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Authors: James Oliver Curwood

Tags: #Aventuras, Naturaleza, Canadá

Kazán, perro lobo (10 page)

BOOK: Kazán, perro lobo
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Cuando llegó a la estrecha senda que conducía a lo alto de la Roca del Sol se detuvo, por­que notó que había en ella un olor de extrañas pisadas. Cayó el conejo de entre sus dientes y cada uno de los pelos del cuerpo de Kazán pareció animarse con vida propia. Lo que husmeaba no era el olor de un conejo, de una marta, o de un puercoespín, sino que advertía claramente que un animal de dientes y garras lo había precedido en su camino hasta la cima de la Roca del Sol. Entonces, débilmente, des­de lo alto, oyó sonidos que le hicieron prorrumpir en un aullido de alarma. Y al llegar arriba, vio alumbrada por la luna una escena que le hizo detenerse por un momento como si se hubiese convertido en estatua. Cerca del borde del precipicio que allí formaban las rocas, Loba Gris estaba empeñada en mortal lucha con un enorme lince. Alternativamente la loba estaba debajo de su enemigo o encima, y de pronto, dio un terrible alarido de dolor.

Kazán acudió al teatro de la lucha y su ata­que fue rápido y silencioso como el del lobo, combinado con la mayor valentía, furia y estrategia del perro «husky». Otro husky hubiese perecido ante el primer ataque de Kazán, pero el lince no era perro ni lobo. Era el ser más rápido de aquellas selvas. Los agudos y largos colmillos de Kazán, se habrían clavado en la yugular de su enemigo, pero en una fracción de segundo el lince retrocedió como enorme y blanda pelota y los dientes de su adversario se hundieron en la carne del cuello en vez de morder la yugular. Y es preciso tener en cuenta que Kazán no peleaba entonces contra los dientes de un lobo de manada ni contra otro perro. Luchaba contra garras, garras que cortaban como veinte navajas de afeitar y que podían seccionar perfectamente la yugular de un animal tan grande como Kazán.

Este había peleado una vez con un lince que cayó en una trampa, y no olvidó la lección que tal combate le diera. Trataba ahora de situarse sobre la espalda del lince, en vez de procurar cogerlo panza arriba, como habría hecho de pelear contra un perro o un lobo, pues sabía muy bien que su enemigo sería doblemente peligroso si se defendía presentándole sus cuatro patas, ya que con un golpe de cualquiera de ellas podría abrirle el vientre.

Tras él oía los gritos de dolor de Loba Gris, lo que le dio a entender que estaba muy mal herida. Esta idea lo llenó de rabia y duplicó su fuerza, y sus dientes se cerraron sobre la piel y la carne del cuello del lince, pero éste pudo eludir la muerte. Era preciso que Kazán mor­diera de nuevo y con mayor acierto para encontrar la yugular y, separándose ligeramente, dio la embestida final. El lince estuvo un instante en libertad y, aprovechándolo, se echó de espaldas, más Kazán se arrojó sobre él, ladeándose ligeramente y pudo cogerlo por el cogote.

Las garras del gato rasgaron el costado del perro y lo abrieron, aunque a demasiada altura para que la herida fuese mortal. Con otro gol­pe habría llegado a algún punto vital, pero como estaban luchando ciegos de rabia y en el mismo borde del precipicio, de pronto, sin proferir grito ni gruñido alguno, se despeñaron ambos. Había de quince a diez y ocho metros de altura desde donde se hallaban hasta el es­calón de rocas más cercano, pero ni en la caída Kazán soltó su presa, sino que, por el contra­rio, clavó sus dientes con mayor fuerza. Diéronse un batacazo enorme, pero Kazán tuvo la suerte de caer encima de su enemigo y eso amortiguó considerablemente el golpe, cuya violencia, no obstante, lo lanzó a cuatro o cinco metros de su enemigo. Levantóse instantáneamente, aturdido, gruñendo y dispuesto a la defensiva. El lince estaba inmóvil en el mismo lugar en que cayera y Kazán se acercó apercibido y husmeó prudentemente. Comprendió, sin embargo, que había terminado ya la pelea. Entonces se esforzó en llegar a la Senda, y apresuradamente volvió junto a Loba Gris.

Esta no se hallaba ya en el mismo sitio, a la luz de la luna. Cerca de las dos rocas que le sirvieran de abrigo estaban los cuerpos de los tres cachorros desprovistos de vida, pues el lince los había destrozado. Dando un gemido de tristeza, Kazán se aproximó a las rocas y metió la cabeza entre ellas. Loba Gris estaba allí, quejándose como si sollozara. El se adelantó y empezó a lamer el lomo y la cabeza de su compañera, la cual siguió quejándose duran­te toda la noche. Al llegar la aurora, la pobre loba se arrastró hasta el lugar en que quedaron los cadáveres de sus hijitos.

Y entonces fue cuando Kazán pudo darse cuenta de la obra del lince, porque Loba Gris estaba ciega, no por un día ni una noche, si­no para siempre. La había envuelto una obscuridad eterna que ningún sol podía disipar. Y tal vez también el maravilloso instinto de los animales, a veces más maravilloso que la razón humana, hizo comprender a Kazán lo ocurrido. Porque sabía que Loba Gris estaba in­defensa, mucho más que los cachorros que jugaban a la luz de la luna pocas horas antes.

En vano Juana llamó al perro. Su voz llegó ciertamente a la Roca del Sol y, al oiría, Loba Gris se acercó más a Kazán, el cual echó hacia atrás las orejas y le lamió las heridas. Poco rato después Kazán dejó un momento a su compañera para ir en busca del conejo muerto que dejara al pie de la roca, pero Loba Gris olió la presa y no quiso comer. Un poco más tarde él le indicó su deseo de que lo siguiera hacia la senda, pues no deseaba seguir en lo alto de la Roca del Sol, ni quería que se quedara allí Loba Gris. Paso a paso la guió, alejándola de sus muertos cachorros; ella no quería moverse más que cuando sentía el cuerpo de Kazán en con­tacto con el suyo, de tal manera que pudiese tocar su desgarrado flanco con la nariz.

Por fin llegaron a un lugar en que era preciso dar un salto de un metro aproximadamente, pues en el camino había una solución de continuidad, y allí comprendió Kazán cuán absolutamente inválida había quedado Loba Gris. Gimió y se echó al suelo veinte veces, antes de atreverse a dar el salto; se decidió al fin, haciéndolo con las patas rígidas, y cayó pesada­mente junto a Kazán.

Desde entonces éste ya no tuvo que esforzarse tanto para que la hembra le siguiera, pues Loba Gris, a raíz del salto que tuvo que dar, se convenció de que solamente estaba segura cuando su nariz tocaba el costado de su compañero. Lo siguió, pues, obediente cuando llegaron a la llanura, trotando de manera que su espalda tocaba la cadera de él.

Kazán se encaminaba hacia un bosquecillo que había junto al arroyo, a unos ochocientos metros de distancia, pero mientras lo recorría, Loba Gris tropezó y se cayó por lo menos una docena de veces.

Y cada vez que caía, Kazán comprendía un poco más las limitaciones de la ceguera. Una vez, él saltó en persecución de un conejo, pero no había dado aún veinte saltos, cuando se detuvo y miró hacia atrás. Loba Gris no se había movido de donde estaba; permanecía inmóvil, olfateando el aire y esperando a su compañero. Este, por espacio de un minuto, también se detuvo, aguardando, y luego volvió hacia ella. Y a partir de entonces, cada vez que te­nía que alejarse de ella, volvía donde la dejara, seguro de que estaba esperándole.

Durante todo el día permanecieron en el bosquecillo, y, por la tarde, Kazán fue a hacer una visita a la cabaña, en la que encontró a Juana y a su marido. Como es natural se die­ron cuenta de las heridas que tenía el perro, y el hombre, después de examinarlas, observó:

—Dura debió de ser la pelea. Eso se lo ha hecho un lince o un oso, porque no es herida que pueda causar otro lobo.

Por espacio de media hora Juana se ocupó exclusivamente de él, hablándole y acariciándolo con sus manos suaves. Le lavó las heridas con agua caliente, luego le aplicó un ungüento calmante y Kazán volvió a sentir el intenso deseo de permanecer con ella para siempre y no volver al bosque. Durante una hora ella le permitió permanecer echado sobre, el extremo de su vestido y con el hocico casi pe­gado a su zapato, mientras se ocupaba en arreglar a su hija. Luego fue a preparar la cena y Kazán no tuvo más remedio que levantarse, cosa que hizo de bastante mala gana. Se dirigió a la puerta. Llamábanlo Loba Gris y las sombras de la noche y contestó a ambas llamadas con la cabeza baja, pues ya había desaparecido el encanto que para él tuviera la libertad. Poco después salió de la cabaña. Cuando se reunió con Loba Gris, había salida la luna. La compañera lo recibió alegremente, manifestando su contento con un gemido de gozo y aproximando a él su cabeza. Más feliz parecía Loba Gris en su lamentable estado que Kazán en el uso de todo su vigor.

A partir de aquel día y durante los que siguieron, hubo una enconada lucha entre la ciega y fiel Loba Gris y la mujer de la cabaña. Si Juana hubiese sabido lo que Kazán dejaba en el bosque, si hubiera visto una sola vez al pobre animal para quien Kazán era entonces la misma vida —el sol, la luna, las estrellas, todo— seguramente habría ayudado a Loba Gris. Pero no siendo así, esforzábase en atraer cada vez más al perro y por último logró la victoria.

Llegó, finalmente, el gran día, ocho después del de la lucha en la Roca del Sol. Kazán, dos días antes, llevó a Loba Gris a un bosquecillo inmediato al río y allí la dejó la noche anterior cuando se encaminó a la cabaña. Aquella vez le ataron una fuerte correa de piel de reno al collar y lo dejaron sujeto a la pared de troncos. Al día siguiente Juana y su marido se levantaron antes del alba y cuando ambos dejaban la cabaña, el marido llevando a la niña y Juana precediéndoles, salía el sol. La joven se volvió y cerró la puerta de la cabaña, y Kazán oyó cómo sollozaba al seguir a su esposo hacia el río. La enorme canoa estaba dispuesta y esperándolos. Juana y la niña fueron las primeras en embarcar. Luego, sosteniendo el extremo de la cuerda, hizo entrar a Kazán y le ordenó que se echara junto a ella.

Cuando empezó la navegación, el sol bañó cálidamente la espalda de Kazán y éste cerró los ojos y posó su cabeza en el regazo de su ama. La mano de ésta se apoyó en su hombro y él oyó nuevamente el sollozo que el hombre no podía percibir, a medida que la canoa se ale­jaba corriente abajo.

Juana agitó la mano para despedirse de la cabaña que precisamente entonces desaparecía tras los árboles.

—¡Adiós! —exclamó—. ¡Adiós!— Y luego escondió su rostro junto a Kazán y a la niña y lloró.

El hombre cesó de remar.

—¿Te sabe mal que nos marchemos, Juana? —preguntó.

Pasaban entonces junto a un recodo del río y el olor de Loba Gris llegó hasta Kazán, que prorrumpió en débil gemido.

—¿Te sabe mal que nos marchemos?

Juana movió la cabeza negativamente.

—No —contestó—. Pero como siempre hemos vivido aquí… entre los bosques… que son mi país…

Kazán tenía la cabeza vuelta en dirección de la cabaña. Lo llamó el hombre y Juana levantó la cabeza. Súbitamente se deslizó de su mano la cuerda que sujetaba al perro y extraña luz alumbró sus ojos, cuando vio lo que había en la orilla, a poca distancia. Era Loba Gris, cuyos ciegos ojos estaban vueltos hacia Kazán. Por fin Loba Gris, fiel y amante, había comprendido. El olfato le dio cuenta de lo que no podían ver sus ojos. Kazán y el olor del hombre estaban juntos. Y se marchaban… se marchaban.

—¡Mira ¡—exclamó Juana, dirigiéndose a su marido.

Este se volvió. Las patas anteriores de Loba Gris estaban en el agua. Y cuando se alejaba la lancha, la loba se sentó sobre su cuarto trasero, levantó la cabeza al sol que no podía ver y profirió un tristísimo aullido dirigido a Kazán.

La canoa se ladeó inesperadamente. Un cuerpo leonado saltó… y Kazán cayó al agua.

El hombre se inclinó para coger su rifle, pe­ro la mano de Juana lo detuvo. La cara de la joven estaba palidísima.

—¡Déjale que se vaya con ella! ¡Déjale! ¡Déjale! —exclamó—. Su sitio está al lado de la loba.

Y Kazán, llegando a la orilla, tomó tierra, se sacudió el agua de su espeso pelaje y por última vez miró a la mujer. La canoa desapareció lentamente tras el primer recodo de la corriente. Un momento después desapareció. Loba Gris había ganado.

Capítulo 10 - El Incendio

A partir de la terrible lucha con el enorme lince en lo alto de la Roca del Sol, Kazán recordaba cada vez con menos claridad los días pasados en que fue perro de trineo y luego je­fe de manada. No olvidaba por completo estos hechos, pero siempre predominaban ciertos re­cuerdos sobre los demás, semejantes a las hogueras que interrumpen la obscuridad de la no­che. Así como el hombre, cuando recuerda algún hecho importante de su vida, señala su fecha relacionándola con la de su nacimiento, Kazán establecía esta relación con la época en que acontecieron las dos tragedias que se sucedieron casi sin intervalo después del nacimiento de los dos cachorros de Loba Gris, como si entonces hubiera comenzado su vida.

La primera era la mortal lucha en la Roca del Sol, cuando el lince cegó para siempre a su hermosa compañera y destrozó a sus hijitos. A su vez él mató al lince, pero Loba Gris seguía siendo ciega. La venganza no pudo hacerle recobrar la vista. No podía ya cazar con él como lo hiciera antaño en unión de las manadas de lobos en la llanura y en los bosques, Por consiguiente, cada vez que recordaba aquella tragedia, gruñía furioso y encogía los labios para enseñar ferozmente los dientes.

La otra tragedia era la marcha de Juana con su niñita y su marido. Algo más infalible que la razón indicaba a Kazán que no volverían. Y la escena que más clara se ofrecía a su memoria era la de aquella mañana de sol en que la mujer y la niña, a las que amaba, y el hombre, al que soportaba a causa de ellas, se alejaron en la canoa; y muchas veces se iba al lugar en que los abandonara y con profunda añoranza miraba a la corriente que se los llevó.

Así, la vida de Kazán parecía depender de tres cosas: el odio a todo lo que tuviera la apariencia o el olor del lince, su sentimiento por la ausencia de Juana y de la niña, y luego Loba Gris. Era natural que la más fuerte pasión en él fuese el odio al lince, porque no solamente fue el causante de la ceguera de Loba Gris y de la muerte de los cachorros, sino que también hacía depender de la lucha la marcha de Juana y de su niña. Y a partir de entonces fue el enemigo más encarnizado de la familia de los linces. En cuanto sorprendía en alguna par­te el olor de uno de aquellos enormes gatos, se convertía en un verdadero demonio y su odio aumentaba día por día a medida que se identificaba más con las fieras que habitaban aquellas soledades.

Y observó entonces que Loba Gris le era más necesaria que cuando ella abandonó la manada para seguirlo. No hay que olvidar que Kazán tenía sangre de perro y ésta necesitaba indispensablemente de la compañía que entonces so­lo podía ofrecerle Loba Gris. Los dos estaban solos, y las regiones civilizadas se bailaban a casi un millar de kilómetros al Sur. La facto­ría más cercana de la Bahía de Hudson estaba a unos noventa kilómetros al Oeste. Con frecuencia, en la época de la mujer y de la niña, Loba Gris había pasado las noches sola en el bosque esperando y llamando a Kazán. Y ahora era éste el que se sentía solo e intranquilo cuando no estaba junto a su compañera.

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