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Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

Espartaco (30 page)

BOOK: Espartaco
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—No se le castigará por eso —le dijo Graco—: Continúe.

—«Ahora eres el brazo del noble Senado», volvió a decir Espartaco. «El noble Senado tiene un largo brazo, y ahora su extremo está en ti.» De modo que cogí el bastón y lo sostuve mientras él continuaba sentado sin despegar sus ojos de mí, y entonces me preguntó: «¿Eres un ciudadano, romano?». Le dije que yo era ciudadano. Inclinó a cabeza y sonrió un poco. «Ahora eres legado —dijo—. Te daré un mensaje. Transmítelo al Senado. Palabra por Palabra... Llévaselo a ellos tal como yo te lo doy a ti.»

Entonces se detuvo. Paró de hablar y el Senado esperó. Graco también esperó. No quería preguntarle cuál era el mensaje de un esclavo. Pero tenía que ser dicho.

Espartaco había salido de la nada, pero ahora estaba medio de la cámara del Senado, y Graco lo vio entonces como hubo de verlo muchas veces después, aunque nunca conociera la carne y los huesos y la sangre que constituían a Espartaco.

Y finalmente Graco le dijo al soldado que hablara:

—No puedo.

—El Senado le ordena hablar.

—Eran las palabras de un esclavo, que se me seque la lengua...

—Basta con eso —declaró Graco—. Díganos lo que ese esclavo le dijo que nos dijera.

De manera que el soldado transmitió las palabras de Espartaco. Esto fue lo que Espartaco le dijo, al menos tan aproximadamente como Graco podía recordarlo años más tarde, recuerdos que, al tenerlos, le traían la visión de cómo debió de haber estado el
praetorium
, la gran tienda de un comandante romano con sus alegres franjas azules y amarillas, erigido en el centro de ese campamento sembrado de muertos desnudos, con el esclavo Espartaco sentado en el diván del representante del Senado, su estado mayor de gladiadores rodeándolo, y frente a él el aterrorizado y herido soldado romano, el único sobreviviente, sujeto por dos esclavos y sujetando a su vez el delicado bastoncillo del poder, el bastón de legado, el brazo del Senado:

—«Vuelve al Senado», dijo Espartaco, «y entrégales el bastón de marfil. Te hago a ti legado. Vuelve y diles lo que has visto aquí. Diles que ellos enviaron contra nosotros sus cohortes y que nosotros las hemos destruido. Diles que somos esclavos, lo que ellos llaman el
instrumentum vocale.
La herramienta con voz. Cuéntales lo que nuestras voces dicen. Decimos que el mundo está harto de ellos, harto de vuestro corrompido Senado y de vuestra corrompida Roma. El mundo está harto de la riqueza y el esplendor que vosotros habéis succionado de nuestra carne y de nuestros huesos. El mundo está harto de la canción del látigo. Ésa es la única canción que conocen los romanos. Pero nosotros no queremos oír más esa canción. Al principio, todos los hombres eran iguales y vivían en paz y compartían lo tenían. Pero ahora hay dos clases de hombres: los amos, los esclavos. Pero hay más de los nuestros que de los vuestros, muchos más. Y somos más fuertes que vosotros, mejores que vosotros. Todo lo que es bueno en el género humano nos pertenece. Cuidamos a nuestras mujeres y ellas permanecen a nuestro lado y nosotros combatimos junto a ellas, pero vosotros convertís en prostitutas a vuestras mujeres, y a las nuestras, en ganado. Nosotros lloramos cuando nos son arrebatados nuestros hijos y los ocultamos entre las ovejas, con el fin de poder tenerlos un poco más con nosotros; pero vosotros criáis a vuestros hijos como si fueran ganado. Vosotros tenéis hijos con nuestras mujeres y los vendéis al mejor postor en el mercado de esclavos. Vosotros convertís a los hombres en perros y los enviáis al circo a que se despedacen para vuestro placer, y vuestras nobles damas romanas presencian cómo se matan entre ellos mientras acarician perros en la falda y los alimentan con deliciosas golosinas. ¡Qué detestable pandilla sois vosotros y qué infecta mugre habéis hecho de la vida! Os habéis burlado de los sueños acariciados por el hombre, del trabajo de la mano del hombre y del sudor de la frente del hombre. Vuestros propios ciudadanos viven ociosos y se pasan los días en el circo y en la arena. Habéis desvirtuado la vida del hombre, despojándola de todo su valor. Vosotros matáis por matar, y vuestra más fina distracción es ver correr sangre. Vosotros ponéis a trabajar en las minas a pequeñas criaturas y las hacéis trabajar hasta morir. Y habéis edificado vuestra grandeza robándole al mundo entero. Bueno, eso ha terminado. Dile al Senado que todo eso ha terminado. Ésta es la voz de la herramienta. Dile a tu Senado que envíe sus ejércitos contra nosotros y que los destruiremos como hemos destruido éste, y que nos armaremos con las mismas armas que vosotros enviéis contra nosotros. El mundo entero oirá la voz de la herramienta; y a los esclavos del mundo les gritaremos: ¡levantaos y romped vuestras cadenas! Avanzaremos por Italia y allí donde vayamos los esclavos se nos unirán, y entonces llegará el día en que marcharemos sobre vuestra ciudad eterna. Y entonces ya no será eterna. Dile eso a tu Senado. Diles que se lo haremos saber cuando vayamos. Y entonces derribaremos las murallas de Roma. E iremos al edificio donde se reúne vuestro Senado y los sacaremos de sus altos y poderosos sitiales y los despojaremos de sus ropajes, de manera que queden desnudos y sean juzgados en las mismas condiciones en que siempre se nos juzgó a nosotros. Pero los juzgaremos imparcialmente y les daremos una completa medida de la justicia. Cada crimen que hayan cometido les será incriminado y tendrán que rendir cuenta de todo. Diles eso, de modo que tengan tiempo de prepararse y de examinarse a sí mismos. Se los llamará a prestar declaración y nosotros tenemos recuerdos muy antiguos. Entonces, cuando se haya hecho justicia, construiremos ciudades mejores, limpias, ciudades sin muros, donde la humanidad pueda vivir unida, en paz y felizmente. Ese es todo nuestro mensaje para tu Senado. Transmíteselo. Diles que proviene de un esclavo llamado Espartaco...»

Así fue como lo contó el soldado, o en forma parecida. Hacía tanto tiempo, pensó Graco, y así fue como lo oyó el Senado, con los rostros como piedra. Pero fue hace mucho tiempo. Fue hace muchísimo tiempo y casi todo ya ha sido olvidado y las palabras de Espartaco, que no fueron escritas, no existen en ninguna parte salvo en el recuerdo de algunos hombres. Esas palabras fueron tachadas aun de los archivos del Senado. Y estuvo bien hecho. ¡Claro que sí! Tan bien hecho como fue el destruir los monumentos que los esclavos habían levantado y que fueron reducidos a polvo. Craso comprendía eso, aunque Craso era algo loco. Un hombre debe ser un poco loco para ser un gran general. Salvo que se tratara de Espartaco, ya que Espartaco fue un gran general. ¿Fue también el un loco? ¿Eran aquéllas las palabras de un loco? ¿Cómo fue entonces que un loco resistió durante cuatro años el poder de Roma, aniquilando uno tras otro los ejércitos de Roma y haciendo de Italia la fosa común de sus legiones? ¿Cómo fue posible, entonces? Dicen que está muerto, pero otros dicen que vive. ¿Es su imagen viviente la que avanza hacia Graco, de proporciones gigantescas, mas con todo la misma, la nariz quebrada, los ojos negros, los apretados rizos pegados al cuero cabelludo? ¿Es que los muertos caminan?

VII

—Mirad al viejo Graco —dijo Antonio Cayo al observar la forma en que tenía caída hacia delante la cabeza aquel viejo político, si bien mantenía aún en su mano la copa de agua perfumada de manera tan equilibrada que no se había derramado una sola gota.

—¡No os riáis de él! —exclamó Julia.

—¿Quién se ríe de Graco? Nadie, mi querida Julia —manifestó Cicerón—. Toda mi vida trataré de tener esa dignidad.

«Y siempre te quedarás corto», pensó Helena.

Graco despertó, pestañeando.

—¿Estaba durmiendo? —Era típico de él dirigirse a Julia—. Querida, te ruego que me perdones. Estaba soñando despierto.

—¿Sobre cosas buenas?

—Sobre cosas pasadas. No creo que al hombre se le bendijera al otorgársele la memoria. Más bien parece una maldición. Tengo demasiados recuerdos.

—No más que el prójimo —intervino Craso—. Todos tenemos recuerdos igualmente desagradables.

—¿Y nunca placenteros? —preguntó Claudia.

—Mi recuerdo de ti, querida —dijo Graco estentóreamente—, será como la luz del sol hasta que muera. Permítele a un anciano decir eso.

—También se lo permitiría a un joven —dijo riendo Antonio Cayo. Craso nos estaba contando, mientras dormíais.

—¿Es que no hemos de hablar de otra cosa que de Espartaco? —exclamó Julia—. ¿No hay otro tema que no sea política y guerras? Detesto esas conversaciones...

—Julia —interrumpió Antonio Cayo.

Ella se detuvo, tragó saliva, y luego lo miró. Él le hablaba como quien se dirige a un niño difícil.

—Julia, Craso es nuestro huésped. Para los presentes es agradable oírle contar cosas que en otra forma no podríamos conocer. Creo que a ti también te resultaría agradable, Julia, si escucharas.

Ella apretó los labios y sus ojos enrojecieron y se volvieron acuosos. Inclinó la cabeza, pero Craso fue amable al disculparse:

—A mí me aburre tanto como a ti, Julia querida. Perdóname.

—Creo que a Julia le agradará escuchar, ¿verdad Julia? —dijo Antonio Cayo—. ¿No es así, Julia?

—Sí —murmuró ella—. Continúa por favor, Craso. —No, no, de ninguna manera... —Fue una tontería y estuvo muy mal —dijo Julia como repitiendo una lección—. Continúa, por favor.

Graco intervino en lo que se estaba transformando en una situación sumamente desagradable. Hizo que el centro de interés se desplazara de Julia a Craso diciéndole al general:

—Estoy seguro de que puedo imaginar la tesis del general. Nos estaba diciendo que los esclavos ganaron sus batallas porque no tenían miramientos para con la vida humana. Sus hordas cayeron sobre nosotros y nos arrollaron. ¿Estoy en lo justo, Craso?

—Difícilmente podría estar más equivocado —dijo Helena riendo.

Graco permitió que lo dejaran en entredicho y hasta se mostró tolerante con Cicerón cuando éste dijo:

—Siempre sospeché, Graco, que a cualquiera cuya propaganda fuera tan buena como la suya había que creerle necesariamente.

—En parte —dijo Graco en tono conciliador—. Roma es grande porque Roma existe. Espartaco es despreciable porque Espartaco no es más que esos símbolos de castigo. Ése es el factor que uno debe considerar. ¿No está de acuerdo conmigo, Craso?

El general asintió con la cabeza.

—Pero —dijo Cicerón— Espartaco ganó cinco grandes batallas. No esas batallas en que hizo retroceder a las legiones, ni siquiera aquellas en que las puso en fuga. Me refiero a las cinco veces en que las derrotó y las barrió de la faz de la tierra y se apoderó de sus armas. Craso intentaba convencernos de que Espartaco no era un brillante maestro de la táctica, sino más bien un afortunado (o desdichado, según como se miren las cosas) líder de un determinado grupo de hombres. Eran imbatibles porque no se podían permitir el lujo de la derrota. ¿No es eso lo que usted quería señalar, Craso?

—Hasta cierto punto —admitió el general. Sonrió a Julia—. Permíteme ilustrarlo con un relato que te gustará más, Julia. Algo de guerra, algo de política y algo sobre Varinia. Ella era la mujer de Espartaco, como vosotros sabéis.

—Lo sé —dijo suavemente Julia. Y miró a Graco con alivio y agradecimiento.

«Lo sé —pensó Graco—. Lo sé, mi querida Julia. Ambos somos un poco patéticos y un poco ridículos, y la diferencia principal reside en que yo soy hombre y tú eres mujer. Tú no puedes volverte pretenciosa. Pero esencialmente somos iguales, con la misma hueca tragedia en nuestras vidas. Ambos estamos enamorados de fantasmas, porque nunca aprendimos cómo amar o ser amados por seres humanos.»

—Siempre pensé —dijo Claudia bastante inesperadamente— que alguien la inventó.

—¿Por qué, querida?

—No existen tales mujeres —respondió Claudia con rotundidad.

—¿No? Bueno, es posible. Es difícil decir qué es verdad y qué no lo es. He leído sobre una acción en la que yo mismo tomé parte y lo que leí tenía muy poco que ver con la realidad. Así son las cosas. Yo no certifico la verdad de esto, pero tengo muchas razones para creerlo. Sí, me parece que yo lo creo.

Había un extraño tono en la voz de Craso, y Helena, mirándolo detenidamente, comprendió repentinamente cuan guapo era. Sentado allí en la terraza al sol mañanero, su fino y firme rostro traía reminiscencias del legendario pasado de la joven República. Pero, por alguna razón, el pensamiento no era agradable y la muchacha miró de soslayo a su hermano. Cayo tenía la vista clavada en el general en una especie de rapto de adoración. Los otros no lo advirtieron. Craso atraía la atención de todos; su voz baja, sincera, los mantenía en suspenso, incluido a Cicerón, que lo miraba con renovada atención. Y Graco advirtió nuevamente lo que antes había despertado su interés: la forma en que Craso podía evocar lo pasional sin apasionarse en lo más mínimo.

—Tan sólo unas palabras en general, a manera de prólogo —comenzó diciendo Craso—. Cuando asumí el mando, la guerra se había venido librando desde hacía varios años, como ustedes saben. Siempre es tarea delicada hacerse cargo de una causa perdida, y cuando la guerra es para someter a esclavos, muy escasa es la gloria que se conquista con la victoria e inenarrable la vergüenza que acompaña a la derrota. Cicerón tiene bastante razón. Cinco ejércitos habían sido derrotados por Espartaco, derrotados por completo. Hizo una inclinación de cabeza a Graco. Vuestra propaganda es tentadora, pero tenéis que admitir que yo debía hacer frente a la situación tal cual era.

—Por supuesto.

—Me encontré con que no había tales hordas de esclavos. Nunca hubo un momento en que no los superáramos en número, si es que hemos de decir toda la verdad. Así fue al comienzo y así fue al final. Si Espartaco hubiera tenido en algún momento a su mando los trescientos mil hombres que se suponía estaba dirigiendo, entonces no estaríamos sentados aquí hoy en esta agradable mañana, en la más hermosa residencia de Italia. Espartaco habría tomado Roma y el mundo entero también. Otros pueden dudarlo. Pero yo combatí contra Espartaco suficientes veces como para no dudarlo. Lo sé. La verdad es que la mayor parte de los esclavos que hay en Italia nunca se unió a Espartaco. ¿Creéis vosotros que, si hubieran tenido su temple, nosotros estaríamos sentados aquí, en una casa de campo en que los esclavos nos superan en una proporción de cien a uno? Por supuesto que muchos se les unieron, pero él nunca llegó a tener bajo su mando a más de cuarenta y cinco mil combatientes, y eso sucedió tan sólo cuando se hallaba en el apogeo de su poderío. Nunca dispuso de caballería, como ocurrió con Aníbal, y, sin embargo, estuvo mucho más cerca de poner a Roma de rodillas que lo que estuvo jamás Aníbal, a una Roma tan poderosa que podría haber aplastado a Aníbal en una sola batalla.

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