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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (34 page)

BOOK: El último Catón
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—¡No, si no es eso! —me miró con un extraño gesto en la cara y dijo—: «¿Soy yo, acaso, el guardián de mi hermano?». Tengo muy claro que Kaspar ya es mayorcito para hacer lo que le dé la gana. Es… Mira, no sé, pero esta historia de los staurofílakes lo está volviendo loco. O pretende ganar una medalla o demostrarse que es Superman o está utilizando esta aventura como otros utilizan la bebida, para olvidar o autodestruirse.

—Algo así he pensado esta misma mañana… quiero decir este mediodía —saqué las gafas de su funda y me las puse—. Para ti y para mí todo esto es una aventura en la que nos vemos involucrados voluntariamente por interés y curiosidad. Para él significa algo más. Le da igual el cansancio, le da igual la muerte de mi padre y mi hermano, le da igual que tú hayas perdido tu vida en Egipto y tu trabajo. Nos hace correr contra el tiempo como si el robo de una sola reliquia más fuera una catástrofe insuperable.

—No creo que sea eso —reflexionó Farag, frunciendo el ceño—. Creo que sintió profundamente el accidente de tu padre y tu hermano, y que está preocupado por mi situación actual. Pero es cierto que está obsesionado con los staurofílakes. Esta mañana, nada más despertarse, ha llamado a Sodano. Han estado hablando un buen rato y, durante la conversación, ha tenido que tumbarse un par de veces, porque se caía al suelo. Luego, todavía sin desayunar, se ha metido en su despacho (el que tú curioseaste, ¿recuerdas?) y ha estado abriendo y cerrando cajones y carpetas. Mientras yo comía algo y me duchaba él iba dando tumbos por la casa, soltando exclamaciones de dolor, sentándose un momento para recuperarse y, a continuación, levantándose de nuevo para hacer más cosas. Ni ha desayunado ni ha comido nada desde el sándwich de la Cloaca.

—Está volviéndose loco —sentencie.

Nos quedamos de nuevo en silencio, como si ya no hubiera mucho más que decir sobre Glauser-Röist, pero estoy segura que ambos seguíamos pensando en lo mismo. Por fin, solté un largo suspiro.

—¿Trabajamos? —pregunté, intentando animarle—. Ascenso a la segunda cornisa del
Purgatorio
. Canto XIII.

—Podrías leerlo en voz alta para los dos —propuso, arrellanándose en el sillón y poniendo los pies sobre la caja del ordenador que descansaba en el suelo—. Como yo ya lo he leído, podemos ir comentándolo.

—¿Y tengo que leerlo yo?

—Puedo hacerlo yo si quieres, pero es que ya estoy cómodamente sentado y tengo unas vistas magnificas desde aquí.

Preferí ignorar su comentario, por encontrarlo fuera de lugar, y empecé a recitar los versos dantescos.

Noi eravamo al sommo de la scala,
dove secondamente si risega
lo monte che salendo altrui dismala.
[27]

Nuestros
alter ego
, Virgilio y Dante, llegan a una nueva cornisa, un poco más pequeña que la anterior, y avanzan por ella a buen paso, buscando algún alma que pueda decirles cómo seguir subiendo. De repente, Dante empieza a escuchar unas voces que dicen: «
Vinum non habent
»
[28]
, «Soy Orestes» y «Amad a quien el mal os hizo».

—¿Qué significa esto? —pregunté a Farag, mirándole por encima de la montura.

—En realidad, son referencias a ejemplos clásicos de amor al prójimo, que es de lo que adolecen los protagonistas de este círculo. Pero sigue leyendo y lo entenderás.

Curiosamente, Dante le pregunta a Virgilio lo mismo que yo acababa de preguntarle a Farag, y el de Mantua le responde:

En este círculo se castiga
la culpa de la envidia, mas mueve
el amor las cuerdas del flagelo.

El sonido contrario quiere ser el freno;
y me parece que podrás oírlo
antes de que llegues al paso del perdón.

Pero mira atentamente y verás gente
sentada delante de nosotros,
apoyada a lo largo de la roca.

Dante escudriña la pared y descubre unas sombras vestidas con mantos del color de la piedra. Se acerca un poco más y queda aterrorizado con lo que ve:

De vil cilicio cubiertas parecían,
y se sostenían unas a otras por la espalda
y el muro a todas ellas aguantaba.

[…]
Y como el sol no llega hasta los ciegos
así a las sombras de las que hablo
no quería llegar la luz del cielo,

pues un alambre a todas les cosía
y horadaba los párpados, como
al gavilán que nunca se está quieto.
[29]

Volví a mirar a Farag, que me estaba observando con una sonrisa, y gesticulé, denegando, con la cabeza.

—No creo que pueda soportar esta prueba.

—¿Tuviste que cargar con piedras en la primera cornisa?

—No —admití.

—Pues nadie dice que ahora vayan a ponerte una alambrada en las pestañas.

—Pero ¿y si lo hacen?

—¿Te han hecho daño al marcarte con la primera cruz?

—No —volví a admitir, aunque debí mencionar el pequeño detalle del golpe en la cabeza.

—Pues sigue leyendo, anda, y no te preocupes tanto. Abi-Ruj Iyasus no tenía agujeros en los párpados, ¿verdad?

—No.

—¿Te has parado a pensar que los staurofílakes nos han tenido en su poder durante seis horas y sólo nos han hecho una pequeña escarificación? ¿Has caído en la cuenta de que saben perfectamente quiénes somos y que, sin embargo, nos están permitiendo superar las pruebas? Por alguna razón desconocida, no sienten ningún miedo de nosotros. Es como si nos dijeran: «¡Adelante, venid hasta nuestro Paraíso Terrenal si podéis!». Se sienten muy seguros de sí mismos, hasta el punto de haber dejado en la chaqueta del capitán la pista para la siguiente prueba. Podían no haberlo hecho —sugirió—, y ahora estaríamos devanándonos los sesos inútilmente.

—¿Nos están retando? —me sorprendí.

—No creo. Más bien parece que nos están invitando —se pasó la mano por la barba, más clara que su piel, e hizo una mueca de desesperación—. ¿Es que no piensas terminar de leer la segunda cornisa?

—¡Estoy harta de Dante, de los staurofílakes y del capitán Glauser-Röist! ¡En realidad, estoy harta de casi todo lo que tenga que ver con esta historia! —protesté, indignada.

—¿También estás harta de…? —empezó a preguntar, siguiendo el hilo de mis quejas, pero se detuvo en seco, soltó una carcajada, que a mí me pareció forzada, y me miró con severidad—. ¡Ottavia, por favor, sigue leyendo!

Obediente, bajé los ojos de nuevo hacia el libro y continúe.

Lo que venía a continuación era un largo y tedioso fragmento en el que Dante se pone a hablar con todas las almas que quieren contarle sus vidas y los motivos por los cuales están en ese saliente de la montaña: Sapia dei Salvani, Guido del Duca, Rinier da Cálboli… Todos habían sido unos envidiosos terribles, que se alegraban más de los males ajenos que de sus propias dichas. Por fin, termina ese aburrido Canto XIV y empieza el XV, con Dante y Virgilio de nuevo solos. Una luz brillantísima, que golpea los ojos de Dante obligándole a tapárselos con una mano, se dirige hacia ellos. Es el ángel guardián del segundo círculo, que viene para borrar una nueva P de la frente del poeta y para llevarles hasta el principio de la escalera que conduce a la tercera cornisa. Mientras esto hace, el ángel, curiosamente, se pone a cantar canciones:
Beati misericordes
y
Goza tú que vences
.

—Y ya está —dije, viendo que se terminaba el Canto.

—Bueno, pues ahora tenemos que averiguar qué es
Agios Konstantínos Akanzón
.

—Para eso necesitamos al capitán. Él es quien sabe manejar el ordenador.

Farag me miró sorprendido.

—Pero ¿acaso no es esto el Archivo Secreto Vaticano? —preguntó echando una ojeada a su alrededor.

—¡Tienes toda la razón! —dije, poniéndome en pie—. ¿Para qué están los de ahí afuera?

Abrí la puerta con gesto decidido y salí resuelta a pillar al primer adjunto que se me cruzara en el camino, pero, al hacerlo, choqué frontalmente con la Roca, que se disponía a entrar en el laboratorio como un
bulldozer
.

—¡Capitán!

—¿Iba a algún sitio importante, doctora?

—Bueno, en realidad, no. Iba a…

—Bueno, pues entre. Tengo algunas cosas importantes que comunicarles.

Desanduve el camino y regresé a mi asiento. Farag había vuelto a fruncir el ceño con disgusto.

—Profesor, antes de nada quisiera pedirle disculpas por mi comportamiento de esta mañana —dijo humildemente la Roca, mientras se sentaba entre Farag y yo—. Me encontraba bastante mal y soy un pésimo enfermo.

—Ya lo he notado.

—Verá —continuó disculpándose el capitán—, cuando no estoy bien, me pongo insoportable. No tengo costumbre de guardar cama ni con cuarenta de fiebre. Presumo que he sido un detestable anfitrión y lo lamento.

—Vale, Kaspar, asunto zanjado —concluyó Farag, haciendo un gesto con la mano que quería decir que cerraba esa puerta para siempre.

—Bien, pues ahora —suspiró la Roca, desabrochándose la chaqueta y poniéndose cómodo—, voy a informarles de la situación sin más preámbulos. Acabo de contar al Papa y al Secretario de Estado todo lo que nos ha pasado en Siracusa y aquí, en Roma. Su Santidad ha quedado visiblemente impresionado por mis palabras. Hoy, por si no lo recuerdan, es su cumpleaños. Su Santidad cumple 80 años y, a pesar de sus múltiples compromisos, ha hecho un hueco en su agenda para recibirme. Se lo digo para que vean hasta qué punto este asunto que tenemos entre manos es importante para la Iglesia. A pesar de que estaba muy cansado y de que no se expresaba con claridad, por boca de Su Eminencia, me ha hecho saber que está satisfecho y que va a pedir por nosotros en sus oraciones todos los días.

Una sonrisa de emoción se dibujó en mis labios. ¡Cuándo mi madre supiera aquello! ¡El Papa rezando todos los días por su hija!

—Bien, la siguiente cuestión es lo que todavía nos queda por hacer. Faltan seis pruebas por superar hasta llegar al Paraíso Terrenal de los staurofílakes. En caso de que sobrevivamos a las seis, nuestra misión es, naturalmente, recuperar la Vera Cruz, pero también ofrecer el perdón a los miembros de la secta, siempre y cuando estén dispuestos a integrarse en la Iglesia Católica como una Orden religiosa más. El Papa está especialmente interesado en conocer al actual Catón, si es que existe, de manera que debemos traerle a Roma, voluntariamente o por la fuerza. Por su parte, el cardenal Sodano me ha comunicado que, como las pruebas que faltan tienen lugar en Rávena, Jerusalén, Atenas, Estambul, Alejandría y Antioquía, el Vaticano va a poner a nuestra disposición tanto uno de los Dauphin 365 como el propio Westwind de Su Santidad. En cuanto a las acreditaciones diplomáticas…

—¡Un momento! —Farag había levantado el brazo como hacíamos en el colegio de pequeños—. ¿Qué es un Dauphin no-sé-cuántos y un Westwind?

—Lo lamento —la Roca estaba mansa como el agua de un lago; la influencia del Papa siempre resultaba positiva—. No me he dado cuenta de que ustedes no saben nada de helicópteros ni de aviones.

—¡Oh, no! —musité, dejando caer la cabeza pesadamente entre los hombros.

—¡Oh, sí, querida
Basilea
! ¡Vamos a seguir corriendo contra el tiempo!

Afortunadamente, Glauser-Röist no comprendió el poco apropiado calificativo griego con que Farag me obsequiaba últimamente.

—No tenemos más remedio, profesor. Este asunto debe liquidarse cuanto antes. Todas las iglesias cristianas han sido expoliadas de sus
Ligna Crucis
y los pocos fragmentos que quedan, a pesar de estar siendo cuidadosamente vigilados, continúan desapareciendo. Para su información, hace tres días fue robado el
Lignum Crucis
de la iglesia de St. Michaelis, en Zweibrücken, Alemania.

—¿Siguen robando a pesar de que saben que les estamos persiguiendo?

—No tienen miedo, doctora. St. Michaelis Kirche estaba custodiada por un servicio de seguridad privado contratado por la diócesis. La Iglesia se está gastando mucho dinero en proteger las reliquias. Sin demasiado éxito, como ven. Este es otro de los motivos por los cuales el cardenal Sodano, con la autorización de Su Santidad, pone a nuestro servicio uno de los helicópteros Dauphin del Vaticano y el avión Westwind II de Alitalia que utiliza el Papa para sus desplazamientos particulares.

Farag y yo nos miramos.

—El plan es el siguiente —prosiguió la Roca—: mañana, a las siete de la mañana nos encontraremos en el helipuerto vaticano. Ya saben que se encuentra en el extremo oeste de la Ciudad, justo detrás de San Pedro, en línea recta hasta la muralla Leonina. Allí nos esperará el Dauphin con el que nos trasladaremos hasta Rávena… Por cierto, ¿han resuelto ya la pista para la siguiente prueba?

—No —carraspeé—. Le necesitábamos a usted.

—¿A mí? ¿Para qué?

—Verá, Kaspar, sabemos que la ciudad es Rávena, sabemos que el pecado es la envidia, sabemos que en la prueba hay puertas estrechas y caminos tortuosos, pero lo que parece ser la señal definitiva es un nombre que no conocemos de nada:
Agios Konstantinos Akanzón
o, lo que es lo mismo, san Constantino de las Espinas.

—El segundo círculo es el de los cilicios —afirmó Glauser-Röist pensativo.

—En efecto, así que ya sabemos por dónde van a ir las cosas… o eso creemos. En cualquier caso hay que averiguar quién es este san Constantino. Quizá su vida nos indique lo que tenemos que hacer.

—O quizá —propuse yo—,
Agios Konstantínos Akanzón
sea una iglesia de Rávena. La cuestión es que usted, con ese maravilloso invento llamado Internet, tiene que tratar de averiguarlo.

—Muy bien —repuso la Roca, quitándose la chaqueta y colgándola cuidadosamente en el respaldo de su sillón—. Manos a la obra.

Encendió el ordenador, esperó un momento a que todo el sistema estuviera en marcha y, enseguida, conectó con el servidor vaticano para entrar en la red.

—¿Cómo han dicho que se llamaba ese santo?


Agios Konstantínos Akanzón
.

—No, capitán —rechacé—. Pruebe primero con san Constantino de las Espinas. Es más lógico.

Al cabo de un buen rato, cuando Farag y yo ya estábamos cansados de permanecer inmóviles, mirando fijamente una pantalla por la que pasaban rápidamente innumerables documentos, Glauser-Röist lanzó una exclamación de triunfo:

—¡Aquí lo tenemos! —dijo, echándose hacia atrás en el asiento y aflojándose la corbata—. San Constantino Acanzzo, en la provincia de Rávena. Escuchen lo que dice esta guía turística de rutas verdes.

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