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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

El imperio de los lobos (49 page)

BOOK: El imperio de los lobos
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En esos momentos circulaba en dirección este, hacia Adiyaman, a cuatrocientos kilómetros de allí. Lo rodeaban extensos pastizales que parecían llanuras sumergidas. En la oscuridad, adivinaba las ondulaciones de sus flexibles masas. Aquel oleaje de sombras constituía la primera etapa, el primer estadio de pureza. Recordó el comienzo de un poema que había escrito en su juventud, en turco antiguo: «He surcado mares de verdor…».

A las seis y media de la mañana, apenas dejó atrás la ciudad de Gaziantep, el paisaje se transformó. Las primeras luces del alba iluminaban la cadena de los montes Taurus. Los ondulantes campos se convirtieron en desiertos petrificados. Picachos rojos, escarpados, desnudos, se alzaban por doquier. A lo lejos, los cráteres parecían girasoles secos.

Ante aquel espectáculo, los viajeros al uso sentían invariablemente una aprensión, una angustia confusa. A él, por el contrario, le gustaban aquellos tonos ocres y amarillos, más intensos, más crudos que el azul del alba. En ellos descubría su pasado. Aquella aridez había forjado su cuerpo. Era el segundo estadio de pureza.

Rememoró la continuación de su poema:

He surcado mares de verdor,

abrazado paredes de piedra, órbitas de sombra…

Cuando se detuvo en Adiyaman, el sol pugnaba por asomar. En la gasolinera de la ciudad llenó el depósito de gasolina mientras el empleado le limpiaba el parabrisas, contemplando los charcos de hierro, las casas de tonos cobrizos extendidas hasta el pie de las montañas.

En la avenida principal vio las naves Matak, «sus» naves, que pronto se llenarían de toneladas de fruta lista para ser tratada, conservada y exportada. No halagaron su vanidad. Nunca le habían interesado las ambiciones triviales. En cambio, sentía la inminencia de la montaña, la proximidad de las mesetas…

Cinco kilómetros más adelante, dejó la carretera principal. Atrás quedaba el asfalto y la señalización. Ante él solo había un sendero tallado en la roca que serpenteaba hasta las nubes. En ese momento, empezó a sentirse en su tierra natal. Las laderas de polvo púrpura, las hierbas erizadas en agresivos matojos, las ovejas de un gris oscuro, que se apartaban a regañadientes…

Pasó de largo por su pueblo. Vio mujeres con pañuelos adornados de oro. Rostros de cuero rojo, cincelados como bandejas de cobre. Criaturas salvajes, duras como la tierra, atrincheradas en la oración y las tradiciones, como su madre. Entre aquellas mujeres, debía de haber más de una pariente suya…

Un poco más arriba vio pastores acuclillados en una pendiente, vestidos con chaquetas demasiado anchas. Se vio a sí mismo, veinte años atrás, sentado en su lugar. Aún se acordaba del jersey Jacquard que le servía de abrigo, con sus mangas demasiado largas, por las que iban asomándole las manos año tras año. Las mangas de aquel jersey habían sido su único calendario.

Las sensaciones le acudían a las yemas de les dedos. El tacto de su cráneo rapado cuando se protegía de los golpes de su padre. La suavidad de los frutos secos cuando acariciaba los gruesos sacos del tendero, al regresar de los pastizales, al atardecer. La cáscara de las nueces que recogía en otoño y que le dejaban las palmas manchadas para todo el invierno…

Estaba penetrando en la capa de bruma.

De pronto, todo se volvió blanco, húmedo, algodonoso. La carne de las nubes. Al borde de la carretera, se veían los primeros montones de nieve. Una nieve particular, impregnada de arena, luminiscente y rosada.

Antes de encarar el último tramo, hizo un alto para colocar las cadenas en las ruedas. Traqueteó durante cerca de una hora más. La nieve de los ventisqueros, cada vez más brillante, se amontonaba formando lánguidos cuerpos. La última etapa de la Vía Pura.

He acariciado laderas de nieve

salpicadas de arena rosa,

torneadas como cuerpos de una mujer…

Al fin, el área de estacionamiento apareció al pie de la pared rocosa. Sobre ella, la cima de la montaña permanecía oculta tras capas de niebla.

Salió del coche y se dejó invadir por la calma del lugar. Un silencio de nieve envolvía la montaña como una campana de cristal.

Se llenó los pulmones de aire helado. Allí la altitud sobrepasaba los dos mil metros. Tenía que subir a pie otros trescientos. Se comió dos bombones en previsión del esfuerzo, se metió las manos en los bolsillos y echó a andar.

Dejó atrás la cabaña de los guardas, cerrada a cal y canto hasta mayo, y siguió el trazado de las piedras, que asomaban apenas entre la nieve. Era una ascensión difícil. Tuvo que dar un rodeo para evitar lo más abrupto de la pendiente. Avanzaba de lado, con la mano izquierda en la pared rocosa, procurando no resbalar y, caer al vacío. La nieve crujía bajo sus pies.

Empezaba a jadear. Sentía todo el cuerpo en tensión, toda la mente alerta. Llegó a la primera meseta, la del este, pero no se entretuvo. Allí las estatuas estaban demasiado erosionadas. Solo hizo una breve pausa en el «altar del fuego», una plataforma de piedra de un verde cobrizo, que ofrecía una panorámica de ciento ochenta grados sobre los montes Taurus.

El sol había decidido al fin congraciarse con el paisaje. Al fondo del valle se distinguían manchas rojas, mordeduras amarillas y también bocas de esmeralda, vestigios de las llanuras que habían fundado la fertilidad de los antiguos reinos. La luz se remansaba en aquellos cráteres en forma de temblorosos charcos blancos. En otros puntos, parecía empezar a evaporarse, a elevarse en polvo y descomponer cada detalle en miles de lentejuelas. Más allá, el sol jugaba con las nubes, y las sombras pasaban sobre las montañas como las expresiones sobre un rostro.

De pronto se sintió presa de una emoción inefable. No acababa de creer que aquellas tierras fueran «sus» tierras, que también él formara parte de aquella belleza, de aquella desmesura. Le parecía estar viendo las hordas ancestrales avanzando en el horizonte: los primeros turcos que habían aportado poder y civilización a Anatolia. Cuando miraba mejor, incluso veía que no se trataba ni de hombres ni de caballos, sino de lobos. Manadas de lobos plateados, que se confundían con el temblor de la luz. Lobos divinos, ansiosos de unirse con los mortales para engendrar una raza de guerreros perfectos…

Siguió avanzando hacia la ladera oeste. La nieve era cada vez más espesa y, sin embargo, más ligera, más aterciopelada. Volvió la cabeza y echó un vistazo a sus huellas; se le antojaron una escritura misteriosa, una traducción del silencio.

Al fin, llegó a la siguiente meseta, en la que se alzaban las Cabezas de Piedra.

Eran cinco cabezas colosales que medían más de dos metros de altura. En tiempos, coronaban cuerpos descomunales erguidos sobre túmulos que constituían las tumbas propiamente dichas; pero los temblores de tierra las habían derribado. Colocadas de nuevo en posición vertical, a ras de suelo, parecían haber ganado en fuerza, como si sus hombros fueran los contrafuertes de la montaña.

La del centro correspondía a Antioco I, rey de Comagene, que quiso morir entre los dioses mestizos, mitad griegos, mitad persas, surgidos del sincretismo de aquella civilización perdida. Junto a él se alzaban Zeus-Ahura Mazda, el dios de dioses, encarnado en el rayo y el fuego; Apolo-Mitra, que exigía la santificación de los hombres en la sangre de los toros; Tyché, coronada de espigas y frutos que simbolizaban la fertilidad del reino…

A pesar de su poder, los rostros tenían expresiones de juvenil placidez, bocas sonrientes, barbas ensortijadas… Sus grandes ojos blancos, sobre todo, parecían soñar. Y los guardianes del santuario, el León, rey de los animales, yel Águila, señora de los cielos, erosionados y cubiertos de nieve, no hacían más que subrayar la mansedumbre del grupo.

Aún no había llegado el momento: la niebla era demasiado densa para que se produjera el fenómeno. Se arrebujó en el pañuelo y pensó en el soberano que había mandado construir aquel sepulcro: Antioco Epifanes I. Su reinado había sido tan próspero que, creyéndose bendecido por los dioses, llegó a considerarse uno de ellos y hacerse inhumar en la cima de una montaña sagrada.

Ismail Kudseyi también se creía un dios con derecho de vida y muerte sobre sus criaturas. Pero había olvidado lo principal: solo era un instrumento de la Causa, un simple eslabón del Turán. Al pasar lo por alto, se había traicionado a sí mismo y había traicionado a los Lobos. Se había mofado de las leyes que antaño representaba. Se había convertido en un hombre degenerado, vulnerable. Por eso había podido acabar con él Sema.

Sema. De pronto, un sabor amargo le llenó la boca. Había conseguido eliminarla, pero no por eso había triunfado. Toda la cacería había sido un desastre, un fracaso que intentó salvar sacrificando a su presa según el rito ancestral. Dedicó su corazón a los dioses de Nemrut Dag, los dioses a los que siempre había honrado esculpiendo sus facciones en los rostros de sus víctimas.

La niebla se estaba disipando.

Se arrodilló en la nieve y esperó.

En unos instantes, las brumas se levantarían, envolverían por última vez las gigantescas cabezas y les infundirían su levedad, les comunicarían su movilidad, les darían vida. Los rostros perderían su nitidez y sus contornos, y flotarían sobre la nieve. Entonces sería imposible no pensar en un bosque. No verlos avanzar… Primero, Antioco, seguido por Tyché y los demás Inmortales, envueltos, acariciados, incensados por los vapores de hielo. Por último, en el absoluto silencio, sus labios se abrirían y dejarían escapar unas palabras.

De niño había presenciado el prodigio muchas veces. Había aprendido a captar aquel murmullo, a comprender aquel lenguaje. Mineral, antiguo, ininteligible para quien no hubiera nacido allí, al pie de aquellas montañas.

Cerró los ojos.

Hoy rezaba para que los gigantes le concedieran su clemencia. También esperaba un nuevo oráculo. Palabras de niebla que le revelarían su futuro. ¿Qué le susurrarían hoy sus mentores de piedra?

—No te muevas.

Se quedó petrificado. Creyó que sufría una alucinación, pero el frío cañón de un arma se clavó en su sien.

—No te muevas -repitió la voz en francés.

Una voz de mujer.

Se arriesgó a mirar de reojo y vio una figura esbelta vestida con un anorak y un pantalón tubo de color negro. Los cabellos negros, cubiertos con un gorro, le caían en dos cascadas de rizos sobre los hombros.

Estaba estupefacto. ¿Cómo había podido seguirlo hasta allí aquella mujer?

—¿Quién eres? — preguntó en francés.

—Mi nombre es lo de menos.

—¿Quién te envía?

—Sema.

—Sema está muerta.

No podía aceptar que lo hubieran sorprendido de aquel modo en su peregrinaje secreto.

—Soy la mujer que estuvo a su lado en París -dijo la voz-. La que la ayudó a escapar de la policía, recuperar la memoria y volver a Turquía para hacerte frente.

El hombre asintió. Sí, en aquella historia faltaba un eslabón desde el principio. Sema Hunsen no podía haberlo eludido durante tanto tiempo sin ayuda. De sus labios escapó una pregunta, con una precipitación que lamentó al instante:

—¿Dónde estaba la droga?

—En un cementerio. En unas urnas cinerarias. «Un poco de polvo blanco entre el polvo gris…»

El hombre volvió a asentir. Reconocía la ironía de Sema, que había ejercido su oficio como un juego. Todo aquello sonaba a cierto, como un tintineo de cristal.

—¿Cómo me has encontrado?

—Sema me escribió una carta en la que me lo explicaba todo. Sus orígenes. Su formación. Su especialidad. También me dio los nombres de sus viejos amigos, sus enemigos de hoy.

A través de las palabras, percibía una especie de acento, una extraña manera de prolongar las sílabas finales. Lanzó una mirada a los blancos ojos de las estatuas. Todavía no habían despertado.

—¿Por qué te inmiscuyes en esto? — preguntó con asombro-. La historia ha acabado. Y ha acabado sin ti.

—He llegado demasiado tarde, sí. Pero aún puedo hacer algo por Sema.

—¿Qué?

—Impedirte que continúes con tu monstruosa tarea.

El hombre sonrió y la miró abiertamente, a pesar de la pistola que le apuntaba a la sien. Era alta, muy morena, muy hermosa. Su pálido rostro estaba surcado de numerosas arrugas que, lejos de atenuar su belleza, parecían circunscribirla, precisarla. Frente a aquella aparición, se quedó sin aliento. Fue ella la que volvió a hablar:

—En París leí los artículos sobre los asesinatos de las tres mujeres. Estudié las mutilaciones que les infligiste. Soy psiquiatra. Podría dar nombres complicados a tus obsesiones, a tu odio a las mujeres… Pero ¿de qué serviría eso?

El hombre comprendió que iba a matarlo, que lo había seguido hasta allí para acabar con él. Morir a manos de una mujer: era imposible. Se concentró en las cabezas de piedra. La luz no tardaría en infundirles vida. ¿Le susurrarían los Gigantes cómo actuar?

—¿Y me has seguido hasta aquí? — preguntó para ganar tiempo.

—En Estambul no tuve ninguna dificultad para localizar tu sociedad. Sabía que, tarde o temprano, aparecerías por allí, a pesar de la orden de búsqueda, a pesar de tu situación. Cuando al fin llegaste, rodeado por tus guardaespaldas, ya no me separé de ti. Durante días, te seguí, te espié, te observé. Y comprendí que no tenía ninguna posibilidad de acercarme a ti, y menos aún de sorprenderte…

Sus palabras dejaban traslucir una extraña determinación. Aquella mujer empezaba a interesarle. Le lanzó otra mirada. A través del vaho de su aliento, otro detalle le llamó poderosamente la atención. Sus labios, de un rojo demasiado vivo, amoratado por el frío. De golpe, aquel color orgánico reavivó su odio a las mujeres. Era una blasfemia, como todas las demás. Una tentación que se exhibía, segura de su poder…

—Entonces, se produjo el milagro -siguió diciendo ella-. Una mañana, saliste de tu escondite. Solo. Y fuiste al aeropuerto. No tuve más que imitarte y sacar billete para Adana. Supuse que ibas a visitar algún laboratorio clandestino o algún campo de entrenamiento. Pero ¿por qué solo? Pensé en tu familia. Pero no era tu estilo. Tú no tienes más familia que una manada de lobos. Entonces, ¿qué? En tu carta, Sema te describía como un cazador llegado del Este, de la región de Adiyaman, obsesionado por la arqueología. Mientras esperaba la salida del vuelo, compré mapas y guías. Descubrí la meseta de Nemrut Dag y sus estatuas. Las grietas de la piedra me recordaban rostros desfigurados. Comprendí que aquellas esculturas eran tu modelo. El modelo que estructuraba tu demencia. Ibas a recogerte en aquel santuario inaccesible. Al encuentro de tu propia locura.

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