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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El príncipe de la niebla (17 page)

BOOK: El príncipe de la niebla
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Max negó agradeciendo cada segundo que el mago perdía hablando con él.

—Dígamelo —respondió con un hilo de voz, fingiendo una temerosa admiración ante su interlocutor.

Caín sonrió eufórico. En aquel momento, sucedió lo que Max había estado temiendo. Entre el estruendo de la tormenta, se escuchó la voz de Roland llamando a Alicia. Max y el mago cruzaron una mirada; ambos lo habían oído. La sonrisa se desvaneció del rostro de Caín y su rostro recuperó la oscura faz de un depredador hambriento y sanguinario.

—Muy listo —murmuró.

Max tragó saliva, preparado para lo peor.

El mago desplegó una mano frente a él y Max contempló petrificado cómo cada uno de sus dedos se transformaban en una larga aguja. A pocos metros de allí, Roland gritó de nuevo. Caín se volvió a mirar a sus espaldas y Max se abalanzó hacia la borda del buque. La garra del mago se cerró sobre su nuca y le hizo girar lentamente, hasta enfrentarle cara a cara con el Príncipe de la Niebla.

—Lástima que tu amigo no sea la mitad de hábil que tú. Quizá debería hacer los tratos contigo. Otra vez será —escupieron los labios del mago—. Hasta la vista, Max. Espero que hayas aprendido a bucear desde la última vez.

Con la fuerza de una locomotora, el mago lanzó a Max por los aires, de vuelta al mar. El cuerpo de Max trazó un arco de más de diez metros y cayó sobre el oleaje, sumergiéndose en la fuerte corriente helada. Max luchó por salir a flote y batió brazos y piernas con todas sus fuerzas para escapar de la letal fuerza de succión que parecía arrastrarle hacia la negra oscuridad del fondo. Nadando a ciegas, sintió que sus pulmones estaban a punto de estallar y finalmente emergió a pocos metros de las rocas. Inspiró una bocanada de aire y, peleando por mantenerse a flote, consiguió que lentamente las olas le llevaran hasta el borde de la pared rocosa donde consiguió asirse a un saliente desde el que trepar y ponerse a salvo. Las aristas afiladas de las rocas le mordieron la piel y Max sintió cómo abrían pequeñas heridas en sus miembros, tan entumecidos por el frío que apenas podían sentir el dolor. Luchando por no desfallecer, ascendió unos metros hasta encontrar un recodo entre las rocas fuera del alcance del oleaje. Sólo entonces pudo tenderse sobre la dura piedra y descubrir que estaba tan aterrorizado que no era capaz de creer que había salvado su vida.

Capítulo diecisiete

La puerta del camarote se abrió lentamente y Alicia, acurrucada en un rincón de las sombras, permaneció inmóvil y contuvo la respiración. La sombra del Príncipe de la Niebla se proyectó sobre el interior de la sala y sus ojos, encendidos como brasas, cambiaron de color, del dorado a un rojo profundo. Caín entró en el camarote y se acercó a ella. Alicia luchó por ocultar el temblor que se había apoderado de ella y encaró al visitante con una mirada desafiante. El mago mostró una sonrisa canina ante tal despliegue de arrogancia.

—Debe de ser algo de familia. Todos con vocación de héroe —comentó amablemente el mago—. Me estáis empezando a gustar.

—¿Qué es lo que quiere? —dijo Alicia, impregnando su voz temblorosa de todo el desprecio que pudo reunir.

Caín pareció considerar la pregunta y se desenfundó los guantes con parsimonia. Alicia advirtió que sus uñas eran largas y afiladas como la punta de una daga. Caín la señaló con una de ellas.

—Eso depende. ¿Qué me sugieres tú? —ofreció el mago dulcemente, sin apartar sus ojos del rostro de Alicia.

—No tengo nada que darle —replicó Alicia, dirigiendo una mirada furtiva a la compuerta abierta del camarote.

Caín negó con el índice, leyendo sus intenciones.

—No sería una buena idea —sugirió—. Volvamos a lo nuestro. ¿Por qué no hacemos un trato? Una entente entre adultos, por así decirlo.

—¿Qué trato? —respondió Alicia, esforzándose por rehuir la mirada hipnótica de Caín que parecía succionar su voluntad con la voracidad de un parásito de almas.

—Así me gusta, que hablemos de negocios. Dime, Alicia, ¿te gustaría salvar a Jacob, perdón, a Roland? Es un muchacho apuesto, diría yo —dijo el mago relamiendo cada una de las palabras de su oferta con infinita delicadeza.

—¿Qué quiere a cambio? ¿Mi vida? —repuso Alicia, cuyas palabras brotaban de su garganta sin apenas darle tiempo a pensar.

El mago cruzó las manos y frunció el ceño, pensativo. Alicia advirtió que nunca parpadeaba.

—Yo tenía pensada otra cosa, querida —explicó el mago, acariciándose el labio inferior con la yema de su dedo índice—. ¿Qué hay de la vida de tu primer hijo?

Caín se aproximó lentamente a ella y acercó su rostro al de la muchacha. Alicia sintió un intenso hedor dulzón y nauseabundo que emanaba de Caín.

Enfrentando su mirada, Alicia escupió en la cara del mago.

—Váyase al infierno —dijo, conteniendo la rabia.

Las gotas de saliva se evaporaron como si las hubiese lanzado a una plancha de metal ardiente.

—Querida niña, de allí vengo —replicó Caín.

Lentamente, el mago extendió su mano desnuda hacia el rostro de Alicia. La muchacha cerró los ojos y notó el contacto helado de sus dedos y las largas y afiladas uñas sobre su frente durante unos instantes. La espera se hizo interminable. Finalmente, Alicia oyó cómo sus pasos se alejaban y la compuerta del camarote se cerraba de nuevo. El hedor a podredumbre escapó por las junturas de la escotilla del camarote como el vapor desde una válvula a presión. Alicia sintió deseos de llorar y golpear las paredes hasta aplacar su furia, pero hizo un esfuerzo por no perder el control y mantener la mente clara. Tenía que salir de allí y no disponía de mucho tiempo para hacerlo.

Fue hasta la compuerta y palpó el contorno en busca de una brecha o algún resquicio por el que tratar de forzarla. Nada. Caín la había sellado en un sarcófago de aluminio oxidado en compañía de los huesos del viejo capitán del Orpheus. En aquel momento, una fuerte conmoción sacudió el barco y Alicia cayó de bruces contra el suelo. A los pocos segundos, un sonido apagado empezó a hacerse audible desde las entrañas del barco. Alicia apoyó el oído en la compuerta y escuchó atentamente; era el siseo inconfundible del agua fluyendo. Gran cantidad de agua. Alicia, presa del pánico, comprendió lo que sucedía; el casco se inundaba y el Orpheus se hundía de nuevo, empezando por las bodegas. Esta vez no pudo contener su alarido de terror.

Roland había recorrido todo el buque en busca de Alicia sin éxito. El Orpheus se había transformado en una laberíntica catacumba submarina de interminables corredores y compuertas atrancadas. El mago podía haberla ocultado en decenas de lugares. Volvió al puente y trató de deducir dónde podía estar atrapada. La sacudida que atravesó el barco le hizo perder el equilibrio y Roland cayó sobre el piso húmedo y resbaladizo. De entre las sombras del puente apareció Caín, como si su silueta hubiese emergido del metal resquebrajado del piso.

—Nos hundimos, Jacob —explicó el mago con parsimonia, señalando a su alrededor—. Nunca has tenido sentido de la oportunidad, ¿verdad?

—No sé de qué está usted hablando. ¿Dónde está Alicia? —exigió Roland, dispuesto a lanzarse sobre su oponente.

El mago cerró los ojos y juntó las palmas de las manos como si fuese a entornar una oración.

—En algún lugar de este barco —respondió tranquilamente Caín—. Si has sido lo suficientemente estúpido como para llegar hasta aquí, no lo estropees ahora. ¿Quieres salvarle la vida, Jacob?

—Mi nombre es Roland —atajó el muchacho.

—Roland, Jacob… ¿Qué más da un nombre que otro? —rió Caín—. Yo mismo tengo varios. ¿Cuál es tu deseo, Roland? ¿Quieres salvar a tu amiga? ¿Es eso, no?

—¿Dónde la ha metido? —repitió Roland—. ¡Maldito sea! ¿Dónde está?

El mago se frotó las manos, como si tuviera frío.

—¿Sabes lo que tarda un barco como éste en hundirse, Jacob? No me lo digas. Un par de minutos, como mucho. ¿Sorprendente, verdad? Dímelo a mí —rió Caín.

—Usted quiere a Jacob o como quiera que me llame —afirmó Roland—. Ya lo tiene; no voy a huir. Suéltala a ella.

—Qué original Jacob —sentenció el mago, acercándose hacia el muchacho—. Se te acaba el tiempo. Un minuto.

El Orpheus empezó a escorar lentamente a estribor. El agua que inundaba el barco rugía bajo sus pies y la debilitada estructura de metal vibraba fuertemente ante la furia con que las aguas se abrían camino a través de las entrañas del buque, como ácido sobre un juguete de cartón.

—¿Qué tengo que hacer? —imploró Roland—. ¿Qué espera de mí?

—Bien, Jacob. Veo que vamos entrando en razón. Espero que cumplas la parte del trato que tu padre fue incapaz de cumplir —respondió el mago—. Nada más. Y nada menos.

—Mi padre murió en un accidente, yo… —empezó a explicar Roland desesperadamente.

El mago colocó su mano paternalmente sobre el hombro del muchacho. Roland sintió el contacto metálico de sus dedos.

—Medio minuto, chico. Un poco tarde para las historias de familia —cortó Caín.

El agua golpeaba con fuerza el piso sobre el que se sostenía el puente y Roland dirigió una última mirada suplicante al mago. Caín se arrodilló frente a Roland y sonrió al muchacho.

—¿Hacemos un trato, Jacob? —susurró el mago.

Las lágrimas brotaron del rostro de Roland y lentamente el muchacho asintió.

—Bien, bien, Jacob —murmuró Caín—. Bienvenido a casa…

El mago se incorporó y señaló hacia uno de los pasillos que partían del puente.

—La última puerta de ese corredor —señaló Caín—. Pero escucha un consejo. Cuando consigas abrirla, ya estaremos bajo el agua y tu amiga no tendrá ni una gota de aire que respirar. Tú eres un buen buceador, Jacob. Sabrás lo que hay que hacer. Recuerda tu trato…

Caín sonrió por última vez y, envolviéndose en su túnica, se desvaneció en la oscuridad mientras pasos invisibles se alejaban sobre el puente y dejaban huellas de metal fundido en el casco del barco. El muchacho permaneció paralizado unos segundos, recuperando el aliento, hasta que una nueva sacudida del buque le empujó contra la rueda petrificada del timón. El agua había empezado a inundar el nivel del puente.

Roland se lanzó hacia el pasillo que el mago le había indicado. El agua brotaba de las escotillas de ascenso a presión e inundaba el corredor mientras el Orpheus se hundía progresivamente en el mar. Roland golpeó en vano la compuerta con los puños.

—¡Alicia! —gritó, aunque era consciente de que ella apenas podría oírle al otro lado de la compuerta de acero—. Soy Roland. ¡Contén la respiración! ¡Voy a sacarte de aquí!

Roland aferró la rueda de la compuerta e intentó con todas sus fuerzas hacerla girar, desgarrándose las palmas de las manos en el empeño mientras el agua helada le cubría por encima de la cintura y seguía subiendo. La rueda apenas cedió un par de centímetros. Roland inspiró profundamente y forzó de nuevo la rueda, consiguiendo que girara progresivamente hasta que el agua helada le cubrió el rostro e inundó finalmente todo el corredor. La oscuridad se apoderó del Orpheus.

Cuando la compuerta se abrió, Roland buceó en el interior del camarote tenebroso palpando a ciegas en busca de Alicia. Por un terrible momento pensó que el mago le había engañado y que no había nadie allí. Abrió los ojos bajo el agua y trató de vislumbrar algo entre la niebla submarina luchando contra el escozor. Finalmente, sus manos alcanzaron un jirón de tela del vestido de Alicia que se debatía frenéticamente entre el pánico y la asfixia. La abrazo y trató de tranquilizarla, pero la muchacha no podía ni saber quién o qué la había aferrado en la oscuridad. Consciente de que le quedaban apenas unos segundos, Roland la rodeó por el cuello y tiró de ella hacia el exterior del corredor. El buque seguía precipitándose en su descenso inexorable hacia las profundidades. Alicia forcejeaba inútilmente y Roland la arrastró hasta el puente a través del corredor por el que flotaban los despojos que el agua había arrancado de lo más profundo del Orpheus. Sabía que no podían salir del buque hasta que el casco hubiera tocado fondo porque, de intentarlo, la fuerza de succión los arrastraría a la corriente submarina sin remedio. Sin embargo, no ignoraba que habían transcurrido por lo menos treinta segundos desde que Alicia había respirado por última vez y que, a estas alturas y en su estado de pánico, habría empezado a inhalar agua. El ascenso a la superficie probablemente sería el camino a una muerte segura para ella. Caín había planeado cuidadosamente su juego.

La espera a que el Orpheus tocase fondo se hizo infinita y, cuando llegó el impacto, parte de la techumbre del puente se desplomó sobre Alicia y Roland. Un fuerte dolor ascendió por su pierna y Roland comprendió que el metal le había aprisionado un tobillo. El resplandor del Orpheus se desvanecía lentamente en las profundidades.

Roland luchó contra la punzante agonía que le atenazaba las piernas y buscó el rostro de Alicia en la penumbra. Alicia tenía los ojos abiertos y se debatía al borde de la asfixia. Ya no podía contener la respiración ni un segundo más y sus últimas burbujas de aire se escaparon de entre sus labios como perlas portadoras de los últimos instantes de una vida que se extinguía.

Roland le tomó el rostro y trató de que Alicia le mirase a los ojos. Sus miradas se unieron en las profundidades y ella comprendió al instante lo que Roland se proponía. Alicia negó con la cabeza, tratando de alejar a Roland de sí. Roland señaló el tobillo aprisionado bajo el abrazo mortal de las vigas metálicas del techo. Alicia nadó a través de las aguas heladas hacia la viga abatida y luchó por liberar a Roland. Ambos muchachos cruzaron una mirada desesperada. Nada ni nadie podría mover las toneladas de acero que retenían a Roland. Alicia nadó de vuelta hasta él y lo abrazo, sintiendo cómo su propia consciencia se desvanecía por la falta de aire. Sin esperar un instante, Roland tomó el rostro de Alicia y, posando sus labios sobre los de la muchacha, expiró en la boca el aire que había reservado para ella, tal y como Caín había previsto desde principio. Alicia aspiró el aire de sus labios y apretó con fuerza las manos de Roland, unida a él en aquel beso de salvación.

El muchacho le dirigió una mirada desesperada de adiós y la empujó contra su voluntad fuera del puente, donde, lentamente, Alicia inició su ascenso hacia la superficie. Aquella fue la última vez que Alicia vio a Roland. Segundos después, la muchacha emergió en el centro de la bahía y pudo ver que la tormenta se alejaba lentamente mar adentro, llevándose consigo todas las esperanzas que había puesto en el futuro.

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