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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

Ella, que todo lo tuvo (29 page)

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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—Reservada y… hace cosas un poco extrañas.

—¿Por qué lo dices?

—No lo sé. La he visto comportarse de una manera rara. Aún continúa buscándolos. Está convencida de que siguen vivos.

—Tal vez tenga razón.

—No lo creo, aunque… nunca se sabe.

Mientras la observaba, Lívido sólo pensaba en el motivo que debía existir para que Ella, esa noche, no hubiera aceptado cenar con él cuando en realidad estaba allí completamente sola. A no ser que esperara a alguien, no entendía por qué había huido tan intempestivamente. Sus últimas frases no habían tenido ninguna coherencia. Su acercamiento se contradecía con todo lo sucedido al final.

Quizá Sabatini tuviera razón y fuera una mujer con algún tipo de problema. Una persona común y corriente no llevaba consigo un revólver, aunque aquello era mejor ni mencionarlo.

Al final, el infierno no estaba esperándonos en la otra vida, ni era lo que tanto nos habían sermoneado: llamas y cuerpos retorciéndose de dolor mientras el demonio se alegraba de engrosar la cifra de malvados. Estaba en la propia vida, en el día a día. Cada ser humano tenía que hacerse cargo de su sombra. Nada ni nadie podía salvarlo de llevarla a cuestas.

89

Era agradable sentir que podía ser importante para alguien, aunque ese alguien fuera un ser incomprensible.

El azar había hecho que esa noche se encontrara de nuevo con él, así, de lejos; y ese mismo azar ahora hacía que estuviese delante, viéndole charlar con su profesor. ¿De qué estarían hablando? Tenía que admitir que, a pesar de haber trabajado muchos años la palabra, a la hora de la verdad, cuando se trataba de emplearla verbalmente se hacía un lío. Otra en su lugar quizá se hubiera acercado a la mesa a saludarlos, pero para ella eso resultaba impensable. Ni siquiera en la barra del bar era capaz de pronunciar ninguna sílaba, a pesar de que Vadorini insistía en darle conversación. Lo único bueno era que allí se sentía segura. Sí, hasta ese lugar no llegaba La Otra.

Una cosa no paraba de darle vueltas en su cabeza: si el librero era L., ¿sabría L. que
La Donna di Lacrima
era ella? ¿Qué vida había detrás de él? ¿Qué se traía entre manos? ¿La L. sería la inicial de «Librero»?

Deseó con toda su alma que lo fuera.

90

Esa noche no regresó al hotel; se fue a dormir al ático.

A la mañana siguiente tenía de nuevo la visita del juez. Accedía a recibirlo por última vez porque, de todos los hombres que habían desfilado delante de su diván, era el único a quien tenía cariño y hasta un poco de lástima. Una vez lo hubiera visto, lo dejaría.

Hacía muchos días que no contestaba a ninguna carta, y el buzón comenzaba a vomitar sobres que el viento se llevaba. Se había cansado de oír sandeces y, sobre todo, de no ser ella. Después del juez, al único que a partir de ahora estaba dispuesta a recibir era a L.

Introdujo la llave en la puerta y, al hacerlo, los pájaros enloquecieron. Convencidos de que era de día, empezaron a gritar y a cantar, golpeando sus alas contra las rejas de las jaulas, volando a ninguna parte.

No pudo dormir. Consumió la noche tratando de serenar su corazón y sus sentimientos encontrados; obligándose a ahuyentar la voz que insistía en hostigarla; repasando una a una las cartas recibidas de L., hasta llegar a la conclusión de que las probabilidades de que fuese el librero eran muchas. Hacía conjeturas, como si se tratase de una ecuación: si el librero era L. y los textos de L. coincidían con las páginas que ella guardaba en el hotel, entonces lo más probable era que él tuviera el viejo diario. Demasiadas coincidencias.

Un amanecer sonrosado y tenue se coló por la ventana y los espejos lo capturaron. El salón se convirtió en un cielo repleto de motas de algodón de azúcar. Trató de no pensar en su pequeña, pero le llegó su carita golosa y feliz; arrancaba con sus deditos trozos de algodón de azúcar y se los metía a la boca. Su voz, «Mira, mamá…», sacaba su lengua pintada de fucsia.

Dolor. No quería sentir más dolor. ¿Dónde guardar tantas imágenes? Quería abrir su cuerpo y extraer su pena, como hacían los médicos con los tumores.

Se lavó la cara y salió en busca de un café. Lo encontró en el bar de la esquina. Mientras desayunaba, se distrajo leyendo el diario y escuchando la conversación de los madrugadores. Al regresar, le esperaba en el recibidor una nueva carta de L. Se arrepintió de haber tardado. Si no se hubiera entretenido, estaba segura de que lo habría cogido in fraganti. ¿Cómo accedía al edificio? ¿Quién lo dejaba pasar?

La abrió despacio. Como en las últimas, escondía entre sus pliegos un pétalo grabado. Lo acercó a la lámpara y, tal como había imaginado, era la letra S. La última que completaba la palabra «viernes». Lo juntó con los demás y los observó.

V I E R N E S

Ahora sólo faltaba que le dijera, de todos los viernes, cuál. Miró el calendario que tenía sobre su escritorio y repasó las fechas. Los próximos eran 7, 14, 21 y 28. Aquella incertidumbre le gustó. Al pensarlo, una mariposa despistada revoloteó en su estómago. Pensó en La Otra y trató de ocultar su alegría para que no se lo notara.

Comenzó a leer la carta y, mientras lo hacía, entre líneas fueron apareciendo similitudes con las páginas que el librero dejaba en el pupitre. Los detalles, los pétalos, debían provenir de la misma mano. El hombre capaz de teñir de rojo una orquídea blanca, quien elegía aquellos pasajes, quien le había preparado aquel rincón de velas, no podía ser otro que él. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¿Podría existir una ínfima posibilidad de que por un instante se sintiera así de feliz?

«Si me dices que vienes a las cuatro, desde las tres empezaré a ser dichoso.» Antoine de Saint-Exupéry.

Si me dices que vienes un viernes, desde el lunes empezaré a…

Así de sencilla y primaria era la ilusión, y ella ahora tenía una: la emoción de la espera.

91

Las campanas alzaron el vuelo y la puerta se abrió. El juez ya conocía el lugar y sin dilaciones se dirigió al salón. Parecía como si llevara una pesada carga que tenía que aliviar. Al entrar, los espejos le devolvieron una imagen descompuesta. Llevaba su máscara torcida, con aquella sonrisa irónica y controlada, y todo él era un completo desaliño.

Esta vez,
La Donna di Lacrima
lo esperaba en el diván vestida con un traje renacentista de seda azul y brocados que aprisionaban y escondían sus senos. Era la primera vez que se vestía y también la última. Sobre sus hombros aún llevaba la capa con la que siempre lo había recibido, y su rostro continuaba cubierto con la máscara. El humo creaba sobre ella un fantasmagórico velo.

Sin esperar a ser invitado, Salvatore Santo tomó asiento.

—¡Muerta, maldita sea! —espetó con ira—. Mi mujer está muerta. ¿No es increíble? Muerta, y yo todavía no me hago a la idea. Pero no, no te confundas, querida. Lo que me trae aquí no es el dolor de su pérdida, nada más lejos; tú bien sabes lo que sentía por ella. Me trae esta rabia que no puedo controlar. Estoy ¡FURIOSO! Lo siento, a ti no tengo por qué engañarte; además, he venido a eso: a desahogarme. Necesitaba de tu maravilloso y comprensivo silencio, un bálsamo para sanar esta herida, porque has de saber que la rabia es una herida que duele mucho y, además, si no la curas acaba por infectarse y devorar tu corazón.

»Odio tener que reconocerlo, pero un juez también es un ser humano. Aunque lleve la máscara de magnánimo que imparte justicia, siente amor, odio, rabia y, a veces, hasta deseos de matar… ¿Por qué no? ¿Cuántas veces no decimos "te mataría"? ¿Y por eso nos convertimos en asesinos? No, señor. Claro que la hubiera matado. Pero hasta el final se salió con la suya: tenía que joderme la vida.»

Respiró profundo y continuó.

—¡Maldita mujer! ¿Que cómo la maté? ¿Me preguntas que cómo la maté? No, pero si la muy cabrona ni siquiera se dejó matar: se murió sola. Amaneció en mi cama, en MI cama, muerta, sin dar explicaciones. Su cuerpo dormido; su cara, con una mueca cínica, hasta parecía que se burlara de mí. El médico lo certificó: infarto, me dijo mirándome a los ojos, compungido. «Su esposa ha tenido la mejor muerte.» Así que hasta eso se llevó a la tumba: mi satisfacción de haberla hecho pasar a la otra vida.

»Y por si no fuera suficiente, después de irse, me dejó su presencia esparcida por la casa; sus cremas, vestidos, zapatos, bolsos, fotos, collares, música y libros, las novelitas ridículas y sus manuales de autoayuda con los que se hacía la interesante y equilibrada.

»Cada cosa me habla de ella, y me enloquece. Todos me dan el pésame, me compadecen, me dicen «No sabe cuánto lo siento»; «lo acompaño en su dolor»; «qué pena, pobre mujer, con lo buena que era». Porque has de saber, querida, que una vez muertos, todos tenemos alguna virtud.

No más. No podía más. Cuantas más frases escuchaba, más pena le daba aquel hombre tan lleno de odio. ¿Se podría diseccionar su caso en un tribunal? ¿Entrarían en consideración todas las minucias, estornudos, copulaciones, malos alientos, aburrimiento, cansancios, familias de los cónyuges, domingos y fiestas de guardar? La depravación del amor era la peor de las locuras. ¿Dónde estaba la medida justa de los sentimientos? ¿Se podía hablar de cantidades, de mediciones, de porcentajes, como en la aritmética? Odio un treinta por ciento, amo un cincuenta por ciento. Me permito el cincuenta y ocho por ciento de placer o el veinticinco por ciento de tristeza ¿Hasta qué punto era lícito el odio, la ira, el dolor, la frustración? ¿Podían ser considerados como iguales los contrarios? ¿Amor y odio, por ejemplo? ¿Placer y dolor? ¿Había un orden en el momento de valorar los sentimientos? ¿Existían sentimientos buenos, regulares y malos como en las calificaciones que daban en los colegios? ¿Excelente, pasable y mediocre? Si el sentimiento se desbocaba, ¿la razón tenía la gran respuesta? «Todo exceso lleva a la destrucción.» ¿Podía aplicarse esa premisa a todas las emociones? Necesitaba que existiera un valorador, una máquina, un ente superior, un algo que equilibrara al ser humano para que no sufriera.

Deseó hablarle, interrumpirlo, pero
La Donna di Lacrima
era silenciosa, y esta vez no iba a ser la excepción.

Se levantó despacio y, mientras él seguía con su absurda diatriba, se fue alejando entre la niebla hasta desaparecer.

El juez continuó maldiciendo unos minutos más, hasta que se cansó. Lo oyó vagar por el salón, llamarla un par de veces, y finalmente caminar hasta la puerta. Antes de marcharse, gritó.

—¡Muerta, maldita sea!

92

Como cada sábado, el profesor Sabatini seguía de lejos a la escritora. La carretera estaba despejada. Una hilera uniforme de cipreses custodiaba el camino y cortaba el aliento del viento. Los coches se abrían paso entre las suaves colinas, repintadas con el verde rabioso que había provocado tanta lluvia caída. Mientras conducía, pensaba en aquella mujer. Llevaba meses siguiéndola. Al principio lo había hecho por mera distracción, pero ahora el motivo que lo empujaba era diferente. Sospechaba que estaba enferma.

Desde muy temprana edad había sentido fascinación por los comportamientos humanos. Incluso en su juventud había tomado varios cursos de psicología y durante diez años, dos veces a la semana, estuvo asistiendo a la consulta de un psicoanalista. Primero, buscando entenderse él, y después, porque creía que la restauración, tarea a la cual se dedicaba en cuerpo y alma, tenía mucho que ver con la percepción anímica y la salud.

Extrapolando el concepto médico, si a un libro se lo trataba como a un ente capaz de sentir, las posibilidades de que mejorara eran mucho mayores que si se lo trataba como un simple objeto. Así pues, hasta el arte de la restauración estaba estrechamente ligado a la psicología.

Su cátedra tenía como base manejar el documento o manuscrito como si fuera un enfermo que podía morir en caso de que se le hiciera un mal diagnóstico.

No paraba de decírselo a sus alumnos: al igual que una persona cuando enfermaba necesitaba de una buena auscultación y un buen dictamen para aplicarle el tratamiento adecuado, con los libros deteriorados pasaba exactamente lo mismo.

Ella era una mujer que invitaba a ser observada y analizada. Lo supo desde el primer día que la vio.

Ésta era la segunda vez que la grababa con su cámara de video y, aunque era una afición secreta a la que se dedicaba desde joven y la había practicado con otras personas que llamaban su atención, el caso de la escritora lo tenía impresionado.

La había filmado el sábado, cuando violaba con furia y a golpes de martillo el candado del viejo almacén de herramientas.

La vio salir del coche, caminando perfectamente sin su habitual bastón; llevaba en una mano el mazo, y en la otra, un paquete pequeño.

Después de haber conseguido abrir la destartalada puerta, había entrado con aquel envoltorio, y un momento después salía con las manos vacías y regresaba al coche.

Minutos más tarde, para extrañeza suya, su alumna volvía a aparecer repitiendo la misma acción, pero esta vez lo hacía con dificultad; cojeaba y se apoyaba en su bastón, portando en la mano el ramo de violetas que solía dejar cada semana en el lugar del accidente.

Se había acercado al árbol, donde cambió las flores marchitas por las frescas. Después de unos instantes de abrazarse al tronco, se había dirigido hasta el cuarto de las herramientas y había entrado. Un rato después, surgía apretando en su pecho un zapato de niña.

Por eso estaba allí. Porque lo que ella le había contado en la academia no coincidía en absoluto con lo que su cámara guardaba.

Al llegar al camino de la casa abandonada, se detuvo. Estaba a pocos metros de su coche y volvía a grabarla.

Con el
zoom
acercó la imagen hasta tenerla muy cerca y apretó el
play.

La vio bajar caminando con soltura; llevaba entre sus manos lo que parecía ser el vestido azul de flores de una niña. Iba otra vez en dirección al bosque, al sitio donde se encontraba el cuarto de herramientas. Al llegar, había desaparecido por la puerta y, minutos después, volvía con las manos libres.

Más tarde, la misma acción del sábado anterior: bastón, ramo de violetas, abrazo al árbol, cabaña de las herramientas, para después salir llevando entre sus manos el vestido que hacía pocos minutos había dejado.

No lograba entender qué sentido podía tenía todo eso. Hasta que, por la noche, tras repasar las grabaciones una y otra vez, llegó a una conclusión.

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