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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventura, Fantástico, Clásico, Romántico

Ella (19 page)

BOOK: Ella
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Me quedé yo abrumado, mudo de asombro; las nociones que me sugería eran demasiado potentes para que, las prendiese mi intelecto.

—Mas ¡oh, reina! aunque así sea —dije al fin, —si han de renacer y renacer los hombres tú no estás, sujeta a esta ley, siendo cierto lo que dices... ¿verdad ?... —penetróme otra vez su mirada oculta. —Puesto que tú no has muerto nunca —dije, concluyendo rápidamente la expresión de mi duda.

—Así es —contestó, —porque yo, tanto por mi saber como por casualidad, he descubierto uno de los grandes secretos del mundo. Dime, extranjero, si la vida existe, ¿por qué no ha de ser prolongada por cierto rato?... ¿Qué son diez, veinte o cincuenta mil años... qué son, si en diez mil años apenas sirven la lluvia y las tempestades para disminuir de una cuarta la altura de la cima de un monte? En dos mil años estas cavernas no han variado nada; nada ha variado más que las bestias y el hombre, que, es como las bestias. Si pudieras comprenderlo, verías que esto nada tiene de particular. Cosa asombrosa es la vida cierto; mas no lo es que pueda prolongarse algún tanto. La Naturaleza tiene su espíritu anímico, como el hombre, que es su hijo; y el que descubrir pueda ese espíritu y se deje alentar por él, vivirá la vida de ella. No vivirá eternamente, porque la Naturaleza no es eterna y también ella morirá, así como ha muerto la naturaleza de la luna. También la de la tierra morirá, o mejor dicho, variará, para dormir en tanto que le llegue de nuevo el turno del renacimiento. Mas, ¿cuándo morirá?... Calculo que no ha de ser aún, y mientras viva con ella vivirá también el que Posea todo su secreto. Todo el secreto no lo poseo yo; empero alguna parte, conozco más que ninguno de los que me precedieron. No dudo que para ti estas cosas sean un gran misterio, y, por tanto, no te abrumará con su grandeza ahora. Otra vez te diré más sobre ese asunto. ¿Te admiras de que yo supiera que ibais a venir y que pudiera salvar vuestras cabezas de la vasija enrojecida?

—¡Oh, reina! Sí —contesté débilmente.

—Pues contempla esa agua. —Señalóme la pila, e inclinándose entonces encima sostuvo sobre ella su mano.

Me levantó y miré. El agua se enturbió de repente, aclaróse luego, y vi tan claro como le más claro que en mi vida he visto; vi, digo, nuestro ballenero en el horrible canal, a Leo acostado en el fondo con un abrigo echado por encima para cubrirse de los mosquitos, de tal modo que no se le veía el rostro, y a Job, a Mahomet y a mí mismo tirando del bote sobre el camino de sirga. Salte hacia atrás lleno de asombro, clamando que aquello era mágico, porque reconocí la escena que realmente había ocurrido.

—¡No, no, oh, Holly! —respondióme ella; —no es hazaña mágica ni hay tal cosa: la magia no es más que una ficción de la ignorancia. Basta conocer los arcanos de la naturaleza. Mi espejo es éste; en él veo lo que pasa cuando me curo de evocar la representación, lo que no hago a menudo. En esa agua puedo mostrarte lo que tú quieras, de lo pasado, si se refiere a este país o a algo que he conocido, o cualquier cosa que tú, el observador, quieras. Piensa en un rostro, en el que te parezca y lo verás reflejado de tu mente en el cristal del agua. No conozco aún ese secreto por entero, no puedo saber nada de lo porvenir; mas es viejo, y yo no le he descubierto. Los sortílegos del Egipto y de Arabia conociéronlo hace siglos. Así fue que un día se me ocurrió pensar en este antiguo canal, por el que pasé hace unos veinte siglos y quise verlo de nuevo. Y miré ahí, y vi el bote y tres hombres que andaban tirándolo, y uno, cuyo rostro no pude ver, pero que era un joven de hermosas formas, que yacía durmiendo dentro. Entonces di una orden y os salvé. Y ahora adiós... mas no, ¡aguarda!... cuéntame de ese joven... del León, como le llama el viejo. Quisiera verle pero está enfermo, me han dicho... Tiene la fiebre del pantano, y está, además, herido de resultas de la niña.

—Está muy enfermo —respondí entristecido. Tú que tanto sabes ¡eh, reina! ¿no podrás curarle?..

—Es claro que puedo... Mas, ¿por qué hablas con tanta pena?

¿Amas mucho a ese joven? ¿Es tu hijo, quizá?...

—Es mi hijo adoptivo, ¡oh, reina!.. ¿Debo traértelo a tu presencia?

—No... ¿Cuánto ha que tiene la fiebre?

—Tres días hace.

—Bueno, dejar pasar otro día. Quizá pueda librarse él mismo de ella por su propio vigor. Más vale esto que mi cura: mi medicina es de tal suerte, que conmueve la vida dentro de su propia ciudadela. Sin embargo, si mañana a la noche a la hora misma en que la fiebre lo atacó por vez primera no empezase su mejoría entonces yo irá donde él y le curaré... Aguarda ¿quién le asiste?

—Nuestro servidor blanco, el que Billali llama el Puerco, y también —agregó titubeando un poco, —una mujer llamada Ustane, una mujer muy hermosa de este país, que se adelantó a besarle apenas le vio, y que no se ha apartado de él desde entonces conforme a la costumbre de tu pueblo, ¡oh, reina!..

—¡Mi pueblo! —No me hables más de mi pueblo —me dijo vivamente, —¡esos esclavos no son mi pueblo! no son más que perros que me obedecen hasta que llegue el día de mi redención, y en cuanto a sus costumbres nada me importan... Tampoco me llames reina; hastiada estoy de títulos y de lisonjas; llámame Ayesha; este nombre, me resuena dulcemente en el oído, es un eco de lo pasado... A esa Ustane no la conozco... ¿Será la que mi clarividencia me advirtió para que me guardase de ella y que yo también amenacé?.. ¡Aguarda voy ver... é inclinándose pasó la mano por la pila de agua y observó con atención... —Mira tú —me dijo entonces tranquilamente, —¿es esa Ustane?..

—¡Es ella!.. —murmuré, porque el asombro ante aquel hecho tan inusitado me embargaba de nuevo. —Está contemplando a Leo, que duerme.

—¡Leo!.. —dijo
Ella
como hablándose a sí misma. —Esta palabra quiere, decir
león
en lengua latina. El viejo acertó bien una vez... ¡Es cosa rara!... Será que.. ¡pero no es posible! Y con gesto impaciente pasó de nuevo, la mano sobre el agua que se obscureció, disipándose de ella la imagen con tanto misterio y silencio como cuando se formó, para que después las luces de las lámparas únicamente se reflejaran en la superficie de aquel límpido y animado espejo.

—¿No tienes nada que pedirme antes de marcharte, Holly? —preguntóme después de meditar un rato. —Mala vida habrás de pasar aquí, porque estas gentes son salvajes y no conocen las necesidades de los hombres cultos. No es que yo viva muy mal, porque he ahí mi alimento —añadió, señalándome la fruta de encima de la mesita —nada más que frutas y un poco de agua tocan mis labios. He ordenado a mis muchachas que te sirvan. Son mudas, ya lo has visto, y las mejores sirvientes por tanto, para los que puedan leer sus rostros y sus signos. Así las hice yo, y me ha costado algunos siglos y bastante trabajo, mas he tenido buen resultado al fin. Antes lo había obtenido también, pero la raza era muy fea y concluí con ella; ya has visto que no lo son ahora. En otra ocasión, también creé una raza de gigantes; pero la Naturaleza tras algún rato, no quiso sufrirla más, y se extinguió por eso... ¿Quieres pedirme algo?

—¡Ah... sí, Ayesha una sola cosa!.. —repliqué audazmente, aunque no sintiera tanto valor en mis adentros como quise fingirlo... —¡Quisiera contemplarte el rostro!

Soltó ella entonces una argentina risa

—¡Piensa en lo que dices Holly, piensa en lo que dices!... Di, tú que parecer, enterado de los antiguos mitos dé los dioses griegos, no fue un tal Acteón el que mísero pereció por contemplar una beldad inefable. Si yo te muestro mi rostro, quizá perezcas también de tan lastimosa manera... quizá te devoren el corazón los impotentes deseos; porque has de saber que yo no soy para ti; no soy para ningún hombre, excepto uno... Uno que existió y que no existe aún...

—¡Cómo quieras, Ayesha! Mas no temo tu belleza.. He apartado ya mi corazón de esa vanidad de la femenil hermosura que se marchita como las flores.

—¡Ah, no! te equivocas... La belleza no se marchita.. Perdura conmigo la mía. Ya que lo deseas, hombre terco, hágase tu voluntad... Mas no me culpes luego si la pasión cabalga sobre tu juicio, como sobre los potros el desbravador egipcio, y lo conduce adonde tú lo desees... Jamás podrá el hombre que haya contemplado mi belleza desnuda apartarla después de su mente... Así es que, yo ando velada aun entre esos salvajes porque no me estorben y tenga luego que matarlos... Di, ¿quieres verme?

—¡Sí, quiero! —exclamé, dominado por la curiosidad.

Alzó entonces sus brazos tan blancos... nunca había concebido brazos como aquellos... y lenta muy lentamente, desató al unos nudos de su rebozo bajo la cabellera por la nuca.. y de súbito cayeron las largas bandas de la sepulcral vestidura que la envolvían, y la mirada mía se puso a recorrer de abajo arriba sus formas traslucidas ya de una estrecha veste albísima, lo que realzaba su perfecto contorno; todo su cuerpo animado por algo que era más que vida y dotado de una gracia infinita como de sierpe ondulante, que era gracia sobrehumana. Ceñían sus piececillos sandalias encarnadas, sujetas con botones dobles de oro; sus talones eran más perfectos aún que todos los que han soñado los escultores. Sobre su talle la blanca y breve túnica se sostenía por una sierpe de oro macizo de dos cabezas, y las dulcísimas formas se ampliaban encima de ese cinto con puras, y adorables líneas hasta el punto en que la túnica concluía sobre el nevado argente de su seno, encima del cual doblábanse sus brazos.

Miré entonces su rostro, y... ¡juro por Dios, que no exagero!... atrás saltó cegado, lleno de asombro. Hasta aquel día hablar había oído de la bondad divina; mas entonces ¡yo la vi!.. Sólo que esta beldad, con toda su inmensa pureza y gracia era tremebunda y de mal... Hirióme a mí, al menos, como un mal entonces.

—¿Cómo la describiré?... No puedo... De una vez diré que no puedo describirla. No existe el hombre, cuya pluma pueda hacer concebir la idea de lo que yo vi. Podría hablar de los grandes ojos, profundamente negros, dulcísimos, cambiantes; de la tez animada de la frente amplía noble por donde eran los cabellos cortos; de las demás facciones rectas y delicadas. Mas por bellas por excesivamente bellas que fueran, la adorabilidad que tenían no residía en ellas mismas. Más bien se hallaba si es posible decir que residía en parte alguna determinada en una majestad visible en una imperiosa gracia en una impresión divina de atenuado poderío, que emanaba de aquella fisonomía radiante para formarle como un nimbo viviente.

Hasta aquel momento no había pedido concebir nunca cómo podría ser la belleza sublimada y viéndola allí, empero, comprendía que era sombríamente sublime; gloria que no era celeste, por más que gloriosísima fuese. Aunque aquel rostro que yo veía era el de una mujer joven muy sana en la primera explosión de su florecimiento, había en él la expresión de una experiencia inefable de una honda intimidad con las pasiones y el dolor. Ni aun la adorable sonrisa que se deslizaba de los hoyuelos de su boca podía disimular era sombra del pecado y la tristeza. Hasta en la lumbre flotaba de los ojos fulgurantes y palpitaba en la majestad de su aspecto, y parecía decir: —«Contémplame; más adorable que mujer ninguna ni viva ni muerta ya inmortal, casi divina. Más la memoria me persigue a través de las edades y la pasión me llevan de la mano. En el crimen incurrí, y con la tristeza he sido íntima en los siglos que he vivido, y seguiré haciendo el mal y conociendo la tristeza en los demás tiempos futuros hasta que se verifique mi redención.

Atraída por no sé qué magnética potencia que no pude contrarrestar, fijóse mi mirada en sus brillantes ojos, y sentí que de ellos brotaba una corriente que casi me deslumbró y cegó.

Rióse... ¡ay! y cuán musicalmente... y movió su cabecita con sublime retrechería digna de Venus Vietrix.

—¡Hombre terco! —dijo. —Como Acteón, obtuviste lo que deseabas, pero cura ahora de que, como él, no perezcas lastimosamente destrozado, por la rabiosa jauría de tus pasiones. Yo también, ¡oh, Holly! soy una deidad virgen y nadie habrá de conmoverme más que uno solo... Y ése no eres tú. Responde ahora; ¿me has contemplado ya?..

—¡Contemplé a la Belleza y me cegó! —exclamé roncamente, y me cubrí los ojos con la mano.

—¡Así es! yo te lo dije... La belleza es como el rayo: adorable más destructora... para los árboles sobre todo, Holly...

Calló de pronto, y entre mis dedos vi hacerse un tremendo cambio en sus facciones. Clavábanse sus grandes ojos en mi mano con una expresión de horror que parecía batallar con cierta esperanza atroz que brotaba de la profundidad de su alma sombría. Rígida tornóse la bellísima cara así como su cuerpo ondulante lleno de gracia que se había inclinado, antes como un sauce. Echó hacia atrás la cabeza como la serpiente al herir, y me dijo, con voz que parecía un silbido, muy bajo:

—¡Extranjero! ¿á dónde obtuviste ese
scaraboeus
que luce en tu dedo? Habla presto, ¡ay, hombre! o por el mismo Espíritu de la Vida que voy a fulminarte ahí donde estás parado...

Y dio un pequeño paso hacia mí, y de sus ojos salieron unos espantosos resplandores que me parecieron llamas... Caí desplomado en el suelo ante ella balbuceando en mi terror confusamente palabras bárbaras sin sentido.

—He ahí, Holly, que te he asustado —dijo entonces cambiando súbitamente de ademán y hablando con su suave voz de antes.

—Perdóname por ello... Mas, a veces ¡oh, Holly! la mente casi infinita se desespera de la lentitud de lo que es tan finito, y de pura mortificación tentada me encuentro a utilizar mi poderío. A punto de morir estuviste; pero volví en mí misma... ¡Pero ese escarabajo!... dime ¿dónde lo obtuviste?

—Yo lo recogí del suelo... —murmuré barbotando débilmente, conforme me ponía de pie otra vez, y tan perturbada tenía la inteligencia que juro que en aquel instante, río sabía del sortijón de Leo otra cosa sino que lo había recogido del suelo al salir de su cuarto.

—¡Es cosa extraña! pero una vez yo conocí un escarabajo como ése.. ¡Colgaba del cuello de uno a quien yo bien amaba!.. —Y dio un sollozo, y luego la vi acometida de una agitación como histérica bien impropia a la verdad de mujer tan tremebunda como ella. Aunque tan vieja no era después de todo, sino como las demás.

—Debe ser uno parecido a aquél continuó hablando como si estuviese sola. —En el antiguo Egipto había muchos que se llamaban Reales Hijos de Ra... El escarabajo que yo conocí no estaba como ese colocado en el chatón de un anillo...

Y me dijo luego:

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