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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El mar oscuro como el oporto (8 page)

BOOK: El mar oscuro como el oporto
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—Ése era el magnífico espectáculo de que le hablé —dijo Reade, que se encontraba junto a Stephen.

Stephen siguió su mirada, que fue más allá de la lancha de Jack, hasta el
Franklin
. Habían soltado el cabo con que lo remolcaban, y ahora navegaba paralelo a la
Surprise
, a cinco nudos. Llevaba las mayores desplegadas y, además, la vela latina en el palo de mesana, que estaba tensa como un tambor y brillaba bajo el sol.

—Es realmente magnífico —exclamó.

—Me recuerda el viejo
Victory
—dijo Reade después de un momento.

—¡Dios mío, no es posible que hayan hundido el
Victory
ni que la Armada lo haya vendido! —exclamó Stephen, extrañado—. Sabía que era viejo, pero creía que era eterno, como la gran arca del mundo.

—No, señor, no —replicó Reade pacientemente—. Lo vimos hace muy poco en las agitadas aguas del canal de la Mancha. Lo que quise decir es que, en el pasado, en otro tiempo, antes de la guerra, llevaba una vela latina. Tenemos un cuadro de él en casa. Mi padre era el segundo de a bordo en Toulon, ¿sabe? Pero venga, señor, tendrá que cambiarse de chaqueta o irse abajo, porque el capitán subirá a bordo de un momento a otro.

—Quizá sea mejor que desaparezca —dijo Stephen, pasándose la mano por la barbilla sin afeitar.

La
Surprise
redujo la velocidad y los tripulantes recibieron al capitán con tanta ceremonia como pudieron en esas circunstancias. Los ayudantes del contramaestre tocaron silbatos junto al costado, Tom Pullings, como primer oficial, el señor Grainger, como segundo de a bordo, el señor Adams, que era el escribiente y contador de hecho, y los dos guardiamarinas, todos con ropa de gala, se quitaron el sombrero. Después, el capitán se tocó el suyo para saludar a los oficiales, hizo una seña con la cabeza a Pullings y se fue abajo, donde Killick, que le había observado desde que había dejado el
Franklin
, le tenía preparado café.

Entonces entró Stephen con una navaja en la mano, atraído por el olor, pero al notar que Jack y Pullings querían hablar de cosas relacionadas con la fragata, sólo se bebió dos tazas y se retiró a la parte anterior de la cabina, donde generalmente se alojaba. Cuando volvió la espalda, Jack dijo:

—Tan pronto como Martin se haya cambiado de ropa, subirá a la cubierta, ¿sabes?

Y al mismo tiempo, Killick, cuyo carácter, que nunca había sido muy dulce, se había agriado después de atender durante tantos años al capitán y al doctor, se abalanzó a la puerta con la mejor chaqueta de Stephen sobre el brazo y, con voz chillona y tono quejumbroso, preguntó:

—¿Pero todavía ni siquiera se ha afeitado? ¡Dios mío! ¡traerán la vergüenza a la fragata!

—Bueno, Tom —dijo Jack Aubrey—, te contaré brevemente cómo van las cosas en el
Franklin
. Grainger, Bulkeley y los otros han trabajado extraordinariamente bien, y podremos colocar los masteleros mañana. He estado pensando en la tripulación de la presa, y, aunque no podemos prescindir de muchos hombres, nos las arreglaremos. Tiene veintiún marineros en condiciones de trabajar, y junto con los que el doctor pueda remendar y tres de los rehenes ingleses y un carpintero que sacaron de un ballenero de Hull para reemplazar al suyo, tendría una adecuada tripulación sin necesidad de reducir demasiado la de la
Surprise
. Quiero que sean capaces de disparar con la batería de un costado al menos, no solamente llevarla a un puerto. La mayoría de los marineros del
Franklin
entienden un poco el inglés, así que les dije las cosas normales: que los que se brinden como voluntarios se quedarán con nuestros hombres en la cubierta inferior y se les darán raciones completas, grog y tabaco y, cuando lleguen a Sudamérica, una paga de acuerdo con su clasificación, mientras que los que no se brinden permanecerán en la bodega de proa y se les darán dos tercios de ración, pero no recibirán grog ni tabaco y serán llevados a Inglaterra directamente. Uno de los rehenes, un muchacho, habla francés como el doctor, y les explicaba las cosas cuando no me entendían. Les dije que lo pensaran, y estoy casi seguro de cuál será el resultado. Cuando lo hayamos armado con nuestras carronadas, será un admirable compañero. Tomará usted el mando y ascenderé a Vidal. Sin duda, podremos mandarle tres hombres que puedan encargarse de la guardia. Uno de ellos será Smith, que aumentará su capacidad de manejar los cañones. Aunque no tuviéramos tantos tripulantes, dos de los rehenes eran capitanes de sus propios barcos, uno de un mercante dedicado al comercio en pieles en el estrecho de Nootka y el otro un ballenero. ¿Tiene alguna observación que hacer, capitán Pullings?

—Bueno, señor —dijo Pullings, devolviéndole tímidamente la sonrisa—. Le agradezco mucho que me dé el mando, naturalmente, y por lo que respecta a Vidal, no hay duda de que es un excelente marinero. Pero es el líder de los seguidores de Knipperdolling, y los seguidores de Seth y los de Knipperdolling están enfrentados desde que se celebró el ágape en la capilla metodista en Botany Bay. Y como sabe muy bien, los marineros más respetados a bordo son seguidores de Seth o sus íntimos amigos, así que tener a uno de los seguidores de Knipperdolling por encima…

—¡Maldita sea! —exclamó Jack—. Tienes mucha razón. Se me olvidó.

No debería habérsele olvidado, porque Shelmerston, además de ser conocido por sus excelentes marineros (el propio Vidal había armado su propio barco y se había enfrentado con corsarios de Berbería con éxito), lo era aún más por su asombrosa variedad de sectas religiosas, algunas, como la de los seguidores de Seth, antiguas y de origen incierto; otras, como la de los seguidores de Knipperdolling, modernas y con cierta tendencia a pelearse por cuestiones doctrinales. En el ágape de Botany Bay, un desacuerdo respecto a una de ellas había terminado con muchos ojos morados, narices rotas y cabezas partidas.

Jack, reprimiéndose de hacer algunos comentarios sobre los marineros y la teología, y sobre ciertos oficiales y el tracto, dijo:

—Muy bien. Reorganizaré la tripulación de la presa. Que haya paz a toda costa. Puedes quedarte con los seguidores de Seth y mandaré regresar a todos los seguidores de Knipperdolling que haya en el
Franklin
. A propósito de eso, ¿quién era Knipperdolling?

Pulling se quedó perplejo y movió la cabeza de un lado al otro muy despacio.

—Bueno, no importa. El doctor sabrá, o mejor aún, Martin. Ya oigo su voz en la cubierta. Tocarán la campana enseguida.

CAPÍTULO 3

Los funerales por West se celebraron en los 12°35'N y 152°17'O, y varios días después, de acuerdo con una costumbre marinera, vendieron su ropa junto al palo mayor.

Henry Vidal, un oficial de derrota que hacía este viaje como marinero del castillo, compró los calzones y la chaqueta de gala de West. Él y sus amigos seguidores de Knipperdolling le quitaron todos los galones y todos los ornamentos que pudieran considerarse un signo del rango, y, después de ser ascendido, se presentó con ese austero atuendo en la primera cena en la cámara de oficiales.

También en esta ocasión Stephen cenó abajo, pero esta cena era completamente diferente. Por una parte, la fragata estaba aún muy lejos de volver a su rutina diaria, pues todavía había mucho que hacer allí y en el
Franklin
, así que la cena no podía ser como aquella tranquila ceremonia con que dieron la bienvenida a Grainger. Por otra, la atmósfera se parecía mucho más a la de una reunión de civiles que no tenían nada que ver con la Armada. En el extremo de la mesa, a ambos lados de Adams, estaban sentados dos de los secuestrados, los hombres que habían sido sacados de las presas del
Franklin
como garantía de que sus dueños pagarían la suma acordada por dejarlas en libertad; en ausencia de Pullings, Grainger estaba en la cabecera, y tenía a Stephen a la derecha y a Vidal a la izquierda; en el centro de la mesa estaba Martin, y enfrente Dutourd, a quien Adams había invitado siguiendo la sugerencia del capitán.

Así pues, la cena no fue muy desagradable para Vidal, porque no había nadie con galones que le intimidara, porque muchos de los otros también se sentaban a esa mesa por primera vez y porque se encontraba muy a gusto con quienes estaban junto a él, a un lado Grainger, a quien conocía desde la niñez, y al otro a Dutourd, con quien tenía gran afinidad. Además, el doctor Maturin, que había sido su compañero de tripulación en tres misiones, no era un hombre que desconcertara a los recién llegados. En realidad, después de dar la bienvenida al nuevo oficial, no hubo necesidad de que le atendieran de un modo especial, pues enseguida tomó parte en la animada conversación. Poco después, Stephen, olvidando sus obligaciones sociales, como hacía a menudo, se limitó a prestar atención a su comida y su vino y a observar a sus compañeros.

Los rehenes que estaban a los lados de Adams, uno de ellos un sobrecargo y el otro un comerciante, ambos dedicados al comercio de pieles, todavía estaban radiantes de felicidad por su liberación y a veces reían sin motivo aparente. Y se desternillaban de risa al oír bromas como ésta: «¿Qué respondería a alguien que tratara de disuadirle de que se casara con una mujer porque no era muy inteligente? Le diría que sólo quiero que mi esposa tenga inteligencia suficiente para distinguir mi cama de la de otro hombre». Era obvio que los dos estaban en buenas relaciones con Dutourd, y a Stephen le parecía que no sólo era consecuencia de que les habían liberado, sino algo ya establecido.

En cuanto a Dutourd, Stephen sabía muy bien en qué estado se encontraba actualmente, porque todos los días visitaba a los heridos del
Franklin
que habían trasladado a la
Surprise
para ser atendidos en la enfermería. Stephen tenía que hablar en francés con esos pacientes, y con un contacto tan frecuente, hubiera sido una ingenuidad tratar de ocultar que lo dominaba. Dutourd, por su parte, no dio importancia a esto ni hizo ningún comentario, y Stephen tampoco hizo ninguno sobre el inglés que hablaba Dutourd, una variante dialectal muy exacta, aunque ocasionalmente marcada por un sonido vibrante típico de las colonias del norte, donde había pasado muchos años. Estaba sentado muy erguido en el centro de la mesa y se mostraba alegre. Vestía una chaqueta de color azul claro, no lucía peluca y llevaba el pelo cortado al estilo de Bruto. Hablaba con quienes estaban a su derecha y a su izquierda, adaptándose a todos, y parecía disfrutar de la cena. Sin embargo, había perdido todo, y ese todo navegaba ahora a sotavento de la
Surprise
, al mando de quienes le habían hecho prisionero. ¿Era aquello insensibilidad, estoicismo o magnanimidad? Stephen lo ignoraba, pero, sin duda, no era ligereza, pues sabía que Dutourd tenía una gran inteligencia y era un espíritu curioso, casi inquisitivo. Ahora estaba intentando obtener información de Vidal, que estaba sentado a su derecha y frente a Stephen, sobre el gobierno municipal en Inglaterra.

Vidal era un marino de mediana edad y tenía una gran dignidad, como Stephen había advertido en todos los que eran expertos en su profesión; sin embargo, si no fuera por sus pendientes, nadie le hubiera tomado por marino. Su rostro bonachón y moreno, casi de color caoba, tenía un aspecto más parecido al de una persona cultivada, y no hubiera sido sorprendente verle coger un par de gafas. Tenía la expresión grave propia de un hombre mayor, pero mucho más alegre. No era un santurrón, y se sentía muy a gusto con la soez tripulación de un barco y en una sangrienta batalla penol a penol. Se reía de las viejas bromas de sus compañeros de mesa, de los chistes de los jóvenes y del aspecto cómico de su primo el contramaestre, pero nadie, en ningún momento, se hubiera atrevido a reírse de él.

Stephen se puso a reflexionar sobre la autoridad, su naturaleza, su origen y su base o bases. La autoridad podía ser innata o adquirida, pero si era adquirida, ¿cuáles eran los medios? Si se oponía la autoridad al poder, ¿cómo podía definirse exactamente? En cuanto a su etimología, estaba relacionada con
auctor
. De sus reflexiones lo sacó un expectante silencio que notó delante de él, y cuando levantó la vista vio que Dutourd y Vidal le miraban desde el otro lado de la mesa con los tenedores apoyados en ella, y en el fondo de su mente pudo encontrar el eco de la pregunta: «¿Qué piensa de la democracia?».

—El caballero preguntaba qué piensa de la democracia —repitió Vidal, sonriendo.

—Desgraciadamente, no puedo decirle, señor —dijo Stephen, sonriendo también—. Aunque no sería apropiado llamar a esta embarcación un barco del rey más que en un sentido amplio, seguimos estrictamente la tradición de la Armada, que prohíbe hablar de religión, mujeres y política en la mesa. Se ha dicho que esta regla conduce a la insipidez, y es posible que así sea; pero, por otra parte, tiene sus ventajas, ya que en este caso, por ejemplo, evita que un miembro de la tripulación lastime a un caballero diciendo que no cree que el sistema político que llevó a Sócrates a la muerte y dejó a Atenas postrada sea la máxima expresión de sabiduría humana o, repitiendo las palabras con que Aristóteles definió la democracia, «el gobierno de la chusma», la depravada versión de un Estado.

—¿Puede indicar un sistema mejor? —preguntó Dutourd.

—Señor, mis palabras fueron las de una persona hipotética —respondió Stephen—. Por lo que respecta a mis propias ideas, la tradición sella mis labios. Como le dije, aquí no hablamos de política en la mesa.

—Muy bien —asintió el comerciante que estaba a la izquierda de Adams—. Si hay algo que detesto más que los tópicos es la política. Malditos los
whigs
, los
tories
y los radicales. Y también malditos todos los tópicos como «un Estado de los pobres y los esclavos» y «la reforma». Hablemos de cercar el terreno comunal, las rentas anuales y las acciones de las compañías del Pacífico, como estos caballeros, y de cómo sacar dos monedas de cuatro peniques de donde sólo hay una, ¡ja, ja, ja!

Entonces, agarrando a Martin por el hombro, repitió:

—Sacar dos monedas de cuatro peniques de donde sólo hay una.

—Siento mucho haber violado la tradición, caballeros —se disculpó Dutourd, poniéndose serio—, pero no soy marino y, además, nunca había tenido el honor de sentarme a la mesa de los oficiales ingleses.

—Bebamos a su salud, señor —dijo Stephen, haciéndole una inclinación de cabeza.

Como había tanto trabajo que hacer dentro y fuera de las embarcaciones, estaba previsto que la comida terminara pronto, y, después de que despejaran la mesa, llegó rápidamente el brindis por el rey.

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