El universo en un solo átomo (7 page)

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A la luz de estos descubrimientos científicos, creo que también el budismo debe estar dispuesto a adaptar la física rudimentaria de sus primeras teorías atómicas, a pesar de su bien afianzada autoridad dentro de la tradición. Por ejemplo, la vieja teoría budista de los átomos, que no ha sufrido revisiones de envergadura, propone que la materia está constituida por una colección de ocho sustancias atómicas: la tierra, el agua, el fuego y el aire, que son los cuatro elementos, y la forma, el olor, el gusto y la tangibilidad, que son las cuatro llamadas sustancias derivativas. El elemento tierra sostiene, el agua cohesiona, el fuego realza y el aire permite el movimiento. El «átomo» es concebido como un compuesto de estas ocho sustancias y, sobre la base de la acumulación de «átomos» compuestos, se explica la existencia de los objetos del mundo macroscópico. Según una de las más antiguas escuelas budistas, la Vaibhashika, estas sustancias atómicas individuales representan los componentes más pequeños de la materia, son indivisibles y, por lo tanto, uniformes.

Los teóricos vaibhashika aseveran que, cuando dichos «átomos» se acumulan para formar objetos, los átomos individuales no se tocan.

El apoyo del elemento aire y de otras fuerzas de la naturaleza ayudan a los elementos constitutivos a cohesionarse en un sistema, en lugar de colapsarse hacia dentro o de expandirse indefinidamente Huelga decir que dichas teorías debieron desarrollarse por medio de su confrontación crítica con otras corrientes filosóficas indias, especialmente con los sistemas lógicos de Nyana y Vaisheshika. Si estudiamos los textos filosóficos indios de la antigüedad, descubrimos una cultura muy estimulante del debate, el diálogo y la conversación entre los adeptos de diferentes escuelas y sistemas de pensamiento. Estas escuelas indias clásicas —como el budismo, la escuela Nyana, la Vaisheshika, la Mimamsa, la Samkhya y la Aidvaidavedanta— comparten intereses y métodos de análisis fundamentales. Este tipo de debate intenso entre las diferentes escuelas de pensamiento ha sido uno de los factores principales del desarrollo del conocimiento y del refinamiento de las ideas filosóficas desde el primer período del budismo indio hasta el medieval y el tibetano moderno.

Puede que las fuentes conocidas más antiguas de la teoría budista Vaibhashika del átomo sean la
Esencia del conocimiento superior
de Dharmashri y el aclamado
Gran tratado sobre instanciación.

Generalmente, los estudiosos actuales sitúan el anterior entre el siglo II antes de la era común y el siglo I de la E.C. Aunque esta obra no fue nunca traducida al tibetano, me han dicho que se hizo una versión china en algún momento del siglo III de la E.C. El texto de Dharmashri representa un intento sofisticado de sistematización de los conceptos fundamentales de la filosofía budista más antigua, de forma que muchas de sus ideas básicas debieron estar ya implantadas por algún tiempo antes de la composición de dicha obra. El
Gran
tratado
, en cambio, es un texto complejo, que fue escrito entre los siglos I y III de la E.C. El
Gran tratado
establece los preceptos de determinada escuela filosófica budista como ortodoxos y responde a Tas diversas objeciones surgidas contra estos preceptos dotándolos con un fundamento filosófico racional. Aunque el budismo tibetano está familiarizado con los argumentos del
Gran tratado
, la obra en sí jamás fue traducida en su totalidad al tibetano.

Basándose en estos dos textos, especialmente en el segundo, Vasubandhu, uno de los grandes iluminados de la filosofía budista india, escribió su
Tesoro del conocimiento superior (.Abhidharmakosha)
en el siglo IV de la E.C. Esta obra resume el contenido clave del
Gran
tratado
, sometiéndolo a nuevos análisis. Se convirtió en una de las obras clásicas para el estudio de la filosofía y la psicología budistas antiguas en el Tíbet. Por ejemplo, cuando era un joven monje tuve que memorizar el texto básico del
Tesoro
de Vasubandhu.

En cuanto a la acumulación de átomos y la interrelación de estos con sus sustancias constituyentes, el budismo antiguo produjo todo tipo de teorías especulativas. Resulta interesante que el
Tesoro del
conocimiento superior
incluya una discusión del tamaño físico de los diferentes átomos. El texto afirma que la partícula indivisible más pequeña equivale aproximadamente a 1/2.400 partes del tamaño del «átomo» de un conejo, a saber lo que significa esto. ¡No tengo la menor idea de cómo pudo Vasubandhu realizar ese cálculo!

Aun aceptando la teoría atómica básica, otras escuelas budistas cuestionaban la noción de los átomos indivisibles. Algunas incluso ponían en duda las cuatro sustancias derivativas de la forma, el olor, el gusto y la tangibilidad como constituyentes fundamentales de la materia. Por ejemplo, el propio Vasubandhu es famoso por su crítica de la noción de átomos objetivamente reales e indivisibles. Si existen átomos independientes o indivisibles, argumentaba, es imposible explicar la formación de los objetos del mundo cotidiano. Para que tales objetos puedan existir, tiene que haber una forma de explicar la unión de los átomos simples y la subsiguiente creación de sistemas compuestos.

Si tal agregación tiene lugar, y debe tenerlo, imaginemos un único átomo rodeado de seis átomos distintos, uno en cada i una de las direcciones cardinales, otro arriba y otro abajo. Entonces podemos preguntar:
¿La
misma parte del átomo central que toca el átomo oriental toca también el átomo septentrional? Si no es así, el átomo central ha de tener más de una parte y es, por tanto, divisible, al menos, en un nivel conceptual. El átomo central tiene una parte que toca el átomo oriental pero no toca el átomo septentrional. Si, en cambio, la parte oriental toca también el átomo septentrional, nada impide que toque los demás átomos, en el resto de las direcciones cardinales. En tal caso, afirma Vasubandhu, la localización espacial de los siete átomos —el central más los seis circundantes— es la misma, y el conjunto colapsará en un único átomo. Como resultado de este experimento conceptual, concluye Vasubandhu, resulta imposible explicar los objetos del mundo macroscópico en términos de la acumulación de materia simple, como serían los átomos indivisibles.

Personalmente, nunca he podido comprender la idea que cualidades como el olor, el sabor y la tangibilidad sean constituyentes básicos de los objetos materiales. Puedo entender que se elabore una teoría atómica coherente de la materia basándose en los cuatro elementos constituyentes. En todo caso, me inclino a pensar que este aspecto del pensamiento budista que es, en esencia, una forma rudimentaria de física especulativa, debería ser modificado a la luz de los descubrimientos detallados y experimentalmente comprobados de la física moderna acerca de los constituyentes básicos de la materia en términos de partículas como los electrones, que giran alrededor de un núcleo de protones y neutrones. Si escuchamos las descripciones de las partículas subatómicas, como los quarks y los leptones, que ofrece la física moderna, queda claro que las teorías atómicas del budismo antiguo y su concepción de las partículas más pequeñas e indivisibles de la materia son, en el mejor de los casos, modelos sin pulir. La noción fundamental de los teóricos budistas, sin embargo, que sostenía la explicación de hasta los constituyentes más sutiles de la materia en términos de compuestos, parece haber estado en el buen camino.

Uno de los motivos principales de la investigación científica y filosófica de los constituyentes básicos de la materia es la búsqueda del componente indivisible de su construcción. Esto no solo es válido para la filosofía india antigua y la física moderna sino también para los físicos de la Grecia antigua, como los «atómicos», por ejemplo. De hecho, se trata de la búsqueda de la naturaleza última de la realidad, se defina esta como se defina. El pensamiento budista sostiene, basándose en consideraciones lógicas, que dicha búsqueda está mal encaminada. Durante un período la ciencia pensó que, al encontrar el átomo, había descubierto el constituyente último de la materia. La física experimental del siglo XX, sin embargo, ha sub-dividido el átomo en partículas más pequeñas. Aunque la menor incursión por la mecánica cuántica sugiere que jamás podremos encontrar una partícula real verdaderamente indivisible, muchos científicos viven aún con la esperanza de descubrirla.

En el verano de 1998 visité el laboratorio del físico austríaco Antón Zeilinger en la Universidad de Innsbruck. Antón me mostró un instrumento que permite visualizar un átomo ionizado. Por mucho que lo intentase, sin embargo, no conseguí verlo. Tal vez, mi karma no estuviera lo bastante maduro para disfrutar de ese espectáculo. Conocí a Antón cuando asistió a la conferencia de Mente y Vida celebrada en Dharamsala en 1997. En algunos aspectos, es lo opuesto a David Bohm: un hombre corpulento con barba y gafas, un estupendo sentido del humor y una risa integral.

Como físico experimental, está notablemente abierto a cualquier posible reformulación de los planteamientos teóricos a la luz de los resultados de los últimos experimentos. Su interés en un diálogo con el budismo nace de la necesidad de comparar teorías del conocimiento —la física cuántica y el budismo— puesto que, a su modo de ver, ambos rechazan cualquier noción de una realidad objetiva independiente.

Fue también por aquella época que conocí al físico estadounidense Arthur Zajonc. Arthur, hombre de habla dulce y mirada penetrante, especialmente cuando analiza en profundidad un matiz, es un maestro dotado con la capacidad de explicar con claridad los temas más complicados. Como moderador, Arthur resumía y recapitulaba los argumentos sucintamente, cosa que me resultó de gran ayuda.

Varios años antes había tenido la fortuna de visitar el Instituto Niels Bohr de Copenhague para participar en un coloquio informal.

Algunos días antes de aquella visita, durante una breve estancia en Londres, invité a David Bohm y a su esposa a comer en la suite de mi hotel. Ya que le había dicho que iba a participar en un diálogo sobre física y filosofía budista en el Instituto Bohr, Bohm tuvo la amabilidad de llevar me las dos páginas del resumen del propio Niels Bohr de sus ideas filosóficas acerca de la naturaleza de la realidad.

Fue fascinante escuchar el relato que hizo Bohm del modelo planetario del átomo de Bohr y del modelo del átomo de Rutherford como núcleo rodeado de electrones en órbita, ambos surgidos como reacción al modelo del «budín de pasas».

El modelo del budín de pasas surgió a finales del siglo XIX, cuando J. J. Thomson descubrió el electrón de carga negativa. Se dijo I que la carga positiva que equilibraba la carga negativa del electrón se expandía por el átomo como un budín, donde los electrones serían las pasas. A principios del siglo XX Ernest Rutherford descubrió que, si disparamos partículas alfa de carga positiva contra una lámina de oro, la mayoría la atraviesan pero algunas rebotan. Concluyó acertadamente que la carga positiva de los átomos del oro no podía expandirse por los átomos como un budín sino que debía concentrarse en sus centros. Cuando una partícula alfa colisionaba con el centro de un átomo del oro la carga positiva bastaba para repelerla. A partir de aquello, Rutherford formuló el modelo atómico del «sistema solar», donde unos electrones negativos giran en órbita en torno a un núcleo de carga positiva. Más adelante Niels Bohr habría de afinar el modelo de Rutherford con un modelo planetario del átomo que fue, en muchos aspectos, el antecesor de la mecánica cuántica.

Durante nuestra conversación Bohm me ofreció también un atisbo del largo debate entre Bohr y Einstein sobre la interpretación de la física cuántica. La esencia de dicho argumento gira alrededor de la negativa de Einstein de aceptar la validez del principio de la incertidumbre. En el corazón del debate late el tema de si la realidad en el nivel fundamental es indeterminada, imprevisible y probabilística. Einstein se oponía plenamente a esa posibilidad, como refleja su famosa exclamación: «¡Dios no juega a los dados!».

Todo aquello me recuerda la historia de mi propia tradición budista, donde el debate ha desempeñado un papel crucial en la formulación y refinamiento de muchas ideas filosóficas.

A diferencia de los antiguos teóricos budistas, los físicos modernos pueden incrementar con mucho el poder de su visión utilizando instrumentos científicos como los telescopios gigantes —ahí está el telescopio Hubble— o los microscopios electrónicos.

El resultado es un conocimiento empírico de los objetos materiales que supera con creces la propia imaginación de los antiguos. En vistas de esta capacidad, en varias ocasiones he argumentado a favor de la introducción de la física básica en los estudios de mis colegas monásticos tibetanos. Sostuve que, en realidad, no estaríamos introduciendo una materia nueva sino que estaríamos poniendo al día una parte inherente en nuestro plan de estudios. Me hace feliz poder afirmar que mis colegas monásticos académicos asisten ya regularmente a talleres dedicados a la física moderna. Dichos talleres son dirigidos por profesores de física, asistidos por algunos de sus alumnos de último curso de las universidades occidentales. Espero que esta iniciativa terminará con la plena inclusión de la física moderna en el programa regular de estudios de los monasterios tibetanos

Aunque hacía ya mucho tiempo que oía hablar de la especial teoría de la relatividad de Einstein, de nuevo fue David Bohm quien me la explicó por primera vez, junto con algunas de sus implicaciones filosóficas. Dada mi falta de formación matemática, no fue tarea fácil ensenarme la física moderna, especialmente sus facetas más esotéricas, congio la teoría de la relatividad. Cuando recuerdo la paciencia de Bohm, su suave voz y su actitud considerada, y el cuidado con que se aseguraba de que yo seguía sus explicaciones, le echo a faltar enormemente.

Como saben todos los no iniciados que han intentado comprender esta teoría, incluso un discernimiento básico del principio de Einstein exige estar dispuesto a desafiar el sentido común. Einstein propuso dos postulados: la constancia de la velocidad de la luz y su principio de la relatividad, según el cual, todas las leyes de la física deben ser exactamente las mismas para todos los observadores en movimiento relativo. Con estas dos premisas, Einstein revolucionó nuestra concepción del espacio y del tiempo.

Su teoría de la relatividad nos dio la bien conocida ecuación sobre la materia y la energía —E = mc2—, la única ecuación científica que conozco, lo admito (hoy en día la vemos incluso impresa en camisetas), y un sinfín de experimentos lógicos provocadores y entretenidos. Todos ellos, como la paradoja de los gemelos de la teoría de la relatividad, la dilatación del tiempo o la contracción de los objetos que viajan a grandes velocidades, han sido ya confirmados experimentalmente. La paradoja de los gemelos, según la cual, si uno de ellos vuela a bordo de una nave espacial, casi a la velocidad de la luz, hasta una estrella que se encuentra, digamos, a veinte años luz de la Tierra y luego regresa a nuestro planeta, vería que su hermano gemelo tiene veinte años más que él, me recuerda la historia de cómo Asanga fue transportado al Reino Celestial de Maitreya, donde recibió las cinco escrituras de Maitreya, un grupo significativo de textos Mahayana, y todo ello en el tiempo que se tarda en tomarse un té. Cuando volvió a la Tierra, sin embargo, descubrió que habían pasado cincuenta años.

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