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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

El libro de las fragancias perdidas (5 page)

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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—¡Venga, Jac! Pues claro que creo que está muerta. Claro que sí. La madre que tuvimos ya no existe. Ahora bien, lo que creo… lo que sé… es que su espíritu ni ha desaparecido ni desaparecerá.

—Un sentimiento encantador —dijo ella, sin poder disimular el sarcasmo—. Debe de ser reconfortante un sistema de creencias que afirma tanto la vida.

Robbie la escrutó durante unos segundos, tratando de comunicar algo que Jac no descifró. Después se acercó, se agachó y le besó con suavidad la frente.

—He pensado hacerte compañía. Este día siempre es triste, ¿verdad?

Jac cerró los ojos. La compañía de su hermano era un alivio. Cogió su mano y la apretó. Era difícil estar enfadado mucho tiempo con Robbie.

—¿Estás bien? —preguntó él.

Con Jac hablaba en francés, el mismo idioma en que le respondía ella de forma maquinal. Ambos eran bilingües (de madre americana y padre francés), pero Jac prefería el inglés, y él el francés. Para lo bueno, pero esencialmente para lo malo, Jac era hija de su madre, y Robbie hijo de su padre.

—Sí, muy bien.

Nunca le había contado que oía la voz de su madre, ni siquiera a él, para quien no había tenido casi nunca secretos. A pesar de sus muchas diferencias, siempre les había unido un lazo indestructible, como a muchos hijos de padres trastornados.

Robbie volvió a ladear la cabeza. Jac vio en sus ojos que dudaba, pero supo que, aunque no la creyera, tampoco insistiría. No entraba en el carácter de su hermano la insistencia. Era el paciente, el tranquilo, el que jamás discutía.

O al menos hasta hacía poco tiempo.

Al morir Audrey, Jac tenía catorce años y Robbie once. El año siguiente fue el año perdido, la época en que los delirios de Jac se hacían cada vez más graves y la llevaban de médico en médico: uno le diagnosticó ideas delirantes, y otro esquizofrenia. Al final ingresó en una clínica suiza que dio buen resultado, y un año después reapareció prácticamente sana. Con quince años se fue a vivir a Estados Unidos con la hermana de su madre y su marido, mientras que Robbie se quedó con su padre en París. Cada verano, sin embargo, viajaban los dos al sur de Francia, a Grasse, y pasaban doce semanas juntos en casa de su abuela, donde volvían a anudar sus viejos lazos.

Desde hacía seis meses, su padre estaba incapacitado a causa del Alzheimer. El negocio familiar había quedado en manos de ellos dos, que no sospechaban que estuviera tan cerca de quebrar. Por aquel entonces, Robbie trabajaba en una línea propia de perfumes selectos, y Jac no estaba en Francia ni participaba en el día a día de la empresa. La situación económica supuso un impacto para ambos, que no conseguían ponerse de acuerdo sobre el camino que debían seguir: sus llamadas de un lado a otro del Atlántico tenían finales amargos, que no llegaban a ninguna decisión. Los gravísimos problemas que aquejaban a Casa L’Etoile les separaban como nunca había logrado hacerlo el mar interpuesto entre los dos.

—Son muy bonitas.

Jac señaló con la cabeza las ramas de manzano en flor que Robbie tenía en la mano.

Robbie miró la urna que Jac había llenado con las mismas flores.

—Pero no parece que quede sitio para ponerlas.

—Aquella está vacía.

Jac señaló otra urna, a espaldas de él.

Vio que Robbie observaba el resto del espacio. Que ella supiera, lo pisaba por primera vez. Robbie miró el ángel de tamaño natural, las vidrieras y la pared de mármol con nombres y fechas grabados en pulcras hileras. Al examinarlos, levantó una mano y pasó los dedos por las hendiduras y bordes de las letras inscritas en la hilera del medio, en la tercera fila desde arriba: el nombre de su madre. Fue un gesto que a Jac la emocionó.

—Cuando estaba contenta —dijo Robbie—, no había nadie más cariñoso. Ni más encantador.

Se giró, sonriendo a su hermana, y ante su calma profunda y balsámica se deshicieron todos los meses de riñas telefónicas. Antes de hacerse estudioso del budismo, Robbie ya había sido una persona más contemplativa y centrada que Jac. El máximo deseo de esta última fue dejar de discutir y quedarse así, juntos, recordando.

—¿Has venido a firmar los papeles? —preguntó—. La verdad es que no hay ninguna otra solución. Tenemos que vender.

«Cariño, no le presiones.»

La intromisión sobresaltó a Jac, que tuvo que hacer un esfuerzo para no girarse hacia la voz de su madre. Creía que Audrey se había marchado.

Fue como si Robbie se hiciera verdadero eco de las palabras de su madre.

—Aún no, Jac —dijo, desenvolviendo las flores—. Tenemos tiempo de sobra para hablar. ¿Y si fuéramos nosotros dos durante un rato?

«Es que hace tiempo que no somos nosotros», pensó ella.

De pequeños, los dos habían tenido el mismo sueño que su padre: hacer con la fragancia lo mismo que los escultores con la piedra, y los pintores con los pigmentos. Convertirse en poetas del olor. A ese objetivo, tan elevado, había renunciado Jac al ver el sufrimiento que infligían a sus padres sus ambiciones artísticas.

Su padre estaba consumido por la idea de crear el aroma perfecto y genuino, que se adueñara de la imaginación; y así, amargado por su empeño, y más tarde por la frustración, les había hecho sufrir a todos, especialmente a su madre, poetisa respetada, con unos demonios de tal fuerza que la debilitaban demasiado para poder rebatir la oscuridad de su marido: queriendo huir de él, Audrey saltó de una aventura a otra, todas destructivas, y en una de ellas acabó por destruir su propia vida.

«Una cosa es que nos rindiéramos tu padre y yo, y que te hayas rendido tú, y otra que lo haga Robbie. Él nunca se ha rendido, ni se rendirá.»

Jac acusó la dureza del comentario. Sí, su madre tenía razón: Jac había desistido antes de empezar, mientras que Robbie había perseverado, resuelto a compensar el fracaso de su padre, y el sufrimiento de su madre.

Y toda la carga de salvarle de aquella insensatez recaía en los hombros de Jac.

De una de las ramas recién depositadas por Robbie colgaba una flor errante, cuyos pétalos blancos, teñidos de rosa, bañaban de gris lavanda la luz azul. Jac la cogió y se inclinó para aspirar su aroma.

—¿Cómo es posible que un hombre que creaba fragancias complejas y sofisticadas aguantase a una mujer cuya flor preferida era esta, tan dulce? —preguntó Jac—. Qué ironía, ¿no?

—Había tantas cosas irónicas en nuestros padres…

Robbie vaciló, respiró hondo y dijo en voz muy baja, como si el susurro atenuase el impacto de la noticia:

—Ayer, antes de salir para el aeropuerto, vi a papá.

«Tu padre debería haber sido novelista; al menos así habría conseguido cierto éxito con su imaginación, mientras que sus delirios estuvieron a punto de matar de agotamiento a la famosa y venerable casa de perfumes L’Etoile…»

Audrey se rió. Fue un sonido con un toque de amargura indigno de lo guapa que había sido, con sus luminosos ojos verdes, su pelo dorado y lustroso, sus labios en forma de corazón y sus pómulos marcados y angulosos.

Durante aquellas «conversaciones de mausoleo», como las había bautizado Jac, Audrey jamás llamaba a su marido por su nombre; no decía nunca Louis, o Louie, que era como lo pronunciaban los franceses, sino siempre «tu padre», como si le distanciase aún más de ella; como si no les alejara bastante estar del otro lado de la tumba.

De Audrey, Jac había aprendido que cuando alguien te hace daño, o te decepciona, tienes que borrártelo de la memoria, erradicarlo; y ya tenía dominada la técnica. Ella nunca se preguntaba qué había sido de Griffin North. Nunca se imaginaba lo que estaría haciendo ni en qué se habría convertido.

«Bueno, ahora mismo sí, ¿verdad? —dijo Audrey para provocarla—. Pero bueno —añadió—, no estaba a tu altura.»

Jac y Griffin se habían conocido en la universidad. Él iba dos cursos por delante. Durante el posgrado, Jac estaba a tres horas de la facultad donde se estaba doctorando Griffin, que venía a verla en coche cada dos semanas. Jac, en cambio, no era buena conductora; le aterraba la idea de estar sola en un coche. ¿Y si volvían las sombras cuando estaba al volante? Por eso en fines de semana alternos cogía el autobús para ir a visitarle; y, ávida de pasar junto a él cada segundo, cogía el último autobús de vuelta, el del domingo a las siete. Siempre se olvidaba de comer algo antes de irse, y cuando llegaba, el bar de su facultad ya estaba cerrado.

Una noche, cuando Jac subía al autobús, Griffin le puso en la mano una bolsa de papel marrón, que ella abrió una vez sentada. Dentro había un bocadillo envuelto en papel de cera, con una cinta blanca que debía de haberse dejado Jac en casa de él. Griffin había escrito encima: «No quería que pasaras hambre por mi culpa».

Su madre no tenía razón. Griffin sí estaba a su altura. El problema era que no creía estarlo. Por eso se había marchado.

Jac llevó la cinta en su cartera hasta que se empezó a deshilachar. Entonces la guardó en un joyero, y aún la conservaba.

Con el suicidio de su madre, Jac había empezado a instruirse en la pena. En esa educación, Griffin —un joven con el mismo amor que ella a la mitología, que olía a bosque añejo, y la tocaba como quien toca algo de altísimo valor— había sido la lección final.

Robbie acababa de decir algo que se le había pasado a Jac por alto.

—Perdona, ¿qué has dicho?

—Que no creo que los médicos tengan razón sobre lo de su poca memoria.

—Pues claro que no te lo crees; por algo eres el conde
Toujours Droit
. —Jac se rió. Era ella la autora del apodo («conde Siempre con la Razón»), que había triunfado entre sus padres y abuelos—. ¿Cómo van a saber los médicos tanto como tú?

Esta vez quien se rió fue Robbie. De niño cambiaba las reglas y las normas para no equivocarse nunca. Podía ser algo entrañable o exasperante, según las situaciones. Cuando él tenía ocho años y ella once, Jac había organizado una compleja ceremonia en el patio que separaba la casa del taller de perfumes. Fue donde le puso el apodo, armándole caballero con un paraguas.

—¿Esta vez ha sabido quién eras, nuestro padre?

—Se nota que sabe que soy alguien que le quiere. —Cada palabra era un esfuerzo entreverado de dolor—. Pero no puedo estar seguro de que sepa que soy su hijo.

No eran cosas que Jac quisiera oír. Tardaría varios días en olvidar la imagen que estaba dibujando Robbie de su padre, y que se infiltraría bajo la pared que ella había levantado, colándose por las rendijas.

—Aunque haya olvidado muchas cosas, todavía es capaz de recitar fórmulas de perfumes y recordarme los pequeños secretos que intervienen al mezclar las fragancias —prosiguió su hermano—. Ya no se acuerda de leer, pero sabe exactamente cuántas gotas de rosa absoluta hay que mezclar con esencia de vainilla; y al hablar de las fórmulas siempre dice: «Mezcla un frasco especialmente para Jac».

La sonrisa de Robbie era contagiosa. Tenía en la bondad su máxima virtud. Jac admiraba esa capacidad de encontrar algo bueno en todas las personas, pero en el caso de su padre, un egoísta que les había provocado a todos un dolor insoportable, también le molestaba.

—¿Podemos cambiar de tema? —preguntó.

—Tenemos que hablar de él.

Jac sacudió la cabeza.

—Ahora no, ni aquí. No me parece respetuoso.

—¿Con nuestra madre?

Robbie puso cara de perplejidad.

—Sí, con nuestra madre.

—Jac, que no está aquí ni nos escucha.

—Gracias por explicármelo. Vale, pues acaba lo que querías contarme sobre nuestro padre. No sabe quién eres, pero se acuerda de mi nombre…

—Tengo que contártelo.

Jac respiró hondo.

—Está bien, perdona. Cuéntamelo.

—A veces se le enciende la mirada como si intentase poner en marcha todas las sinapsis a la vez y usar toda su concentración para conectarse a una idea; y a veces, durante un momento, lo consigue. Pero cuando no, le puede el fracaso. A veces llora, Jac.

Las últimas palabras las dijo Robbie susurrando. Jac se quedó callada. Era incapaz de imaginarse a su padre, tan duro y exigente, llorando.

—Ojalá no tuvieras que verlo. Ojalá no te afectara tanto.

—No estoy hablando de cómo me sienta a mí. Lo que quiero que entiendas es cómo lo vive él. Ven a verle, por favor. Tu nombre es el único del que aún se acuerda. Del mío no, ni del de Claire. «No te olvides de preparar un frasco de Rouge para Jac», dice siempre que me voy.

La sonrisa de Robbie fue de las más tristes que le había visto Jac.

—El perdón es el mayor regalo que puede dar una persona. Ven a verle, por favor.

—¿Cuándo te han enseñado a predicar los budistas, hermanito? —dijo ella, con una risa exagerada que la delató al atragantarse.

Le habría gustado poder hacer feliz a Robbie. Ojalá fuera verdad lo que creía él, y se cumplieran todas sus esperanzas; ojalá Jac pudiera perdonar a su padre, y ojalá la crisis económica fuera de fácil solución; ojalá existiese de veras un libro con fórmulas antiguas de los inciensos y ungüentos que se usaban en los ancestrales ritos egipcios, y ojalá lo hubieran traído de Egipto para esconderlo en algún sitio de la finca parisina de la familia.

Pero era más segura la realidad; y por encima de todo, había que velar por la seguridad de Robbie. Era la única familia que le quedaba.

Jac miró el ángel de dolor.

—Parece que el peso de tantos años echando de menos a la gente le haya bajado las alas, y que ya pesen demasiado para volver a volar.

Robbie se acercó y pasó un brazo por la espalda de Jac.

—Los ángeles siempre pueden volar.

Jac inhaló la complicada cacofonía de olores que desprendía su hermano: aire fresco, lluvia, las flores de manzano y varias notas más.

—Qué estupendamente hueles —dijo, arrugando la nariz.

Eso al menos se lo podía reconocer.

—Son mis muestras, en lo que he estado trabajando; lo que te contaba por teléfono. He organizado reuniones: Bergdorf, Bendel, Barneys… Tenemos contactos.

—Para nuestros perfumes clásicos.

—Les interesa ver qué tengo, Jac.

—Aunque les interese, Casa L’Etoile no tiene dinero para montar una nueva división.

—Encontraré a alguien que me avale.

Jac sacudió la cabeza.

—De verdad —insistió él.

—Perfumes de autor sin éxito los hay a miles. Los consumidores no compran dos veces nada de lo nuevo, y cada día sale alguna noticia sobre que prohíben algún ingrediente por razones medioambientales.

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