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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (51 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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Después de eso Pendel debió de adormilarse durante un rato y probablemente tomó un desvío equivocado, ya que cuando volvió a mirar, se hallaba de excursión en Parita dos años atrás, merendando al aire libre con Louisa y los niños en un rectángulo de hierba rodeado de casas de un solo piso con amplios porches alzados sobre pilares y bloques de piedra para montar y desmontar del caballo sin ensuciarse los zapatos. En Parita una vieja bruja con una capucha negra contó a Hannah que la gente del pueblo ponía boas constrictor jóvenes bajo las tejas de sus casas para eliminar a los ratones, y a partir de ese momento Hannah se negó a entrar en cualquier casa del pueblo, ya fuera para tomar un helado o para ir al baño. Tenía tanto miedo que en lugar de asistir a misa como habían planeado, se quedaron de pie frente a la iglesia, haciendo señas a un anciano que, en lo alto del blanco campanario, tañía la enorme campana con una mano y les devolvía los saludos con la otra, lo cual, coincidieron todos después, había sido mejor que ir a misa. Y cuando acabó de tocar la campana, el anciano los obsequió con una asombrosa imitación a cámara lenta de los movimientos de un orangután, primero colgándose de un travesaño de hierro y luego quitándose las pulgas de las axilas, la cabeza y la entrepierna y comiéndoselas.

Al pasar por Chitré, Pendel recordó el vivero de langostinos. Las hembras ponían sus huevos en los troncos de los mangles, y Hannah había preguntado si antes quedaban embarazadas. Y recordó también a una amable horticultora sueca que les habló de una orquídea llamada «putita de la noche», porque de día no olía a nada pero de noche ninguna persona decente la tenía en su casa.

—Harry, no será necesario que se lo expliques a los niños. Ya normalmente están expuestos a bastante material explícito.

Pero las restricciones de Louisa no sirvieron de nada, pues durante toda esa semana Mark llamó a Hannah su «putita de noche», hasta que Pendel le ordenó que se callase.

Y después de Chitré se encontraba ya la zona de combate: primero el cielo rojo a lo lejos, luego el fragor de la artillería y por último el resplandor de las bengalas mientras pasaba de un control policial a otro camino de Guararé.

Pendel caminaba, y junto a él caminaba gente vestida de blanco, guiándolo hacia el patíbulo. Lo sorprendió gratamente sentirse tan reconciliado con la muerte. Si alguna vez volvía a vivir su vida, decidió, insistiría en que buscasen un nuevo actor para el papel de protagonista. Caminaba hacia el patíbulo acompañado de ángeles, y eran los ángeles de Marta, los reconoció de inmediato, el verdadero corazón de Panamá, la gente que vivía al otro lado del puente, que no recibía ni ofrecía sobornos, que hacía el amor a la gente que amaba, que quedaba embarazada y no abortaba, y mirándolo así, también Louisa los admiraría si fuese capaz de saltar la cerca que la confinaba, pero ¿acaso hay alguien capaz de saltarla? Nacemos en una cárcel, todos nosotros, del primero al último, sentenciados a cadena perpetua desde el instante en que abrimos los ojos, y por eso Pendel se entristecía al contemplar a sus hijos. Pero aquellos niños que lo rodeaban eran distintos, eran ángeles, y se alegró de tenerlos cerca en las últimas horas de su vida. Nunca había dudado que Panamá albergaba por kilómetro cuadrado más ángeles, miriñaques blancos y tocados de flores, hombros perfectos, olores de comida, música, baile, risas, borrachos, policías corruptos y fuegos de artificio letales que cualquier otro paraíso comparable, y allí se había congregado todo aquello para acompañarlo. Y le complació ver bandas de música tocando, y grupos de danza folklórica compitiendo, negros desgarbados de mirada romántica con chaquetas de críquet y zapatos blancos moldeando tiernamente el aire en torno a las desenfrenadas caderas de sus parejas de baile. Y ver las puertas de la iglesia abiertas de par en par a fin de proporcionar a la santísima Virgen una vista panorámica de la bacanal que tenía lugar en la plaza, tanto si quería como si no. Obviamente los ángeles habían decidido que no debía perder contacto con la vida corriente, incluidas sus muchas imperfecciones.

Caminaba despacio, como cualquier condenado, manteniéndose en el centro de la calle y sonriendo. Sonreía porque alrededor todo el mundo sonreía, y porque un gringo descortés que se niega a sonreír en medio de una jaranera multitud de mestizos hispano-indios dotados de una inconcebible belleza es una especie en peligro de extinción. Y Marta estaba en lo cierto, aquél era el pueblo más apuesto, virtuoso e inmaculado de la tierra, como Pendel ya había observado. Morir entre ellos sería un privilegio. Como voluntad póstuma, pediría que lo enterrasen al otro lado del puente.

Preguntó dos veces el camino, y lo enviaron en direcciones distintas. La primera vez un grupo de ángeles le indicó que cruzase por el centro de la plaza, donde se convirtió en blanco móvil de sucesivas andanadas de cohetes multiojiva disparados a la altura de la cabeza desde puertas y ventanas por los cuatro costados. Y aunque Pendel rió y sonrió y disimuló y dio todas las muestras posibles de que había tomado a bien la broma, fue un verdadero milagro que consiguiese llegar a la otra orilla con los dos ojos, las dos orejas y los dos testículos en su sitio y sin una sola quemadura, porque los cohetes no eran en absoluto una broma, y en eso precisamente residía la gracia. Eran misiles de alta velocidad al rojo vivo que escupían fuego líquido, disparados a corta distancia bajo la supervisión de una pecosa amazona pelirroja de rodillas huesudas y raído pantalón corto que se había auto-proclamado artillera jefa de una unidad bien pertrechada y llevaba a rastras sus letales cohetes tras la espalda como una cola, sujetos por un cordel, mientras brincaba y gesticulaba lascivamente. Estaba fumando —a saber qué— y entre calada y calada gritaba órdenes a sus soldados, dispuestos por toda la plaza: «¡Cortadle los huevos al gringo! ¡Que muerda el polvo!». Aspiraba de nuevo el humo del cigarrillo y reanudaba sus instrucciones. Pero Pendel era un buen hombre, y aquellos niños eran ángeles.

La segunda vez que preguntó le señalaron una hilera de casas situadas a un lado de la plaza, con engalanados rabiblancos en los porches y relucientes BMWs aparcados enfrente, y mientras desfilaba ante los bulliciosos porches, Pendel pensaba: A ti te conozco, eres el hijo de fulano, o la hija. ¡Dios mío, cómo pasa el tiempo! Pero su presencia, cuando lo pensó por segunda vez, le resultaba indiferente, y tampoco le preocupaba si lo reconocían o no, porque la casa donde Mickie se había suicidado estaba unas cuantas puertas más adelante, lo cual era una excelente razón para concentrarse exclusivamente en un compañero de prisión llamado Spider, que se había ahorcado en la celda mientras Pendel dormía a un metro de él, siendo hasta la fecha el único cadáver con el que se había enfrentado de cerca. Así que en cierto modo fue culpa de Spider que Pendel, distraído, penetrase en una especie de informal cordón policial compuesto por un coche patrulla, un círculo de curiosos, y unos veinte policías que obviamente no podían haber llegado hasta allí en aquel único coche pero, como es costumbre entre los policías panameños, se habían reunido como gaviotas en torno a un barco de pesca al olfatear en el aire una posibilidad de beneficios o diversión.

El centro de atención era un viejo campesino sentado en el bordillo de la acera con su sombrero de paja entre las rodillas y las manos en la cara. Estaba aturdido y de vez en cuando, en repentinos ataques de ira propios de un gorila, profería un ronco lamento. Congregados alrededor, había una docena de consejeros, espectadores y asesores, incluidos varios borrachos que necesitaban mutua ayuda para mantenerse en pie y una anciana, seguramente su esposa, que expresaba a pleno pulmón su conformidad con el viejo cada vez que éste le permitía meter baza. Y puesto que la policía no parecía dispuesta a abrir paso a través del grupo, y mucho menos a través de sus propias filas, Pendel no tuvo más opción que unirse a los curiosos, si bien no tomó parte activa en el debate. El viejo había sufrido graves quemaduras. Cada vez que apartaba las manos de la cara para defender su postura o refutar la de otro saltaba a la vista que se había quemado. Le faltaba una amplia porción de piel en la mejilla izquierda, y la herida se extendía cuello abajo por el triángulo que revelaba la camisa desabrochada. Y como tenía quemaduras los policías sugerían llevarlo al hospital del pueblo para ponerle una inyección que, según consenso general, era el remedio adecuado para las quemaduras.

Pero el viejo no quería una inyección, ni quería el remedio. Prefería el dolor a la inyección, prefería pillar una condenada infección y cualquier otra secuela a irse con la policía al hospital. Y su obstinación se basaba en que era un viejo borracho y probablemente aquéllas eran las últimas fiestas de su vida, y todo el mundo sabía que después de la inyección pertinente uno ya no podía beber durante el resto de las celebraciones. Por tanto había tomado la decisión consciente, y ponía por testigos al Creador y a su esposa, de decir a los policías que se metiesen la inyección en el culo, porque prefería emborracharse, lo cual además aliviaría el dolor. De manera que les estaría a todos muy agradecido si tenían la bondad de irse al infierno, incluidos los policías, y si realmente querían hacerle un favor, el mejor modo era llevarles algo de beber a él y a su esposa, a ser posible una botella de
seco
.
[7]

Pendel escuchó con atención, intuyendo la presencia de un mensaje en cada palabra, aun si no percibía claramente el significado. Poco a poco la policía se dispersó, y también los curiosos. La anciana se sentó junto a su marido y le rodeó el cuello con un brazo, y Pendel empezó a subir por los peldaños de la única casa de la calle que tenía las luces apagadas, diciéndose: Ya estoy muerto, estoy tan muerto como tú, Mickie, así que no pienses que tu muerte va a asustarme.

Llamó con los nudillos y nadie salió a abrir. El sonido sí despertó la curiosidad, sin embargo, de la gente que pasaba por la calle, porque ¿a quién se le ocurría llamar a una puerta en fiestas? Dejó de llamar y ocultó el rostro en las sombras del umbral. La puerta estaba cerrada pero no con llave. Accionó el picaporte y entró, y su primera impresión fue que se hallaba de nuevo en el orfanato, se acercaba la Navidad, y él interpretaba una vez más a un Rey Mago en el auto navideño, con una linterna, un bastón y un sombrero que alguien había donado a los pobres, salvo que en el interior de la casa en la que había entrado los actores no ocupaban los lugares que les correspondían y alguien había secuestrado al Niño Jesús.

Había un suelo embaldosado en lugar de pesebre. El aura era un resplandor intermitente, creado por los cohetes que estallaban en la plaza. Y había una mujer envuelta en un mantón contemplando una cuna y orando con las manos bajo la barbilla, que era Ana, y al parecer había sentido la necesidad de cubrirse la cabeza en presencia de la muerte. Pero la cuna no era una cuna. Era Mickie, del revés como ella había anunciado, Mickie con la cara contra el suelo de la cocina, el trasero en alto, y un lado de la cabeza, donde antes estuvieron la oreja y la mejilla, convertido en un mapa de Panamá, y junto a él la pistola que había utilizado, apuntando acusadoramente al intruso, proclamando al mundo lo que el mundo ya sabía: que Harry Pendel, sastre, proveedor de sueños, inventor de personas y escapatorias, había asesinado a su creación.

Gradualmente, a medida que los ojos de Pendel se adaptaban a la inconstante luz de los fuegos artificiales, las bengalas y las farolas de la plaza, empezó a distinguir las sucias huellas que Mickie había dejado tras de sí al volarse media cabeza: restos suyos en las baldosas del suelo, en las paredes y en sitios tan sorprendentes como una cajonera burdamente pintada con alegres piratas y sus chicas. Y fueron éstas las que lo animaron a dirigirse a Ana, no con palabras de consuelo sino con una finalidad práctica.

—Tenemos que tapar las ventanas.

Pero ella no contestó, no se movió, no volvió la cabeza, lo que le hizo pensar a Pendel que a su manera estaba tan muerta como él, que Mickie también la había matado, que formaba parte de los daños contingentes. Ana había intentado hacer feliz a Mickie, había aliviado su angustia y había compartido su cama, y ahora él le había descerrajado un tiro: esto en pago por todos tus desvelos. Así que por un momento Pendel se enfureció con Mickie, acusándolo de un acto de gran brutalidad contra su esposa, su amante, sus hijos, y también contra su amigo Harry Pendel.

Sin embargo recordó de inmediato su propia responsabilidad en aquello y su descripción de Mickie como gran espía y líder de la resistencia; trató de imaginarse cómo debía de haberse sentido Mickie cuando la policía se presentó en su casa y le anunció que iba a volver a la cárcel, y la verdad de su propia culpabilidad eclipsó al instante cualquier cómoda reflexión sobre las intrascendentes carencias de Mickie como suicida.

Tocó a Ana en el hombro, y al ver que no reaccionaba, se encendió en su interior cierto sentido residual de las obligaciones del animador: esta mujer necesita un poco de estímulo. Deslizó las manos bajo las axilas de Ana, la obligó a levantarse y la abrazó. Estaba tan rígida y fría como debía de estar Mickie. Había pasado tanto tiempo en la misma posición, contemplando el cadáver, que la inmovilidad y la placidez habían penetrado de algún modo en sus huesos. Era una muchacha frívola, divertida y voluble por naturaleza, a juzgar por las dos o tres veces que Pendel había tenido ocasión de verla, y probablemente en toda su vida había contemplado algo tan quieta durante tanto tiempo. En un primer momento había gritado y protestado —imaginaba Pendel, recordando la conversación telefónica—, y cuando ya se había desahogado, su ánimo había declinado hacia un estado contemplativo. Y a medida que se había serenado, había aumentado su inmovilidad, y por eso aquella rigidez, por eso el castañeteo de los dientes, por eso la incapacidad de responder a su indicación respecto a las ventanas.

Buscó algo de beber para ofrecérselo, pero sólo halló tres botellas de whisky vacías y media botella de seco, y decidió que el seco no era lo que necesitaba. Así pues, la llevó hasta una silla de mimbre y la dejó allí sentada. Buscó cerillas, encendió un fogón de la cocina, puso al fuego un cazo con agua, y cuando se volvió para mirarla, advirtió que sus ojos se habían posado de nuevo en Mickie. Fue al dormitorio, cogió la colcha de la cama y cubrió con ella la cabeza de Mickie, percibiendo por primera vez el tibio olor a óxido de su sangre sobre el humo de la pólvora y los efluvios de la comida que llegaban del porche mientras los cohetes seguían silbando y estallando en la plaza, y las chicas gritaban al ver los petardos que los chicos mantenían encendidos en sus manos hasta que la mecha casi se había consumido, momento en el cual los lanzaban a los pies de ellas. Fuera la fiesta seguía desarrollándose con toda normalidad para que ellos se sumasen como espectadores cuando deseasen; sólo tenían que desviar la mirada del cuerpo de Mickie y dirigirla hacia las puertaventanas para participar en la diversión.

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