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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (42 page)

BOOK: El último Catón
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—¿Quieres saberlo todo sobre el capitán Kaspar Linus Glauser-Röist? —me preguntó desafiante, soltando chispas de ira—. ¡Pues lo vas a saber! Tu querido colega es el encargado de hacer desaparecer todos los trapos sucios de los miembros importantes de la Iglesia. Desde hace unos trece años, Glauser-Röist se dedica a destruir todo cuanto pueda empañar la imagen del Vaticano; y, cuando digo destruir, quiero decir destruir: amenaza, extorsiona, y no me extrañaría nada que incluso hubiera llegado a matar en cumplimiento de su deber. Nadie escapa a la larga mano de Glauser-Röist: periodistas, banqueros, cardenales, políticos, escritores… Si tienes algún secreto en tu vida, Ottavia, más vale que no lo sepa Glauser-Röist. Ten en cuenta que, algún día, podría usarlo en tu contra con absoluta sangre fría y sin sentir la menor lástima por ti.

—¡No será para tanto! —le rebatí, pero no porque pusiera en duda sus afirmaciones, sino porque sabía que así le acicateaba para que continuase hablando.

—¿Qué no? —se indignó. Reanudamos el paseo porque el padre Clark, Farag y la Roca se habían adelantado mucho—. ¿Necesitas pruebas? ¿Recuerdas el «caso Marcinkus»?

Bueno, sí, algo sabía de todo aquello, aunque no mucho. Por costumbre, todo cuanto fuera contra la Iglesia quedaba más o menos alejado de mi vida y de la vida de todos los religiosos y religiosas. No es que no pudiéramos saber —que podíamos—, es que no queríamos;
a priori
, no nos gustaba escuchar este tipo de acusaciones y hacíamos oídos más o menos sordos a los escándalos anticlericales.

—En 1987 los jueces italianos ordenaron el arresto del arzobispo Paul Casimiro Marcinkus, director a la sazón del IOR, el Instituto para las Obras de Religión, también conocido como Banca Vaticana. La acusación, tras siete meses de investigaciones, era por haber llevado fraudulentamente a la bancarrota al Banco Ambrosiano de Milán. Quedó demostrado que el Banco estaba controlado por un grupo de corporaciones extranjeras, con sede en los paraísos fiscales de Panamá y Liechtenstein, que, en realidad, servían de tapadera al IOR y al propio Marcinkus. El Banco Ambrosiano presentaba un «agujero» de más de mil doscientos millones de dólares, de los cuales el Vaticano, tras muchas presiones, sólo devolvió a los acreedores doscientos cincuenta. Es decir, el Vaticano se tragó más de novecientos millones de dólares. ¿Sabes quién fue el encargado de impedir que Marcinkus cayera en manos de la justicia y de echar tierra sobre este turbio asunto?

—¿El capitán Glauser-Röist?

—Tu amigo el capitán consiguió trasladar a Marcinkus al Vaticano con un pasaporte diplomático que impidió que la policía italiana pudiera detenerle. Una vez a salvo, organizó una campaña de despiste de la opinión pública, consiguiendo, no se sabe bien con qué métodos, que algunos periodistas calificaran a Marcinkus de gestor ingenuo, negligente y despistado. Después le hizo desaparecer, organizándole una nueva vida en una pequeña parroquia norteamericana del estado de Arizona, donde permanece hasta el día de hoy.

—Yo no veo nada delictivo en esto, Pierantonio.

—¡No, si él nunca hace nada fuera de la ley! ¡Sólo la ignora! ¿Qué un cardenal es detenido en la frontera suiza con una maleta llena de millones que quiere hacer pasar como valija diplomática? Allá va Glauser-Röist para remediar el entuerto. Recoge al cardenal, lo devuelve al Vaticano, consigue que los guardias fronterizos «olviden» el incidente y borra toda huella del asunto hasta conseguir que la misteriosa evasión de divisas no haya existido nunca.

—Sigo diciendo que todavía no encuentro motivos para temer a Glauser-Röist.

Pero Pierantonio estaba lanzado:

—¿Que una editorial italiana publica un libro escandaloso sobre la corrupción en el Vaticano? Glauser-Röist identifica rápidamente al monseñor o monseñores que han traicionado la ley vaticana de silencio, les pone una mordaza en la boca con no se sabe bien qué amenazas, y consigue que la prensa, tras el escándalo inicial, entierre completamente el asunto. ¿Quién crees que elabora los informes con los detalles más escabrosos de la vida privada de los miembros de la Curia para que, luego, estos no tengan otro remedio que transigir en silencio con determinados desmanes? ¿Quién crees que entró en primer lugar en el apartamento del comandante de la Guardia Suiza, Aloïs Estermann, la noche en que este, su esposa y el cabo Cédric Tornay, murieron asesinados, supuestamente por los disparos efectuados por el cabo? Kaspar Glauser-Röist. Él fue quien se llevó de allí las pruebas de lo que sucedió realmente y quien se inventó la versión oficial de la «locura transitoria» del cabo, al que la Iglesia llegó a acusar, con rumores en la prensa, de consumidor de drogas y de «desequilibrado lleno de rencor». Él es el único que sabe lo que pasó de verdad aquella noche. ¿Qué un prelado del Vaticano organiza una «juerguecita», digamos… subida de tono, y un periodista va a publicarlo y a sacar fotografías escandalosas? No hay de qué preocuparse. El artículo no ve jamás la luz y el periodista cierra la boca para el resto de su vida después de una visita de Glauser-Röist. ¿Por qué? ¡Ya te lo puedes imaginar! Ahora mismo hay un importante prelado de la Iglesia, el arzobispo de Nápoles, que está siendo investigado por la fiscalía judicial de Basilicata, que le acusa de usura, asociación delictiva y apropiación indebida de bienes. Apuéstate lo que quieras a que saldrá absuelto. Por lo que me han contado, tu amigo ya está tomando cartas en el asunto.

Un pensamiento muy siniestro estaba surgiendo en mi mente, un pensamiento que no me gustaba nada y que me causaba una gran desazón.

—¿Y tú qué tienes que ocultar, Pierantonio? No hablarías así del capitán si no hubieras tenido, directamente, algún problema con él.

—¿Yo…? —parecía sorprendido. De repente, toda su ira se había esfumado y era la viva imagen del cordero pascual, pero a mí no podía engañarme.

—Sí, tú. Y no me vengas con el cuento de que sabes todo eso acerca de Glauser-Röist porque la Iglesia es una gran familia donde todo se comenta.

—¡Hombre, eso también es cierto! Los que estamos dentro de la Iglesia, ocupando determinados puestos, lo sabemos todo de casi todo.

—Puede ser —murmuré mecánicamente, mirando las lejanas nucas de Murphy Clark, la Roca y Farag—; pero a mí no me engañas. Tú has tenido algún problema con el capitán Glauser-Röist y me lo vas a contar ahora mismo.

Mi hermano soltó una carcajada. Un rayo de sol, que se afiló al pasar entre dos nubes, le iluminó directamente la cara.

—¿Y por qué tendría que contarte nada, pequeña Ottavia? ¿Qué podría impulsarme a confesarte pecados que no se pueden revelar y, mucho menos, a una hermana pequeña?

Le miré fríamente, con una sonrisa artificial en los labios.

—Porque, si no lo haces, me voy ahora mismo con Glauser-Röist, le cuento todo lo que me has dicho y le pido que me lo explique él.

—No lo haría —replicó muy ufano. En serio que no le pegaba nada el humilde habito franciscano—. Un hombre como él jamás hablaría de este tipo de asuntos.

—¿Ah, no…? —si él estaba jugando fuerte, yo podía ser mucho más fanfarrona—. ¡Capitán! ¡Eh, capitán!

La Roca y Farag se volvieron a mirarme. El padre Murphy giró su inmensa barriga un poco más tarde.

—¡Capitán! ¿Puede venir un momento?

Pierantonio se había puesto lívido.

—Te lo contaré —masculló viendo que Glauser-Röist retrocedía para acercarse hasta nosotros—. ¡Te lo contaré, pero dile que no venga!

—¡Capitán, perdóneme, me he equivocado! ¡Siga adelante, siga!

Y le hice un gesto con la mano indicándole que volviera con los otros.

La Roca se detuvo, me observó detenidamente y luego giró y continuó adelante. Un extraño grupo de seis o siete mujeres vestidas íntegramente de negro nos empujó hacia un lado y nos adelantó. Iban cubiertas con un largo manto que las envolvía desde el cuello hasta los pies y, en la cabeza, llevaban un curioso tocado, una especie de minúsculo sombrerito redondo, caído sobre la frente, que sujetaban con un pañuelo atado alrededor de la cabeza. Por su aspecto, deduje que debían de ser monjas ortodoxas, aunque no pude adivinar a qué Iglesia pertenecían. Lo curioso fue que, casi inmediatamente, nos sobrepasó otro grupo semejante, aunque sin sombrerito y con largos cirios de cera amarilla entre las manos.

—¡Pequeña Ottavia, te estás volviendo muy terca!

—Habla.

Pierantonio se mantuvo silencioso y meditabundo durante bastante tiempo, pero, al final, inspiró profundamente y comenzó:

—¿Recuerdas que te hablé, allá, en casa, de los problemas que tenía con la Santa Sede?

—Lo recuerdo, sí.

—Te hablé de las escuelas, los hospitales, las casas de ancianos, las excavaciones arqueológicas, las casas de acogida de peregrinos, los estudios bíblicos, el restablecimiento del culto católico en Tierra Santa…

—Sí, sí, y me hablaste también de la orden que te había dado el Papa de recuperar el Santo Cenáculo sin facilitarte, a cambio, el dinero necesario.

—Exacto. El tema va por ahí.

—¿Qué has hecho, Pierantonio? —le pregunté, apenada. De pronto, la Vía Dolorosa se había vuelto dolorosa de verdad.

—Bueno… —titubeó—. Tuve que vender algunas cosas.

—¿Qué cosas?

—Algunas de las cosas encontradas en nuestras excavaciones.

—¡Oh, Dios mío, Pierantonio!

—Lo sé, lo sé —afirmó, contrito—. Si te sirve de consuelo, se las vendía al propio Vaticano, a través de un testaferro.

—¿Qué estás diciendo?

—Hay grandes coleccionistas de arte entre los príncipes de la Iglesia. Poco antes de que se inmiscuyera Glauser-Röist, el abogado que trabajaba a mis órdenes en Roma vendió a un prelado, al que tú conoces personalmente porque estuvo mucho tiempo en el Archivo Secreto, un antiguo mosaico del siglo
VIII
, encontrado en las excavaciones de Banu Ghassan. Pagó casi tres millones de dólares. Creo que ahora lo exhibe en el salón de su casa.

—¡Oh, Dios mío! —gemí. Estaba hundida.

—¿Sabes cuántas cosas buenas hicimos con todo ese dinero, pequeña Ottavia? —mi hermano no parecía sentirse culpable en absoluto—. Fundamos más hospitales, dimos de comer a mucha más gente, creamos más casas de ancianos y más escuelas para niños. ¿Qué fue lo que hice mal?

—¡Traficaste con obras de arte, Pierantonio!

—¡Pero si se las vendía a ellos! Nada de lo que comercié fue a parar a manos que no estuvieran bendecidas por el sacerdocio, y todo el dinero que gané lo invertí en las necesidades más urgentes de los pobres de Tierra Santa. Algunos de esos príncipes de la Iglesia tienen muchísimo dinero y aquí nos falta de todo… —respiró entrecortadamente y vi reaparecer el odio en su mirada—. Hasta que, un buen día, se presentó en mi despacho tu amigo Glauser-Röist, del que yo ya había oído hablar. Resulta que había estado haciendo averiguaciones y que estaba al tanto de mis actividades. Me prohibió continuar con las ventas, so pena de hacer estallar el escándalo, manchando mi nombre y el nombre de mi Orden. «Tengo recursos para que mañana su cara salga en la foto de portada en los diarios más importantes del mundo», me dijo sin alterarse. Le hablé de los hospitales, los asilos, los comedores públicos, los colegios… Le dio exactamente lo mismo. Ahora, las deudas nos ahogan y no sé cómo voy a resolver esta situación.

¿Qué me había dicho Farag en las catacumbas de Santa Lucía? «Aunque la verdad haga daño, siempre es preferible a la mentira». Ahora yo me preguntaba si la bondad de mi hermano, aunque hiciera daño no era preferible a la injusticia. ¿O quizá dudaba porque se trataba de mi hermano y estaba buscando desesperadamente la manera de justificarle? ¿O quizá era que la existencia no estaba formada por bloques blancos o negros, y se trataba, en realidad, de un mosaico multicolor de combinaciones infinitas? ¿No era la vida, acaso, un cúmulo de ambigüedades, de matices intercambiables que intentábamos constreñir en una estructura absurda de normas y dogmas?

Para cuando yo me hacía estas disquisiciones, nuestro pequeño grupo entró, de golpe, nada más doblar una esquina, en la plazuela de la basílica del Santo Sepulcro. Me quedé en suspenso, conmocionada. Allí, frente a mí, se hallaba el lugar donde Jesús fue crucificado. Sentí que las lágrimas subían a mis ojos y que la emoción me desbordaba.

La basílica mandada construir por santa Helena en el lugar donde creyó descubrir la Verdadera Cruz de Cristo era impresionante —ángulos rectos, piedra sólida y milenaria, grandes ventanas enrejadas, torres cuadradas con cubiertas de ladrillo rojo…— y la plaza estaba abarrotada de gente de toda raza y condición. Grupos de turistas se arremolinaban en torno a estrechas cruces de madera y entonaban cantos religiosos en varias lenguas que, al mezclarse en la caja de resonancia que era la plaza, semejaban un zumbido discordante. Allí se encontraban también, en el pórtico, las monjas ortodoxas con las que nos habíamos cruzado en el camino, dando la espalda a otras monjas —estas católicas— vestidas con hábitos claros de falda corta. Muchas mujeres llevaban colgando del cuello, a modo de collares, hermosos rosarios y, algunas otras, los rezaban puestas de rodillas sobre el duro suelo empedrado. Había también muchos sacerdotes católicos y religiosos de las órdenes más diversas, y abundaban las largas barbas pobladas, típicas de los monjes ortodoxos que iban, además, cubiertos con negros gorros tubulares de variados modelos: lisos, adornados con ribetes y puntillas, con un tejadillo en forma de chimenea o, incluso, con una larga toca que colgaba a lo largo de la espalda hasta la cintura. Por encima de todo este caos humano, volaban multitud de palomas blancas que parecían ignorar al gentío, planeando de una cornisa a otra, de una ventana a otra, buscando la mejor vista del espectáculo.

La fachada de la basílica era muy curiosa, con unas puertas gemelas situadas bajo dos ventanas también gemelas de arco apuntado, aunque, extrañamente, la puerta de la derecha aparecía tapiada con grandes sillares. Y el interior… Bueno, el interior era deslumbrante. Como la entrada se efectuaba por un lateral de la nave, no se podía tener una perspectiva completa hasta que no se había avanzado lo suficiente, pero, mientras tanto, la luz de cientos de candiles orientales iluminaba el trayecto. Fue un momento tan emocionante que apenas puedo recordar todo lo que vi. El padre Murphy nos iba explicando detalladamente los pormenores de cada lugar por el que pasábamos. En el atrio, a la entrada, rodeada de candelabros y lámparas, se encontraba la Piedra de la Unción, una gran losa rectangular de caliza roja en la que se suponía que habían puesto el cuerpo de Jesús tras bajarlo de la cruz. La gente, enfervorecida, echaba agua bendita sobre la piedra y luego decenas de manos se lanzaban a humedecer en ella pañuelos y rosarios. No había manera de poder acercarse hasta allí. En el centro de la basílica se hallaba el Catholicón, el lugar donde supuestamente estuvo el Santo Sepulcro, con una fachada cubierta de lamparillas dentro de preciosos globos de plata. Encima de la puerta había tres cuadros que hablaban de la Resurrección de Jesús, cada uno de ellos de un estilo diferente: latino, griego y armenio. Pasando la puerta del Catholicón, se llegaba a un pequeño vestíbulo llamado Capilla del Ángel, porque se suponía que era allí donde este había anunciado la Resurrección a las Santas Mujeres. Tras otra portezuela, se encontraba el Santo Sepulcro propiamente dicho, un recinto pequeño y estrecho en el que se divisaba un banco de mármol que recubría la piedra original en la que fue colocado el cuerpo de Jesús. Me arrodillé un segundo —la afluencia de gente no permitía mucho más—, y salí con menos unción de la que tenía al entrar. El entorno quizá fuera hipnótico y proclive a un cierto tipo de síndrome religioso de Estocolmo, pero el agobio de la multitud me restaba fervor.

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