardo magníficos recuerdos de los suizos y admiro cuanto algunos hicieron durante la guerra a favor de los refugiados, pero pese a su tan cacareada neutralidad hubo mucha gente podrida hasta el tuétano, especialmente banqueros.

—Esos han cambiado muy poco, pero me sorprende que no regresara inmediatamente a Córdoba tras tantos años de ausencia —le hizo notar el editor indicando con un ademán de cabeza cuanto le rodeaba—. ¿Acaso no echaba de menos su casa y su familia?

—Mi única familia la constituían mi madre y Oscar; el resto, incluidos mis abuelos, tan solo eran parientes mientras que una casa no es más que una casa por muy espectacular que sea su patio y muchos premios que le hayan concedido. Por aquel tiempo volver a la España fascista significaba volver a cuanto acababa de dejar atrás: miedo, represión, mentiras y muerte, arriesgándome a que no me permitieran viajar con frecuencia, sobre todo a los países del Este, y yo necesitaba absoluta libertad de movimientos a la hora de continuar mi búsqueda. —Hizo una nueva pausa, pareció meditar a fondo lo que iba a decir y al fin añadió—: En Zúrich las noticias eran bastante fiables y en cuanto se publicó que la desesperada contraofensiva alemana en las Ardenas había acabado en una espectacular derrota, supe que el fin de la guerra era cuestión de meses y tenía que empezar a ingeniármelas si pretendía entrar en la Polonia que ocupaban los soviéticos. A través del director del banco conseguí un contacto con el consulado ruso y fue allí donde conocí a Boris Vasilijef, el único comunista que merece estar en los altares porque nunca buscaba dinero, favores, sexo, o cualquier tipo de reconocimiento; lo único que buscaba era ayudar a todo el mundo.

—¿Un comunista? —repitió incrédulo aquel a quien el comunismo había deslumbrado durante su adolescencia, pero al que había acabado aborreciendo tanto como a la mismísima dictadura franquista—. ¿Está segura de que era un auténtico comunista?

—Al cien por cien. Aquel extraordinario personaje creía en la igualdad de los seres humanos y aseguraba que al terminar la que según él sería «la última guerra» entraríamos en un fabuloso periodo de paz, amor y progreso gracias a que la humanidad había aprendido que la violencia, el racismo y la destrucción no conducían a ninguna parte.

—¡Vaya por Dios! —fue el irónico comentario de su interlocutor, que no daba crédito a semejante cúmulo de disparates—. ¿Acaso no tenía idea de lo que era capaz Stalin?

—Boris diferenciaba entre personas e ideologías, y aunque hablaba poco de sus superiores, creía que muy pronto florecería una generación de líderes que convertirían en realidad sus viejos sueños de igualdad.

—Abreviando, un loco.

—Un iluso más bien —le contradijo reticente la dueña de la casa—. No tengo reparos a la hora de admitir que cuantos se dejan deslumbrar por la política tienen que ser un poco locos o un mucho ladrones, pero Boris era la rara excepción que confirma la regla. Movió cielo y tierra y apenas tardó una semana en comunicarme que durante su retirada de Polonia los nazis tan solo habían dejado lo que solían llamar «tierra quemada», debido a lo cual Varsovia se había convertido en un montón de ruinas y de la «piojera» tan solo quedaban los cimientos.

Súbitamente apagó la grabadora, se levantó y se adentró en la casa musitando que le dolía la cabeza, y a Mauro Balaguer no le sorprendió que el hecho de referirse a que el lugar en que se suponía que debían encontrarse su madre y su hermano había desaparecido le afectara y necesitara serenarse. Durante casi cuarenta y ocho horas había hablado de su propio infierno sin que su entereza se resquebrajase más que cuando entraban en escena aquellos por los que estaba seguro que habría dado la vida.

A los cincuenta millones de muertos de aquella atroz contienda en la que nada humano o divino se respetó, había que sumar millones de desaparecidos, y una arrasada Polonia, en la que se habían librado algunas de sus batallas más sangrientas, parecía el lugar idóneo para que se perdiera todo rastro de una mujer y un niño que no hablaban una palabra de ruso y probablemente apenas entendían polaco.

El veterano editor empezaba a sospechar que, quienquiera que lo escribiera y comoquiera que lo escribiera, aquel libro tendría un final amargo, lo cual le llevó a plantearse por enésima vez que quizá constituiría un gran error publicarlo.

Lo que necesitaba en aquellos difíciles momentos era vender un mínimo de cien mil ejemplares de una novela al uso, de las que atrapaban a los lectores a base de escurridizos vampiros, brujos o monstruos y dudaba que consiguiera alcanzar tales cifras narrando la historia de «La bella bestia», un personaje de carne y hueso pese a que hubiera demostrado ser infinitamente peor que el peor de los vampiros o los monstruos.

En cuanto se refería a la maldad llevada a sus últimos extremos y pese a haber nacido de la imaginación de escritores tan brillantes como Bram Stoker o Mary Shelley, tanto el sofisticado, maquiavélico e inmortal conde Drácula, como la cruel criatura infrahumana creada por el doctor Frankenstein, eran como inocentes niños de pecho cuyas atrocidades nunca estarían a la altura de las que había llevado a cabo en apenas cuatro años la hermosa hija de un lechero de Wrechen.

Por desgracia, el viejo dicho de que «la realidad supera a la fantasía» se había cumplido una vez más, pero ni siquiera un profesional tan experimentado como él se sentía capaz de determinar si eso era bueno o malo a la hora de atraer lectores.

Inmerso en sus dudas, ya que las dudas parecían haberse convertido en sus más asiduas acompañantes, decidió dar un corto paseo con el fin de ir a tomar asiento en la misma mesa del bar de la plaza, como si su inconsciente le dictara que, lejos de lo que empezaba a ser el obsesivo ambiente del patio, el comedor o la biblioteca de Violeta Flores, disfrutaría de una mayor libertad a la hora de tomar decisiones, ya que no podía permitirse el lujo de cometer nuevos errores en un mundo que llevaba décadas cometiendo errores que lo abocaban al desastre.

A veces tenía la impresión de que un imaginario meteorito conformado por una férrea amalgama de corrupción, desidia e ineptitud se había precipitado sobre el planeta provocando una catástrofe apocalíptica en la que las gigantescas olas habían sido sustituidas por ejércitos de banqueros tramposos y la lluvia de rocas por un sinnúmero de disparatadas decisiones políticas.

Que ambiciosos ejecutivos de tercera fila de grandes corporaciones mundiales pudieran comprar y vender acciones y obligaciones sin apenas restricción o vigilancia, provocando astronómicas pérdidas que dilapidaban los ahorros de miles de clientes, o que funcionarios de entidades públicas cargaran a tarjetas de crédito gubernamentales sus visitas a prostíbulos de lujo se le antojaban innegables demostraciones de hasta qué punto los seres humanos habían perdido el control sobre sí mismos o su forma de regirse.

Tarjetas de crédito, teléfonos móviles y ordenadores personales en manos de individuos ineptos o sin escrúpulos habían conformado un bosque impenetrable en el que los modernos malhechores campaban a sus anchas conformando una nueva raza de salteadores de caminos contra los que el ciudadano no conseguía defenderse, y la razón por la que no se sentía capaz de determinar qué era lo que necesitaban los lectores ante la nueva situación.

¿Deseaban que alguien les aclarase cómo sería la compleja sociedad tecnológica en la que comenzaban a hundirse, o preferían distraerse a base de trivialidades que les permitieran olvidar sus problemas?

Su gran maestro en el oficio, el inolvidable José Moya, le había dicho mucho tiempo atrás: «Cuando aciertas con lo que los lectores quieren, obtienes un éxito, pero cuando aciertas con lo que los lectores necesitan, provocas un boom, porque en los libros, como en todo, una cosa es el capricho momentáneo y otra, la necesidad vital».

¿Pero qué «necesitaban vitalmente» unos lectores a los que el suelo parecía faltarles bajo los pies mientras asistían al desmantelamiento de cuanto les había costado años construir?

Mauro Balaguer presentía que lo único que necesitaban era que alguien dejase de revolver entre tanta basura y les enseñase cómo librarse de ella, pero por mucho que hurgaba en su cada vez más frágil memoria, no conseguía encontrar el nombre de quien fuera capaz de mostrar el sendero que conducía de nuevo a la perdida senda de la decencia.

Una gran parte de la masa social se había vuelto tan depresiva y pesimista que parecía a punto de sumirse en un profundo letargo incapaz de librarse de la pesada lacra de una parasitaria clase política que había conseguido minar hasta sus más profundas raíces. Grandiosos árboles que durante siglos soportaron con valentía las embestidas de largas sequías, lluvias torrenciales o rugientes huracanes perecían, no obstante, bajo la acción de la silenciosa carcoma del favoritismo partidista y no surgía en el horizonte un guardabosques que supiera acabar con tan infecta plaga.

Lamentaba más que nunca sentirse viejo, cansado, inútil y asustado, puesto que se consideraba una rémora más entre los millones de rémoras que se limitaban a alimentarse de las sobras de los depredadores que pululaban por un inmenso océano que ya no era ni acogedor, ni transparente.

En el momento de alzar la cabeza con el fin de apurar lo que quedaba de cerveza y marcharse, distinguió en la portada del periódico que estaba ojeando el ocupante de una mesa vecina la fotografía a todo color del interior de un estadio de fútbol, y le llamó la atención una enorme bandera con la cruz gamada que ganaba protagonismo por el hecho de estar iluminada por el fuego de una roja bengala que había estallado entre el público.

Aquella era una clara muestra de lo que significaba la violencia, la estupidez y el salvajismo, personificados en un grupito de descerebrados de cabeza rapada que reían felices porque docenas de espectadores corrían horrorizados.

Le vinieron a la mente las palabras de Violeta Flores: «Lo que pretendo es destacar la magnitud de las atrocidades que se cometieron porque últimamente proliferan quienes intentan que esa clase de aberraciones queden en el olvido e incluso se repitan».

Allí estaban, setenta y tantos años después y en primera página, los mismos que permitieron que existieran seres como «La bella bestia», y sabía que no se limitaba a un pequeño grupo de gamberros que se divertían en un estadio español porque dondequiera que mirara proliferaban como setas venenosas, y, al igual que ellas, tan solo servían para causar dolor y muerte.

El modo en que se gobernaba el mundo había conseguido que tierras fértiles aparecieran ahora cubiertas por hojarasca putrefacta, y ese era el caldo de cultivo predilecto de las ideologías extremistas.

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