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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro en la granja (3 page)

BOOK: El pequeño vampiro en la granja
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—¡Yo no voy a montar de ninguna manera!

—¿No vas a montar? —dijo la señora Hering fingiendo sorpresa—. ¡Todos nuestros veraneantes montan! Tú eres deportista, ¿no?

—Sííí —dijo estirando la palabra.

—Pues entonces. Y ahora deberías dar a Morita su manzana; ya se está impa-cientando.

Anton estiró temeroso su mano. La gran cabeza de la yegua se acercó, abrió la boca y Anton vio dos filas de dientes gigantescos…

Su mano tembló involuntariamente, y la manzana se cayó a la hierba.

La señora Hering recogió la manzana y se la dio a Morita.

—Morita no muerde —dijo—. ¿Verdad, Morita? —añadió dirigiéndose a la ye-gua—. Eres el caballo más paciente y más valiente de esta granja.

—Anton está por vez primera en una granja —aclaró su madre.

—¡Y por última! —dijo cáustico Anton.

—¡Anton, por favor! —exclamó su madre.

Era claro lo penoso que era para ella el comportamiento de Anton.

—El primer día es siempre el más difícil —dijo la señora Hering como si tal cosa—. Seguro que mañana ya te gusta más y te habrás acostumbrado al nuevo ambiente… Bueno y ahora vas a montar y dar un par de vueltas. Examinó la ropa de Anton y asintió satisfecha.

—¡Pantalones vaqueros y botas de goma, justo lo adecuado para montar a ca-ballo!

Anton echó una mirada a su madre buscando ayuda. Al fin y al cabo, llevaba puestos sus vaqueros nuevos. Pero ella sólo dijo:

—¿No has oído?

—¡De acuerdo, de acuerdo!

¡Entonces sería culpa de ella si se caía del caballo y se partía el cuello!

Entregado a su destino siguió a la señora Hering a la dehesa. Ella cogió a Morita del ronzal y sonrió a Anton animándole.

—Puedes subir.

—¿Sin silla de montar?

—Sí. Así tendrás una mejor sensación del caballo.

¡De cerca la yegua parecía aún más gigantesca!

—¿Y cómo voy a llegar ahí arriba?

—Te agarras de las crines y te impulsas hacia arriba.

—¿Y la yegua se quedará quieta mientras tanto?

—Naturalmente. Además, yo sujetaré a Morita.

—¡Vosotros sois los responsables! —gritó Anton a sus padres antes de agarrarse a las crines y subirse al lomo de la yegua.

No era ni mucho menos tan difícil como él había pensado. Cuando estuvo sentado arriba no pudo reprimir una sonrisa de triunfo.

Apretó con firmeza las piernas en los flancos de Morita y se puso erguido… tal y como había visto en las películas de vaqueros. La señora Hering le observó mientras tanto.

—No está mal para empezar —opinó—. Si te esfuerzas llegarás a ser un buen jinete.

—¿Usted cree? —preguntó halagado Anton.

—Seguro.

Poco después ya no estaba Anton tan seguro de que aquello fuera cierto, pues tras un “¡Arre! ¡Morita!» de estímulo la yegua se puso en movimiento. A Anton le costó trabajo no caerse.

Cuando después de un cuarto de hora volvió a tener suelo firme bajo los pies, volvió a donde estaban sus padres con las piernas tiesas.

Su padre le alabó:

—¡Te has mantenido bien!

—¿Tú crees?

La señora Hering llegó después y dijo ladinamente:

—Esta tarde le tocará montar a usted.

—¿Yo? —exclamó el padre.

—Y su mujer también.

Las caras perplejas de sus padres le compensaron a Anton de todo lo que había tenido que hacer aquella mañana.

—Pues claro —dijo él—. Todos los veraneantes montan a caballo. ¿O es que no habéis escuchado antes?

Hermann y Johanna

Después de la comida Anton se fue a su habitación. Según dijo a leer…; en realidad estaba muerto de cansancio, de montar a caballo y de llevar el ataúd la noche anterior.

Se tiró encima de la cama y todavía consiguió quitarse las botas. Luego se durmió.

Poco después de las cuatro llamó la madre de Anton a la puerta de la habitación. Anton parpadeó.

—¿Sí?

— Papá y yo vamos a montar a caballo ahora.

—Voy —murmuró adormilado Anton.

Oyó cómo se iban por el pasillo.

Lo siguiente que oyó fue la voz de su padre.

—¡Eh, marmota!

—Ya…, ya voy.

Anton abrió los ojos y vio a su padre junto a la cama.

—¿Sabes qué hora es? ¡Las cinco y media!

—¿Tan tarde? —preguntó incrédulo Anton.

Pensó que entonces tenía que haberse vuelto a dormir después de que su madre llamara. “¡Qué pena!», pensó, pues no había visto a sus padres montar a caballo. ¡Seguro que había sido muy divertido!

—¿Te has caído del caballo? —preguntó.

—No.

—¿Y mamá?

—Tampoco.

—Lástima.

El padre sólo se rió.

—Hermann y Johanna acaban de llegar.

Anton pescó sus botas con los pies y se las puso.

—No querrán jugar conmigo, ¿verdad?

—Hermann quiere enseñarte el pajar. Me ha contado que conoce escondites estupendos.

Anton se asustó. Ni siquiera se le había ocurrido que Hermann y Johanna podrían descubrir el ataúd de Rüdiger mientras jugaban en el pajar.

De pronto le entró mucha prisa por llegar al patio.

En la puerta de la casa casi atropella al señor Hering.

—¿Querías ver los cerdos? —preguntó el señor Hering.

—¿Los cerdos? No, yo…

Anton se quedó parado. Si se quedaba allí mucho tiempo hablando, quizá encontraran mientras tanto el ataúd, ¡y eso tenía que impedirlo él como fuera!

—¡Ya veré los cerdos mañana! —exclamó y echó simplemente a correr antes de que el señor Hering pudiera responder algo.

La puerta del pajar sólo estaba entornada. Chirrió al abrirla Anton. Dio un par de pasos precavidos y se detuvo.

A través de dos pequeñas ventanas casi ciegas que había junto a la puerta entraba solamente una luz escasa. En la penumbra todo parecía extraño e irreal: las herramientas y el tractor que estaba al lado de la pared, el viejo carruaje. Una sencilla escalera de madera sin barandilla conducía hacia arriba. Anton contempló lleno de inquietud los estrechos peldaños. ¡Parecían viejos y quebradizos y no invitaban, precisamente, a colocar un solo pie sobre ellos! ¡Además, allí arriba estaba aún más oscuro y tenebroso que abajo! ¿No debería simplemente darse la vuelta?

Mientras aún estaba meditando oyó una suave risa reprimida.

Luego exclamó una voz clara:

—¡Hola, Anton!

Sobresaltado, miró hacia arriba, pero no pudo descubrir a nadie.

—¿Dónde estáis? —exclamó.

—¡Búscanos! —contestó la voz.

—¿O tienes miedo? —preguntó una segunda voz.

—¿Miedo? ¡Yo no! —mintió Anton.

Con las piernas flojas subió por la escalera de madera. A cada paso crujían los peldaños como si fueran a romperse inmediatamente. Sin embargo, llegó arriba sano y salvo.

Miró angustiado a su alrededor. Por todas partes había pacas de paja apiladas. Había tantas y entre ellas tantos escondrijos que no sabía en absoluto por dónde tenía que empezar a buscar.

Pero tuvo una idea. Para no descubrirse fue lentamente hacia un pequeño agujero entre la paja, se metió dentro… y esperó.

¡Seguro que no pasaría mucho tiempo antes de que Johanna y Hermann salieran de sus escondites extrañándose de dónde podría él estar!

Y efectivamente: después de un rato oyó unos susurros nerviosos. Inmediatamente después se arrastró alguien por la paja y se quedó parado cerca de Anton.

—¿Le ves? —preguntó una voz.

—No.

—¿Ha vuelto a bajar?

—No sé.

Anton se inclinó un poco hacia delante y pudo ver unas botas amarillas de go-ma, unos pantalones azules, un jersey azul y cortos cabellos claros- ¡Aquél era Hermann!

Anton se rió furtivamente.

—Probablemente se ha escondido —dijo Hermann.

—¿Le buscamos? —preguntó Johanna.

—Sí. ¡Vamos!

Se oyeron crujidos y susurros, pasos que iban de un lado a otro, y luego la cabeza de Johanna asomó entre las pacas de paja.

—¡Ya le tengo! —exclamó.

Echó a un lado las pacas de paja.

—¡Menudo pícaro estás hecho! ¡Esperar, simplemente, a que saliéramos!

Anton se alegró de haber conseguido engañarles.

—¡Esto seguro que no os lo esperabais! —dijo poniéndose de pie.

Mientras sacudía su jersey miró de soslayo a Johanna. Con sus vaqueros, sus botas rojas de goma y sus claros cabellos, recogidos en la nuca, a él realmente le gustó bastante. Cuando ella notó su mirada se puso colorada.

—Teníamos un escondite tan estupendo… —dijo ella rápidamente—. Detrás de una caja de madera.

Anton se asustó. ¡Ojalá no fuera el ataúd del pequeño vampiro!

—¿Dónde?

Ella señaló una caja que había al lado de la pared.

—Allí. Detrás de la caja de nuestra abuela.

—Ah, vaya —dijo aliviado.

¡La gran caja, asegurada con una cerradura pasada de moda, seguro que no era el ataúd de Rüdiger! ¡Pero quizá pudiera sonsacarles si sabían algo del ataúd del vampiro! Por eso preguntó:

—¿No tenéis más cajas?

—¿Por qué lo preguntas? —se interesó Hermann.

—Porque…

¿Qué es lo que iba a contestar? Como no se le ocurrió ninguna explicación razonable dijo:

—Por nada.

—¡Por nada! —le hizo burla Hermann—. Tú debes ser buscador de tesoros, ¿no?

—¿Por qué no le dices que tienes otra caja? —preguntó Johanna riéndose entre dientes.

Hermann le echó una mirada colérica.

—Eso a Anton no le importa en absoluto. ¡Y a ti tampoco!

—¿Qué tipo de caja? —preguntó preocupado Anton.

—¡Una caja para sus monstruos de goma!

—¿Monstruos de goma?

—Esos fofos animales de goma. Mi madre los quería tirar. Entonces los ha escondido aquí arriba.

—¿Y qué? —gruñó Hermann.

Evidentemente el asunto le resultaba incómodo, pues rápidamente desvió la atención:

—¿Juegas al ping-pong?

—No muy bien —dijo Anton.

—Hermann tampoco —dijo Johanna—. Pero yo soy bastante buena.

—Ja, ja —dijo Hermann yendo hacia la escalera.

—¡Yo soy mejor que tú! —exclamó Johanna.

Anton bajó los peldaños detrás de Hermann. Por una parte estaba contento y aliviado de que el vampiro no hubiera escondido su ataúd en el pajar…, por otra parte seguía sin saber todavía dónde iba a juntarse con él aquella noche.

Inquietantes moradores

Anton acababa de ganarle a Hermann el partido de ping-pong cuando la señora Hering les llamó para cenar.

—¿Jugamos luego en mi habitación? —preguntó Hermann—. Te daré un par de caballeros.

—Ya veremos —dijo esquivo Anton—. Quizá me vaya a dormir —dijo des-pués y bostezó, a pesar de que no tenía nada de sueño.

—¿Ya tan pronto?

—Bueno, el aire del campo…

Hermann puso cara de decepción.

—¡A ti te falta un tornillo!

Normalmente Anton no se hubiera dejado insultar así, pero ahora sólo se rió burlonamente.

—¡Entonces jugaré con Johanna! —dijo colérico Hermann.

¡A Anton le pareció de perlas! Así, por lo menos, podría seguir buscando el ataúd sin que le molestaran. ¡Quizá pudiera encontrarlo antes de que el pequeño vampiro echara a volar!

Pero al parecer Rüdiger von Schlotterstein había escondido muy bien su ataúd. Anton no encontró rastro de él por ningún sitio cuando miró por la granja después de la cena. Finalmente se quedó parado delante de un edificio plano. No tenía ventanas y parecía un garaje. Con precaución abrió la puerta de hierro… y retrocedió de espanto, pues en el mismo momento se levantó un griterío ensordecedor.

Cerró la puerta horrorizado y regresó corriendo a la casa. En la puerta de la casa se atrevió por primera vez a volverse. Se sorprendió de que no le hubiera seguido ninguno de aquellos horribles seres. Temblando todavía subió las escaleras hasta su habitación. Se sentó en la cama e intentó reflexionar. ¿Eran… animales aquello? ¿Pero qué animales vivían en absoluta oscuridad y podían gri-tar tan horriblemente?

¿Tendría el pequeño vampiro algo que ver con aquello? Pero un vampiro no soltaría nunca un griterío así…, los vampiros se movían en silencio y con precaución.

Entonces le vino de repente una idea terrible: si el vampiro hubiera abierto tam-bién aquella puerta mientras buscaba un escondite y aquellos atroces seres le hubieran cogido y le hubieran metido para dentro…

¿Entonces quizá estaría aún allí dentro esperando confuso que Anton le liberara?

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