Read El Paseo Online

Authors: Federico Moccia

Tags: #Relato

El Paseo (2 page)

BOOK: El Paseo
8.15Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Pero ¿estás seguro de que no nos pasará nada?

Empujo la barca veloz mientras las velas ondean al viento.

—Papá, ya sabes que hice un cursillo…

—Entonces, voy contigo, pero antes nos ponemos el chaleco salvavidas…

Y lo hacemos porque no quiero discutir, porque no me apetece y se está levantando viento y el mar está un poco agitado. Y, tras un último empujón, subo a la carrera y estoy a punto de resbalar dentro de la barca, sobre aquel plástico duro ligeramente granulado pero no lo bastante como para poder detenerme. Entonces, ágil y rápido, apoyo el pie y el brazo: no me caigo y agarro al vuelo aquel cabo que parece escabullirse, y lo detengo. Lo tengo en mi poder antes de que acabe de desensartarse del pequeño aro de acero. Lo freno en medio del viento, en mitad del aire, y comienzo a cazar el foque y la barca coge viento y se ladea. Recupero el timón, orzo ligeramente y salimos volando, propulsados sobre las olas, haciéndonos a la mar.

Fiuuuu… Mi barca se desliza sobre el mar azul. Mi padre se ha puesto ya el chaleco y está a horcajadas en medio de la barca. Me mira y yo le sonrío mientras cojo la deriva y la empujo más abajo dentro de la quilla. Le doy un último golpe con fuerza a la tablilla de madera mientras atraigo hacia mí la botavara. El me observa.

—Ponte el chaleco tú también.

Sonrío y decido obedecer. Sujeto como puedo los dos cabos con un pie y con la otra mano, e incluso apoyando la rodilla sobre ellos. Lo consigo. Y mientras el foque y la cangreja cogen viento, me pongo el chaleco. Acto seguido, me siento y tenso aún más los cabos. Y continuamos así, mar adentro.

Sus ojos están serenos, aún no tiene miedo. Pero qué tonto que soy: ahora no tiene nada que temer. Recorre con la mirada la línea del horizonte. Quién sabe qué estará pensando. Sus cabellos se pierden en el viento y bailan y se agitan junto a quién sabe qué pensamientos. Y yo soy feliz de verlo así de sereno. De verlo finalmente descansado, después de todo el trabajo que ha hecho. Y lo miro orgulloso, con su hermosa espalda, de nuevo fuerte y magra. Como aquel muchacho que no tuve nunca modo de conocer y que sólo imaginé a través de sus mil relatos. Y así, por fin, lo veo bien por primera vez. Es delgado, divertido, travieso, hijo de otra guerra inútil. Míralo. Míralo cómo se escabulle, después de haber roto con una piedra el faro del coche de los
carabinieri
, una de esas viejas camionetas de antaño. Lo ha hecho para darle un pedazo de vidrio rojo a su hermana, que los coleccionaba. ¡Qué colección tan absurda! De trozos de vidrio, de los colores más dispares, desde trozos de farolillos a trozos de faros y botellas y quién sabe de qué más aún. Pero era su hermana. Y la quería. ¡Vaya si la quería! Sus palabras, sus historias rezumaban amor hacia ella. Y las calles jóvenes y limpias de aquella Roma sin coches, salvo los de unos pocos ricos, de esos auténticos y honestos, como ya no hay. Y me parece verlos ahora, a esos dos niños que pasean, que vuelven del colegio, que sonríen en blanco y negro, que llevan cinturones anchos, de piel gruesa, estropeada, y unos calcetines que se caen fácilmente y descubren unas pantorrillas delgadas, blancas, y más abajo, aquellos mocasines sólidos y únicos, porque, entonces, además, no había tantas posibilidades de elegir.

La barca navega veloz, el mar es de un azul intenso, y algún que otro reflejo de un tibio sol nos acaricia los hombros, junto con el viento, que, fresco, parece sonreír. Sus manos grandes se agarran al borde de la quilla. Se tiene firme, seguro, resuelto, como siempre ha sido para mí. Como aquella gran quilla a la que uno se sujeta, para aprender a navegar. Entre las corrientes más difíciles, entre alegrías y engaños, entre desilusiones y sueños, los primeros pasos, las primeras encrucijadas, los primeros atajos, algún que otro error. Y los primeros descubrimientos, y sorpresas y felicidad. Esa cómoda felicidad posible sólo cuando se es todavía un niño. Sonrío al recordar aquellos tiempos. Así era, como esa rémora inútil que se adhiere al escualo, a su vientre plano, y permanece allí oculta, para no cansarse. Pero, de sopetón, me suelto como un paracaidista que rompe la estrella para intentar volar solo, y que, en silencio, saborea la caída libre en solitario. Como esas astronaves del espacio que, antes de aterrizar en un nuevo planeta, se desprenden de improviso de una parte del habitáculo.

Una se pierde en el espacio, la otra aterriza lentamente, lista para descubrir quién sabe qué nuevas maravillas.

La barca sigue avanzando. Mira. Ahora estamos en línea con el puerto, observo a lo lejos. Algunas personas pasean por los pantalanes. Pequeñas embarcaciones se bambolean semidormidas. Se apoyan las unas contra las otras, empujadas delicadamente por las blandas boyas. Rebotan alegres, mecidas por una ligera ola de más, causada por una barquita que regresa al puerto.

Y más allá, Mennella, y sus ricos helados:
stracciatella
, pistacho y nata; cuando eres pequeño, te gusta sólo el nombre de los sabores, e incluso sin gustar el sabor te parecen dulces. El recuerdo de aquellos paseos y de los puestecitos de objetos inútiles, donde nosotros, los chiquillos, encontrábamos de todos modos siempre algo que desear, algo que pedir, algo que, a pesar de todo, habríamos querido que nos compraran.

Más allá aún, la pescadería y el hedor a pescado, tan fresco que todavía se debate en pequeños cajones de polietileno, y unos extraños y viejos ventiladores adheridos al techo, con una especie de tiras color rosa, que parecen papel higiénico, que deberían ahuyentar a las moscas, y que éstas, en cambio, casi parecen tomar por un gracioso carrusel.

Mi padre nos llevaba de la mano, con esas manos grandes, él, tan alto, tan orgulloso, tan noble, con quién sabe cuántas preocupaciones que nosotros no lográbamos todavía comprender desde allí abajo, desde nuestro pequeño mundo. Pero ahora… ahora vuelve a estar aquí. A mi lado. Estoy a sotavento y huelo el perfume ligero de su loción para después del afeitado, el de siempre, el que tanto echo en falta y me hacía sentir tan pequeño, con tantas cosas por hacer aún, y las ganas de crecer y de sorprenderlo y de convertirme en un hombre como él…

Se vuelve de repente, me mira y parece leerme el pensamiento. No dice nada, y en sus ojos hay un auténtico deseo, una ligera nostalgia, una media sonrisa, un entusiasmo empañado, tal vez una cosa que se muere por decir pero no puede. Y me lo quedo mirando, y también yo querría decirle tantas cosas, pero no puedo, permanezco en silencio y siento que me he vuelto un niño, uno de esos que tienen vergüenza, un niño que, de golpe, se apoya en el muro, menea la cabeza y calla. Como hacía yo de pequeño.

Quizá porque entonces no estaba aún muy seguro de qué desear. Y me reía en sus filmaciones, cuando atravesaba tambaleante la casa apoyándome en la pared, y luego en las ventanas, y, al final, me precipitaba hacia adelante un breve trecho sin apoyos, hasta alcanzar la silla más próxima o una planta: y era un suspiro, y era una victoria. Y él, seguramente, tras aquella vieja y ruidosa cámara de super-8, sonreía. Y luego, otra casa y otra película, y otra más. Y yo me veo en todo aquello que tal vez no podría haber recordado por mí mismo…, un juego, un concurso en un importante palacete, Villa Annamaria, con un gran jardín y muchos parientes. Una tienda india y, al final de una improvisada actuación musical, yo, que salto lanzando los brazos al aire y aplaudo, como un jovencito indio que se precipita a una danza de la felicidad, bajo los ojos divertidos de una bellísima mujer con un vestido blanco lleno de espejuelos alrededor del cuello, y en la cintura, y en la sesga dura de las mangas cortas. Con el cabello que le llega hasta los hombros y un cartelito en la mano con muchas preguntas fáciles. La mujer cierra los ojos y se esconde para sonreír. Sí, lo hace a escondidas porque he ganado yo. Porque soy su hijo. Y querría decir muchas cosas más aún acerca de ella, pero es de una belleza tal que no se puede relatar. Niña, muchacha, madre…, una mujer elegante, a veces silenciosa.

Recuerdo en particular la sonrisa de aquella filmación que, además de mi pequeña victoria, hablaba de amor. Por mí, por él, por mis hermanas, por todo aquello que teníamos la fortuna de vivir y de hacer vivir, y que aún duraría mucho. Y todavía hoy sigo recordando cuanto fue. Y, a lo largo de los años, en mil momentos y a medida que crecía, me lo preguntaba: ¿seré capaz de pagar de algún modo la deuda por todo aquello que he recibido? ¿Por tantas atenciones y amor y sacrificios y paciencia? No hay ninguna balanza extraordinaria que pueda calcular el peso de todo ello. Pero el verdadero amor no prevé ni créditos ni deudas.

Lo contemplo. Y sus ojos se cierran igual que antaño, como diciendo: «Sí, es exactamente así». Y entonces sonrío también yo y me siento un poco más aliviado. Por otra parte, también esto me lo ha enseñado él.

La barca se ladea. Una ráfaga de viento más fuerte. Lo miro.

—¿Estás listo? Viramos…

Orzo y suelto la cangreja, y él, ágil y veloz, baja la cabeza mientras la barca gira sobre sí misma y se inclina. Permanecemos inmóviles en el centro, mientras la botavara pasa sobre nuestras cabezas. Y no nos desequilibramos, no nos movemos, no tenemos prisa. Nos miramos y sonreímos. No como aquella vez, que él se precipitó, nos lanzamos al otro lado de la virada y la barca se volcó. Y estuvimos en el agua durante horas. Y, en aquella ocasión, se enfadó.

—¿Es que no sabes enderezarla?

—No… Tuve fiebre y falté a la última clase de vela, en la que explicaban cómo se endereza una barca que se ha dado la vuelta.

Sacude la cabeza. Y, un poco preocupado, mira a su alrededor. No hay barcas. No pasa ninguna. Y no parecen tener ganas de pasar. Y el mar se ha encrespado un poco. Y las crestas de las olas se rompen, casi bullen, quebradas por fuertes ráfagas de viento. Pero él, al final, no parece preocupado, o al menos no lo demuestra. Sabe que no se lo puede permitir. No con un Hijo aún tan joven e inexperto. Aquel día, estuvimos en remojo por lo menos seis horas, y vino a buscarnos precisamente Walter, el bañero. Y cuando nos vio llegar a la orilla arrastrando la barca aún medio llena de agua, mamá meneó la cabeza. Y luego lanzó un suspiro, un poco más tranquila. Irónica, Cornelia, se permitió incluso soltar: «Mira mis pollitos…, ¡mojados!».

De todos modos, luego todo fue gloria, como todas esas desventuras que terminan bien, las que se convierten sólo en un recuerdo que poder engrandecer un poco y contar cuando hace falta.

Volvemos a tierra. Esta vez, todo va como la seda. Fue uno de esos errores necesarios para coger experiencia, no para repetirlos, como sucede a veces. También es verdad que es siempre mejor equivocarse que arrepentirse de no haber hecho algo.

En un segundo llegamos a la playa y nos quitamos los chalecos salvavidas y los echamos al interior de la barca y, acto seguido, la arrastramos a la orilla con fuerza, apoyando firmemente los pies en tierra. La levantamos un poco y metemos en seguida bajo la proa un rodillo, y luego otro, y la barca se desliza hacia adelante hasta acabar en su sitio, aparcada sobre dos gruesos caballetes de madera.

—¡Ya está!

Damos unas palmadas para sacudirnos un poco de arena de encima. Nos miramos cansados, sonriendo. Después, corremos bajo la ducha fresca, incluso algo fría, que baila en el viento. Y nos movemos, intentando pillar el chorro. Y allí debajo, liberándonos de la sal, liberándonos del sudor, con los ojos cerrados, sentimos que el agua arrastra consigo toda aquella sana fatiga. Luego nos secamos rápidamente con un par de toallas que Walter nos ha dejado sobre el patín. Están un poco descoloridas, viejas, gastadas, pero, en el pálido calor, saben a limpio, a perfumado, a cosa buena.

Echamos a andar en dirección al quiosco. Allí donde, jovencísimo, intervine como figurante en la película
La diva del teléfono blanco
, de Dino Risi. Estúpido y estupefacto, embutido en un traje de baño de lana de cuerpo entero, ligeramente aturdido, intenté con mucho esfuerzo interpretar bien una escena. Bostezando, sudando, mirando de vez en cuando a la cámara. Y cuando se lo conté: «No me lo puedo creer. Cuando encuentre a Dino tendré que pedirle disculpas… ¡Vaya papelones me haces hacer!».

Pero luego sonreía. Como si todo aquel cine fuera algo que permanece, sí, pero que no lo es todo. Es parte de la vida, es pasión, es diversión. Pero nosotros, nosotros éramos su mejor película. Y ahora está de nuevo delante de mí. Me precede veloz, y no suda y no se cansa. Siempre ágil, como en los mil paseos que le encantaba dar, y en los que era siempre el portador divertido de una nueva idea, una observación, algo que lo había impresionado y que tenía ganas de hacerte vivir a ti también. Curiosos, también nos divertíamos entonces.

Cuatro escalones y hemos llegado al quiosco.

—¡Venga, vamos, muévete!

Ahí está. Me espera en lo alto de la escalera. Tiene el cabello oscuro y una sonrisa confiada. Y yo subo, agarrándome al pasamanos azul.

—¡Pero, papá…, hemos caminado un montón!

—Caminar hace bien…

—Pero yo estoy cansado… Esta mañana he jugado también al tenis en Villa Borghese. ¡Y a las nueve!

Lo digo bien fuerte para subrayar el hecho de que en vacaciones uno no se levanta nunca temprano. Pero él sonríe y parece no hacer caso, tal vez no quiera enterarse.

—¿Has jugado bien?

—He hecho unas voleas increíbles…

—¿Y qué son voleas?

Y yo doy mi interpretación, y él la suya. Y no estamos de acuerdo. Y, divertidos, comenzamos a discutir sobre una definición que, en realidad, no sabemos bien ninguno de los dos. Y, al final, él ve a un tipo absurdo sentado en el suelo, con barba larga, las piernas cruzadas y una cerveza abierta y a medio terminar a sus pies y una raída chaqueta vaquera, desteñida como esos cabellos rizados entre los cuales aparece algún mechón blanco. Y mi padre decide abordarlo para dirimir nuestro absurdo certamen léxico.

—Perdone, ¿qué es una volea?

El tipo nos mira con curiosidad. Y yo pienso: «Pero ¿cómo se le ocurre preguntárselo a éste? Si no habrá jugado al tenis en su vida, no debe de tener dinero más que para malvivir». Y muchos otros pensamientos que ahora no recuerdo bien. Pero, del hombre, en cambio, sí que no me olvido. Lo piensa tan sólo unos segundos. Luego abre el rostro sereno en una amplia sonrisa:

—La volea es un golpe de tenis, puede ser de derecha o de revés. Tiende a cerrarse con un simple movimiento seco, un golpe de difícil ejecución…

BOOK: El Paseo
8.15Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Mathieu by Irene Ferris
The Invention of Exile by Vanessa Manko
A Ghostly Grave by Tonya Kappes
Touchdown Baby by Rose Harris
Dirty Tricks by Michael Dibdin