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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Germinal (64 page)

BOOK: Germinal
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—La mina está perdida —contestó el capataz mayor.

Le relató la catástrofe, casi balbuceando de emoción, en tanto que el ingeniero se encogía de hombros, con aire de incredulidad. ¡Bah! Pues ¿qué? ¿Así se deshace un revestimiento sin más ni más? Sin duda exageraba; era necesario verlo.

—Abajo no habrá quedado nadie, ¿no es verdad? Dansaert se turbó:

—No, nadie. Al menos, así creo; aunque quizá pudiera haberse retrasado algún obrero.

—¡Maldita sea!… Entonces, ¿por qué ha salido de ahí? ¿Se abandona así a la gente que uno manda?

¡Cobarde!

Enseguida dio orden de que se contaran las linternas.

Por la mañana se habían distribuido trescientas veintidós, y ahora no se encontraban más que doscientas cincuenta y cinco, si bien es verdad que varios obreros confesaban haber perdido las suyas, a causa del pánico y de la precipitación de la subida. Se trató de pasar lista; pero esto también fue inútil, porque muchos mineros habían huido, y, otros en medio de la algazara y la agitación que allí reinaba no oían su nombre. Ellos mismos no lograban ponerse de acuerdo sobre cuántos compañeros faltaban. Lo mismo podían ser veinte que cuarenta. El ingeniero no tenía más que una seguridad; la seguridad tristísima de que abajo había gente; y la tenía, porque, asomándose a la boca del pozo, en medio del estruendo del torrente y del crujir de las maderas, se oían los quejidos de aquellos infelices.

La primera disposición de Négrel fue mandar un aviso al señor Hennebeau y procurar cerrar la mina. Pero fue demasiado tarde; porque los obreros más impresionables, aquéllos que no dejaran de correr hasta llegar a su casa, como si aún los persiguieran los efectos de la catástrofe, habían puesto sobre aviso a todo el barrio de los Doscientos Cuarenta, y bandadas de mujeres, de viejos y de niños, llorando y chillando a más no poder, bajaban precipitadamente hacia la Voreux. Fue necesario rechazarlos, y establecer un cordón de vigilantes para que no se acercaran, porque habrían entorpecido las maniobras. Muchos obreros de los que habían salido del pozo permanecían allí atónitos, estupefactos, sin ir a cambiarse de traje, retenidos por la fascinación del miedo, contemplando aquel pozo en las profundidades del cual habían estado a punto de perecer. En torno a ellos, las mujeres, llenas de espanto, los acosaban suplicándoles, interrogándoles, pidiéndoles nombres. ¿Estaba allí fulano? ¿Y mengano?… Nadie sabía nada; aquellos infelices balbuceaban palabras ininteligibles, temblorosos, haciendo gestos de locos, gestos como para apartar sí el recuerdo de aquella espantosa catástrofe. La muchedumbre aumentaba por momentos; la gente, llorando, acudía de todas partes. Y allá, en lo alto de la plataforma, junto a la caseta de Buenamuerte, sentado en el suelo, un hombre, Souvarine, contemplaba en silencio aquel espectáculo.

—¡Los nombres! —gritaban todas las mujeres, con la voz ahogada por las lágrimas. Négrel se asomó a la puerta, y dijo estas palabras:

—En cuanto lo sepamos, os lo diremos; pero no está todo perdido; todos se salvarán… Ahora voy a bajar yo.

Entonces la multitud, sobrecogida de angustioso espanto, guardó silencio, y esperó. En efecto: con una bravura extraordinaria y con una tranquilidad verdaderamente heroica, el ingeniero se disponía a bajar. Había hecho que desenganchasen la jaula del ascensor, y ordenado que la sustituyesen con un cubo sólidamente atado al cable; y como sospechaba que el agua le apagaría la linterna, colocó otra luz en la parte inferior del cubo por fuera, de modo que éste la protegiera. Los capataces, temblando, pálidos y descompuestos, hacían todos estos preparativos secundando sus órdenes.

—Usted bajará conmigo, Dansaert —dijo Négrel con voz tranquila.

Luego, cuando vio que todos estaban acobardados, y que el capataz mayor temblaba como una mujerzuela, y casi lloraba de miedo, le rechazó con un gesto desdeñoso.

—No; no me serviría sino de estorbo… Prefiero ir solo.

Ya se había colocado en el estrecho cubo que se balanceaba pendiente del cable; cogió con una mano la linterna, agarró con la otra la cuerda de señales, y dijo al maquinista con la mayor tranquilidad del mundo:

—¡Adelante! ¡Poco a poco!

La máquina se puso en movimiento, y Négrel desapareció en la oscuridad profunda del abismo, de donde aún salían los gritos angustiosos de los infelices que estaban abajo. En la parte de arriba no había sucedido nada; el ingeniero se convenció de que el revestimiento superior se hallaba en buen estado. Balanceándose en el vacío, se volvía de un lado a otro para alumbrar las paredes; pero trescientos metros más abajo, al llegar al revestimiento inferior se apagó la luz como había previsto y sintió que el cubo se llenaba de agua. Ya no tuvo más luz que la muy escasa que despedía la que iba colgada debajo del cubo. A pesar de su bravura temeraria, palideció hasta la lividez ante el horror de aquel desastre. Sólo algunas piezas de madera quedaban en su sitio; todas las demás habían sido precipitadas al abismo por la fuerza de la inundación; las aguas del torrente, de aquel mar subterráneo, cuyas tempestades y naufragios se ignoraban, rugían y se precipitaban por la brecha abierta en el revestimiento.

El ingeniero estaba consternado; en aquellos sitios no volvería a ser posible el trabajo humano. Négrel ya no tenía mas que una esperanza: la de intentar el salvamento de la gente que estaba en peligro. A medida que iba bajando, distinguía con mayor claridad los lamentos de aquellos infelices; pero pronto tuvo que detenerse: el pozo estaba absolutamente infranqueable; los pedazos de madera, las vigas, los sostenes de hierro atravesados de pared a pared, hacían imposible toda tentativa de descenso. Y mientras con el corazón en un puño, casi con lágrimas en los ojos, al pensar en la muerte que aguardaba a aquellos desdichados, estaba esperando, notó de pronto que cesaba el ruido de sus voces. Era indudable que, o se acababan de ahogar, o habían huido a las galerías interiores de la mina, creyendo salvarse de aquella terrible inundación.

Entonces Négrel cogió la cuerda, y dio la señal para que lo subiesen. Luego mandó que la máquina se detuviera de nuevo, porque no se explicaba aquella catástrofe tan brusca y tan rápida, cuyas causas le era imposible adivinar. Deseando darse cuenta de todo, empezó a examinar una por una las piezas del revestimiento, y al hacerlo comprendió fácilmente, por las huellas que habían dejado la sierra y el destornillador, las señales de un trabajo abominable de destrucción, que nada de aquello era casual. Evidentemente alguien que deseaba aquella catástrofe la había preparado. Lleno de espanto ante aquella convicción, no se acordaba de hacer señales para que lo subiesen, cuando, de repente, las pocas piezas del maderamen que aún quedaban en su sitio, se desprendieron con un estrépito infernal, y desbordándose las aguas del torrente por aquella nueva brecha formaron un remolino monstruoso, en el que estuvo a punto de verse envuelto. Su intrepidez desaparecía ante la idea del hombre que había hecho aquello y se le erizaba el cabello, se le helaba el corazón, haciéndole sentir una especie de pavor religioso, como si envuelto en las tinieblas estuviese allí todavía el autor de la catástrofe, aquel gigantesco criminal, para convertirlo todo en polvo. Dio un grito, y agitó Curiosamente la cuerda, haciendo la señal. Lo hizo en el momento preciso porque al pasar por el revestimiento superior, vio que todas las piezas se movían; las junturas después de haber perdido las estopas embreadas, daban paso a una cantidad enorme de agua. Era cuestión de horas. El desastre resultaba inevitable: al cabo de un rato, las paredes del pozo estarían deshechas, y la mina para siempre anegada.

Arriba, el señor Hennebeau esperaba impaciente a Négrel.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Pero el ingeniero estaba tan emocionado, que no podía hablar.

—Esto es imposible; algo impensable… ¿Lo has examinado?

—Sí —respondía con la cabeza, y dirigiendo miradas de desconfianza a su alrededor.

Se negó a dar explicaciones en presencia de los pocos capataces que le escuchaban. Por eso llevó a su tío a un rincón, y allí, en voz muy baja, hablándole al oído, le explicó el monstruoso atentado, describiéndole el aspecto de las piezas aserradas, de los tornillos sacados de su sitio a propósito para terminar diciendo que habían matado la mina. El director estaba blanco como la cera, bajaba la voz también, sintiendo esa necesidad instintiva que nos hace guardar silencio ante la monstruosidad de los grandes desastres y de los grandes crímenes. Los dos pensaban, aterrados, en la existencia del hombre que había tenido valor para bajar hasta aquellas profundidades, arriesgando veinte veces la vida en tan espantosa tarea.

El señor Hennebeau no pudo disimular un gesto de desesperación al ordenar que todo el mundo saliese de la mina inmediatamente.

Cuando él y el ingeniero, que se habían quedado los últimos, aparecieron en la plataforma, la muchedumbre que se apiñaba al otro lado del cordón formado en torno de los edificios de la mina, los acogió con el mismo clamor, repetido obstinadamente:

—¡Los nombres, los nombres; decid los nombres!

La viuda de Maheu era una de las que estaban en primera fila; al notar la ausencia de su hija y del huésped supuso desde luego que se habían ido a trabajar; y si bien en los primeros momentos de saber la noticia, dijera furiosa que se alegraba, que merecían quedarse allí enterrados por cobardes y por traidores, luego de pasado aquel acceso, voló a la mina, con lágrimas en los ojos y el corazón metido en un puño, para saber qué suerte habían tenido. La mujer de Levaque y la de Pierron, aunque no tenían a nadie en peligro, eran de las que más chillaban. Zacarías, que se salvó uno de los primeros, a pesar de que siempre se burlaba de todo, había abrazado, llorando muy compungido, a su mujer y a su madre, y sin separarse de esta última, conmovido, trataba de consolarla y de consolarse, diciendo que no creería la muerte de su hermana hasta que los jefes la anunciasen oficialmente.

—¡Los nombres, los nombres; por Dios, los nombres!

Négrel, que estaba muy nervioso, dijo en voz alta a los capataces:

—Háganlos ustedes callar… ¡Si todavía no sabemos esos nombres!

Ya habían pasado dos horas, y bajo la influencia de la primera impresión, nadie había pensado en el otro pozo, el pozo abandonado de Réquillart.

El señor Hennebeau estaba dando órdenes para intentar el salvamento por aquel lado, cuando circuló el rumor de que cinco obreros acababan de salvarse, subiendo por las podridas escalas del pozo antiguo, que desde hacía tanto tiempo estaba fuera de uso; y entre los afortunados nombraban al tío Mouque, lo cual produjo general sorpresa, porque nadie creía que estaba abajo. Pero precisamente la noticia vino a aumentar las lágrimas de todos, porque se supo de una manera indudable que otros quince infelices no habían podido seguirlos, y que era de todo punto inútil intentar el auxilio, pues por la parte de Réquillart había ya más de diez metros de agua. Entonces se supieron los nombres de todos, y los gemidos y el clamor angustioso de aquella multitud se elevó en el aire.

—¡Haced que callen! —gritó Négrel furioso—. Y todo el mundo atrás. Sí, sí, a más de cien metros de distancia, porque hay verdadero peligro de un hundimiento. ¡Atrás, atrás!

Hubo necesidad de luchar con aquellas pobres gentes, que no se retiraban, creyendo que trataban de ocultarles mayores daños, hasta que los capataces les hicieron comprender que era inminente un hundimiento de todo aquel terreno. Tal idea les dejó atónitos y silenciosos por un momento; pero cinco minutos después, a pesar suyo, atraídos por una fuerza irresistible, trataban de volver al mismo sitio, y con tal furia que fue necesario doblar el cordón de vigilantes para evitar una catástrofe espantosa. Más de mil personas que habían acudido de Montsou y de los barrios obreros se agolpaban allí llenas de angustia y de terror. Entre tanto, allá en lo alto de la plataforma, el hombre rubio, de rostro femenino, fumaba tranquilamente cigarrillo tras cigarrillo, contemplando el espectáculo con su calma habitual.

Eran las doce; nadie había comido, ni nadie pensaba en hacerlo. Por el cielo brumoso, de un color ceniciento, pasaban lentamente algunas nubes; un perro mastín ladraba, furioso, desde el corral de La Ventajosa. La muchedumbre poco a poco fue formando un inmenso círculo, de más de cien metros de radio, en el centro del cual se veían los desiertos edificios de la Voreux. Ya no había allí ni un alma; ya no se oía ningún ruido; las puertas y las ventanas abiertas permitían ver el abandono interior; un gato rojizo, olvidado allí, apareció en lo alto de una escalera; sin duda presentía el peligro, pues, tras un momento de vacilación, atravesó la plataforma, y huyó por entre los sembrados de remolacha.

A las dos la situación era la misma; todo seguía igual. El señor Hennebeau, Négrel y otros ingenieros, que habían acudido, formaban en primera fila un grupo exótico de levitas y sombreros negros y ellos tampoco se alejaban de allí: febriles, furiosos al ver su impotencia ante un desastre semejante, sin pronunciar más que alguna que otra palabra en voz baja, como si estuvieran a la cabecera de un moribundo.

Dieron las tres. Nada todavía. Un fuerte chaparrón había calado hasta los huesos a la multitud, sin que nadie pensara en alejarse. El perro de Rasseneur empezó a ladrar de nuevo. A las tres y veinte se sintió la primera sacudida de la tierra. La Voreux vaciló un momento; pero, fuerte todavía, se mantuvo en pie. Sobrevino enseguida otro temblor y un grito estridente salió de todas las bocas a la vez; el cobertizo donde estaba el departamento de cerner, después de tambalearse dos veces, se vino abajo con estrépito terrible. Desde aquel momento la tierra no cesó de temblar; las sacudidas se sucedían incesantemente, a causa de los hundimientos subterráneos, acompañados de gigantescos bramidos, propios de un volcán en erupción. A lo lejos, el perro de Rasseneur no ladraba ya: aullaba quejumbrosamente, como anunciando las oscilaciones del terreno. En menos de diez, minutos se hundieron todos los techos de pizarra: el departamento de las máquinas, las oficinas, la barraca, con todo cuanto contenían, desaparecieron por el agujero enorme que a cada nueva sacudida se ensanchaba más. Luego, cesaron los ruidos; el hundimiento se detuvo, y de nuevo reinó un profundo silencio.

Entonces sobrevino una calma abrumadora. Ya los ingenieros, tras mucho titubear, se decidían a aproximarse al sitio de la catástrofe, para ver si era posible salvar algún material de entre los escombros, cuando, de repente, otra sacudida, mucho más fuerte que las anteriores, una suprema convulsión del suelo, les hizo retroceder. Estallaban tremendas detonaciones subterráneas como si artilleros invisibles dispararan sus cañones en el fondo de la mina. En la superficie, las últimas construcciones que quedaban en pie se venían abajo. Un momento después todo había desaparecido: los escombros de lo que había sido la Voreux fueron engullidos de golpe por el abismo.

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