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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

Infierno Helado (4 page)

BOOK: Infierno Helado
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—Más o menos.

Llegaron al control de seguridad, que llevaba mucho tiempo en desuso. Ekberg no disimuló su sorpresa al ver lo que tema delante.

—¡Dios santo! No tenía ni idea de que esto era tan grande.

—¿Qué esperaba…? —preguntó Sully—. ¿Iglús y tiendas de campaña?

—En realidad, prácticamente toda la base es subterránea —aclaró Marshall mientras cruzaban la cerca y llegaban a la plataforma—. La construyeron aprovechando un desnivel natural.

Trajeron partes prefabricadas y rellenaron el espacio sobrante con tierra helada y pumita. La mayoría de las estructuras visibles son sistemas mecánicos o técnicos: el generador, las antenas radar… Ese tipo de cosas. Los arquitectos querían reducir al mínimo el impacto visual. Por eso lo construyeron a la sombra de la única montaña que hay en muchos kilómetros a la redonda.

—¿Cuánto tiempo hace que la base no está en activo?

—Mucho —contestó Marshall—. Casi cincuenta años.

—Dios mío… Entonces, ¿quién la mantiene? ¿Quién comprueba que funcionen los váteres y ese tipo de cosas…?

—El gobierno la llama una instalación de mantenimiento mínimo. Hay una dotación militar muy reducida que se ocupa de que todo siga funcionando: solo hay tres miembros del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Tierra, al mando de González.

El sargento González. Mantienen los generadores y la red eléctrica, ceban la calefacción, cambian las bombillas y controlan el nivel de los depósitos de agua. Y ahora mismo, nos hacen de canguros.

—Cincuenta años. —Ekberg sacudió la cabeza—. Supongo que por eso no les importa alquilárnosla.

Marshall asintió.

—Aunque el tío Sam no es precisamente un casero barato.

Hemos pagado cien mil dólares suplementarios solo para alojar una semana al equipo del documental.

—Aquí arriba está todo muy caro —apostilló Sully.

Ekberg volvió a mirar a su alrededor.

—¿Los militares tienen que vivir aquí?

—Los cambian cada seis meses. Al menos a los tres soldados rasos. Al sargento González… parece que le gusta.

Ekberg sacudió la cabeza.

—Un hombre celoso de su intimidad, está claro.

Cruzaron la pesada puerta principal, una zona de almacenamiento temporal, una larga sala de aclimatación (con armarios para parkas y equipos para la nieve en ambos lados) y otra puerta, la de acceso a la base propiamente dicha.

Pese a llevar medio siglo inactiva, la base Fear conservaba un marcado estilo militar:

banderas americanas, paredes de acero y mobiliario estrictamente funcional.

En las paredes había carteles descoloridos, con reglamentos y advertencias contra infracciones de seguridad.

Del patio salían dos pasillos anchos, uno a la izquierda y otro a la derecha, que penetraban en la oscuridad: las zonas adyacentes estaban bien iluminadas, pero en las más apartadas solo había esporádicos focos de luz. Al fondo del patio se hallaba un hombre con uniforme militar, sentado detrás de un panel de cristal, leyendo un libro de bolsillo.

Marshall se fijó en que Ekberg arrugaba la nariz.

—Lo siento —dijo, riéndose—. Yo también tardé una semana en acostumbrarme a este olor. ¿A quién se le ocurriría pensar que una base en el Ártico huela como la sentina de un barco?

Bien, vamos a que la inscriban.

Cruzaron el patio hasta la ventanilla de cristal.

—Tad —dijo Marshall a guisa de saludo.

El hombre de detrás del cristal contestó con un gesto de la cabeza. Era alto, joven y pelirrojo, con el pelo casi rapado, y llevaba la insignia de soldado del cuerpo de ingenieros.

—Doctor Marshall.

—Te presento a Kari Ekberg. Se ha adelantado al resto del equipo del documental. —Marshall se volvió hacia Ekberg—. Tad Phillips.

El soldado la miró con un interés mal disimulado.

—Nos han informado esta mañana. Si me hace el favor de firmar, señora Ekberg…

Pasó un sujetapapeles por una ranura situada en la base del panel de cristal.

Ella firmó en la línea que le señalaba y se lo devolvió. Phillips anotó la hora y la fecha y dejó el sujetapapeles.

—¿Le explicará usted dónde está todo y cuáles son las zonas de libre acceso?

—Descuida —dijo Marshall.

Phillips asintió con la cabeza y, después de echar un último vistazo a Ekberg, volvió a mirar el libro que estaba leyendo.

Sully llevó al grupo a una escalera por la que empezaron a bajar.

—Al menos aquí dentro hace calor —dijo Ekberg.

—Solo en los niveles altos —precisó Sully—. Los demás están en temperatura de mantenimiento.

—¿Qué ha querido decir con «zonas de Ubre acceso»?

—Esta parte de la base, la central, de cinco pisos, es donde vivían los oficiales y donde se hacía gran parte de la vigilancia —dijo Marshall—. Aquí podemos movernos sin restricciones, aunque no hemos tenido mucho tiempo ni ganas de investigar.

En el ala sur, que es donde se guardaban y se mantenían casi todos los ordenadores y el resto del equipo, el acceso está restringido. Es donde viven los reclutas. A nosotros nos dejan entrar en los niveles superiores. El ala norte nos está prohibida.

—¿Qué hay en el ala norte?

Marshall se encogió de hombros.

—Ni idea.

Salieron a otro pasillo, más largo y mejor iluminado que el de encima. Había todo tipo de aparatos antiguos contra las paredes, como si lo hubieran abandonado todo con prisa. También volvía a haber armarios y letreros de aspecto oficial, con flechas que indicaban diversas instalaciones: MAPAS POR RADAR, PUESTO DE VIGILANCIA AÉREA, GRABACIÓN/SEGUIMIENTO… A ambos lados del pasillo se sucedían puertas con rejas metálicas en las ventanillas. No llevaban ningún nombre, sino letras y números.

—Nuestros laboratorios provisionales están instalados aquí, en el nivel B —informó Sully, señalando las puertas con el pulgar—. Al fondo está la cocina, el comedor y una sala de instrucción que hemos convertido temporalmente en salón de recreo. A la vuelta de la esquina están los dormitorios, con literas. Le hemos reservado uno.

Ekberg le dio las gracias en voz baja.

—Aún no entiendo por qué se puede necesitar una base así —dijo—. Quiero decir tan al norte.

—Formaba parte del sistema original de alerta temprana —dijo Marshall—. ¿Le suena de algo la línea Pinetree, o la línea DEW?

Ekberg sacudió la cabeza.

—En 1949, cuando los soviéticos probaron su primera bomba atómica, nos volvimos locos. Creíamos que disponíamos de al menos cinco años para prepararnos, pero de repente nuestros expertos predijeron que en pocos años los rusos tendrían suficientes bombas para acabar con Estados Unidos. La reacción fue aumentar el número de soldados, aviones, armas… incluido un programa a gran escala para instalar un sistema de defensa en todo el perímetro del país. Las costas del Pacífico y del Atlántico ya estaban bien protegidas. Estaba claro que la principal amenaza vendría de los bombarderos que pudieran llegar por encima del polo, pero entonces los radares eran muy primitivos y no podían detectar aparatos que volasen bajo; no podían detectar nada en el horizonte.

—Así que tenían que estar lo más cerca posible del peligro.

—Exacto. Los militares analizaron y establecieron las rutas más probables que seguirían los bombarderos rusos en caso de ataque. Entonces construyeron sistemas de alerta temprana lo más al norte que pudieron en cada ruta. Este es uno de ellos.

—Marshall sacudió la cabeza—. Lo irónico es que a finales de los años cincuenta, cuando acabaron de construirlo, ya estaba obsoleto. Los misiles estaban sustituyendo a los aviones que lanzaban bombas. Para ese tipo de amenaza necesitábamos una red centralizada. Por ello, crearon un nuevo sistema, el SAGE, y estas estaciones quedaron inutilizadas.

Ya habían doblado la esquina y ahora estaban en otro pasillo como de cuartel.

Sully se paró delante de una de las puertas, giró el pomo y la empujó, mostrando una habitación espartana, con un catre, un escritorio, un armario ropero y un espejo. Por la mañana, Chen había limpiado un poco el polvo.

—Aquí está su habitación —dijo Sully.

Ekberg echó un vistazo rápido y dio las gracias a Sully y a Marshall con un gesto de la cabeza cuando estos dejaron su equipaje sobre el catre.

—De Nueva York hasta aquí hay un buen trecho —dijo Sully—, y si es usted como nosotros, seguro que no habrá dormido mucho durante el viaje. Si quiere acostarse un rato, o refrescarse, adelante. Las duchas y los lavabos están al fondo del pasillo.

—Gracias por su ofrecimiento, pero prefiero empezar enseguida.

—¿Empezar?

Sully parecía perplejo. De repente, Marshall lo entendió.

—Quiere decir que quiere verlo.

—¡Claro! Para eso he venido. —Ekberg miró a su alrededor—. Si les parece bien, claro.

—Lo siento, pero no nos parece bien —contestó Sully—. En las últimas semanas se han visto varios osos polares, y los tubos de lava son muy peligrosos. Pero si quiere observarlo de lejos, supongo que no hay inconveniente.

Ekberg se lo pensó y al fin asintió despacio.

—Gracias.

—Evan la llevará. ¿Verdad, Evan? Y ahora, con su permiso, tengo que acabar unas pruebas.

Dicho lo cual, Sully sonrió ligeramente a Ekberg, se despidió de Marshall con un gesto de la cabeza, dio media vuelta y regresó hacia los laboratorios provisionales.

5

—Es increíble —dijo Ekberg, empañando el aire con sus palabras—. Creo que nunca había visto un azul tan claro e intenso.

Estaban subiendo a pleno sol por el valle glaciar. A pesar de algunas vagas quejas que aludían a la urgencia de sus quehaceres, Faraday había decidido acompañarles. Subía jadeando, sin aliento. Desde hacía un mes, realizaba aquella caminata como mínimo una vez al día, y el hecho de que todavía le costase delataba los muchos años de sedentarismo pasados en el laboratorio.

En cambio Ekberg avanzaba sin esfuerzo, como una corredora experimentada.

Se fijaba en todo, sin pasar nada por alto.

De vez en cuando murmuraba unas palabras en una grabadora digital. Llevaba la parka de repuesto de Penny Barbour por encima de la chaqueta de piel.

—Ciertamente —corroboró Marshall—. Pero me gustaría que durase más.

—¿Cómo?

—Los días se están acortando muy deprisa. Tan solo quedan entre dos y tres semanas de luz diurna. Después llegarán las noches blancas, veinte horas al día, y nosotros nos iremos.

—No me sorprende que tengan prisa. De todos modos, este cielo será una gozada para Alian.

—¿Alian?

—Alian Fortnum, nuestro director de fotografía. —Ekberg miró hacia delante, hacia el glaciar, que enmarcaba el azul nítido del cielo con su azul marino—. ¿De dónde viene el nombre de monte Fear?

—De Wilberforce Fear, el explorador que lo descubrió.

—¿Y eso lo hizo famoso?

—La verdad es que le mató. Murió congelado en la base de la caldera.

—Ah. —Ekberg murmuró algo en la grabadora—. Caldera.

Entonces, ¿es un volcán?

—Un volcán extinto. La verdad es que es muy raro; el único accidente geológico en casi tres mil kilómetros cuadrados de permafrost. Todavía se discute sobre cómo se formó.

—El doctor Sully ha dicho que era peligroso. ¿En qué sentido?

—En realidad, el monte Fear solo es un cono apagado de lava prehistórica. El clima y el glaciar lo han ido desgastando y ahora es muy frágil. —Marshall señaló una de las crestas del valle, afilada como un cuchillo, y luego una de las grandes cuevas que abundaban en la base de la montaña—. Los tubos de lava como aquel se crean cuando se forma una corteza sobre una corriente activa de magma. Con el paso de los años se vuelven muy quebradizos y pueden venirse abajo con facilidad. A consecuencia de ello, la montaña es como un gran castillo de naipes. Hicimos el descubrimiento al final de uno de esos tubos.

—¿Y los osos polares que ha mencionado Sully?

—Son muy bonitos, pero se comportan agresivamente con los seres humanos, sobre todo ahora que se está reduciendo su hábitat. Cuando llegue su gente, asegúrese de que no se alejan de la plataforma a menos que vayan armados.

En la base hay reservas de fusiles potentes.

Después de unos minutos escalando en silencio, Ekberg volvió a hablar.

—Usted es paleoecólogo, ¿verdad?

—Sí, paleoecólogo del Cuaternario.

—¿Y qué hace aquí exactamente?

—Los paleoecólogos reconstruimos ecosistemas desaparecidos a partir de fósiles y otros indicios antiguos. Intentamos averiguar qué tipos de animales paseaban por el mundo, qué comían, cómo vivían y cómo morían. Yo estoy estudiando qué tipo de ecosistema existió aquí antes del avance del glaciar.

—Y ahora que el glaciar está retirándose, vuelven a salir a la luz los indicios, las muestras.

—Exacto.

Ekberg miró a Marshall con unos ojos penetrantes e inquisitivos.

—¿Qué tipo de muestras?

—Vestigios de plantas. Barro estratificado. Algunos restos macroorgánicos, como madera.

—Barro y madera —dijo Ekberg.

Marshall se rió.

—No es demasiado atractivo para Terra Prime, ¿verdad?

Ella también se rió.

—¿Para qué le sirven?

—La madera y otros materiales orgánicos se pueden datar por radiocarbono y así determinar cuánto tiempo ha pasado desde que quedaron sepultados en el glaciar. Las muestras de barro se procesan en busca de polen, el cual, a su vez, indica el tipo de plantas y árboles que predominaban antes de la glaciación. Lo malo de los ecólogos actuales es que se quedan atascados analizando el mundo tal como es ahora, con las enormes alteraciones ejercidas por el hombre durante los últimos cien siglos. Sin embargo, con las muestras, los datos y las observaciones que hago se puede reconstruir el mundo tal como existía antes de que los seres humanos se convirtieran en el elemento dominante.

—Puede recrear el pasado —dijo Ekberg.

—En cierto modo, sí.

—Me parece muy atractivo. Y supongo que para ello son ideales los glaciares, porque al estar todo congelado se conserva como en una cápsula del tiempo.

—Exacto —dijo Marshall, impresionado por la rapidez con la que Ekberg se hacía una idea de una disciplina que desconocía—. Por no hablar de que, cuando se derrite el hielo, suelta su contenido. Te ahorras tener que sudar utilizando palas y cinceles para desenterrar fósiles y subfósiles.

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