Read Juego mortal (Fortitude) Online

Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

Juego mortal (Fortitude) (2 page)

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
8.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

–¿Herr Hans Dieter Strömelburg?

La sorpresa se convirtió en profunda conmoción cuando el antiguo jefe de la Gestapo en Francia se oyó llamar por su nombre auténtico por primera vez en trece años. Las manos en las podadoras comenzaron a temblarle y le palideció el rostro. Durante un segundo, T. F. pensó que el hombre iba a tener un ataque cardíaco o de apoplejía allí mismo. Rápidamente se presentó, exhibiendo su documento de identidad.

–Se trata de una visita puramente personal –aseguró a Strómelburg–, nada que tenga la menor consecuencia…


Ach so, ach so
–repitió Strömelburg, demasiado petrificado para decir nada más.

Finalmente le hizo un ademán hacia su casa jardín.

–Venga –le rogó.

Se detuvo un momento en el porche soleado y luego continuó. No había la menor razón para permitir que los vecinos escuchasen aquella particular conversación.

Barrió de encima de la mesa las migajas del bocadillo de su almuerzo con un ademán embarazoso, y luego hizo un gesto a T. F. para que se sentase en el sillón que se hallaba cerca de la misma. Sacó una botella de «Reisling» del frigorífico y la puso encima de la mesa con un par de vasos altos. T. F. le estudió mientras lo hacía. La edad le había inclinado los hombros y ensanchado su cintura. Su rubio cabello era ahora blanco, y estaba peinado hacia atrás meticulosamente desde la amplia frente. Al pensar en sus fotografías de la época de la guerra, T. F. hubiera apostado a que las entradas de su pelo no se habían retirado ni un centímetro en casi treinta años. Su rostro se veía rubicundo, probablemente a causa de una presión sanguínea elevada. Los ojos eran azules y miraban al mundo con tranquilidad. No se trataba de un rostro del que pudiese decirse que se hallaba marcado por grandes sufrimientos. La vida, pensó T. F., había sido muy amable con Hans Dieter Strómelburg, muchísimo más amable que con todos aquellos que se habían cruzado en su camino.

Strómelburg sirvió el vino en los vasos, ofreció uno a T. F. y luego alzó el suyo.


Prost
–exclamó, desmintiendo su brindis con su grave– rostro.

T. F. expresó su reconocimiento con un ademán de cabeza.

–He venido a verle, Herr Strómelburg, porque usted y yo fuimos rivales en cierto sentido, hace ya muchos años…

El antiguo miembro de la SS se inclinó hacia delante, tratando de parecer ansioso de escuchar algo que no deseaba intensamente. El pasado no constituía un tema que los exoficiales de la Gestapo discutieran con entusiasmo.

–Poco antes de la invasión, la organización para la que trabajaba en Londres envió a Francia a una joven dama. Era alguien a quien me sentía muy unido, aunque sólo la conocí durante breve tiempo. Desapareció después de la guerra. Últimamente me propuse averiguar qué le había sucedido. Ya sabe usted, llega un momento en la vida en que se siente que hay que unir los cabos sueltos. ¿Ha tenido alguna vez esa sensación?

Strómelburg no sabía si debía asentir con la cabeza para mostrar su acuerdo. Juiciosamente, eligió no hacer nada y dejar que el norteamericano siguiera adelante.

El estadounidense sacó una fotografía en blanco y negro de su cartera de piel, en la que llevaba sus documentos de identidad de la CÍA. Se trataba de una vieja foto de carné de identidad de la época de la guerra, aquella clase de imagen plana, sin vida, con que habían sido agraciados millones de estos documentos en todo el mundo. La depositó encima del hule de la mesa y la empujó hacia el alemán.

Strómelburg cogió la fotografía y la estudió atentamente, como si la fuerza de voluntad pudiese eliminar las telarañas de los años de su mente. Naturalmente, la reconoció al instante. ¿Qué hombre hubiera podido olvidar a aquella mujer maravillosa? La veía como si estuviera sentada ante él, con su exquisito cabello rubio cayéndole en cascada por los hombros en elegantes bucles, con aquellos ojos de un verde oscuro, unos ojos del color de una pradera alpina bajo los rayos del sol veraniego, contemplándole con silencioso desafío. Tan compuesta, tan orgullosa… Siempre había sido muy orgullosa. Dejó la foto en la mesa.

–No –replicó, tristemente–. Siento no reconocerla en absoluto. ¿Cómo se llamaba?

–Pradier. Catherine Pradier.

–¿Su nombre auténtico o su nombre en clave? Supongo que sería una agente de alguna clase…

–Su nombre verdadero. Su nombre en clave era Denise.

Strómelburg cogió la fotografía y la estudió de nuevo, como si el sonido de aquel nombre en sus oídos hubiese suscitado un recuerdo que sus ojos no lograron despertar. Sí, la cosa resultaba tan clara como si hubiese sido ayer.

–¿Y por qué debería reconocerla?

–Tengo razones para creer que fue llevada a sus Cuarteles generales de la Gestapo en la Avenue Foch, en junio de 1944.

Strómelburg movió desolado la cabeza.

–Sucedieron tantas cosas aquellos días… La invasión de ustedes. La resistencia por todas partes. Era un auténtico manicomio… ¿Sabe dónde fue arrestada?

–Me parece que en algún sitio del Norte.

–¡Ah!

La voz del alemán adoptó la tranquilizadora resonancia de un médico que acaba de descubrir la clave de su diagnóstico.

–Pues no debió quedar bajo mi jurisdicción. El Norte dependía de la Gestapo en Bruselas. La llevarían a Bruselas. Ya sabe cómo somos los alemanes. Todo lo hacemos según los reglamentos. Le aseguro que nunca la vi en París.

Se retrepó en su sillón, convencido de que su explicación, que hacía las veces de una descripción estereotipada del carácter alemán, sería suficiente para satisfacer a su visitante americano.

La mirada que le lanzaron los ojos azules del norteamericano le dijo que no era así, pero por alguna razón decidió seguir adelante.

–También creemos que fue llevada a Ravensbrück. Tengo entendido que fue usted destinado a Ravensbrück al final de la guerra.


Ja…
–convino Strómelburg, tratando de dar a su tono una expresión de intensa simpatía hacia el norteamericano y sus investigaciones–. Pero ya sabe que Ravensbrück era también un manicomio. Doce mil mujeres. Morían por docenas todos los días.

Hizo un ademán de impotencia y esbozó una mueca como si estuviese tratando de borrar de su mente un particularmente doloroso y triste recuerdo.

En realidad estaba contemplando otro recuerdo mucho más preciso, el recuerdo de aquella tarde de abril en 1945, cuando hizo acudir a Catherine Pradier a su despacho del edificio de la administración del campo, en el
Lagerstrasse
. El rodante trueno de los cañones del Ejército Rojo ya se alzaba por el horizonte oriental. La mujer había sobrevivido a los horrores de Ravensbrück. Había sido, tal y como lo habían sugerido sus desafiantes ojos verdes en París, una superviviente. ¿Y qué era aquello que tenía que ofrecerle aquella tarde sino la supervivencia?

Dejó de nuevo encima de la mesa la fotografía de Catherine Pradier, indicando esta vez con su ademán que no iba a echarle más ojeadas.

–Al final hubo mucho caos, demasiada confusión. Nuestro último pensamiento fue escapar, y no pensamos en los internados.

T. F. le estudió con frialdad. Su mente se encontraba un cuarto de siglo atrás, con Catherine Pradier en su último viaje al aeropuerto, viéndola subir a aquel diminuto avión que despegaba hacia donde sólo Dios sabía. ¿Habría muerto en Ravensbrück en el último estallido de salvajismo de los SS? ¿La habrían hecho prisionera los rusos? ¿Habría conseguido huir y luego, en la confusión de la Liberación, decidió eclipsarse en la oscuridad, tratar de recomponer las piezas de su destrozada vida por sí misma, en algún mundo privado donde nadie pudiese recordarle el pasado? A fin de cuentas, tenía un montón de cosas que olvidar… y que perdonar. «Mientras que tú –reflexionó, valorando al alemán– conseguiste llegar a un acuerdo con la Inteligencia británica, y te encuentras sentado aquí, en este tranquilo retiro, podando tus condenados rosales bajo la protectora mirada del MI6, más allá del alcance de cualquiera.»

Stromelburg ofreció al hombre de la CÍA una leve sugerencia de sonrisa.

–Su rostro, simplemente, no me dice nada. Lo siento. Y tiene todo el aspecto de no ser esa clase de mujer que un hombre es capaz de olvidar, ¿no le parece? Resulta imposible.

T. F. se bebió su vino.

–Ésa es la razón de que esté aquí.

–¿Y por qué es tan importante para usted? ¿Qué es lo que hizo?

–Estoy a punto de jubilarme, Herr Stromelburg. Y antes de que lo haga, mis superiores me han pedido que prepare una historia oficial de la operación en la que usted y yo fuimos rivales, en la primavera de 1944. Algo que se llamó
Fortitude
.
[1]


¿Fortitude
?

T. F. brindó al alemán una tranquilizadora sonrisa.

–El nombre no tiene la menor relación con el plan. Se trataba de una operación en extremo secreta, prevista para encubrir la invasión de Normandía. Aún sigue siendo altamente secreta. Sin ella, estoy por completo seguro de que la invasión nunca hubiese tenido éxito.

Stromelburg luchó por esconder su creciente excitación. Aquí, a fin de cuentas, después de tantos años, las piezas empezaban a encajar, la prueba que siempre había buscado surgía de repente ante él.

–Y ella, esa mujer –Stromelburg trató de parecer incrédulo–, ¿se hallaba implicada en eso?

–Ella era
vital
. Sin ella el plan habría fracasado.

El alemán se retrepó en su sillón. «Así –pensó– era exactamente lo que había sospechado cuando ya era demasiado tarde. Cuan diabólicamente inteligentes fueron los ingleses. Cómo nos engañaron de forma total y absoluta. Y todo porque fuimos tan estúpidos, tan ingenuos, que no podíamos creer que estuviesen haciendo algo así. ¿Cómo era ese viejo refrán? "El alemán tiene una mano cruel y un corazón blando; el inglés, una mano suave y un corazón cruel."»

Se aclaró la garganta:

–Si su invasión hubiese fracasado, Mr…

–O'Neill.

–O'Neill.

Una amargura largo tiempo reprimida, pero nunca olvidada, se evidenció en la voz del alemán.

–Es muy posible que no hubiesen ganado la guerra…

–Los rusos hubieran tenido también algo que decir al respecto.

–¿Los rusos? Si hubiésemos detenido la invasión se habrían enfrentado a cuarenta de las mejores Divisiones de la Wehrmacht en el Este, en julio.

Strómelburg emitió un suspiro.

–Sí –dijo–, si su invasión hubiese fracasado, Mr. O'Neill, el mundo en que hoy vivimos sería un lugar muy diferente…

–Estoy de acuerdo. De ahí mi ansia por averiguar exactamente qué le sucedió a ella.

Strómelburg se quedó mirando a su visitante norteamericano, con sus facciones tan en blanco como las páginas de una agenda vacía. «Está bien, amigo mío –pensó–, ésa es una victoria final que no tendrás. Además, ¿te imaginas qué pensarían tus aliados franceses si esta historia se desvelase? Algunas historias, amigo mío, es mejor dejarlas sin contar.»

–Realmente desearía haberle servido de ayuda –suspiró Strómelburg, acompañando sus palabras con un leve e impotente encogimiento de hombros–. Pero no recuerdo nada. Ocurrió hace tanto tiempo…, ¿verdad? Hace tanto tiempo…

P
RIMERA PARTE

V
IENTOS FAVORABLES HACIA
F
RANCIA

Londres - Berchtesgaden - París - Asmara - Hartford, Connecticut

Noviembre de 1943 - Marzo de 1944

Vientos favorables hacia Francia

cuando avancen nuestras velas
.

(Michael Drayton a los cambobritones,
Azincourt
)

Londres

2 de noviembre de 1943

Catherine Pradier observó entre divertida y fascinada cómo el portero del «Hotel Savoy» de Londres avanzaba hacia su taxi. La presencia dickensiana de aquel hombre, abriendo la portezuela de su taxi con majestuoso ademán cautivaron y tranquilizaron, a un tiempo, a la mitad inglesa de Catherine. Con su gabán verde con adornos plateados y su chistera, constituía un recuerdo de un mundo que debería haber desaparecido para siempre en los bombardeos aéreos.

–Media corona, señora –le anunció el taxista, con su inconfundible acento londinense.

Hurgó en su bolso en busca de dos chelines y una moneda de seis peniques, tratando luego de calcular cuánto debería darle al taxista como propina. La idiosincrasia del sistema monetario inglés fastidiaba, como siempre, al lado dominante de Catherine, su parte francesa. Finalmente, tras poner un chelín de más en la agradecida palma del taxista, descendió del vehículo.

Se sentía a las mil maravillas. Por primera vez desde setiembre de 1939, llevaba un traje de noche. Se trataba de un vestido tubo de seda negra que había comprado, como parte de su ajuar, en «Coco Chanel». El vestido era frágil y muy fino, y había constituido el único toque de elegancia que se llevó consigo en su apresurada y trágica huida de París, en junio de 1940. Durante más de tres años, estuvo colgado sin usar en su armario de Londres, cual fantasma de las fiestas del pasado. Ahora, sintiendo su satinada caricia en la piel, notando el crujido de sus pliegues, se encontraba como aquella muchachita que, vestida para una fiesta de disfraces, fue presentada ante los adultos para su aplauso y admiración.

Un par de pilotos norteamericanos, que llevaban las flexibles gorras de la Octava Fuerza Aérea de Estados Unidos, salieron por las puertas giratorias del hotel. Al verla, se hicieron a un lado. Uno de ellos silbó por lo bajo cuando la mujer pasó por delante. El otro se quitó la gorra, hizo una semirreverencia y murmuró:

–¿Me reservas el próximo baile, ángel?

Catherine se apartó el largo cabello rubio que le caía en brillantes cascadas encima de los hombros, y ofreció a los aviadores una silenciosa sonrisa mientras avanzaba hacia el vestíbulo del «Savoy». Muy consciente de los ojos que la seguían, atravesó el vestíbulo hasta el salón, cuyos sillones estaban ocupados por hombres de uniforme y por aristócratas de los condados ingleses –vestidos de
tweed
–, que habían salido de sus campos durante unos días, y que observaban aquel desfile. En el extremo del salón, giró hacia la izquierda, en dirección a la barra del «Grill». Se detuvo un momento en la puerta. Desde su taburete, el contralmirante Sir Lwellyn Crane la vio y corrió hacia ella. Tenía casi sesenta años, su cabello gris brillaba en sus sienes y su rostro aparecía quemado por el sol mediterráneo.

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
8.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Eternity Factor by B.J. McCall
Beneath the Skin by Nicci French
Riven by A J McCreanor
Watcher by Kate Watterson
Born Weird by Andrew Kaufman
The Holcroft Covenant by Robert Ludlum
A Randall Thanksgiving by Judy Christenberry
The Invisible Bridge by Julie Orringer